DIVES EN MISERICORDIA
PARTE II

VII - LA MISERICORDIA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

En relación con esta imagen de nuestra generación, que no deja de suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras que con motivo de la encarnación del Hijo de Dios, resonaron en el Magnificat de María y que cantan la «misericordia... de generación en generación». Conservando siempre en el corazón la elocuencia de estas palabras inspiradas y aplicándolas a las experiencias y sufrimientos propios de la gran familia humana, es menester que la Iglesia de nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión, siguiendo las huellas de la tradición de la Antigua y Nueva Alianza, en primer lugar del mismo Cristo y de sus Apóstoles. La Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo, en toda su misión de Mesías, profesándola principalmente como verdad salvífica de fe necesaria para una vida coherente con la misma fe, tratando después de introducirla y encarnarla en la vida bien sea de sus fieles, bien sea -en cuanto posible- en la de todos los hombres de buena voluntad. Finalmente, la Iglesia -profesando la misericordia y permaneciendo siempre fiel a ella- tiene el derecho y el deber de recurrir a la misericordia de Dios, implorándola frente a todos los fenómenos del mal físico y moral, ante todas las amenazas que pesan sobre el entero horizonte de la vida de la humanidad contemporánea.

13. La Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama

La Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación. En las páginas precedentes de este documento hemos tratado de delinear al menos el perfil de esta verdad que encuentra tan rica expresión en toda la Sagrada Escritura y en la Tradición. En la vida cotidiana de la Iglesia la verdad acerca de la misericordia de Dios, expresada en la Biblia, resuena cual eco perenne a través de numerosas lecturas de la Sagrada Liturgia. La percibe el auténtico sentido de la fe del Pueblo de Dios, como atestiguan varias expresiones de la piedad personal y comunitaria. Sería ciertamente difícil enumerarlas y resumirlas todas, ya que la mayor parte de ellas están vivamente inscritas en lo íntimo de los corazones y de las conciencias humanas. Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del Pueblo de Dios dan testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de la perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la verdad íntima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo. Conforme a las palabras dirigidas por Cristo a Felipe 112, «la visión del Padre» -visión de Dios mediante la fe- halla precisamente en el encuentro con su misericordia un momento singular de sencillez interior y de verdad, semejante a la que encontramos en la parábola del hijo pródigo.

«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»113. La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en El, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero. Todo esto que forma la «visión» de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la «visión del Padre» en la santidad de su misericordia. La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto -en un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el plano humano- de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.

La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia -el atributo más estupendo del Creador y del Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en efecto, «cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz», no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria.114 El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado. Se ha hablado ya de ello en la encíclica Redemptor Hominis ; convendrá sin embargo volver una vez más sobre este tema fundamental.

Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito»115, Dios que «es amor»116 no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal.

La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo.

Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno117 a medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo»118 es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este Padre, rico en misericordia.

El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris. Es evidente que la Iglesia profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado, no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por encima de todo, con la más profunda pulsación de la vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante este testimonio de vida, la Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios, misión que es participación y, en cierto sentido, continuación de la misión mesiánica del mismo Cristo.

La Iglesia contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre la base de la misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que brotan de la doctrina del Concilio Vaticano II, en primer lugar el cometido ecuménico que tiende a unir a todos los que confiesan a Cristo. Iniciando múltiples esfuerzos en tal dirección, la Iglesia confiesa con humildad que solo ese amor, más fuerte que la debilidad de las divisiones humanas, puede realizar definitivamente la unidad por la que oraba Cristo al Padre y que el Espíritu no cesa de pedir para nosotros «con gemidos inenarrables»119.

14. La Iglesia trata de practicar la misericordia

Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a «usar misericordia» con los demás: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»120. La Iglesia ve en estas palabras una llamada a la acción y se esfuerza por practicar la misericordia. Si todas las bienaventuranzas del sermón de la montaña indican el camino de la conversión y del cambio de vida, la que se refiere a los misericordiosos es a este respecto particularmente elocuente. El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.

