Carta Apost�lica
ORIENTALE LUMEN
Tema: "defender el significado de las Tradiciones orientales para toda la Iglesia"
del Sumo Pont�fice
JUAN PABLO II
Al Episcopado, al Clero y a los fieles

Con ocasi�n del centenario
de la Orientalium Dignitas del Papa Le�n XIII

Venerados Hermanos, Amad�simos Hijos e Hijas de la Iglesia

1. La luz del Oriente (ORIENTALE LUMEN) ha iluminado a la Iglesia universal, desde que apareci� sobre nosotros �una Luz de la altura� (Lc 1, 78), Jesucristo, nuestro Se�or, a quien todos los cristianos invocan como Redentor del hombre y esperanza del mundo.

Esa luz inspir� a mi Predecesor el Papa Le�n XIII la Carta Apost�lica Orientalium Dignitas con la que quiso defender el significado de las Tradiciones orientales para toda la Iglesia(1).

Con ocasi�n del centenario de ese acontecimiento y de las iniciativas contempor�neas con las que ese Pont�fice deseaba favorecer la reconstrucci�n de la unidad con todos los cristianos de Oriente, he querido que ese llamamiento, enriquecido por las numerosas experiencias de conocimiento y de encuentro que se han llevado a cabo en este �ltimo siglo, se dirigiera a la Iglesia cat�lica.

En efecto, dado que creemos que la venerable y antigua tradici�n de las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los cat�licos consiste en conocerla para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad.

Nuestros hermanos orientales cat�licos tienen plena conciencia de ser, junto con los hermanos ortodoxos, los portadores vivos de esa tradici�n. Es necesario que tambi�n los hijos de la Iglesia cat�lica de tradici�n latina puedan conocer con plenitud ese tesoro y sentir as�, al igual que el Papa, el anhelo de que se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestaci�n de la catolicidad de la Iglesia, expresada no por una sola tradici�n, ni mucho menos por una comunidad contra la otra; y el anhelo de que tambi�n todos nosotros podamos gozar plenamente de ese patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal(2) que se conserva y crece tanto en la vida de las Iglesias de Oriente como en las de Occidente.

2. Mi mirada se dirige al Orientale Lumen que brilla desde Jerusal�n (cfr. Is 60, 1; Ap 21, 10), la ciudad en la que el Verbo de Dios, hecho hombre por nuestra salvaci�n, jud�o �nacido del linaje de David� (Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8), muri� y fue resucitado. En esa ciudad santa, al llegar el d�a de Pentecost�s �estando todos reunidos en un mismo lugar� (Hch 2, 1), el Esp�ritu Par�clito fue enviado a Mar�a y a los disc�pulos. Desde all� la Buena Nueva se difundi� por el mundo porque, llenos del Esp�ritu Santo, �predicaban la Palabra de Dios con valent�a� (Hch 4, 31). Desde all�, desde la madre de todas las Iglesias(3), se predic� el Evangelio a todas las naciones, muchas de las cuales se glor�an de haber tenido a uno de los ap�stoles como primer testigo del Se�or(4). En esa ciudad las culturas y las tradiciones m�s diversas convivieron en el nombre del �nico Dios, (cfr. Hch 2, 9-11). Al recordarla con nostalgia y gratitud encontramos la fuerza y el entusiasmo para intensificar la b�squeda de la armon�a en la autenticidad y pluriformidad que sigue siendo el ideal de la Iglesia(5).

3. Un Papa, hijo de un pueblo eslavo, siente de forma particular en su coraz�n la llamada de esos pueblos hacia los que se dirigieron los dos santos hermanos Cirilo y Metodio, ejemplo glorioso de ap�stoles de la unidad, que supieron anunciar a Cristo en la b�squeda de la comuni�n entre Oriente y Occidente, a pesar de las dificultades que ya por entonces enfrentaban a los dos mundos. En varias ocasiones he destacado el ejemplo de la labor que llevaron a cabo(6), tambi�n dirigi�ndome a los que son sus hijos en la fe y en la cultura.

Estas consideraciones quieren ahora ensancharse hasta abrazar a todas las Iglesias Orientales, en la variedad de sus diversas tradiciones. A los hermanos de las Iglesias de Oriente se dirige mi pensamiento, con el deseo de buscar juntos la fuerza de una respuesta a los interrogantes que se plantea el hombre de hoy, en todas las latitudes del mundo. A su patrimonio de fe y de vida quiero dirigirme, con la conciencia de que el camino de la unidad no puede admitir retrocesos, sino que es irreversible como el llamado del Se�or a la unidad. �Amad�simos hermanos, tenemos este objetivo com�n; debemos decir todos juntos, tanto en Oriente como en Occidente: Ne evacuetur Crux! (cf. 1 Co 1, 17). Que no se desvirt�e la cruz de Cristo, porque, si se desvirt�a la cruz de Cristo, el hombre pierde sus ra�ces y sus perspectivas: queda destruido. �ste es el grito al final del siglo veinte. Es el grito de Roma, el grito de Constantinopla y el grito de Mosc�. Es el grito de toda la cristiandad: de Am�rica, de �frica, de Asia, de todos. Es el grito de la nueva evangelizaci�n�(7).

A las Iglesias de Oriente se dirige mi pensamiento, como han hecho otros muchos Papas en el pasado, sintiendo que se dirig�a ante todo a ellos el mandato de mantener la unidad de la Iglesia y de buscar incansablemente la uni�n de los cristianos en los lugares donde hubiera sido desgarrada. Ya nos une un v�nculo muy estrecho. Tenemos en com�n casi todo(8); y tenemos en com�n sobre todo el anhelo sincero de alcanzar la unidad.

4. A todas las Iglesias, tanto de Oriente como de Occidente, llega el grito de los hombres de hoy que quieren encontrar un sentido a su vida. Nosotros percibimos en ese grito la invocaci�n de quien busca al Padre olvidado y perdido (cfr. Lc 15, 18-20; Jn 14, 8). Las mujeres y los hombres de hoy nos piden que les mostremos a Cristo, que conoce al Padre y nos lo ha revelado (cfr. Jn 8, 55; 14, 8-11). Dej�ndonos interpelar por las demandas del mundo, escuch�ndolas con humildad y ternura, con plena solidaridad hacia quien las hace, estamos llamados a mostrar con palabras y gestos de hoy las inmensas riquezas que nuestras Iglesias conservan en los cofres de sus tradiciones. Aprendemos del mismo Se�or quien, a lo largo del camino, se deten�a entre la gente, la escuchaba, se conmov�a cuando los ve�a �como ovejas sin pastor� (Mt 9, 36; cfr. Mc 6, 34). De �l debemos aprender esa mirada de amor con la que reconciliaba a los hombres con el Padre y consigo mismos, comunic�ndoles la �nica fuerza capaz de sanar a todo el hombre.

Frente a esta llamada, las Iglesias de Oriente y de Occidente est�n invitadas a concentrarse en lo esencial: �No podemos presentarnos ante Cristo, Se�or de la historia tan divididos como, por desgracia, nos hemos hallado durante el segundo milenio. Esas divisiones deben dar paso al acercamiento y a la concordia; hay que cicatrizar las heridas en el camino de la unidad de los cristianos�(9).

M�s all� de nuestras fragilidades debemos dirigirnos a �l, �nico Maestro, participando en su muerte, a fin de purificarnos de ese celoso apego a los sentimientos y a los recuerdos no de las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro, sino de los acontecimientos humanos de un pasado que pesa a�n con fuerza sobre nuestros corazones. El Esp�ritu vuelva l�mpida nuestra mirada, para que, todos juntos, podamos caminar hacia el hombre contempor�neo que espera el gozoso anuncio. Si ante las expectativas y los sufrimientos del mundo damos una respuesta un�nime, iluminadora y vivificante, contribuiremos de verdad a un anuncio m�s eficaz del Evangelio entre los hombres de nuestro tiempo.

I. CONOCER EL ORIENTE CRISTIANO: UNA EXPERIENCIA DE FE

5. �En Oriente y en Occidente se han seguido diversos pasos y m�todos en la investigaci�n de la verdad revelada para conocer y confesar lo divino. No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias f�rmulas teol�gicas, m�s que oponerse, se complementan entre s�(10).

Llevando en el coraz�n las demandas, las aspiraciones y las experiencias a las que he aludido, mi pensamiento se dirige al patrimonio cristiano de Oriente. No pretendo describirlo ni interpretarlo: me pongo a la escucha de las Iglesias de Oriente que s� que son int�rpretes vivas del tesoro tradicional conservado por ellas. Al contemplarlo vienen a mi mente elementos de gran significado para una comprensi�n m�s plena e �ntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana m�s completa a las expectativas de los hombres y las mujeres de hoy. En efecto, con respecto a cualquier otra cultura, el Oriente cristiano desempe�a un papel �nico y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva.

La tradici�n oriental cristiana implica un modo de acoger, comprender y vivir la fe en el Se�or Jes�s. En este sentido, est� muy cerca de la tradici�n cristiana de Occidente que nace y se alimenta de la misma fe. Con todo, se diferencia tambi�n de ella, leg�tima y admirablemente, puesto que el cristiano oriental tiene un modo propio de sentir y de comprender, y, por tanto, tambi�n un modo original de vivir su relaci�n con el Salvador. Quiero aqu� acercarme con respeto y reverencia al acto de adoraci�n que expresan esas Iglesias, sin tratar de detenerme en alg�n punto teol�gico espec�fico, surgido a lo largo de los siglos en oposici�n pol�mica durante el debate entre Occidentales y Orientales.

Ya desde sus or�genes, el Oriente cristiano se muestra multiforme en su interior, capaz de asumir los rasgos caracter�sticos de cada cultura y con sumo respeto a cada comunidad particular. No podemos por menos de agradecer a Dios, con profunda emoci�n, la admirable variedad con que nos ha permitido formar, con teselas diversas, un mosaico tan rico y hermoso.

