El problema no es el celibato
Por Javier Abad Gómez

Ver también: celibato

¿Se puede vivir hoy el celibato? ¿Se puede ofrecer como alternativa de amor
a un hombre o a una mujer moderna? ¿Es razonable o es locura hablar del
celibato ahora, en el siglo XXI?  La respuesta obvia es la siguiente: son
centenares de miles las personas que encuentran hoy la felicidad en el
celibato cristiano. Es la simple observación de un hecho indiscutible. Pese
a todas las advertencias freudianas y a las publicaciones acerca del
comportamiento sexual escandaloso, dentro como fuera de la Iglesia, tanto
entre sacerdotes como entre personas casadas, hay millares de personas
normales que actualmente viven célibes, se sienten interiormente libres y
aman con un amor fuerte, valiente, rebelde. Sin embargo, viene bien
plantearse su significado y justificación en el mundo actual.

En primer lugar, cabría aclarar un equívoco. La pregunta: ¿por qué no se
casan los curas?, está mal formulada. Lo correcto sería preguntar: ¿por qué
la Iglesia no ordena sacerdotes a hombres casados? Porque nunca se casaron
los sacerdotes y, si nos atenemos a los datos que brinda el Evangelio, del
único que  sabemos que estuvo casado es de San Pedro, porque se menciona a
su suegra. Los apóstoles abandonaron todo para seguir al Señor y, desde
temprano, muchos de los  que se consagraban al servicio de la comunidad
cristiana lo hacían en estado de virginidad. Hubo también, en esta primera
fase de propagación y de desarrollo del cristianismo, todavía en vías de
organización y, por decirlo así, de experimentación, hombres casados que
fueron sacerdotes, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica.

Asimismo, en las Iglesias orientales, no se casan los sacerdotes, aunque sí se pueden ordenar legítimamente personas casadas. Pero  los obispos, y un buen número de sacerdotes, viven célibes. La diferencia de  disciplina se explica por el hecho de que la continencia perfecta no  pertenece a la esencia del sacerdocio. Incluso hoy, dentro de la Iglesia  Católica Romana hay sacerdotes casados que proceden de la Iglesia Anglicana  o de otras confesiones cristianas, en las cuales vivían en matrimonio. Son  conversos que han pedido ser admitidos en la Iglesia Católica y esta los acoge en la totalidad de su condición.

Impresiona, por otro lado, constatar cómo los tiempos de crisis del celibato
coinciden con tiempos de crisis del matrimonio. Son los dos sacramentos de
la Iglesia que tienen que ver con la generación de la vida: de la vida
humana y de la vida sobrenatural. Actualmente no sólo se ven grietas en el
celibato; también el matrimonio como fundamento de la sociedad es cada vez
más frágil y el esfuerzo por vivir bien la relación conyugal no es menos
pequeño. El matrimonio para los sacerdotes no arregla los problemas. Si se
aboliera el celibato pasaríamos, en la práctica, a la separación de
matrimonios de sacerdotes y se tendría que lidiar por añadidura, con el
nuevo problema que implicarían los curas divorciados. Cuando una fidelidad
no es posible, la otra tampoco lo es: una lealtad conduce a otra.

Lo que sorprende es la insistencia en que la Iglesia , debería suprimir la
imposición del celibato sacerdotal. Es una conclusión equivocada.  En primer
lugar, porque la Iglesia no impone el celibato a nadie. Hacerlo sería un
ultraje al derecho natural. Cada persona es libre de elegir su propio estado
de vida y sólo tiene que responder ante Dios de su elección. Otra cosa es
que la Iglesia contemple, en su sabiduría, entre las señales de vocación
sacerdotal, la previa recepción del don del  celibato. Estamos aquí ante un
nuevo orden de ideas: el sobrenatural y esto es lo que, quizás, muchos no
logran entender.

Antes de la ordenación el candidato da fe, bajo juramento, de haber recibido
el don del celibato.  Ya sacerdote  lo vive, fortalecido en la fe y en la
oración, lo único que puede sostenerlo en su decisión a lo largo de la vida.
Y se espera de él, que una vez asumido, permanezca fiel al compromiso. Y la
puerta queda abierta para que, quien no se vea en capacidad de vivirlo, pida
la dimisión. Nadie puede ser sometido a sobrellevar una obligación más allá
de su fuerza de espíritu o su carácter. Si es incapaz de hacerlo, que se
dedique a otra causa. Lo deshonesto es traicionar la palabra dada, engañar a
la comunidad religiosa y a los fieles, llevar una doble vida en contra de
los principios morales que, en teoría, proclama. Es cuestión de hombría de
bien, de lealtad, que es un valor humano apreciable.

Partiría de una premisa equivocada quien aspirara al sacerdocio pensando

que, en el fondo, no le interesan las mujeres, o que su preferencia sexual
no está del todo definida y que por tanto el celibato no le significaría
mayor problema. Condición para la ordenación de un sacerdote es ser hombre
viril, en todo el sentido de la palabra. Virilidad que se traduce en madurez
afectiva y plena salud en el funcionamiento de sus órganos sexuales. El
sacerdocio no es refugio  de débiles emocionales, ni lugar para encubrir
pervertidos sexuales, ni para quienes tienen problemas a la hora de definir
su identidad.

Otro equívoco es la relación que se quiere establecer entre el
celibato y los desahogos de carácter sexual, incluso aberrante. El problema
no es el celibato, sino la infidelidad. Y esto afecta tanto a sacerdotes
como a personas casadas. El día que los paparazzi persigan a los maridos
infieles para mostrar sus debilidades, quizás no tendrían noticieros y
periódicos otro tema qué tratar. Y esto, dicho con dolor, porque la lealtad
y la fidelidad son virtudes humanas, necesarias en toda sociedad civilizada.

Ante los casos recientes cabría decir, con todo respeto, que una persona que

vive una doble vida y se niega a cumplir obligaciones asumidas libremente,
está haciendo traición a su conciencia y a su hombría de bien. Y hace mejor
si pide honestamente la dimisión a su ministerio, aunque el carácter
sacerdotal, nunca lo perderá. Pero la Iglesia, no puede ser sujeto de
modificaciones basadas en las veleidades de unos pocos. Ni se la puede
señalar como la culpable de sus debilidades. Y menos pretender que ofrezca
una disciplina Light, para acomodarla dócilmente a las flaquezas humanas o
mundanas.




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