Este proceso auténticamente evangélico no es sólo una transformación espiritual realizada de una vez para siempre, sino que constituye todo un estilo de vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste en el descubrimiento constante y en la actuación perseverante del amor en cuanto fuerza unificante y a la vez elevante: -a pesar de todas las dificultades de naturaleza psicológica o social- se trata, en efecto, de un amor misericordioso que por su esencia es amor creador. El amor misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de los padres que mantienen y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado. En todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en la posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o se encuentra en estado de ser objeto de misericordia.

Cristo crucificado, en este sentido, es para nosotros el modelo, la inspiración y el impulso más grande. Basándonos en este desconcertante modelo, podemos con toda humildad manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada a sí mismo 121. Sobre la base de este modelo, debemos purificar también continuamente todas nuestras acciones y todas nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por El.

Así pues, el camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña con la bienaventuranza de los misericordiosos, es mucho más rico de lo que podemos observar a veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de la misericordia. Tales juicios consideran la misericordia como un acto o proceso unilateral que presupone y mantiene las distancias entre el que usa misericordia y el que es gratificado, entre el que hace el bien y el que lo recibe. Deriva de ahí la pretensión de liberar de la misericordia las relaciones interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia. No obstante, tales juicios acerca de la misericordia no descubren la vinculación fundamental entre la misericordia y la justicia, de que habla toda la tradición bíblica, y en particular la misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica misericordia es por decirlo así la fuente más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta para servir de «árbitro» entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una medida adecuada el amor en cambio, y solamente el amor, (también ese amor benigno que llamamos «misericordia») es capaz de restituir el hombre a sí mismo.

La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta encarnación de la «igualdad» entre los hombres y por consiguiente también la encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad introducida mediante la justicia se limita, sin embargo al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia. Al mismo tiempo, la «igualdad» de los hombres mediante el amor «paciente y benigno» 122 no borra las diferencias: el que da se hace más generoso, cuando se siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don; viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que también él, acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a la gran causa de la dignidad de la persona y esto contribuye a unir a los hombres entre sí de manera más profunda.

Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable «corrección» por parte del amor que -como proclama san Pablo- es «paciente» y «benigno», o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo. Recordemos además que el amor misericordioso indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo123 o la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida124. Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral.

Su radio de acción no obstante, no halla aquí su término. Si Pablo VI indicó en más de una ocasión la «civilización del amor»125 como fin al que deben tender todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca, si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas a las amplias y complejas esferas de la convivencia humana, nos detenemos en el criterio del «ojo por ojo, diente por diente»126 y no tendemos en cambio a transformarlo esencialmente, superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección nos conduce también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano,127 individúa la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del evangelio.

El mundo de los hombres puede hacerse «cada vez más humano», solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el hombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros.

Por esto, la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales -en cada etapa de la historia y especialmente en la edad contemporánea- el de proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado en sumo grado en Cristo Jesús. Este misterio, no sólo para la misma Iglesia en cuanto comunidad de creyentes, sino también en cierto sentido para todos los hombres, es fuente de una vida diversa de la que el hombre, expuesto a las fuerzas prepotentes de la triple concupiscencia que obran en él 128, está en condiciones de construir. Precisamente en nombre de este misterio Cristo nos enseña a perdonar siempre. ¡Cuántas veces repetimos las palabras de la oración que El mismo nos enseñó, pidiendo: «perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores», es decir, a aquellos que son culpables de algo respecto a nosotros!129 Es en verdad difícil expresar el valor profundo de la actitud que tales palabras trazan e inculcan. ¡Cuántas cosas dicen estas palabras a todo hombre acerca de su semejante y también acerca de sí mismo! La conciencia de ser deudores unos de otros va pareja con la llamada a la solidaridad fraterna que san Pablo ha expresado en la invitación concisa a soportarnos «mutuamente con amor»130. ¡Qué lección de humildad se encierra aquí respecto del hombre, del prójimo y de sí mismo a la vez! ¡Qué escuela de buena voluntad para la convivencia de cada día, en las diversas condiciones de nuestra existencia! Si desatendiéramos esta lección, ¿qué quedaría de cualquier programa «humanístico» de la vida y de la educación?