6. Hay algunos rasgos de la tradici�n espiritual y teol�gica, comunes a las diversas Iglesias de Oriente, que caracterizan su sensibilidad con respecto a las formas asumidas por la transmisi�n del Evangelio en las tierras de Occidente. As� los sintetiza el Vaticano II: �Todos conocen tambi�n con cu�nto amor los cristianos orientales realizan el culto lit�rgico, principalmente la celebraci�n eucar�stica, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la cual los fieles, unidos al Obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeci� y fue glorificado, en la efusi�n del Esp�ritu Santo, consiguen la comuni�n con la sant�sima Trinidad, hechos "part�cipes de la naturaleza divina" (2 P 1, 4)�(11).

En esos rasgos se perfila la visi�n oriental del cristiano, cuyo fin es la participaci�n en la naturaleza divina mediante la comuni�n en el misterio de la sant�sima Trinidad. Con ellos se delinean la �monarqu�a� del Padre y la concepci�n de la salvaci�n seg�n la econom�a, como la presenta la teolog�a oriental despu�s de san Ireneo de Li�n y como se difunde entre los Padres capadocios(12).

La participaci�n en la vida trinitaria se realiza a trav�s de la liturgia y, de modo especial, la Eucarist�a, misterio de comuni�n con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad(13). En la divinizaci�n y sobre todo en los sacramentos la teolog�a oriental atribuye un papel muy particular al Esp�ritu Santo: por el poder del Esp�ritu que habita en el hombre la deificaci�n comienza ya en la tierra, la criatura es transfigurada y se inaugura el Reino de Dios.

La ense�anza de los Padres capadocios sobre la divinizaci�n ha pasado a la tradici�n de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio com�n. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios ha pasado al hombre para que el hombre pase a Dios(14). Esta teolog�a de la divinizaci�n sigue siendo uno de los logros m�s apreciados por el pensamiento cristiano oriental(15).

En este camino de divinizaci�n nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo �muy semejantes� a Cristo: los m�rtires y los santos(16). Y entre �stos ocupa un lugar muy particular la Virgen Mar�a, de la que brot� el V�stago de Jes� (cfr. Is 11, 1). Su figura no es s�lo la Madre que nos espera sino tambi�n la Pur�sima que -como realizaci�n de tantas prefiguraciones veterotestamentarias- es icono de la Iglesia, s�mbolo y anticipaci�n de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusal�n del cielo(17).

Aun acentuando fuertemente el realismo trinitario y su implicaci�n en la vida sacramental, el Oriente vincula la fe en la unidad de la naturaleza divina con la inconoscibilidad de la esencia divina. Los Padres orientales afirman siempre que es imposible saber lo que es Dios; s�lo se puede saber que �l existe, pues se ha revelado en la historia de la salvaci�n como Padre, Hijo y Esp�ritu Santo(18).

Este sentido de la inefable realidad divina se refleja en la celebraci�n lit�rgica, donde todos los fieles del Oriente cristiano perciben tan profundamente el sentido del misterio.

�Existen tambi�n en Oriente las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que encontraron su expresi�n principalmente en el monaquismo. Pues all�, desde los tiempos gloriosos de los Santos Padres, floreci� aquella espiritualidad mon�stica, que se extendi� luego a Occidente y de la cual procede, como de su fuente, la instituci�n religiosa de los latinos, y que m�s tarde recibi� tambi�n del Oriente nuevo vigor. Por lo cual, se recomienda encarecidamente que los cat�licos se acerquen con mayor frecuencia a estas riquezas espirituales de los Padres orientales que elevan a todo el hombre a la contemplaci�n de lo divino�(19).

Evangelio, Iglesias y culturas

7. Ya en otras ocasiones he puesto de relieve que un primer gran valor que se vive de forma particular en el Oriente cristiano consiste en la atenci�n a los pueblos y a sus culturas, para que la Palabra de Dios y su alabanza resuenen en toda lengua. De este tema he tratado ya en la Carta enc�clica �Slavorum Apostoli�, en la que destacaba que Cirilo y Metodio �quisieron hacerse semejantes en todo a los que llevaban el Evangelio; quisieron ser parte de aquellos pueblos y compartir en todo su suerte�(20); �Se trataba de un nuevo m�todo de catequesis�(21). Al hacer esto tomaron una actitud muy com�n en el Oriente cristiano: �Al encarnarse el Evangelio en la peculiar cultura de los pueblos que evangelizaban, los santos Cirilo y Metodio tuvieron un m�rito particular en la formaci�n y desarrollo de aquella misma cultura, o mejor, de muchas culturas�(22). El respeto y el aprecio a las culturas particulares se unen en ellos al amor por la universalidad de la Iglesia, que incansablemente se esfuerzan por realizar. La actitud de los dos hermanos de Sal�nica representaba, en la antig�edad cristiana, un estilo t�pico de muchas Iglesias: la revelaci�n se anuncia de modo adecuado y se hace plenamente comprensible cuando Cristo habla el idioma de los diversos pueblos, y �stos pueden leer la Escritura y cantar la Liturgia en la lengua y con las expresiones que les son propias, casi renovando los prodigios de Pentecost�s.

En un tiempo en que se admite cada vez m�s que es fundamental el derecho de todo pueblo a expresarse de acuerdo con su patrimonio de cultura y de pensamiento, la experiencia de las diversas Iglesias de Oriente se nos presenta como un ejemplo autorizado de inculturaci�n bien realizada.

De este modelo aprendemos que, si queremos evitar el resurgimiento de particularismos y tambi�n de nacionalismos exacerbados, debemos comprender que el anuncio del Evangelio debe estar profundamente arraigado en la especificidad de las culturas y, a la vez, abierto a confluir en una universalidad que es intercambio con vistas a un enriquecimiento com�n.

Entre memoria y espera

8. A menudo hoy nos sentimos prisioneros del presente: es como si el hombre hubiera perdido la conciencia de que forma parte de una historia que lo precede y lo sigue. A esta dificultad para situarse entre el pasado y el futuro con esp�ritu de gratitud por los beneficios recibidos y por los que se esperan, en particular las Iglesias de Oriente manifiestan un marcado sentido de la continuidad, que toma los nombres de Tradici�n y de espera escatol�gica.

La Tradici�n es patrimonio de la Iglesia de Cristo, memoria viva del Resucitado que los Ap�stoles, despu�s de haberse encontrado con �l y de haber dado testimonio de �l, han transmitido como recuerdo viviente a sus sucesores, en una l�nea ininterrumpida que es garantizada por la sucesi�n apost�lica, mediante la imposici�n de las manos, hasta los Obispos de hoy. Esa Tradici�n se articula en el patrimonio hist�rico y cultural de cada Iglesia, modelado en ella por el testimonio de los m�rtires, de los padres y de los santos, as� como por la fe viva de todos los cristianos a lo largo de los siglos hasta nuestros d�as. No se trata de una repetici�n inalterada de f�rmulas, sino de un patrimonio que conserva vivo el n�cleo kerigm�tico originario. Esa Tradici�n es la que preserva a la Iglesia del peligro de recoger s�lo opiniones mudables y garantiza su certeza y su continuidad.

Cuando los usos y costumbres propios de cada Iglesia se entienden meramente como inmovilidad, la Tradici�n corre el peligro de perder su car�cter de realidad viva, que crece y se desarrolla, y que el Esp�ritu le garantiza precisamente para que hable a los hombres de todo tiempo. Y de la misma forma que la Escritura crece con quien la lee(23), as� tambi�n cualquier otro elemento del patrimonio vivo de la Iglesia crece en la comprensi�n de los creyentes y se enriquece con aportaciones nuevas, en la fidelidad y en la continuidad(24). �nicamente una asimilaci�n religiosa, en la obediencia de la fe, de lo que la Iglesia llama �Tradici�n� permitir� a �sta encarnarse en las diversas situaciones y condiciones hist�rico-culturales(25). La Tradici�n nunca es mera nostalgia de cosas o formas pasadas, o a�oranza de privilegios perdidos, sino la memoria viva de la Esposa conservada eternamente joven por el Amor que habita en ella.

Si la Tradici�n nos sit�a en continuidad con el pasado, la espera escatol�gica nos abre al futuro de Dios. Toda Iglesia debe luchar contra la tentaci�n de absolutizar lo que realiza y, por tanto, de autocelebrarse o de abandonarse al pesimismo. El tiempo es de Dios, y todo lo que se realiza no se identifica nunca con la plenitud del Reino, que es siempre don gratuito. El Se�or Jes�s vino a morir por nosotros y resucit� de entre los muertos, mientras la creaci�n, salvada en la esperanza, sufre a�n dolores de parto (cfr. Rm 8, 22); ese mismo Se�or volver� para entregar el cosmos al Padre (cfr. 1 Co 15, 28). La Iglesia invoca esta vuelta, cuyo testigo privilegiado es el monje y el religioso.

El Oriente expresa de modo vivo las realidades de la tradici�n y de la espera. Toda su liturgia, en particular, es memorial de la salvaci�n e invocaci�n de la vuelta del Se�or. Y si la Tradici�n ense�a a las Iglesias la fidelidad a lo que las ha engendrado, la espera escatol�gica las impulsa a ser lo que a�n no son en plenitud y que el Se�or quiere que lleguen a ser, y por tanto a buscar siempre caminos nuevos de fidelidad, venciendo el pesimismo por estar proyectadas hacia la esperanza de Dios, que no defrauda.

Debemos mostrar a los hombres la belleza de la memoria, la fuerza que nos viene del Esp�ritu y que nos convierte en testigos, porque somos hijos de testigos; hacerles gustar las cosas estupendas que el Esp�ritu ha esparcido en la historia; mostrar que es precisamente la Tradici�n la que las conserva, dando, por tanto, esperanza a los que, aun sin haber logrado que sus esfuerzos de bien tuvieran �xito, saben que otro los llevar� a t�rmino; entonces el hombre se sentir� menos solo, menos encerrado en el rinc�n estrecho de su propia actividad individual.

El monaquismo como ejemplaridad de vida bautismal

9. Quisiera ahora contemplar el vasto panorama del cristianismo de Oriente desde una altura particular, que permite descubrir muchos de sus rasgos: el monaquismo.

En Oriente el monaquismo ha conservado una gran unidad, y no ha conocido, como en Occidente, la formaci�n de los distintos tipos de vida apost�lica. Las varias expresiones de la vida mon�stica, desde el cenobitismo r�gido, como lo conceb�an Pacomio o Basilio, hasta el eremitismo m�s riguroso de un Antonio o de un Macario el egipcio, corresponden m�s a etapas diversas del camino espiritual que a la opci�n entre diferentes estados de vida. Ahora bien, todos hacen referencia al monaquismo en s�, sea cual sea la forma en que se manifieste.

