continuación
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
PASTORES GREGIS

CAPÍTULO VI

EN LA COMUNIÓN DE LAS IGLESIAS

«  La preocupación por todas las Iglesias  » (2 Co 11, 28)

55. Escribiendo a los cristianos de Corinto, el apóstol Pablo recuerda cuánto ha sufrido por el Evangelio: «  Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias  » (2 Co 11, 26-28). De esto saca una conclusión apasionada: «  ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?  » (2 Co 11, 29). Este mismo interrogante interpela la conciencia de cada Obispo en cuanto miembro del Colegio episcopal.

Lo recuerda expresamente el Concilio Vaticano II cuando afirma que todos los Obispos, en cuanto miembros del Colegio episcopal y legítimos sucesores de los Apóstoles por institución y mandato de Cristo, han de extender su preocupación a toda la Iglesia. «  Todos los Obispos, en efecto, deben impulsar y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia y enseñar a todos los fieles a amar a todo el Cuerpo místico de Cristo, sobre todo a los pobres, a los que sufren y a los perseguidos a causa de la justicia (cf. Mt 5, 10). Finalmente han de promover todas las actividades comunes a toda la Iglesia, sobre todo para que la fe se extienda y brille para todos la luz de la verdad plena. Por lo demás, queda como principio sagrado que, dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo místico, que también es el cuerpo de las Iglesias  ».206

Así, cada Obispo está simultáneamente en relación con su Iglesia particular y con la Iglesia universal. En efecto, el mismo Obispo que es principio visible y fundamento de la unidad en la propia Iglesia particular, es también el vínculo visible de la comunión eclesial entre su Iglesia particular y la Iglesia universal. Por tanto, todos los Obispos, residiendo en sus Iglesias particulares repartidas por el mundo, pero manteniendo siempre la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio episcopal y con el mismo Colegio, dan consistencia y expresan la catolicidad de la Iglesia, al mismo tiempo que dan a su Iglesia particular este carácter de catolicidad. De este modo, cada Obispo es como el punto de engarce de su Iglesia particular con la Iglesia universal y testimonio visible de la presencia de la única Iglesia de Cristo en su Iglesia particular. Por tanto, en la comunión de las Iglesias el Obispo representa a su Iglesia particular y, en ésta, representa la comunión de las Iglesias. En efecto, mediante el ministerio episcopal, las portiones Ecclesiae participan en la totalidad de la Una y Santa, mientras que ésta, siempre mediante dicho ministerio, se hace presente en cada Ecclesiae portio.207

La dimensión universal del ministerio episcopal se manifiesta y realiza plenamente cuando todos los Obispos, en comunión jerárquica con el Romano Pontífice, actúan como Colegio. Reunidos solemnemente en un Concilio Ecuménico o esparcidos por el mundo, pero siempre en comunión jerárquica con el Romano Pontífice, constituyen la continuidad del Colegio apostólico.208 No obstante, todos los Obispos colaboran entre sí y con el Romano Pontífice in bonum totius Ecclesiae también de otras maneras, y esto se hace, sobre todo, para que el Evangelio se anuncie en toda la tierra, así como para afrontar los diversos problemas que pesan sobre muchas Iglesias particulares. Al mismo tiempo, tanto el ejercicio del ministerio del Sucesor de Pedro para el bien de toda la Iglesia y de cada Iglesia particular, como la acción del Colegio en cuanto tal, son una valiosa ayuda para que se salvaguarden la unidad de la fe y la disciplina común a toda la Iglesia en las Iglesias particulares confiadas a la atención de cada uno de los Obispos diocesanos. Los Obispos, sea individualmente que unidos entre sí como Colegio, tienen en la Cátedra de Pedro el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión.209

El Obispo diocesano en relación con la Autoridad suprema

56. El Concilio Vaticano II enseña que «  los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, tienen de por sí, en las diócesis que les han sido encomendadas, toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral sin perjuicio de la potestad que tiene el Romano Pontífice, en virtud de su función, de reservar algunas causas para sí o para otra autoridad  ».210

En el Aula sinodal alguno planteó la cuestión sobre la posibilidad de tratar la relación entre el Obispo y la Autoridad suprema a la luz del principio de subsidiaridad, especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre el Obispo y la Curia romana, expresando el deseo de que dichas relaciones, en línea con una eclesiología de comunión, se desarrollen en el respeto de las competencias de cada uno y, por lo tanto, llevando a cabo una mayor descentralización. Se pidió también que se estudie la posibilidad de aplicar dicho principio a la vida de la Iglesia, quedando firme en todo caso que el principio constitutivo para el ejercicio de la autoridad episcopal es la comunión jerárquica de cada Obispo con el Romano Pontífice y con el Colegio episcopal.