Cristo subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar a los demás que a Pedro, el cual le había preguntado cuántas veces debería perdonar al prójimo, le indicó la cifra simbólica de «setenta veces siete»131, queriendo decir con ello que debería saber perdonar a todos y siempre es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son condición del perdón.

Así pues la estructura fundamental de la justicia penetra siempre en el campo de la misericordia. Esta, sin embargo, tiene la fuerza de conferir a la justicia un contenido nuevo que se expresa de la manera más sencilla y plena en el perdón. Este en efecto manifiesta que, además del proceso de «compensación» y de «tregua» que es específico de la justicia, es necesario el amor, para que el hombre se corrobore como tal. El cumplimiento de las condiciones de la justicia es indispensable, sobre todo, a fin de que el amor pueda revelar el propio rostro. Al analizar la parábola del hijo pródigo, hemos llamado ya la atención sobre el hecho de que aquél que perdona y aquél que es perdonado se encuentran en un punto esencial, que es la dignidad, es decir, el valor esencial del hombre que no puede dejarse perder y cuya afirmación o cuyo reencuentro es fuente de la más grande alegría 132. La Iglesia considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia misión, custodiar la autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento como en la educación y en la pastoral. Ella no la protege de otro modo más que custodiando la fuente, esto es, el misterio de la misericordia de Dios mismo, revelado en Jesucristo.

En la base de la misión de la Iglesia, en todas las esferas de que hablan numerosas indicaciones del reciente Concilio y la plurisecular experiencia del apostolado, no hay más que el «sacar de las fuentes del Salvador»133: es esto lo que traza múltiples orientaciones a la misión de la Iglesia en la vida de cada uno de los cristianos, de las comunidades y también de todo el Pueblo de Dios. Este «sacar de las fuentes del Salvador» no puede ser realizado de otro modo, si no es en el espíritu de aquella pobreza a la que nos ha llamado el Señor con la palabra y el ejemplo: «lo que habéis recibido gratuitamente, dadlo gratuitamente»134. Así, en todos los cambios de la vida y del ministerio de la Iglesia -a través de la pobreza evangélica de los ministros y dispensadores, y del pueblo entero que da testimonio «de todas las obras del Señor»- se ha manifestado aún mejor el Dios «rico en misericordia».

VIII - ORACIÓN DE LA IGLESIA DE NUESTROS TIEMPOS

15. La Iglesia recurre a la misericordia divina

La Iglesia proclama la verdad de la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado, y la profesa de varios modos. Además, trata de practicar la misericordia para con los hombres a través de los hombres, viendo en ello una condición indispensable de la solicitud por un mundo mejor y «más humano», hoy y mañana. Sin embargo, en ningún momento y en ningún período histórico -especialmente en una época tan crítica como la nuestra- la Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. Precisamente éste es el fundamental derecho-deber de la Iglesia en Jesucristo: es el derecho-deber de la Iglesia para con Dios y para con los hombres. La conciencia humana, cuanto más pierde el sentido del significado mismo de la palabra «misericordia», sucumbiendo a la secularización; cuanto más se distancia del misterio de la misericordia alejándose de Dios, tanto más la Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la misericordia «con poderosos clamores»135. Estos poderosos clamores deben estar presentes en la Iglesia de nuestros tiempos, dirigidos a Dios, para implorar su misericordia, cuya manifestación ella profesa y proclama en cuanto realizada en Jesús crucificado y resucitado, esto es, en el misterio pascual. Es este misterio el que lleva en sí la más completa revelación de la misericordia, es decir, del amor que es más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado y que todo mal, del amor que eleva al hombre de las caídas graves y lo libera de las más grandes amenazas.

El hombre contemporáneo siente estas amenazas. Lo que, a este respecto, ha sido dicho más arriba es solamente un simple esbozo. El hombre contemporáneo se interroga con frecuencia, con ansia profunda, sobre la solución de las terribles tensiones que se han acumulado sobre el mundo y que se entrelazan en medio de los hombres. Y si tal vez no tiene la valentía de pronunciar la palabra «misericordia», o en su conciencia privada de todo contenido religioso no encuentra su equivalente, tanto más se hace necesario que la Iglesia pronuncie esta palabra, no sólo en nombre propio sino también en nombre de todos los hombres contemporáneos .