Adem�s, en Oriente el monaquismo no se ha contemplado s�lo como una condici�n aparte, propia de una clase de cristianos, sino sobre todo como punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Se�or ha ofrecido a cada uno, present�ndose como una s�ntesis emblem�tica del cristianismo.

Cuando Dios llama de modo total, como en la vida mon�stica, la persona puede alcanzar el punto m�s alto de cuanto la sensibilidad, la cultura y la espiritualidad son capaces de expresar. Eso vale con mayor raz�n para las Iglesias orientales, para las que el monaquismo constituy� una experiencia esencial y que a�n hoy sigue floreciendo en ellas, en cuanto cesa la persecuci�n y los corazones pueden elevarse con libertad hacia el cielo. El monasterio es el lugar prof�tico en que la creaci�n se transforma en alabanza de Dios y el mandamiento de la caridad, vivida en la pr�ctica, se convierte en ideal de convivencia humana, y donde el ser humano busca a Dios sin barreras e impedimentos, transform�ndose en referencia para todos, llev�ndolos en el coraz�n y ayud�ndoles a buscar a Dios.

Quisiera recordar tambi�n el magn�fico testimonio de las monjas en el Oriente cristiano. Ha constituido un modelo de valorizaci�n de lo espec�fico femenino en la Iglesia, incluso forzando la mentalidad del tiempo. Durante las persecuciones recientes, sobre todo en los pa�ses del Este de Europa, cuando muchos monasterios masculinos fueron cerrados con violencia, el monaquismo femenino conserv� encendida la antorcha de la vida mon�stica. El carisma de la monja, con sus caracter�sticas espec�ficas, es un signo visible de la maternidad de Dios a la que, con frecuencia, se refiere la sagrada Escritura.

As� pues, mirar� al monaquismo, para descubrir aquellos valores que considero hoy muy importantes para expresar la aportaci�n del Oriente cristiano al camino de la Iglesia de Cristo hacia el Reino. Sin ser exclusivos ni de la experiencia mon�stica ni del patrimonio de Oriente, estos aspectos a menudo han adquirido en �l una connotaci�n particular. Por lo dem�s, no estamos tratando de valorizar la exclusividad sino el enriquecimiento rec�proco en lo que el �nico Esp�ritu ha suscitado en la �nica Iglesia de Cristo.

El monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales: los primeros monjes cristianos nacieron en Oriente y la vida mon�stica fue parte integrante del lumen oriental transmitido a Occidente por los grandes Padres de la Iglesia indivisa(26).

Los notables rasgos comunes que unen la experiencia mon�stica de Oriente y Occidente hacen de ella un admirable puente de fraternidad, donde la unidad vivida resplandece incluso m�s de lo que pueda manifestarse en el di�logo entre las Iglesias.

Entre Palabra y Eucarist�a

10. El monaquismo, de modo particular, revela que la vida est� suspendida entre dos cumbres: la Palabra de Dios y la Eucarist�a. Eso significa que, incluso en sus formas erem�ticas, es siempre respuesta personal a una llamada individual y, a la vez, evento eclesial y comunitario.

La Palabra de Dios es el punto de partida del monje, una Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedi� en el caso de los Ap�stoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada d�a el monje se alimenta del pan de la Palabra. Privado de �l, est� casi muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo, al que el monje est� llamado a conformarse.

Incluso cuando canta con sus hermanos la oraci�n que santifica el tiempo, contin�a su asimilaci�n de la Palabra. La riqu�sima iconograf�a lit�rgica, de la que con raz�n se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es m�s que la continuaci�n de la Palabra, le�da, comprendida, asimilada y, por �ltimo, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes par�frasis del texto b�blico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad.

Frente al abismo de la misericordia divina, al monje no le queda m�s que proclamar la conciencia de su pobreza radical, que se convierte inmediatamente en invocaci�n y grito de j�bilo para una salvaci�n a�n m�s generosa, por ser inseparable del abismo de su miseria(27). Precisamente por eso, la invocaci�n de perd�n y la glorificaci�n de Dios constituyen gran parte de la oraci�n lit�rgica. El cristiano se halla inmerso en el estupor de esta paradoja, �ltima de una serie infinita, que el lenguaje de la liturgia exalta con reconocimiento: el Inmenso se hace l�mite; una Virgen da a luz; por la muerte, Aquel que es la vida derrota para siempre la muerte; en lo alto de los cielos un Cuerpo humano est� sentado a la derecha del Padre.

En el culmen de esta experiencia orante est� la Eucarist�a, la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente evento.

En la Eucarist�a se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y oferta: esos convocados, al participar en los Sagrados Misterios, llegan a ser �consangu�neos�(28) de Cristo, anticipando la experiencia de la divinizaci�n en el v�nculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad.

Pero la Eucarist�a es tambi�n lo que anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusal�n celestial. As� revela de forma plena su naturaleza escatol�gica: como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y lleva a plenitud en la liturgia la invocaci�n de la Iglesia, la Esposa que suplica la vuelta del Esposo en un �maranatha� repetido continuamente no s�lo con palabras, sino tambi�n con toda la vida.

Una liturgia para todo el hombre y para todo el cosmos

11. En la experiencia lit�rgica, Cristo Se�or es la luz que ilumina el camino y revela la transparencia del cosmos, precisamente como en la Escritura. Los acontecimientos del pasado encuentran en Cristo significado y plenitud, y la creaci�n se revela como lo que es: un conjunto de rasgos que �nicamente en la liturgia encuentran su plenitud, su destino completo. Por eso, la liturgia es el cielo en la tierra y en ella el Verbo que asumi� la carne penetra la materia con una potencialidad salv�fica que se manifiesta de forma plena en los sacramentos: all� la creaci�n comunica a cada uno la potencia que le ha otorgado Cristo. As�, el Se�or, inmerso en el Jord�n, transmite a las aguas un poder que las capacita para ser ba�o de regeneraci�n bautismal(29).

En este marco la oraci�n lit�rgica en Oriente muestra gran capacidad para implicar a la persona humana en su totalidad: el Misterio es cantado en la sublimidad de su contenido, pero tambi�n en el calor de los sentimientos que suscita en el coraz�n de la humanidad salvada. En la acci�n sagrada tambi�n la corporeidad est� convocada a la alabanza, y la belleza, que en Oriente es uno de los nombres con que m�s frecuentemente se suele expresar la divina armon�a y el modelo de la humanidad transfigurada(30), se muestra por doquier: en las formas del templo, en los sonidos, en los colores, en las luces y en los perfumes. La larga duraci�n de las celebraciones, las continuas invocaciones, todo expresa un progresivo ensimismarse en el misterio celebrado con toda la persona. Y as� la plegaria de la Iglesia se transforma ya en participaci�n en la liturgia celeste, anticipo de la bienaventuranza final.

Esta valorizaci�n integral de la persona en sus componentes racionales y emotivos, en el ��xtasis� y en la inmanencia, es de gran actualidad, y constituye una admirable escuela para comprender el significado de las realidades creadas: no son ni un absoluto ni un nido de pecado e iniquidad. En la liturgia las cosas revelan su naturaleza de don que el Creador regala a la humanidad: �Vio Dios cuanto hab�a hecho, y todo estaba muy bien� (Gn 1, 31). Aunque todo ello est� marcado por el drama del pecado, que hace pesada la materia e impide su transparencia, �sta es redimida en la Encarnaci�n y hecha plenamente teof�rica, es decir, capaz de ponernos en relaci�n con el Padre: esta propiedad queda de manifiesto sobre todo en los santos misterios, los Sacramentos de la Iglesia.

El Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto lit�rgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza �ntima de templo del Esp�ritu y llega a unirse al Se�or Jes�s, hecho tambi�n �l cuerpo para la salvaci�n del mundo. Y esto no implica una exaltaci�n absoluta de todo lo que es f�sico, porque conocemos bien qu� desorden introdujo el pecado en la armon�a del ser humano. La liturgia revela que el cuerpo, atravesando el misterio de la cruz, est� en camino hacia la transfiguraci�n, hacia la pneumatizaci�n: en el monte Tabor Cristo lo mostr� resplandeciente, como el Padre quiere que vuelva a estar.

Y tambi�n la realidad c�smica est� invitada a la acci�n de gracias, porque todo el cosmos est� llamado a la recapitulaci�n en Cristo Se�or. En esta concepci�n se manifiesta una ense�anza equilibrada y admirable sobre la dignidad, el respeto y la finalidad de la creaci�n y del cuerpo humano en particular. Rechazando por igual todo dualismo y todo culto del placer que sea fin en s� mismo, el cuerpo se convierte en lugar hecho luminoso por la gracia y, por consiguiente, plenamente humano.

A quien busca una relaci�n de aut�ntico significado consigo mismo y con el cosmos, tan a menudo a�n desfigurado por el ego�smo y la avidez, la liturgia le revela el camino hacia el equilibrio del hombre nuevo y le invita a respetar la potencialidad eucar�stica del mundo creado: est� destinado a ser asumido en la Eucarist�a del Se�or, en su Pascua presente en el sacrificio del altar.

Una mirada limpia para descubrirse a s� mismos

12. A Cristo, el Hombre-Dios, se dirige la mirada del monje: en su rostro desfigurado, var�n de dolores, descubre ya el anuncio prof�tico del rostro transfigurado del Resucitado. Al esp�ritu contemplativo Cristo se revela como a las mujeres de Jerusal�n, que subieron a contemplar el misterioso espect�culo del Calvario. Y as�, formada en esa escuela, la mirada del monje se acostumbra a contemplar a Cristo tambi�n en los pliegues escondidos de la creaci�n y en la historia de los hombres, tambi�n ella comprendida en su progresivo conformarse al Cristo total.