Como es sabido, el principio de subsidiaridad fue formulado por mi predecesor de venerada memoria Pío XI para la sociedad civil.211 El Concilio Vaticano II, que nunca usó el término «  subsidiaridad  », impulsó no obstante la participación entre los organismos de la Iglesia, desarrollando una nueva reflexión sobre la teología del episcopado que está dando sus frutos en la aplicación concreta del principio de colegialidad en la comunión eclesial. Los Padres sinodales estimaron que, por lo que concierne al ejercicio de la autoridad episcopal, el concepto de subsidiaridad resulta ambiguo, e insistieron en profundizar teológicamente la naturaleza de la autoridad episcopal a la luz del principio de comunión.212

En la Asamblea sinodal se habló varias veces del principio de comunión.213 Se trata de una comunión orgánica, que se inspira en la imagen del Cuerpo de Cristo de la que habla el apóstol Pablo cuando subraya las funciones de complementariedad y ayuda mutua entre los diversos miembros del único cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-31).

Por tanto, para recurrir correcta y eficazmente al principio de comunión, son indispensables algunos puntos de referencia. Ante todo, se ha de tener en cuenta que el Obispo diocesano, en su Iglesia particular, posee toda la potestad ordinaria, propia e inmediata necesaria para cumplir su ministerio pastoral. Le compete, por tanto, un ámbito propio, reconocido y tutelado por la legislación universal, en que ejerce autónomamente dicha autoridad.214 Por otro lado, la potestad del Obispo coexiste con la potestad suprema del Romano Pontífice, también episcopal, ordinaria e inmediata sobre todas y cada una de Iglesias, las agrupaciones de las mismas y sobre todos los pastores y fieles.215

Se ha de tener presente otro punto firme: la unidad de la Iglesia radica en la unidad del episcopado, el cual, para ser uno, necesita una Cabeza del Colegio. Análogamente, la Iglesia, para ser una, exige tener una Iglesia como Cabeza de las Iglesias, que es la de Roma, cuyo Obispo, Sucesor de Pedro, es la Cabeza del Colegio.216 Por tanto, «  para que cada Iglesia particular sea plenamente Iglesia, es decir, presencia particular de la Iglesia universal con todos sus elementos esenciales, y por lo tanto constituida a imagen de la Iglesia universal, debe hallarse presente en ella, como elemento propio, la suprema autoridad de la Iglesia [...]. El Primado del Obispo de Roma y el Colegio episcopal son elementos propios de la Iglesia universal 'no derivados de la particularidad de las Iglesias', pero interiores a cada Iglesia particular [...]. Que el ministerio del Sucesor de Pedro sea interior a cada Iglesia particular es expresión necesaria de aquella fundamental mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesia particular  ».217

La Iglesia de Cristo, por su catolicidad, se realiza plenamente en cada Iglesia particular, la cual recibe todos los medios naturales y sobrenaturales para llevar a término la misión que Dios le ha encomendado a la Iglesia llevar a cabo en el mundo. Uno de ellos es la potestad ordinaria, propia e inmediata del Obispo, requerida para cumplir su ministerio pastoral (munus pastorale), pero cuyo ejercicio está sometido a las leyes universales y a lo que el derecho o un decreto del Sumo Pontífice reserve a la suprema autoridad o a otra autoridad eclesiástica.218

La capacidad del propio gobierno, que incluye también el ejercicio del magisterio auténtico,219 que pertenece intrínsecamente al Obispo en su diócesis, se encuentra dentro de esa realidad mistérica de la Iglesia, por la cual en la Iglesia particular está inmanente la Iglesia universal, que hace presente la suprema autoridad, es decir, el Romano Pontífice y el Colegio de los Obispos con su potestad suprema, plena, ordinaria e inmediata sobre todos los fieles y pastores.220