Es pues necesario que todo cuanto he dicho en el presente documento sobre la misericordia se transforme continuamente en una ferviente plegaria: en un grito que implore la misericordia en conformidad con las necesidades del hombre en el mundo contemporáneo. Que este grito condense toda la verdad sobre la misericordia, que ha hallado tan rica expresión en la Sagrada Escritura y en la Tradición, así como en la auténtica vida de fe de tantas generaciones del Pueblo de Dios. Con tal grito nos volvemos, como todos los escritores sagrados, al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado136, al Dios que es fiel a sí mismo, a su paternidad y a su amor. Y al igual que los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos, a toda oveja extraviada, aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por sus pecados un nuevo «diluvio», como lo mereció en su tiempo la generación de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado en su misión mesiánica y que alcanza su culmen en la cruz, en su muerte y resurrección. Recurramos a Dios mediante Cristo, recordando las palabras del Magníficat de María, que proclama la misericordia «de generación en generación». Imploremos la misericordia divina para la generación contemporánea. La Iglesia que, siguiendo el ejemplo de María, trata de ser también madre de los hombres en Dios, exprese en esta plegaria su materna solicitud y al mismo tiempo su amor confiado, del que nace la más ardiente necesidad de la oración.

Elevemos nuestras súplicas, guiados por la fe, la esperanza, la caridad que Cristo ha injertado en nuestros corazones. Esta actitud es asimismo amor hacia Dios, a quien a veces el hombre contemporáneo ha alejado de sí, ha hecho ajeno a sí, proclamando de diversas maneras que es algo «superfluo». Esto es pues amor a Dios, cuya ofensa-rechazo por parte del hombre contemporáneo sentimos profundamente, dispuestos a gritar con Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»137. Esto es al mismo tiempo amor a los hombres, a todos los hombres sin excepción y división alguna: sin diferencias de raza, cultura, lengua, concepción del mundo, sin distinción entre amigos y enemigos. Esto es amor a los hombres que desea todo bien verdadero a cada uno y a toda la comunidad humana, a toda familia, nación, grupo social; a los jóvenes, los adultos, los padres, los ancianos, los enfermos: es amor a todos, sin excepción. Esto es amor, es decir, solicitud premurosa para garantizar a cada uno todo bien auténtico y alejar y conjurar el mal.

Y, si alguno de los contemporáneos no comparte la fe y la esperanza que me inducen, en cuanto siervo de Cristo y ministro de los misterios de Dios 138, a implorar en esta hora de la historia la misericordia de Dios en favor de la humanidad, que trate al menos de comprender el motivo de esta premura. Está dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro inmenso. El misterio de Cristo que, develándonos la gran vocación del hombre, me ha impulsado a confirmar en la Encíclica Redemptor Hominis su incomparable dignidad, me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo. Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo, mientras nos encaminamos al final del segundo Milenio.

En el nombre de Jesucristo, crucificado y resucitado, en el espíritu de su misión mesiánica, que permanece en la historia de la humanidad, elevemos nuestra voz y supliquemos que en esta etapa de la historia se revele una vez más aquel Amor que está en el Padre y que por obra del Hijo y del Espíritu Santo se haga presente en el mundo contemporáneo como más fuerte que el mal: más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por intercesión de Aquella que no cesa de proclamar «la misericordia de generación en generación», y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia»139.

Al continuar el gran cometido de actuar el Concilio Vaticano II, en el que podemos ver justamente una nueva fase de la autorrealización de la Iglesia -a medida de la época en que nos ha tocado vivir- la Iglesia misma debe guiarse por la plena conciencia de que en esta obra no le es lícito, en modo alguno, replegarse sobre sí misma. La razón de su ser es en efecto la de revelar a Dios, esto es, al Padre que nos permite «verlo» en Cristo140. Por muy fuerte que pueda ser la resistencia de la historia humana; por muy marcada que sea la heterogeneidad de la civilización contemporánea; por muy grande que sea la negación de Dios en el mundo, tanto más grande debe ser la proximidad a ese misterio que, escondido desde los siglos en Dios, ha sido después realmente participado al hombre en el tiempo mediante Jesucristo.