La mirada progresivamente cristificada aprende as� a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitir�a dejarse conquistar por el Esp�ritu. Al recorrer ese camino, se deja reconciliar con Cristo en un incesante proceso de conversi�n: en la conciencia de su pecado y de la lejan�a del Se�or, que se transforma en compunci�n del coraz�n, s�mbolo de su bautismo en el agua saludable de las l�grimas; en el silencio y en el sosiego interior buscado y donado, donde se aprende a hacer que el coraz�n palpite en armon�a con el ritmo del Esp�ritu, eliminando toda doblez o ambig�edad. Este hacerse cada vez m�s sobrio y esencial, m�s transparente a s� mismo, puede llevarlo a caer en el orgullo y en la intransigencia, si llega a considerar que eso es fruto de su esfuerzo asc�tico. El discernimiento espiritual, en la purificaci�n continua, lo vuelve entonces humilde y manso, consciente de captar s�lo alg�n rasgo de esa verdad que lo sacia, porque es don del Esposo, �nico que encierra la plenitud de la felicidad.

Al hombre que busca el significado de la vida, el Oriente le ofrece esta escuela para conocerse y ser libre, amado por aquel Jes�s que dijo: �Venid a m� todos los que est�is fatigados y sobrecargados, y yo os dar� descanso� (Mt 11, 28). A quien busca la curaci�n interior, le dice que siga buscando: si la intenci�n es recta y el camino honrado, al final el rostro del Padre se dar� a conocer, impreso como est� en las profundidades del coraz�n humano.

Un padre en el Esp�ritu

13. El recorrido del monje, por lo general, no s�lo est� marcado por un esfuerzo personal, sino que tambi�n hace referencia a un padre espiritual, al que se abandona con confianza filial, seguro de que en �l se manifiesta la tierna y exigente paternidad de Dios. Esta figura da al monaquismo oriental una ductilidad extraordinaria: en efecto, por obra del padre espiritual, el camino de todo monje es fuertemente personalizado en los tiempos, en los ritmos y en los modos de la b�squeda de Dios. Precisamente porque el padre espiritual es el punto de enlace y armonizaci�n, eso permite al monaquismo la mayor variedad de expresiones, cenob�ticas y erem�ticas. As�, el monaquismo en Oriente ha podido ser realizaci�n de las expectativas de cada Iglesia en los varios per�odos de su historia(31).

En esta b�squeda el Oriente ense�a de modo particular que hay hermanos y hermanas a los que el Esp�ritu ha concedido el don de la gu�a espiritual: son puntos de referencia valiosos, porque miran con los ojos de amor con que Dios nos mira. No se trata de renunciar a la propia libertad, para que los dem�s nos dirijan: se trata de sacar provecho del conocimiento del coraz�n, que es un verdadero carisma, para que nos ayuden, con dulzura y firmeza, a encontrar el camino de la verdad. Nuestro mundo tiene gran necesidad de padres. A menudo los ha rechazado, porque le parec�an poco cre�bles, o su modelo daba la impresi�n de estar ya superado y ser poco atractivo para la sensibilidad del momento. Sin embargo, tiene dificultad para encontrar nuevos, y entonces sufre en el miedo y en la incertidumbre, sin modelos ni puntos de referencia. El que es padre en el Esp�ritu, si es de verdad tal -y el pueblo de Dios ha demostrado siempre que sabe reconocerlo-, no har� a los dem�s iguales a s� mismo, sino que les ayudar� a encontrar el camino hacia el Reino.

Desde luego, tambi�n a Occidente se le ha concedido el don admirable de una vida mon�stica, tanto masculina como femenina, que conserva el don de la gu�a en el Esp�ritu y espera ser valorizada. Ojal� que en ese �mbito, y dondequiera que la gracia suscite esos valiosos instrumentos de maduraci�n interior, los responsables cultiven y valoren tal don y que todos hagan uso de �l: as� experimentar�n c�mo la paternidad en el Esp�ritu es consuelo y ayuda para su camino de fe(32).

Comuni�n y servicio

14. Precisamente gracias al progresivo desapego de lo que en el mundo le impide lograr la comuni�n con su Se�or, el monje considera el mundo como lugar donde se refleja la belleza del Creador y el amor del Redentor. En su oraci�n el monje pronuncia una ep�clesis del Esp�ritu sobre el mundo y est� seguro de que ser� escuchado, porque esa plegaria forma parte de la misma oraci�n de Cristo. Y as� siente nacer en s� mismo un amor profundo hacia la humanidad, el amor que la oraci�n en Oriente tan frecuentemente celebra como atributo de Dios, el amigo de los hombres que no ha dudado en entregar a su Hijo para que el mundo se salve. Con esta actitud, a veces, el monje puede contemplar ese mundo ya transfigurado por la acci�n deificante de Cristo muerto y resucitado.

Cualquiera que sea la modalidad que el Esp�ritu le reserve, el monje es siempre esencialmente el hombre de la comuni�n. Con este nombre se ha indicado, ya desde la antig�edad, tambi�n el estilo mon�stico de la vida cenob�tica. El monaquismo nos muestra que no existe una aut�ntica vocaci�n que no nazca de la Iglesia y para la Iglesia. De ello da testimonio la experiencia de tantos monjes que, encerrados en sus celdas, infunden en su oraci�n una pasi�n extraordinaria no s�lo por la persona humana sino tambi�n por toda criatura, en la invocaci�n incesante para que todo se convierta a la corriente salv�fica del amor de Cristo. Este camino de liberaci�n interior en la apertura al Otro convierte al monje en el hombre de la caridad. En la escuela del ap�stol Pablo que indica la plenitud de la ley en la caridad (cfr. Rm 13, 10), la comuni�n mon�stica oriental siempre ha tratado de garantizar la superioridad del amor con respecto a toda ley.

 

Esa caridad se manifiesta, ante todo, en el servicio a los hermanos en la vida mon�stica, pero tambi�n en la comunidad eclesial, en formas que var�an seg�n los tiempos y lugares, y van desde las obras sociales hasta la predicaci�n itinerante. Las Iglesias de Oriente han vivido con gran generosidad este compromiso, comenzando por la evangelizaci�n, que es el servicio m�s alto que el cristiano puede prestar a su hermano, para proseguir con muchas otras formas de servicio espiritual y material. Es m�s, se puede decir que el monaquismo fue en la antig�edad -y, en varias ocasiones, tambi�n en tiempos sucesivos- el instrumento privilegiado para la evangelizaci�n de los pueblos.

Una persona en relaci�n

15. La vida del monje da raz�n de la unidad que existe en Oriente entre espiritualidad y teolog�a: el cristiano, y el monje en particular, m�s que buscar verdades abstractas, sabe que s�lo su Se�or es Verdad y Vida, pero sabe tambi�n que �l es el Camino (cfr. Jn 14, 6) para alcanzar ambas: conocimiento y participaci�n son, por tanto, una sola realidad: de la persona al Dios trino a trav�s de la Encarnaci�n del Verbo de Dios.

El Oriente nos ayuda a delinear con gran riqueza de elementos el significado cristiano de la persona humana. Se centra en la Encarnaci�n, que ilumina incluso a la creaci�n. En Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se revela la plenitud de la vocaci�n humana: para que el hombre se convirtiera en Dios, el Verbo asumi� la humanidad. El hombre, que experimenta continuamente el gusto amargo de su l�mite y de su pecado, no se abandona a la recriminaci�n o a la angustia, porque sabe que en su interior act�a el poder de la divinidad. La humanidad fue asumida por Cristo sin separaci�n de la naturaleza divina y sin confusi�n(33), y el hombre no se queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensi�n al cielo: hay un tabern�culo de gloria, que es la persona sant�sima de Jes�s el Se�or, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podr� deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. �l vierte la divinidad en el coraz�n enfermo de la humanidad e, infundi�ndole el Esp�ritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia.

Pero si esto nos lo ha revelado el Hijo, entonces nos ha sido otorgado acercarnos al misterio del Padre, principio de comuni�n en el amor. La Trinidad sant�sima se nos presenta entonces como una comunidad de amor: conocer a ese Dios significa sentir la urgencia de que hable al mundo, de que se comunique; y la historia de la salvaci�n no es m�s que la historia del amor de Dios a la criatura que ha amado y elegido, queri�ndola �seg�n el icono del icono� -como se expresa la intuici�n de los Padres orientales(34)-, es decir, creada a imagen de la Imagen, que es el Hijo, llevada a la comuni�n perfecta por el santificador, el Esp�ritu de amor. E incluso cuando el hombre peca, este Dios lo busca y lo ama, para que la relaci�n no se rompa y el amor siga existiendo. Y lo ama en el misterio del Hijo, que se deja matar en la cruz por un mundo que no lo reconoci�, pero es resucitado por el Padre, como garant�a perenne de que nadie puede matar el amor, porque cualquiera que sea part�cipe de ese amor est� tocado por la Gloria de Dios: este hombre transformado por el amor es el que los disc�pulos contemplaron en el Tabor, el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser.

Un silencio que adora

16. Ahora bien, este misterio continuamente se vela, se cubre de silencio(35), para evitar que, en lugar de Dios, construyamos un �dolo. S�lo en una purificaci�n progresiva del conocimiento de comuni�n, el hombre y Dios se encontrar�n y reconocer�n en el abrazo eterno su connaturalidad de amor, nunca destruida.

Nace as� lo que se suele llamar el apofatismo del Oriente cristiano: cuanto m�s crece el hombre en el conocimiento de Dios, tanto m�s lo percibe como misterio inaccesible, inaferrable en su esencia. Eso no se ha de confundir con un misticismo oscuro, donde el hombre se pierde en enigm�ticas realidades impersonales. M�s a�n, los cristianos de Oriente se dirigen a Dios como Padre, Hijo y Esp�ritu Santo, personas vivas, tiernamente presentes, a las que expresan una doxolog�a lit�rgica solemne y humilde, majestuosa y sencilla. Sin embargo, perciben que a esta presencia nos acercamos sobre todo dej�ndonos educar en un silencio adorante, porque en el culmen del conocimiento y de la experiencia de Dios est� su absoluta trascendencia. A ello se llega, m�s que a trav�s de una meditaci�n sistem�tica, mediante la asimilaci�n orante de la Escritura y de la Liturgia.

En esta humilde aceptaci�n del l�mite creatural frente a la infinita trascendencia de un Dios que no cesa de revelarse como el Dios-Amor, Padre de nuestro Se�or Jesucristo, en el gozo del Esp�ritu Santo, veo expresada la actitud de la oraci�n y el m�todo teol�gico que el Oriente prefiere y sigue ofreciendo a todos los creyentes en Cristo.

Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada: la teolog�a, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oraci�n, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cfr. Ex 34, 33) y para que nuestras asambleas sepan hacer espacio a la presencia de Dios, evitando celebrarse a s� mismas; la predicaci�n, para que no se enga�e pensando que basta multiplicar las palabras para atraer hacia la experiencia de Dios; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perd�n. De ese silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a s� mismo, de descubrirse, de sentir el vac�o que se convierte en demanda de significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra.

 

II. DEL CONOCIMIENTO AL ENCUENTRO

17. Han transcurrido treinta a�os desde que los Obispos de la Iglesia cat�lica, reunidos en Concilio con la presencia de no pocos hermanos de las dem�s Iglesias y Comunidades eclesiales, escucharon la voz del Esp�ritu que iluminaba verdades profundas sobre la naturaleza de la Iglesia, manifestando as� que todos los creyentes en Cristo se encontraban mucho m�s cercanos de lo que se pudiera pensar, todos en camino hacia el �nico Se�or, todos sostenidos y apoyados por su gracia. De aqu� brotaba una invitaci�n cada vez m�s apremiante a la unidad.

Desde entonces se ha avanzado mucho en el conocimiento rec�proco. Este conocimiento ha intensificado la estima y nos ha permitido a menudo orar juntos al �nico Se�or y tambi�n los unos por los otros, en un camino de caridad que ya es peregrinaci�n de unidad.

Despu�s de los importantes pasos dados por el Papa Pablo VI, he querido que se prosiguiera por el camino del conocimiento rec�proco en la caridad. Puedo atestiguar la alegr�a profunda que ha suscitado en m� el encuentro fraterno con tantos l�deres y representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales en estos a�os. Juntos hemos compartido preocupaciones y expectativas, juntos hemos invocado la uni�n entre nuestras Iglesias y la paz para el mundo. Juntos nos hemos sentido m�s responsables del bien com�n, no s�lo de forma individual sino tambi�n en nombre de los cristianos de quienes el Se�or nos ha hecho pastores. A veces, a esta Sede de Roma han llegado los apremiantes llamamientos de otras Iglesias, amenazadas o heridas por la violencia y el atropello. A todas ha tratado de abrirles su coraz�n. En favor suyo, en cuanto ha sido posible, se ha elevado la voz del Obispo de Roma, para que los hombres de buena voluntad escucharan el grito de nuestros hermanos que sufr�an.

�Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversi�n han de citarse ciertamente aquellos que han da�ado la unidad querida por Dios para su pueblo. A lo largo de los mil a�os que se est�n concluyendo, a�n m�s que en el primer milenio, la comuni�n eclesial, "a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes"(36), ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un esc�ndalo para el mundo. Desgraciadamente, estos pecados del pasado hacen sentir todav�a su peso y permanecen como tentaciones del presente. Es necesario hacer prop�sito de enmienda, invocando con fuerza el perd�n de Cristo�(37).

El pecado de nuestra divisi�n es grav�simo: siento la necesidad de que crezca nuestra disponibilidad com�n al Esp�ritu que nos llama a la conversi�n, a aceptar y reconocer al otro con respeto fraterno, a realizar nuevos gestos valientes, capaces de vencer toda tentaci�n de repliegue. Sentimos la necesidad de ir m�s all� del grado de comuni�n que hemos logrado.

18. Cada d�a se hace m�s intenso en m� el deseo de volver a recorrer la historia de las Iglesias, para escribir finalmente una historia de nuestra unidad, y remontarnos as� al tiempo en que, inmediatamente despu�s de la muerte y de la resurrecci�n del Se�or Jes�s, el Evangelio se difundi� en las culturas m�s diversas, y comenz� un intercambio fecund�simo, que a�n hoy siguen testimoniando las liturgias de las Iglesias. A pesar de que no faltaron dificultades y contrastes, las Cartas de los Ap�stoles (cfr. 2 Co 9, 11-14) y de los Padres(38) muestran v�nculos estrech�simos, fraternos, entre las Iglesias, en una plena comuni�n de fe dentro del respeto de sus especificidades e identidades respectivas. La com�n experiencia del martirio y la meditaci�n de las actas de los m�rtires de cada Iglesia, la participaci�n en la doctrina de tantos santos maestros de la fe, en una profunda circulaci�n y participaci�n, refuerzan este admirable sentimiento de unidad(39). El desarrollo de diferentes experiencias de vida eclesial no imped�a que, mediante relaciones rec�procas, los cristianos pudieran seguir sintiendo la certeza de que en cualquier Iglesia se pod�an sentir como en casa, porque de todas se elevaba, con una admirable variedad de lenguas y de modulaciones, la alabanza del �nico Padre, por Cristo, en el Esp�ritu Santo; todas se hallaban reunidas para celebrar la Eucarist�a, coraz�n y modelo para la comunidad no s�lo por lo que ata�e a la espiritualidad o a la vida moral, sino tambi�n para la estructura misma de la Iglesia, en la variedad de los ministerios y de los servicios bajo la presidencia del Obispo, sucesor de los Ap�stoles(40). Los primeros concilios son un testimonio elocuente de esta constante unidad en la diversidad(41).

Y tambi�n cuando se afianzaron ciertas incomprensiones dogm�ticas -amplificadas frecuentemente por influjo de factores pol�ticos y culturales- que ya llevaban a dolorosas consecuencias en las relaciones entre las Iglesias, permaneci� vivo el compromiso de invocar y promover la unidad de la Iglesia. En los primeros contactos del di�logo ecum�nico el Esp�ritu Santo nos permiti� afianzarnos en la fe com�n, continuaci�n perfecta del kerygma apost�lico, y de esto damos gracias a Dios con todo el coraz�n(42). Y aunque lentamente, ya en los primeros siglos de la era cristiana, fueron surgiendo contrastes dentro del cuerpo de la Iglesia, no podemos olvidar que durante todo el primer milenio perdur�, a pesar de las dificultades, la unidad entre Roma y Constantinopla. Hemos visto cada vez con mayor claridad que lo que desgarr� el tejido de la unidad no fue tanto un episodio hist�rico o una simple cuesti�n de preeminencia, cuanto un progresivo alejamiento, que hace que la diversidad ajena ya no se perciba como riqueza com�n, sino como incompatibilidad. A pesar de que en el segundo milenio se produce un endurecimiento en la pol�mica y en la divisi�n, a medida que aumenta la ignorancia rec�proca y el prejuicio, se siguen celebrando encuentros constructivos entre jefes de Iglesias deseosos de intensificar las relaciones y de favorecer los intercambios, as� como no disminuye la obra santa de hombres y mujeres que, reconociendo que la contraposici�n es un pecado grave y estando enamorados de la unidad y de la caridad, de muchas maneras trataron de promover, con la oraci�n, con el estudio y la reflexi�n, con el encuentro abierto y cordial, la b�squeda de la comuni�n(43). Toda esta obra tan meritoria confluye en la reflexi�n del concilio Vaticano II y encuentra una especie de emblema en la anulaci�n de las excomuniones rec�procas del a�o 1054 realizada por el Papa Pablo VI y el Patriarca ecum�nico Aten�goras I(44).

19. El camino de la caridad conoce nuevos momentos de dificultad despu�s de los recientes acontecimientos que han afectado a Europa central y oriental. Hermanos cristianos que hab�an sufrido juntos la persecuci�n se miran con recelo y temor en el momento en que se abren perspectivas y esperanzas de mayor libertad: �No es �ste un riesgo, nuevo y grave, de pecado que todos, poniendo el m�ximo empe�o, debemos tratar de vencer, si queremos que pueblos en b�squeda puedan encontrar con m�s facilidad al Dios del amor, en vez de quedar de nuevo escandalizados por nuestras divisiones y contrastes? Cuando, con ocasi�n del Viernes Santo de 1994, Su Santidad el Patriarca de Constantinopla Bartolom� I regal� a la Iglesia de Roma su meditaci�n sobre el �V�a Crucis�, quise recordar esta comuni�n en la reciente experiencia del martirio: �Nos encontramos unidos en estos

m�rtires entre Roma, la "Colina de las cruces" y las islas Solovki y tantos otros campos de exterminio. Estamos unidos por el tel�n de fondo de los m�rtires. No podemos menos de estar unidos�(45).

As� pues, es urgente que se tome conciencia de esta grav�sima responsabilidad: hoy podemos cooperar para el anuncio del Reino o convertirnos en causantes de nuevas divisiones. Que el Se�or abra nuestros corazones, convierta nuestras mentes y nos inspire acciones concretas, valientes, capaces, si es necesario, de superar los lugares comunes, las f�ciles resignaciones o las actitudes de inercia. Si el que quiera ser el primero est� llamado a hacerse el servidor de todos, entonces la valent�a de esta caridad har� crecer el primado del amor. Pido al Se�or que inspire, ante todo a m� mismo y a los Obispos de la Iglesia cat�lica, gestos concretos que sean testimonio de esta certeza interior. Lo exige la naturaleza m�s profunda de la Iglesia. Cada vez que celebramos la Eucarist�a, sacramento de la comuni�n, encontramos en el Cuerpo y en la Sangre, que compartimos, el sacramento y la llamada a nuestra unidad(46). �C�mo podremos ser plenamente cre�bles si nos presentamos divididos ante la Eucarist�a, si no somos capaces de vivir la participaci�n en el mismo Se�or que debemos anunciar al mundo? Frente a la rec�proca exclusi�n de la Eucarist�a sentimos nuestra pobreza y la exigencia de realizar todos los esfuerzos posibles para que llegue el d�a en que compartamos el mismo pan y el mismo c�liz(47). Entonces, la Eucarist�a volver� a ser plenamente percibida como profec�a del Reino y resonar�n de nuevo con plena verdad estas palabras tomadas de una antiqu�sima plegaria eucar�stica: �Como este pan partido estaba esparcido por las colinas y, reunido, lleg� a ser una sola cosa, as� tu Iglesia se congregue desde los confines de la tierra en tu reino�(48).