En conformidad con la doctrina del Concilio Vaticano II, se debe afirmar que la función de enseñar (munus docendi) y la de gobernar (munus regendi) –y por tanto la respectiva potestad de magisterio y gobierno– son ejercidas en la Iglesia particular por cada Obispo diocesano, por su naturaleza en comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio y con el Colegio mismo.221 Esto no debilita la autoridad episcopal sino que más bien la refuerza, en cuanto los lazos de comunión jerárquica que unen a los Obispos con la Sede Apostólica requieren una necesaria coordinación, exigida por la naturaleza misma de la Iglesia, entre la responsabilidad del Obispo diocesano y la de la suprema autoridad. El derecho divino mismo es quien pone los límites al ejercicio de una y de otra. Por eso, la potestad de los Obispos «  no queda suprimida por el poder supremo y universal, sino, al contrario, afirmada, consolidada y protegida, ya que el Espíritu Santo, en efecto, conserva indefectiblemente la forma de gobierno establecida por Cristo en su Iglesia  ».222

A este respecto, se expresó bien el Papa Pablo VI cuando en la apertura del tercer período del Concilio Vaticano II, afirmó: «  Viviendo en diversas partes del mundo, para realizar y mostrar la verdadera catolicidad de la Iglesia, necesitáis absolutamente de un centro y un principio de fe y de comunión que tenéis en esta Cátedra de Pedro. De la misma manera, Nos siempre buscamos, a través de vuestra actividad, que el rostro de la Sede Apostólica resplandezca y no carezca de su fuerza e importancia humana histórica, más aún, para que su fe se conserve en armonía, para que sus deberes se realicen de manera ejemplar, para encontrar consuelo en las penas  ».223

La realidad de la comunión, que es la base de todas las relaciones intraeclesiales 224 y que se destacó también en la discusión sinodal, es una relación de reciprocidad entre el Romano Pontífice y los Obispos. En efecto, si por un lado el Obispo, para expresar en plenitud su propio oficio y fundar la catolicidad de su Iglesia, tiene que ejercer la potestad de gobierno que le es propia (munus regendi) en comunión jerárquica con el Romano Pontífice y con el Colegio episcopal, de otro lado, el Romano Pontífice, Cabeza del Colegio, en el ejercicio de su ministerio de pastor supremo de la Iglesia (munus supremi Ecclesiae pastoris), actúa siempre en comunión con todos los demás Obispos, más aún, con toda la Iglesia.225 En la comunión eclesial, pues, así como el Obispo no está solo, sino en continua relación con el Colegio y su Cabeza, y sostenido por ellos, tampoco el Romano Pontífice está solo, sino siempre en relación con los Obispos y sostenido por ellos. Ésta es otra de las razones por las que el ejercicio de la potestad suprema del Romano Pontífice no anula, sino que afirma, corrobora y protege la potestad ordinaria misma, propia e inmediata del Obispo en su Iglesia particular.

Visitas «  ad limina Apostolorum  »

57. Las visitas ad limina Apostolorum son a la vez una manifestación y un medio de comunión entre los Obispos y la Cátedra de Pedro.226 En efecto, constan de tres momentos principales, cada uno con su significado propio.227 Ante todo la peregrinación a la tumba de los príncipes de los Apóstoles Pedro y Pablo, que indica la referencia a la única fe, de la cual ambos dieron testimonio en Roma con su martirio.

El encuentro con el Sucesor de Pedro está en relación con este momento. Efectivamente, con ocasión de la visita ad limina los Obispos se reúnen en torno a él y, según el principio de catolicidad, realizan una comunicación de dones entre todos los bienes que, por obra del Espíritu, hay en la Iglesia, tanto en ámbito particular y local como universal.228 Lo que entonces se produce no es una simple información recíproca, sino, sobre todo, la afirmación y consolidación de la colegialidad (collegialis confirmatio) del cuerpo de la Iglesia, por la que se obtiene la unidad en la diversidad, dando lugar a una especie de «  perichoresis  » entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, que se puede comparar al flujo de la sangre, que parte del corazón hacia las extremidades del cuerpo y de ellas vuelve al corazón.229 La savia vital que viene de Cristo une todas las partes como la savia de la vid que llega a los sarmientos (cf. Jn 15, 5). Esto se pone de manifiesto particularmente en la Celebración eucarística de los Obispos con el Papa. En efecto, cada Eucaristía se celebra en comunión con el propio Obispo, con el Romano Pontífice y con el Colegio Episcopal y, a través de ellos, con los fieles de cada Iglesia particular y de toda la Iglesia, de modo que la Iglesia universal está presente en la particular y ésta se inserta, junto con las demás Iglesias particulares, en la comunión de la Iglesia universal.