Juan Pablo II
Con mi Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de noviembre, primer domingo de Adviento, del año 1980, tercero de mi Pontificado.

NOTAS

(1) Ef 2, 4.
(2) Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s.
(3) Jn 14, 8 s.
(4) Ef 2, 4 s
(5) 2 Cor 1, 3.
(6) Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22: A.A.S. 58 (1966), p. 1042.
(7) Cfr. ib.
(8) 1 Tim 6, 16.
(9) Rom 1, 20.
(10) Jn 1, 18.
(11) 1 Tim 6 16.
(12) Tit 3, 4.
(13) Ef 2, 4.
(14) Cfr. Gén 1, 28.
(15) Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 9: A.A.S. 58 (1966), p. 1032.
(16) 2 Cor 1, 3.
(17) Mt 6, 4. 6. 18.
(18) Cfr. Ef 3, 18; además Lc 11, 5-13.
(19) Lc 4, 18 s.
(20) Lc 7, 19.
(21) Lc 7, 22 s.
(22) 1 Jn 4, 16.
(23) Ef 2, 4.
(24) Lc 15, 11-32
(25) Lc 10, 30-37.
(26) Mt 18, 23-35.
(27) Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7
(28) Lc 15, 8-10.
(29) Mt 22, 38.
(30) Mt 5, 7.
(31) Cfr. Jue 3, 7-9
(32) Cfr. 1 Re 8, 22-53
(33) Cfr. Miq 7, 18-20.
(34) Cfr. Is 1, 18; 51, 4-16.
(35) Cfr. Bar 2, 11-3, 8.
(36) Cfr. Neh 9.
(37) Cfr. p. ej. Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8.
(38) Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29.
(39) Cfr. 2 Sam 11, 12, 24, 10.
(40) Job passim.
(41) Est 4, 17k ss.
(42) Cfr. p. ej. Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3. 11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24.
(43) Cfr. Ex 3, 7 s.
(44) Cfr. Is 63, 9.
(45) Ex 34, 6.
(46) Cfr. Num 14, 18; 2 Par 30, 9; Neh 9, 17; Sal 86 (85), 15; Sab 15, 1; Eclo 2, 11; Jl 2, 13.
(47) Cfr. Is 63, 16.
(48) Cfr. Ex 4, 22.
(49) Cfr. Os 2 3.
(50) Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 s.
(51) Sal 103 (102) y 145 (144).
(52) Al definir la misericordia los Libros del Antiguo Testamento usan sobre todo dos expresiones, cada una de las cuales tiene un matiz semántico distinto. Ante todo está el término hesed, que indica una actitud profunda de « bondad ». Cuando esa actitud se da entre dos hombres, éstos son no solamente benévolos el uno con el otro, sino al mismo tiempo recíprocamenre fieles en virtud de un compromiso interior, por tanto también en virtud de una fidelidad hacia sí mismos. Si además hesed significa también « gracia » o « amor », esto es precisamente en base a tal fidelidad. El hecho de que el compromiso en cuestión tenga un carácter no sólo moral, sino casi jurídico, no cambia nada. Cuando en el Antiguo Testamento el vocablo hesed es referido el Señor, esto tiene lugar siempre en relación con la alianza que Dios ha hecho con Israel. Esa alianza fue, por parte de Dios, un don y una gracia para Israel. Sin embargo, puesto que en coherencia con la alianza hecha Dios se habia comprometido a respetarla, hesed cobraba, en cierto modo, un contenido legal. El compromiso juridico por parte de Dios dejaba de obligar cuando Israel infringía la alianza y no respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces hesed, dejando de ser obligación jurídica, descubría su aspecto más profundo: se manifiesta lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte que la traición, gracia más fuerte que el pecado.