Experiencias de unidad

20. Algunos aniversarios de especial significado nos impulsan a dirigir nuestro pensamiento, con afecto y reverencia, a las Iglesias orientales. Ante todo, como ya hemos dicho, el centenario de la Carta apost�lica �Orientalium Dignitas�. Desde entonces comenz� un camino que ha llevado, entre otras cosas, en 1917, a la creaci�n de la Congregaci�n para las Iglesias Orientales(49) y a la instituci�n del Pontificio Instituto Oriental(50) por obra del Papa Benedicto XV. M�s tarde, el 5 de junio de 1960, Juan XXIII instituy� el Secretariado para la Uni�n de los Cristianos(51). En tiempos recientes, el 18 de octubre de 1990, promulgu� el C�digo de C�nones de las Iglesias Orientales(52), para que fuera conservada y promovida la especificidad del patrimonio oriental.

Estos son los signos de una actitud que la Iglesia de Roma ha sentido siempre como parte integrante del mandato que confi� Jesucristo al ap�stol Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe y en la unidad (cfr. Lc 22, 32). Los intentos del pasado ten�an sus l�mites, a causa de la mentalidad de los tiempos y de la misma comprensi�n de las verdades sobre la Iglesia. Pero quisiera aqu� reafirmar que este compromiso lleva en su ra�z la convicci�n de que Pedro (cfr. Mt 16, 17-19) desea ponerse al servicio de una Iglesia unida en la caridad. �La tarea de Pedro es la de buscar constantemente las v�as que sirvan al mantenimiento de la unidad. No debe crear obst�culos, sino buscar soluciones. Lo cual no est� en contradicci�n con la tarea que le ha confiado Cristo de "confirmar a los hermanos en la fe" (cfr. Lc 22, 32). Por otra parte, es significativo que Cristo haya pronunciado estas palabras cuando el Ap�stol iba a renegar de �l. Era como si el Maestro mismo hubiese querido decirle: "Acu�rdate de que eres d�bil, de que tambi�n t� tienes necesidad de una incesante conversi�n. Podr�s confirmar a los otros en la medida en que tengas conciencia de tu debilidad. Te doy como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, destinada a la salvaci�n del hombre; pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ning�n otro modo m�s que amando". Es necesario, siempre, "veritatem facere in caritate" -hacer la verdad en la caridad- (cfr. Ef 4, 15)�(53). Hoy sabemos que la unidad puede ser realizada por el amor de Dios s�lo si las Iglesias lo quieren juntas, dentro del pleno respeto de sus propias tradiciones y de la necesaria autonom�a. Sabemos que esto s�lo puede llevarse a cabo a partir del amor de Iglesias que se sienten llamadas a manifestar cada vez m�s la �nica Iglesia de Cristo, nacida de un solo bautismo y de una sola Eucarist�a, y que quieren ser hermanas(54). Como dije en otra ocasi�n, �la Iglesia de Cristo es una sola. Si existen divisiones, se deben superar, pero la Iglesia es una sola. La Iglesia de Cristo de Oriente y de Occidente no puede menos de ser una; una y unida�(55).

Desde luego, a una persona de nuestro tiempo le da la impresi�n de que una verdadera uni�n era posible s�lo en el pleno respeto de la dignidad de los dem�s, sin tener presente que el conjunto de los usos y costumbres de la Iglesia latina fuese m�s completo o m�s adecuado para mostrar la plenitud de la recta doctrina; y tambi�n que esa uni�n deb�a ir precedida por una conciencia de comuni�n que implicara a toda la Iglesia y no se limitara a un acuerdo entre los l�deres. Hoy, como se ha afirmado en repetidas ocasiones, somos conscientes de que la unidad se realizar� como el Se�or quiera y cuando �l quiera, y de que exigir� la aportaci�n de la sensibilidad y la creatividad del amor, tal vez incluso yendo m�s all� de las formas ya experimentadas en el pasado(56).

21. Las Iglesias orientales que han llegado a la plena comuni�n con esta Iglesia de Roma quisieron ser una manifestaci�n de esa solicitud, expresada seg�n el grado de maduraci�n de la conciencia eclesial en ese tiempo(57). Al entrar en la comuni�n cat�lica, de ninguna manera deseaban renegar de la fidelidad a su tradici�n, que han testimoniado a lo largo de los siglos con hero�smo y a menudo pag�ndola con sangre. Y aunque, a veces, en sus relaciones con las Iglesias ortodoxas, se han producido malentendidos y claros contrastes, todos sabemos que hemos de invocar incesantemente la divina misericordia y un coraz�n nuevo, capaz de reconciliaci�n, por encima de cualquier agravio sufrido o provocado.

En varias ocasiones se ha reafirmado que la uni�n plena de las Iglesias orientales cat�licas con la Iglesia de Roma, ya realizada, no debe implicar que ellas sufran una disminuci�n en la conciencia de su propia autenticidad y originalidad(58). Y, en caso de que se hubiera producido, el Concilio Vaticano II las ha invitado a redescubrir plenamente su identidad, dado que �gozan del derecho y tienen el deber de regirse seg�n sus respectivas disciplinas peculiares, por estar recomendadas por su venerable antig�edad, ser m�s adecuadas a las costumbres de los fieles y parecer m�s aptas para procurar el bien de las almas�(59). Estas Iglesias sufren en carne propia una dram�tica laceraci�n porque no pueden llegar a�n a una total comuni�n con las Iglesias orientales ortodoxas, con las que comparten el patrimonio de sus padres. Una conversi�n constante y com�n es indispensable para que avancen de forma resuelta y �gil hacia la comprensi�n rec�proca. Y tambi�n necesita conversi�n la Iglesia latina, para que respete y valore plenamente la dignidad de los Orientales y acoja con gratitud los tesoros espirituales de los que son portadoras las Iglesias orientales cat�licas en beneficio de toda la comuni�n cat�lica(60); para que muestre concretamente, mucho m�s que en el pasado, cu�nto estima y admira al Oriente cristiano y cu�n esencial considera su aportaci�n a fin de que se viva plenamente la universalidad de la Iglesia.

Encontrarse, conocerse y trabajar juntos

22. Tengo un vivo deseo de que las palabras que San Pablo dirig�a desde Oriente a los fieles de la Iglesia de Roma resuenen hoy en boca de los cristianos de Occidente con respecto a sus hermanos de las Iglesias orientales: �Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo, por todos vosotros, pues vuestra fe es alabada en todo el mundo� (Rm 1, 8). E, inmediatamente despu�s, el Ap�stol de los gentiles declaraba con entusiasmo su prop�sito: �Ans�o veros, a fin de comunicaros alg�n don espiritual que os fortalezca, o m�s bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la com�n fe: la vuestra y la m�a� (Rm 1, 11-12). Esas palabras describen de forma admirable la din�mica del encuentro: el conocimiento de los tesoros de fe ajenos -que acabo de esbozar- produce espont�neamente el est�mulo para un encuentro nuevo y m�s �ntimo entre hermanos, que constituya un verdadero y sincero intercambio rec�proco. Es un est�mulo que el Esp�ritu suscita constantemente en la Iglesia y que se hace m�s insistente precisamente en los momentos de mayor dificultad.

23. Por otra parte, soy consciente de que en este momento algunas tensiones entre la Iglesia de Roma y algunas Iglesias de Oriente hacen m�s dif�cil el camino de la estima rec�proca con vistas a la comuni�n. Muchas veces esta Sede de Roma ha procurado ofrecer directrices que favorezcan el camino com�n de todas las Iglesia en un momento tan importante para la vida del mundo, sobre todo en la Europa oriental, donde acontecimientos hist�ricos dram�ticos han impedido frecuentemente a las Iglesias orientales, en tiempos recientes, realizar con plenitud el mandato de la evangelizaci�n, a pesar de que sent�an su urgencia(61). Hoy, las situaciones de mayor libertad les ofrecen nuevas oportunidades, aunque los medios de que disponen son limitados a causa de las dificultades de los Pa�ses donde act�an. Deseo afirmar con firmeza que las comunidades de Occidente est�n dispuestas a favorecer en todo -y no pocas ya act�an en ese sentido- la intensificaci�n de este ministerio de diacon�a, aprovechando la experiencia adquirida en a�os de m�s libre ejercicio de la caridad. �Ay de nosotros si la abundancia de uno fuese causa de la humillaci�n de otro, o de est�riles y escandalosas competiciones! Por su parte, las comunidades de Occidente han de sentir ante todo el deber de compartir, donde sea posible, proyectos de servicio con los hermanos de las Iglesias de Oriente o de contribuir a la realizaci�n de cuanto ellas emprenden al servicio de sus pueblos y, en cualquier caso, nunca han de ostentar, en los territorios de presencia com�n, una actitud que pueda parecer irrespetuosa con respecto a los intensos esfuerzos que las Iglesias de Oriente desean realizar, con tanto mayor m�rito cuanto m�s precaria es la propia disponibilidad.

Mostrar gestos de caridad com�n, una hacia la otra y juntas hacia los hombres que se encuentran en necesidad, ser� un acto de elocuencia inmediata. Evitar esto o incluso testimoniar lo contrario inducir� a cuantos nos observan a creer que todo esfuerzo de acercamiento entre las Iglesias en la caridad es s�lo afirmaci�n abstracta, sin convicci�n y sin realizaci�n concreta.

Considero fundamental el llamado del Se�or a esforzarnos, con sumo empe�o, para que todos los creyentes en Cristo testimonien unidos la propia fe, sobre todo en los territorios donde es m�s consistente la convivencia entre hijos de la Iglesia cat�lica -latinos y orientales- e hijos de las Iglesias ortodoxas. Despu�s del martirio com�n padecido por Cristo bajo la opresi�n de los reg�menes ateos, ha llegado el momento de sufrir, si fuese necesario, para no dejar de dar nunca el testimonio de la caridad entre cristianos, porque, aunque entreg�ramos nuestro cuerpo a las llamas, pero no tuvi�ramos caridad, nada nos aprovechar�a (cfr. 1 Co 13, 3). Debemos orar intensamente para que el Se�or conmueva nuestras mentes y nuestros corazones y nos conceda la paciencia y la mansedumbre.