Ya desde los primeros siglos la referencia última de la comunión está en la Iglesia de Roma, donde Pedro y Pablo dieron su testimonio de fe. En efecto, por su posición preeminente, es necesario que cada una de las Iglesias concuerde con ella, porque es la garantía última de la integridad de la tradición transmitida por los Apóstoles.230 La Iglesia de Roma preside la comunión universal en la caridad,231 tutela las legítimas diversidades y, al mismo tiempo, vigila para que la particularidad no sólo no dañe a la unidad, sino que la sirva.232 Todo eso comporta la necesidad de la comunión de las diversas Iglesias con la Iglesia de Roma, para que todas se puedan encontrar en la integridad de la Tradición apostólica y en la unidad de la disciplina canónica para la salvaguardia de la fe, de los Sacramentos y del camino concreto hacia la santidad. Dicha comunión de las Iglesias se expresa por la comunión jerárquica entre cada Obispo y el Romano Pontífice.233 De la comunión de todos los Obispos cum Petro et sub Petro, realizada en la caridad, surge el deber de que todos ellos colaboren con el Sucesor de Pedro para el bien de la Iglesia entera y, por tanto, de cada Iglesia particular. La visita ad limina tiene precisamente esta finalidad.

El tercer aspecto de las visitas ad limina es el encuentro con los responsables de los Dicasterios de la Curia romana. Tratando con ellos, los Obispos tienen un contacto directo con los problemas que competen a cada Dicasterio, siendo de este modo introducidos en los diversos aspectos de la común solicitud pastoral. A este respecto, los Padres sinodales pidieron que, en el contexto del conocimiento y confianza mutua, fueran más frecuentes las relaciones entre Obispos, individualmente o unidos en las Conferencias episcopales, y los Dicasterios de la Curia romana,234 de manera que éstos, informados directamente de los problemas concretos de las Iglesias, puedan desempeñar mejor su servicio universal.

Sin duda, las visitas ad limina, junto con las relaciones quinquenales sobre la situación de las diócesis,235 son medios eficaces para cumplir con la exigencia de conocimiento recíproco que surge de la comunión entre los Obispos y el Romano Pontífice. Además, la presencia de los Obispos en Roma para la visita puede ser una ocasión oportuna, de una parte, para acelerar la respuesta a las cuestiones que han presentado a los Dicasterios y, de otra, para favorecer, de acuerdo con los deseos manifestados, una consulta individual o colectiva con vistas a la preparación de documentos de cierta importancia general; puede ser también una ocasión para ilustrar oportunamente a los Obispos sobre eventuales documentos que la Santa Sede tuviera intención de dirigir a la Iglesia en su conjunto, o específicamente a sus Iglesias particulares, antes de su publicación.

El Sínodo de los Obispos

58. Según una experiencia ya consolidada, cada Asamblea General del Sínodo de los Obispos, que de algún modo es expresión del episcopado, muestra de manera peculiar el espíritu de comunión que une a los Obispos con el Romano Pontífice y a los Obispos entre sí, dando la oportunidad de expresar un juicio eclesial profundo, bajo la acción del Espíritu, sobre los diversos problemas que afectan a la vida de la Iglesia.236

Como es sabido, durante el Concilio Vaticano II se manifestó la exigencia de que los Obispos pudieran ayudar mejor al Romano Pontífice en el ejercicio de su función. Precisamente en consideración de esto, mi predecesor de venerada memoria Pablo VI instituyó el Sínodo de los Obispos,237 aún teniendo en cuenta la aportación que el Colegio de los Cardenales ya proporcionaba al Romano Pontífice. Así, mediante el nuevo organismo se podía expresar más eficazmente el afecto colegial y la solicitud de los Obispos por el bien de toda la Iglesia.

Los años transcurridos han mostrado cómo los Obispos, en unión de fe y caridad, pueden prestar con sus consejos una valiosa ayuda al Romano Pontífice en el ejercicio de su ministerio apostólico, tanto para la salvaguardia de la fe y de las costumbres, como para la observancia de la disciplina eclesiástica. En efecto, el intercambio de información sobre las Iglesias particulares, al facilitar la concordancia de juicio incluso sobre cuestiones doctrinales, es un modo eficaz para reforzar la comunión.238

Cada Asamblea General del Sínodo de los Obispos es una experiencia eclesial intensa, aunque sigue siendo perfectible en lo que se refiere a las modalidades de sus procedimientos.239 Los Obispos reunidos en el Sínodo representan, ante todo, a sus propias Iglesias, pero tienen presente también la aportación de las Conferencias episcopales que los han designado y son portadores de su parecer sobre las cuestiones a tratar. Expresan así el voto del Cuerpo jerárquico de la Iglesia y, en cierto modo, el del pueblo cristiano, del cual son sus pastores.