Esta fidelidad para con la « hija de mi pueblo » infiel (cfr. Lam 4, 3. 6) es, en definitiva, por parte de Dios, fidelidad a sí mismo. Esto resulta frecuente sobre todo en el recurso frecuente al binomio hesed we'emet (=gracia y fidelidad), que podría considerarse una endíadis (cfr. por ej. Ex 34, 6; 2 Sam 2, 6; 15, 20; Sal 25 [24], 10; 40 [39], 11 s.; 85 [84], 11; 138 [137], 2; Miq 7, 20). « No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino más bien por el honor de mi nombre » (Ez 36, 22). Por tanto también Israel, aunque lleno de culpas por haber roto la alianza, no puede recurrir al hesed de Dios en base a una justicia legal; no obstante, puede y debe continuar esperando y tener confianza en obtenerlo, siendo el Dios de la alianza realmente « responsable de su amor ». Frutos de ese amor son el perdón, la restauración en la gracia y el restablecimiento de la alianza interior.

El segundo vocablo, que en la termenología del Antiguo Testamento sirve para definir la misericordia, es rahamim. Este tiene un matiz distinto del hesed. Mientras éste pone en evidencia los caracteres de la fidelidad hacia sí mismo y de la « responsabilidad del propio amor » (que son cartacteres en cierto modo masculinos ), rahamin, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem= regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi « femenina » de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo psicológico, rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar.

El Antiguo Testamento atribuye al Señor precisamente esos caracteres, cuando habla de él sirviéndose del término rahamim. Leemos en Isaías: « ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría » (Is 49, 15). Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los texos véterotestamentarios de diversos modos: ya sea como salvación de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los pecados --respecto de cada individuo así como también de todo Israel-- y, finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la infidelidad humana, como leemos en Oseas: « Yo curaré su rebeldía y los amaré generosamente » (Os 14, 5).

En la terminología del Antiguo Testamento encontramos todavía otras expresiones, referidas diversamente al mismo contenido fundamental. Sin embargo, las dos antedichas merecen una atención particular. En ellas se manifiesta claramente su original aspecto antropomórfico: al presentar la misericordia divina, los autores bíblicos se sirven de los términos que corresponden a la conciencia y a la experiencia del hombre contemporáneo suyo. La terminología griega usada por los Setenta muestra una riqueza menor que la hebraica: no ofrece, pues, todos los matices semánticos propios del texto original. En cada caso, el Nuevo Testamento construye sobre la riqueza y profundidad, que ya distinguía el Antiguo.
De ese modo heredamos del Antiguo Testamento --casi en una síntesis especial-- no solamente la riqueza de las expresiones usadas por aquellos Libros para definir la misericordia divina, sino también una específica, obviamente antropomórfica « psicología » de Dios: la palpitante imagen de su amor, que en contacto con el mal y en particular, con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia. Esa imagen está compuesta, además del contenido más bien general del verbo h nan, también por el contenido de hesed y por el de rahamim. El término hanan expresa un concepto más amplio; significa, en efecto, la manifestación de la gracia, que comporta, por así decir, una constante predisposición magnánima, benévola y clemente.