24. Creo que una manera importante de crecer en la comprensi�n rec�proca y en la unidad consiste precisamente en mejorar nuestro conocimiento rec�proco. Los hijos de la Iglesia cat�lica ya conocen los caminos que la Santa Sede ha se�alado para que puedan alcanzar ese objetivo: conocer la liturgia de las Iglesias de Oriente(62); profundizar el conocimiento de las tradiciones espirituales de los Padres y de los Doctores del Oriente cristiano(63); tomar ejemplo de las Iglesias de Oriente para la inculturaci�n del mensaje del Evangelio; combatir las tensiones entre Latinos y Orientales e impulsar el di�logo entre Cat�licos y Ortodoxos; formar en instituciones especializadas para el Oriente cristiano a te�logos, liturgistas, historiadores y canonistas que puedan difundir, a su vez, el conocimiento de las Iglesias de Oriente; ofrecer en los seminarios y en las facultades teol�gicas una ense�anza adecuada sobre esas materias, sobre todo para los futuros sacerdotes(64). Son directrices siempre muy v�lidas, en las que deseo insistir con particular fuerza.

25. Adem�s del conocimiento, considero muy importante mantener contactos rec�procos. Al respecto, expreso mi deseo de que realicen una labor particular los monasterios, precisamente por el papel tan especial que desempe�a la vida mon�stica dentro de las Iglesias y por los muchos puntos que unen la experiencia mon�stica, y, en consecuencia, la sensibilidad espiritual, en Oriente y en Occidente. Otra forma de encuentro consiste en acoger a profesores y alumnos ortodoxos en las Universidades Pontificias y en otras instituciones acad�micas cat�licas. Seguiremos haciendo todo lo posible para que esa acogida pueda asumir proporciones mayores. Que Dios bendiga tambi�n el nacimiento y el desarrollo de lugares destinados precisamente a la hospitalidad de nuestros hermanos de Oriente, tambi�n en esta ciudad de Roma, que conserva el recuerdo vivo y com�n de los corifeos de los Ap�stoles y de tantos m�rtires.

Es importante que las iniciativas de encuentro y de intercambio impliquen a las comunidades eclesiales en el modo y en las formas m�s amplias: sabemos, por ejemplo, cu�n positivas pueden resultar algunas iniciativas de contacto entre parroquias, como �hermanadas� para un rec�proco enriquecimiento cultural y espiritual, tambi�n en el ejercicio de la caridad.

Considero muy positivas las iniciativas de peregrinaciones comunes a los lugares donde la santidad se ha manifestado de modo especial, en el recuerdo de hombres y mujeres que en todo tiempo han enriquecido a la Iglesia con el sacrificio de su vida. En esta direcci�n ser�a muy significativo llegar a un reconocimiento com�n de la santidad de los cristianos que en los �ltimos decenios, especialmente en los pa�ses del Este europeo, han derramado su sangre por la �nica fe en Cristo.

26. Un pensamiento particular va tambi�n a los territorios de la di�spora, donde viven, en un �mbito de mayor�a latina, muchos fieles de las Iglesias orientales que han abandonado sus tierras de origen. Estos lugares, donde es m�s f�cil el contacto sereno en el seno de una sociedad pluralista, podr�an ser el ambiente ideal para mejorar e intensificar la colaboraci�n entre las Iglesias en la formaci�n de los futuros sacerdotes, en los proyectos pastorales y caritativos, tambi�n en beneficio de las tierras de origen de los Orientales.

A los Ordinarios latinos de esos Pa�ses recomiendo, de modo especial, el estudio atento, la plena comprensi�n y la fiel aplicaci�n de los principios enunciados por esta Sede acerca de la colaboraci�n ecum�nica(65) y de la atenci�n pastoral a los fieles de las Iglesias orientales cat�licas, sobre todo cuando se hallan privados de Jerarqu�a propia.

Invito a los Jerarcas y al clero oriental cat�lico a colaborar estrechamente con los Ordinarios latinos en una pastoral eficaz que no sea fragmentaria, sobre todo cuando su jurisdicci�n se extienda sobre territorios muy vastos donde la ausencia de colaboraci�n significa, efectivamente, el aislamiento. Los Jerarcas orientales cat�licos no deben dejar de usar ning�n medio que sirva para favorecer un clima de fraternidad, de estima sincera y rec�proca, y de colaboraci�n con sus hermanos de las Iglesias a las que no nos une todav�a una comuni�n plena, en particular hacia los que pertenecen a la misma tradici�n eclesial.

En los lugares de Occidente donde no existan sacerdotes orientales para asistir a los fieles de las Iglesias orientales cat�licas, los Ordinarios latinos y sus colaboradores procuren que crezca en esos fieles la conciencia y el conocimiento de su propia tradici�n, e inv�tenlos a cooperar activamente, con su aportaci�n espec�fica, al crecimiento de la comunidad cristiana.

27. Con respecto al monaquismo, teniendo en cuenta su importancia en el cristianismo de Oriente, deseamos que vuelva a florecer en las Iglesias orientales cat�licas y se apoye a los que se sientan llamados a llevar a cabo ese afianzamiento(66). En efecto, existe un v�nculo intr�nseco entre la oraci�n lit�rgica, la tradici�n espiritual y la vida mon�stica en Oriente. Precisamente por esto, tambi�n para ellos una reanudaci�n bien formada y motivada de la vida mon�stica podr�a significar un verdadero florecimiento eclesial. Y no se ha de pensar que eso implique una disminuci�n de la eficacia del ministerio pastoral; por el contrario, esa eficacia quedar� fortalecida por una espiritualidad tan robusta y recuperar� de esa manera su colocaci�n ideal. Ese deseo se refiere tambi�n a los territorios de la di�spora oriental, donde la presencia de monasterios orientales dar�a mayor solidez a las Iglesias orientales en esos Pa�ses, prestando, adem�s, una valiosa aportaci�n a la vida religiosa de los cristianos de Occidente.

Caminar juntos hacia el �Orientale Lumen�

28. Al concluir esta Carta, mi pensamiento va a nuestros amados hermanos los Patriarcas, los Obispos, los Sacerdotes y los Di�conos, los Monjes y las Monjas, los hombres y las mujeres de las Iglesias de Oriente.

En el umbral del tercer milenio todos sentimos que llega a nuestras Sedes el grito de los hombres, oprimidos por el peso de amenazas graves y, sin embargo, tal vez incluso sin darse cuenta, deseosos de conocer la historia de amor querida por Dios. Esos hombres sientes que un rayo de luz, si es acogido, puede a�n disipar las tinieblas del horizonte de la ternura del Padre.

Mar�a, �Madre del astro que nunca se pone�(67), �aurora del m�stico d�a�(68), �oriente del Sol de gloria�(69), nos se�ala el Orientale Lumen.

De Oriente surge nuevamente cada d�a el sol de la esperanza, la luz que devuelve al g�nero humano su existencia. De Oriente, seg�n una hermosa imagen, regresar� nuestro Salvador (cfr. Mt 24, 27).

Los hombres y las mujeres de Oriente son para nosotros signo del Se�or que vuelve. No podemos olvidarlos, no s�lo porque los amamos como hermanos y hermanas, redimidos por el mismo Se�or, sino tambi�n porque la nostalgia santa de los siglos vividos en la plena comuni�n de la fe y de la caridad nos apremia, nos grita nuestros pecados, nuestras incomprensiones rec�procas: hemos privado al mundo de un testimonio com�n que, tal vez, hubiera podido evitar tantos dramas e, incluso, cambiar el sentido de la historia.

Sentimos con dolor el hecho de no poder a�n participar en la misma Eucarist�a. Ahora que el milenio est� a punto de concluirse y nuestra mirada se dirige totalmente al Sol que surge, los encontramos con gratitud en el recorrido de nuestra mirada y de nuestro coraz�n.

El eco del Evangelio, palabra que no defrauda, sigue resonando con fuerza, solamente debilitada por nuestra separaci�n: Cristo grita, pero el hombre no logra o�r bien su voz porque nosotros no logramos transmitir palabras un�nimes. Escuchemos juntos la invocaci�n de los hombres que quieren o�r entera la Palabra de Dios. Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas. Nuestras palabras se unir�n para siempre en la Jerusal�n del cielo, pero invocamos y queremos que ese encuentro se anticipe en la santa Iglesia que a�n camina hacia la plenitud del Reino.

Quiera Dios acortar el tiempo y el espacio. Que pronto, muy pronto, Cristo, el Orientale Lumen, nos conceda descubrir que en realidad, a pesar de tantos siglos de lejan�a, nos encontr�bamos muy cerca, porque, tal vez sin saberlo, camin�bamos juntos hacia el �nico Se�or y, por tanto, los unos hacia los otros.

Que el hombre del tercer milenio pueda gozar de este descubrimiento, logrado finalmente por una palabra concorde y, en consecuencia, plenamente cre�ble, proclamada por hermanos que se aman y se agradecen las riquezas que rec�procamente se donan. Y as� nos presentaremos ante Dios con las manos puras de la reconciliaci�n y los hombres del mundo tendr�n otra s�lida raz�n para creer y para esperar.

Con estos deseos, imparto a todos mi Bendici�n.

Vaticano, 2 de mayo, memoria de San Atanasio, Obispo y Doctor de la Iglesia, del a�o 1995, decimos�ptimo de mi Pontificado.

Notas

(1) Cfr. Leonis XIII Acta, 14 (1894), 358-370. El Pont�fice recuerda la estima y la ayuda concreta que la Santa Sede ha mostrado a las Iglesias Orientales y su deseo de conservar sus elementos espec�ficos; adem�s Carta Apost�lica Praeclara gratulationis (20 de junio de 1894), l.c., 195-214; Carta Enc�clica Christi nomen (24 de diciembre de 1894), l.c., 405-409.

(2) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre las Iglesias orientales cat�licas Orientalium Ecclesiarum, 1; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 17.

(3) SAN AGUST�N, al respecto, observa: "�Desde d�nde comenz� a extenderse la Iglesia? Desde Jerusal�n", In Epistulam Ioannis, II, 2: PL 35, 1990.

(4) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 23; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 14.

(5) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 4.

(6) Cfr. Carta ap. Egregiae virtutis (31 de diciembre de 1980): AAS 73 (1981), 258-262; Carta enc. Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985), nn. 12-14: AAS 77 (1985), 792-796.

(7) Discurso despu�s del V�a crucis del Viernes Santo (1 de abril de 1994): L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 8 de abril de 1994, p. 3.

(8) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 14-18.