El Sínodo es un acontecimiento en el que resulta evidente de manera especial que el Sucesor de Pedro, en el cumplimiento de su misión, está siempre unido en comunión con los demás Obispos y con toda la Iglesia.240 «  Corresponde al Sínodo de los Obispos –establece el Código de Derecho Canónico– debatir las cuestiones que han de ser tratadas, y manifestar su parecer pero no dirimir esas cuestiones ni dar decretos acerca de ellas, a no ser que en casos determinados le haya sido otorgada potestad deliberativa por el Romano Pontífice, a quien compete en este caso ratificar las decisiones del Sínodo  ».241 El hecho de que el Sínodo tenga normalmente sólo una función consultiva no disminuye su importancia. En efecto, en la Iglesia, el objetivo de cualquier órgano colegial, sea consultivo o deliberativo, es siempre la búsqueda de la verdad o del bien de la Iglesia. Además, cuando se trata de verificar la fe misma, el consensus Ecclesiae no se da por el cómputo de los votos, sino que es el resultado de la acción del Espíritu, alma de la única Iglesia de Cristo.

Precisamente porque el Sínodo está al servicio de la verdad y de la Iglesia, como expresión de la verdadera corresponsabilidad en el bien de la Iglesia por parte de todo el episcopado en unión con su Cabeza, los Obispos, al emitir el voto consultivo o deliberativo, expresan en todo caso, junto con los demás miembros del Sínodo, la participación en el gobierno de la Iglesia universal. Como mi predecesor de venerada memoria Pablo VI, también yo he recibido siempre las propuestas y opiniones expresadas por los Padres sinodales, incluyéndolas en el proceso de elaboración del documento que recoge los resultados del Sínodo y que, precisamente por ello, me complace denominar «  postsinodal  ».

Comunión entre los Obispos y entre las Iglesias en el ámbito local

59. Además del ámbito universal, hay muchas y variadas formas en que se puede expresar, y de hecho se expresa, la comunión episcopal y, por tanto, la solicitud por todas las Iglesias hermanas. Asimismo, las relaciones recíprocas entre los Obispos van mucho más allá de sus encuentros institucionales. El ser bien conscientes de la dimensión colegial del ministerio que les ha sido conferido ha de impulsarlos a practicar entre ellos, sobre todo en el seno de la propia Conferencia episcopal, de su Provincia y Región eclesiástica, las diversas formas de hermandad sacramental, que van desde la acogida y consideración recíprocas hasta las atenciones de caridad y la colaboración concreta.

Como he escrito anteriormente, «  se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la Curia romana, la organización de los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios rápidos de nuestro tiempo  ».242 En el nuevo siglo, pues, todos hemos de comprometernos más que nunca en valorar y desarrollar los ámbitos y los instrumentos que sirven para asegurar y garantizar la comunión entre los Obispos y entre las Iglesias.

Toda acción del Obispo realizada en el ejercicio del propio ministerio pastoral es siempre una acción realizada en el Colegio. Sea que se trate del ministerio de la Palabra o del gobierno de la propia Iglesia particular, o bien de una decisión tomada con los demás Hermanos en el episcopado sobre las otras Iglesias particulares de la misma Conferencia episcopal, en el ámbito provincial o regional, siempre será una acción en el Colegio, porque, además de empeñar la propia responsabilidad pastoral, se lleva a cabo manteniendo la comunión con los demás Obispos y con la Cabeza del Colegio. Todo esto obedece no tanto a una conveniencia humana de coordinación, sino a una preocupación por las demás Iglesias, que se deriva de que cada Obispo está integrado y forma parte de un Cuerpo o Colegio. En efecto, cada Obispo es simultáneamente responsable, aunque de modos diversos, de la Iglesia particular, de las Iglesias hermanas más cercanas y de la Iglesia universal.