Además de estos elementos semánticos fundamentales, el concepto de misericordia en el Antiguo Testamento está compuesto también por lo que encierra el verbo hamal, que literalmente significa « perdonar (al enemigo vencido) », pero también « manifestar piedad y compasión » y, como consecuencia, perdón y remisión de la culpa. También el término hus expresa piedad y compasión, pero sobre todo en sentido afectivo. Estos términos aparecen en los textos bíblicos más raramente para indicar la misericordia. Además, conviene destacar el ya recordado vocablo 'emet, que significa en primer lugar « solidez, seguridad » (en el griego de los LXX: « verdad ») y en segundo lugar, « fidelidad », y en ese sentido parece relacionarse con el contenido semántico propio del término hesed.
(53) Sal 40, 11; 98, 2 s.; Is 45, 21; 51, 5. 8; 56, 1.
(54) Sab 11, 24.
(55) 1 Jn 4, 16.
(56) Jer 31, 3.
(57) Is 54, 10.
(58) Jon 4, 2. 11; Sal 145, 9; Eclo 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1.
(59) Jn 14, 9.
(60) En ambos casos se trata de hesed, es decir de la fidelidad que Dios manifiesta al propio amor hada su pueblo; fidelidad a las promesas, que precisamente en la maternidad de la Madre de Dios encontrarán su cumplimiento definitivo (cfr. Lc 1, 49-54).
(61) Lc 1, 66-72. También en este caso se trata de la misericordia con el significado de hesed, en cuanto en las frases siguientes, en las que Zacarías habla de las « entrañas misericordiosas de nuestro Dios », se expresa claramente el segundo significado, el de rahamim (traducción latina: viscera misericordiae), que identifica más bien la misericordia divina con el amor materno.
(62) Cfr. Lc 15, 11-32
(63) Lc 15, 18 s.
(64) Lc 15, 20
(65) Lc 15, 32
(66) Cfr. Lc 15, 3-6
(67) Cfr. Lc 15, 8 s.
(68) 1 Cor 13, 4-8.
(69) Cfr. Rom 12, 21.
(70) Cfr. Liturgia de la Vigilia pascual: « Exsultet ».
(71) Act 10, 38.
(72) Mt 9, 35.
(73) Cfr. Mc 15, 37; Jn 19, 30.
(74) Is 53, 5.
(75) 2 Cor 5, 21.
(76) Ib.
(77) Credo nicenoconstantinopolitano.
(78) Jn 3, 16.
(79) Cfr. Jn 14, 9.
(80) Mt 10, 28.
(81) Flp 2, 8.
(82) 2 Cor 5, 21.
(83) Cfr. 1 Cor 15, 54 s.
(84) Cfr. Lc 4, 18-21.
(85) Cfr. Lc 7, 20-23.
(86) Cfr. Is 35, 5; 61, 1-3
(87) 1 Cor 15, 4.
(88) Ap 21, 1.
(89) Ap 21, 4.
(90) Cfr. ib.
(91) Ap 3, 20.
(92) Cfr. Mt 24, 35.
(93) Cfr. Ap 3, 20.
(94) Mt 25, 40.
(95) Mt 5, 7.
(96) Jn 14, 9.
(97) Rom 8, 32.
(98) Mc 12, 27.
(99) Jn 20, 19-23.
(100) Cfr. Sal 89 (88), 2.
(101) Lc 1, 50.
(102) Cfr. 2 Cor 1, 21 s.
(103) Lc 1, 50.
(104) Cfr. Sal 85 (84), 11.
(105) Lc 1, 50.
(106) Cfr. Lc 4, 18.
(107) Cfr. Lc 7, 22.
(108) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 62: A.A.S. 57 (1965), p. 63.
(109) Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 10: A.A.S. 58 (1966), p. 1032.
(110) Ib.
(111) Mt 5, 38.
(112) Cfr. Jn 14, 9 s.
(113) Ib.
(114) Cfr. 1 Cor 11, 26; aclamación en el « Misal Romano ».
(115) Jn 3, 16.
(116) 1 Jn 4, 8.
(117) Cfr. 1 Cor 13, 4
(118) 2 Cor 1, 3.
(119) Rm 8, 26.
(120) Mt 5, 7.
(121) Cfr. Mt 25, 34-40.
(122) Cfr. 1Cor 13, 4.
(123) Cfr. Lc 15, 11-32.
(124) Cfr. Lc 15, 1-10.
(125) Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios (1975), p. 482 (Clausura del Año Santo, 25 diciembre 1975).
(126) Mt 5, 38.
(127) Cfr. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 40: A.A.S. 58 (1966), p. 1057 ss. Pablo VI, Exhort. Apost. Paterna cum benevolentia, esp. nn. 1 y 6: A.A.S. 67 (1975), p. 7-9; 17-23.
(128) Cfr. 1 Jn 2, 16.
(129) Mt 6, 12.
(130) Ef 4, 2; cfr. Gal 6, 2.
(131) Mt 18, 22.
(132) Cfr. Lc 15, 32.
(133) Cfr. Is 12, 3.
(134) Mt 10, 8.
(135) Cfr. Heb 5, 7.
(136) Cfr. Sab 11, 24; Sal 145 (144), 9; Gén 1, 31.
(137) Lc 23, 34.
(138) Cfr. 1 Cor 4, 1.
(139) Mt 5, 7.
(140) Cfr. Jn 14, 9.


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Laudetur Jesus Christus.
Et Maria Mater ejus. Amen