En realidad, estas se necesitan mutuamente.
San Juan en su primera epístola nos da la definición del amor. “Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque DIOS ES AMOR. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados.” (Cf. 1 San Juan 4: 7-19)
La “justicia” es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. (referirse al no. 1807 del Catecismo de la Iglesia Católica).
La “misericordia” es el atributo de Dios que extiende su compasión a aquellos en necesidad. Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento ilustran que Dios desea mostrar su misericordia al pecador. Uno debe humildemente aceptar la misericordia; no puede ser ganada. Como Cristo ha sido misericordioso, también nosotros estamos llamados a ejercer compasión hacia otros, perdonando -como dicen las palabras de Jesús- “setenta veces siete” (Mt 18:22).
Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como “Padre de la misericordia”, nos permite verlo especialmente cercano al hombre, sobretodo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia.
Jesús, sobretodo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la «condición humana» histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es llamado «misericordia» en el lenguaje bíblico. (Cf. Dives in misericordia)
Cristo revela a Dios que es Padre, que es “amor”, que es “rico en misericordia”. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo, es su misión fundamental de Mesías. (Cf. encíclica Dives in misericordia)
En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el término «justicia»; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra «misericordia»; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia está inscrito con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas de su padre, merece -a su vuelta- ganarse la vida trabajando como jornalero en la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta provisión de bienes materiales; pero quizá nunca en tanta cantidad como había malgastado. Tales serían las exigencias del orden de la justicia; tanto más cuanto que aquel hijo no sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su padre con su conducta. Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial, no podía ser indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y en algún modo incluso implicarlo. Pero en fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El hijo pródigo era consciente de ello y es precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padre. (Cf. Dives in misericordia)
Esa imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. La misericordia -tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo- tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama ágape. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y «revalorizado». (Cf. Dives in misericordia)
La misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas del mal existentes en el mundo y en el hombre.
Por su parte, la idea de justicia que debe servir para ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufre muchas deformaciones. La experiencia demuestra que fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto. No en vano Cristo contestaba a sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras: «ojo por ojo y diente por diente». Tal era la forma de alteración de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy día siguen teniendo en ella su modelo. Jesús nos dice en las Sagradas Escrituras: «Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos». (Mt 5, 20) (Cf. Dives in misericordia)
En efecto, es obvio que en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. (Cf. Dives in misericordia)
Las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el «cambio admirable» en ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y dulce a la vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del «corazón humano» en su punto de partida (ser misericordiosos), ¿no revelan quizá, dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia? (cf. Dives in misericordia)