Los Padres sinodales reiteraron oportunamente que «  viviendo la comunión episcopal, cada Obispo ha de sentir como propias las dificultades y los sufrimientos de sus Hermanos en el episcopado. Para reforzar esta comunión episcopal y hacerla cada vez más consistente, cada uno de los Obispos y las Conferencias episcopales han de examinar cuidadosamente las posibilidades que tienen sus Iglesias de ayudar a las más pobres  ».243 Sabemos que dicha pobreza puede consistir tanto en una seria escasez de sacerdotes u otros agentes pastorales como en una grave carencia de medios materiales. En uno u otro caso, lo que se resiente es el anuncio del Evangelio. Por eso, siguiendo la exhortación que ya hiciera el Concilio Vaticano II,244 asumo la consideración de los Padres sinodales en su deseo de que se favorezcan las relaciones de solidaridad fraterna entre las Iglesias de antigua evangelización y las llamadas «  Iglesias jóvenes  », estableciendo incluso «  hermanamientos  » que se concreticen en la comunicación de experiencias y de agentes pastorales, además de ayudas económicas. En efecto, eso confirma la imagen de la Iglesia como «  familia de Dios  », en la que los más fuertes sustentan a los más débiles para el bien de todos.245

De este modo, la comunión de los Obispos se traduce en comunión de las Iglesias, que se manifiesta también en atenciones cordiales respecto a aquellos Pastores que, más que otros Hermanos, han sufrido o, lamentablemente, sufren aún, la mayor parte de las veces al compartir las dificultades de sus fieles. Un grupo de Pastores que merece una particular atención, por su creciente número, es la de los Obispos eméritos. Los he recordado yo mismo, junto con los Padres sinodales, en la Liturgia conclusiva de la X Asamblea General Ordinaria. Toda la Iglesia tiene en gran consideración a estos queridos Hermanos, que siguen siendo miembros importantes del Colegio episcopal, y les queda reconocida por el servicio pastoral que han desarrollado y todavía realizan, poniendo su sabiduría y experiencia a disposición de la comunidad. La autoridad competente ha de valorar este patrimonio espiritual personal, en el que se ha depositado una parte preciosa de la memoria de las Iglesias que han presidido durante años. Resulta obligado poner todo cuidado para asegurarles condiciones de serenidad espiritual y económica, en el contexto humano que razonablemente deseen. Además, se ha de estudiar la posibilidad de que sus competencias sean aprovechadas aún en el ámbito de los diversos organismos de las Conferencias episcopales.246

Las Iglesias católicas orientales

60. En la misma perspectiva de la comunión entre los Obispos y entre las Iglesias, los Padres sinodales prestaron una atención del todo particular a las Iglesias católicas orientales, volviendo a considerar las venerables y antiguas riquezas de sus tradiciones, que son un tesoro vivo que coexiste con expresiones análogas de la Iglesia latina. Desde ambas se ilumina mejor la unidad católica del Pueblo santo de Dios.247

Además, no cabe duda de que las Iglesias católicas de Oriente, por su afinidad espiritual, histórica, teológica, litúrgica y disciplinar con las Iglesias ortodoxas y las otras Iglesias orientales que aún no están en plena comunión con la Iglesia católica, tienen un papel muy especial en la promoción de la unidad de los cristianos, sobre todo en Oriente. Deben desempeñarlo, como todas las Iglesias, con la oración y con una vida cristiana ejemplar; asimismo, como una contribución específicamente suya, están llamadas a aportar su religiosa fidelidad a las antiguas tradiciones orientales.248

Las Iglesias patriarcales y su Sínodo

61. Entre las instituciones propias de las Iglesias católicas orientales destacan las Iglesias patriarcales. Pertenecen a esas agrupaciones de Iglesias que, como afirma el Concilio Vaticano II,249 por divina Providencia, a lo largo del tiempo se han constituido orgánicamente y gozan tanto de una disciplina y costumbres litúrgicas propias como de un patrimonio teológico y espiritual común, conservando siempre la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal. Su dignidad particular proviene de que, como matrices de fe, han dado origen a otras Iglesias, las cuales son como hijas suyas y, por tanto, vinculadas a ellas hasta nuestros tiempos por lazos más estrechos de caridad en la vida sacramental y en el mutuo respeto de derechos y deberes.