(9) Discurso al Consistorio extraordinario (13 de junio de 1994), n. 11: cfr. L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 17 de junio de 1994, p. 8.

(10) CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 17.

(11) CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.

(12) Cfr. SAN IRENEO, Contra las herej�as V, 36, 2: SCh 153/2, 461; SAN BASILIO, Tratado sobre el Esp�ritu Santo, XV, 36: PG 32, 132; XVII, 43: l.c., 148; XVIII, 47; l.c., 153.

(13) Cfr. SAN GREGORIO DE NISA, Discurso catequ�tico XXXVII: PG 45, 97.

(14) Cfr. Contra las herej�as III, 10, 2: SCh 211/2, 121; III, 18, 7: l.c., 365; III, 19, 1: l.c., 375; IV, 20, 4: SCh 100/2, 635; IV, 33, 4: l.c., 811; V, Pref., SCh 153/2, 15.

(15) Injertados en Cristo, "los hombres se convierten en dioses e hijos de Dios, ... el polvo es elevado a tal grado de gloria que pr�cticamente es igual en honor y deidad a la naturaleza divina", NICOL�S CABASILAS, La vida en Cristo, I: PG 150, 505.

(16) Cfr. SAN JUAN DAMASCENO, Sobre las im�genes, I, 19: PG 94, 1.249.

(17) Cfr. JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 31-34: AAS 79 (1987), 402-406; CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.

(18) Cfr. SAN IRENEO, Contra las herej�as, II, 28, 3-6: SCh 294, 274-284; SAN GREGORIO DE NISA, Vida de Mois�s: PG 44, 377; SAN GREGORIO NACIANCENO, Sobre la santa Pascua, or. XLV, 3s: PG 36, 625-630.

(19) CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.

(20) N. 9: AAS 77 (1985), 789-790.

(21) Ib�d., n. 11: l.c., 791.

(22) Ib�d., n. 21: l.c., 802-803.

(23) "Divina eloquia cum legente crescunt": SAN GREGORIO MAGNO, In Ezechiel, I, VII, 8: PL 76, 843.

(24) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. sobre la divina revelaci�n Dei Verbum, 8.

(25) Cfr. COMISI�N TEOL�GICA INTERNACIONAL, Interpretationis problema (octubre de 1989), II, 1-2: Enchiridion Vaticanum 11, pp. 1.717-1.719.

(26) Ha sido grande el influjo ejercido en Occidente por la Vida de Antonio, escrita por SAN ATANASIO: PG 26,835-977. La recuerda, entre otros, SAN AGUST�N en sus Confesiones, VIII, 6: CSEL 33, 181-182. Las traducciones de obras de los Padres orientales, entre las que se encuentran las Reglas de SAN BASILIO: PG 31,889-1.305, la Historia de los monjes de Egipto: PG 65,441-456 y los Apotegmas de los Padres del desierto: PG 65,72-440 marcaron el monaquismo en Occidente. Cfr. GUILLERMO DE SAINT-THIERRY Epistula ad Fratres de Monte Dei, SCh 223, 130-384.

(27) Cfr., por ejemplo, SAN BASILIO, Regla breve: PG 31, 1.079-1.305; SAN JUAN CRIS�STOMO, Sobre la compunci�n, PG 47, 391-422; Homil�as sobre Mateo, hom. XV, 3: PG 57, 225-228; SAN GREGORIO DE NISA, Sobre las bienaventuranzas, hom. 3: PG 44, 1.219-1.232.

(28) Cfr. NICOL�S CABASILAS, La vida en Cristo, IV: PG 150, 584-585; CIRILO DE ALEJANDR�A, Tratado sobre Juan, 11: PG 74, 561; ib�d., 12, l.c., 564; SAN JUAN CRIS�STOMO, Homil�as sobre Mateo, hom. LXXXII, 5: PG 58, 743-744.

(29) Cfr. SAN GREGORIO NACIANCENO, Discurso XXXIX: PG 36.335-360.

(30) Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDR�A, El Pedagogo, III, 1, 1: SCh 158, 12.

(31) Son significativas, por ejemplo, las experiencias de Antonio. Cfr. SAN ATANASIO, Vida de Antonio, 15: PG 26,865; de SAN PACOMIO, Les Vies coptes de saint Pakh�me et ses successeures, ed. L. Th. Lefort, Louvain 1943, p. 3; y el testimonio de EVAGRIO PONTICO, Praktikos, 100: SCh 171, 710.

(32) Cfr. JUAN PABLO II, Homil�a a los religiosos y religiosas (2 de febrero de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1.111.

(33) Cfr. Symbolum chalcedonense, DS 301-302.

(34) Cfr. SAN IRENEO, Contra las herej�as V, 16, 2: SCh 153/2, 217; IV, 33, 4: SCh 100/2, 811; SAN ATANASIO, Contra los gentiles, 2-3 y 34: PG 25, 5-8 y 68-69; La Encarnaci�n del Verbo, 12-13: SCh 18, 228-231.

(35) El silencio ("hesychia") es un componente esencial de la espiritualidad mon�stica oriental. Cfr. Vita e detti dei Padri del Deserto: PG 65, 72-456; EVAGRIO PONTICO, Las bases de la vida mon�stica: PG 40, 1.252-1.264.

(36) CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 3.

(37) JUAN PABLO II, Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 34: L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 18 de noviembre de 1994, p. 11.

(38) Cfr. SAN CLEMENTE ROMANO, Carta a los Corintios: Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, I, 60-144; SAN IGNACIO DE ANTIOQU�A, Cartas, l.c., 172-252; SAN POLICARPO, Carta a los Filipenses, l.c., 266-282.

(39) Cfr. SAN IRENEO, Contra las herej�as I, 10, 2: SCh 264/2, 158-160.

(40) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 26; Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, 41; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.

(41) Cfr. JUAN PABLO II, Carta A Concilio Constantinopolitano (25 de marzo 1981), I, 2: AAS 73 (1981), 515; Carta ap. Duodecimum saeculum (4 de diciembre de 1987), 2 y 4: AAS 80 (1988), 242.243-244.

(42) Cfr. JUAN PABLO II, Homil�a en San Pedro, en presencia de Demetrio I, Arzobispo de Constantinopla y Patriarca Ecum�nico (6 de diciembre de 1987), 3: AAS 80 (1988), 713-714.

(43) Cfr., por ejemplo, ANSELMO DE HAVELBERG, Di�logos: PL 188, 1.139-1.248.

(44) Cfr. Tomos Agapis, Vatican - Phanar (1958-1970), Rome - Istanbul, 1971, pp. 278-295.

(45) Discurso despu�s del V�a crucis del Viernes Santo (1 de abril de 1994): L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 8 de abril de 1994, p. 3.

(46) Cfr. Misal Romano, solemnidad del Sant�simo Cuerpo y Sangre de Cristo, oraci�n sobre las ofrendas; ib�d., plegaria eucar�stica III; SAN BASILIO, An�fora alejandrina, ed. E. Renaudot, Liturgiarum orientalium collectio, I, Francfurt, 1847, p. 68.

(47) Cfr. PABLO VI, Mensaje a los Mequitaristas (8 de septiembre de 1977): L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 18 de diciembre de 1977, p. 5.

(48) Didach�, IX, 4; Patres Apostolici, ed. F. X. FUNK, I, 22.

(49) Cfr. Motu proprio Dei providentis (1 de mayo de 1917): AAS 9 (1917), 529-531.

(50) Cfr. Motu proprio Orientis catholici (15 de octubre de 1917), l.c., 531-533.

(51) Cfr. Motu proprio Superno Dei nutu (5 de junio de 1960), 9: AAS 52 (1960), 435-436.

(52) Cfr. Const. ap. Sacri canones (18 de octubre de 1990): AAS 82 (1990), 1.033-1.044.

(53) JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, p. 161.

(54) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 14.

(55) Palabras a los profesores del Pontificio Instituto Oriental (12 de diciembre de 1993): L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 17 de diciembre de 1993, p. 6.

(56) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre las Iglesias Orientales Cat�licas Orientalium Ecclesiarum, 30.

(57) Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje Magnum Baptismi donum (14 de febrero de 1988), 4: AAS 80 (1988), 991-992.

(58) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre las Iglesias orientales cat�licas Orientalium Ecclesiarum, 24.

(59) Ib�d., 5.

(60) Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 17; JUAN PABLO II, Discurso al Consistorio extraordinario (13 de junio de 1994): L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 17 de junio de 1994, p. 6.

(61) Cfr. JUAN PABLO II, Carta a los Obispos del continente europeo (31 de mayo de 1991): AAS 84 (1992), 163-168; adem�s, �Les Principes g�n�raux et Normes pratiques pour coordonner l'�vang�lisation et l'engagement Oecum�nique de l'�glise catholique en Russie et dans les autres Pays de la C.E.I.�, (publicados por la Pontificia Comisi�n Pro Russia el 1 de junio de 1992).

(62) Cfr. CONGREGACION PARA LA EDUCACI�N CAT�LICA, Instr. In Ecclesiasticam futurorum (3 de junio de 1979), 48: Enchiridion Vaticanum 6, p. 1.080.

(63) Cfr. CONGREGACION PARA LA EDUCACI�N CAT�LICA, Instr. Inspectis Dierum (10 de noviembre de 1989): AAS 82 (1990), 607-636.

(64) Cfr. CONGREGACION PARA LA EDUCACI�N CAT�LICA, Carta. circ. En �gard au d�veloppement (6 de enero de 1987), 9-14: cfr. L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 29 de noviembre de 1987, p. 18.

(65) Cfr. PONT. CONSEJO PARA LA PROMOCI�N DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS, Directoire pour l'application des principes et des normes sur l'Oecum�nisme, V: AAS 85 (1993), 1.096-1.119.

(66) Cfr. Mensaje del S�nodo General Ordinario de los Obispos, VII: "Llamamiento a las Religiosas y Religiosos de las Iglesias Orientales" (27 de octubre de 1994): L'Osservatore Romano, edici�n en lengua espa�ola, 4 de noviembre de 1994, p. 6.

(67) Horologion, Himno Ak�thistos a la Sant�sima Madre de Dios, Ikos 5.

(68) Ib�d.

(69) Horologion, Completas del domingo (Primer tono) en la liturgia bizantina.



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