La institución patriarcal es muy antigua en la Iglesia. De ella da testimonio ya el primer Concilio ecuménico de Nicea, fue reconocida por los primeros Concilios ecuménicos y aún hoy es la forma tradicional de gobierno en las Iglesias orientales.250 Por tanto, en su origen y estructura particular, es de institución eclesiástica. Precisamente por eso el Concilio ecuménico Vaticano II ha manifestado el deseo de que «  donde sea necesario, se erijan nuevos patriarcados, cuya constitución se reserva al Sínodo ecuménico o al Romano Pontífice  ».251 Todo aquel que ejerce una potestad supraepiscopal y supralocal en las Iglesias Orientales –como los Patriarcas y los Sínodos de los Obispos de las Iglesias patriarcales– participa de la autoridad suprema que el Sucesor de Pedro tiene sobre toda la Iglesia y ejerce dicha potestad respetando, además del Primado del Romano Pontífice,252 la función de cada Obispo, sin invadir el campo de su competencia ni limitar el libre ejercicio de sus propias funciones.

En efecto, las relaciones entre los Obispos de una Iglesia patriarcal y el Patriarca, que a su vez es el Obispo de la eparquía patriarcal, se desarrollan sobre la base establecida ya antigüamente en los Cánones de los Apóstoles: «  Es necesario que los Obispos de cada nación sepan quién es el primero entre ellos y lo consideren como jefe suyo, y no hagan nada importante sin su consentimiento; cada uno se ocupará de lo que concierne a su demarcación y al territorio que depende de ella; pero tampoco él haga nada sin el consentimiento de todos; así reinará la concordia y Dios será glorificado, por Cristo en el Espíritu Santo  ».253 Este canon expresa la antigua praxis de la sinodalidad en las Iglesias de Oriente, ofreciendo al mismo tiempo su fundamento teológico y el significado doxológico, pues se afirma claramente que la acción sinodal de los Obispos en la concordia ofrece culto y gloria a Dios Uno y Trino.

Se debe reconocer, pues, en la vida sinodal de las Iglesias patriarcales, una realización efectiva de la dimensión colegial del ministerio episcopal. Todos los Obispos legítimamente consagrados participan en el Sínodo de su Iglesia patriarcal como pastores de una porción del Pueblo de Dios. Sin embargo, se reconoce el papel del primero, esto es, el Patriarca, como un elemento a su manera constitutivo de la acción colegial. En efecto, no se da acción colegial alguna sin un «  primero  » reconocido como tal. Por otro lado, la sinodalidad no anula ni disminuye la autonomía legítima de cada Obispo en el gobierno de su propia Iglesia; afirma, sin embargo, el afecto colegial de los Obispos, corresponsables de todas las Iglesias particulares que abarca el Patriarcado.

Al Sínodo patriarcal se le reconoce una verdadera potestad de gobierno. En efecto, elige al Patriarca y a los Obispos para las funciones dentro del territorio de la Iglesia patriarcal, así como a los candidatos al episcopado para las funciones fuera de los confines de la Iglesia patriarcal, que han de ser propuestos al Santo Padre para su nombramiento.254 Además del consentimiento o parecer necesarios para la validez de ciertos actos de competencia del Patriarca, corresponde al Sínodo emanar leyes que tienen vigor dentro de los confines de la Iglesia patriarcal y, en el caso de leyes litúrgicas, también fuera de ellos.255 Asimismo, el Sínodo, respetando la competencia de la Sede Apostólica, es el tribunal superior dentro de los confines de la propia Iglesia patriarcal.256 Por lo demás, el Patriarca y también el Sínodo patriarcal se sirven de la colaboración consultiva de la asamblea patriarcal, que el Patriarca convoca al menos cada cinco años, para la gestión de los asuntos más importantes, especialmente los que conciernen la actualización de las formas y de los modos de apostolado y de la disciplina eclesiástica.257

La organización metropolitana y de las Provincias eclesiásticas

62. Un modo concreto de favorecer la comunión entre los Obispos y la solidaridad entre las Iglesias es dar nueva vitalidad a la antiquísima institución de las Provincias eclesiásticas, donde los Arzobispos son instrumento y signo tanto de la hermandad entre los Obispos de la Provincia como de su comunión con el Romano Pontífice.258 En efecto, dada la similitud de los problemas que debe afrontar cada Obispo, así como el hecho de que un número limitado facilita un consenso mayor y más efectivo, se puede ciertamente programar un trabajo pastoral común en las asambleas de los Obispos de la misma Provincia y, sobre todo, en los Concilios provinciales.

Donde, por el bien común, se crea conveniente la erección de Regiones eclesiásticas, una función semejante puede ser desarrollada por las asambleas de los Obispos de la misma Región o, en todo caso, por los Concilios plenarios. A este respecto, se ha de recordar lo que ya dijo el Concilio Vaticano II: «  Las venerables instituciones de los Sínodos y de los Concilios florezcan con nuevo vigor. Así se procurará más adecuada y eficazmente el crecimiento de la fe y la conservación de la disciplina en las diversas Iglesias, según las circunstancias de la época  ».259 En ellos, los Obispos podrán actuar no sólo manifestando la comunión entre sí, sino también con todos los miembros de la porción de Pueblo de Dios que se les ha confiado; dichos miembros serán representados en los Concilios según las normas del derecho.

En efecto, en los Concilios particulares, precisamente porque en ellos participan también, presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos, aunque sea sólo con voto consultivo, se manifiesta de modo inmediato no sólo la comunión entre los Obispos, sino también entre las Iglesias. Además, como momento eclesial solemne, los Concilios particulares requieren una cuidadosa reflexión en su preparación, que implica a todas las categorías de fieles, haciendo que dichos Concilios sean momento adecuado para las decisiones más importantes, especialmente las que se refieren a la fe. Por eso, las Conferencias Episcopales no pueden ocupar el puesto de los Concilios particulares, como puntualiza el mismo Concilio Vaticano II cuando desea que éstos adquieran nuevo vigor. Las Conferencias episcopales, sin embargo, pueden ser un instrumento valioso para la preparación de los Concilios plenarios.260

Las Conferencias episcopales

63. En modo alguno se pretende con esto disminuir la importancia y la utilidad de las Conferencias de los Obispos, cuya configuración institucional fue trazada ya en el último Concilio y precisada ulteriormente en el Código de Derecho Canónico y en el reciente Motu proprio Apostolos suos.261 En las Iglesias católicas orientales existen Instituciones análogas, como las Asambleas de los Jerarcas de diversas Iglesias sui iuris, previstas por el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales «  a fin de que, comunicándose las luces de prudencia y experiencia e intercambiando pareceres, se obtenga una santa cooperación de fuerzas para el bien común de las Iglesias, mediante la cual se fomente la unidad de acción, se apoyen obras comunes, se promueva mejor el bien de la religión y se observe más eficazmente la disciplina eclesiástica  ».262

Estas asambleas de Obispos son hoy, como decían también los Padres sinodales, un instrumento válido para expresar y poner en práctica el espíritu colegial de los Obispos. Por eso se han de revalorizar aún más las Conferencias episcopales en todas sus potencialidades.263 En efecto, éstas «  se han desarrollado notablemente y han asumido el papel de órgano preferido por los Obispos de una nación o de un determinado territorio para el intercambio de puntos de vista, la consulta recíproca y la colaboración en favor del bien común de la Iglesia: 'se han constituido en estos años en una realidad concreta, viva y eficiente en todas las partes del mundo'. Su importancia obedece al hecho de que contribuye eficazmente a la unidad entre los Obispos y, por tanto, a la unidad de la Iglesia, al ser un instrumento muy válido para afianzar la comunión eclesial  ».264

Dado que las Conferencias episcopales están formadas sólo por los Obispos y los que por derecho son equiparados a ellos, aunque no tengan carácter episcopal,265 su fundamento teológico, a diferencia de los Concilios particulares, reside directamente en la dimensión colegial de la responsabilidad del gobierno episcopal. Sólo indirectamente lo es la comunión entre las Iglesias.

En todo caso, siendo las Conferencias episcopales un órgano permanente que se reúne periódicamente, su función será eficaz si se la considera una ayuda auxiliar a la función que cada Obispo desarrolla por derecho divino en su propia Iglesia. En efecto, en cada Iglesia el Obispo diocesano apacienta en nombre del Señor la grey que se le ha confiado, como pastor propio, ordinario e inmediato, y su actuación es estrictamente personal, no colegial, aunque esté animado por el espíritu de comunión. Por tanto, por lo que se refiere a las agrupaciones de Iglesias particulares por zonas geográficas (nación, región, etc.), los Obispos que presiden las Iglesias no ejercen conjuntamente su solicitud pastoral con actos colegiales iguales a los del Colegio episcopal, el cual, como sujeto teológico, es indivisible.266 Por eso, los Obispos de cada Conferencia episcopal, reunidos en Asamblea, ejercen conjuntamente para el bien de sus fieles y en los límites de las competencias que les otorgan el derecho o un mandato de la Sede Apostólica, sólo algunas de las funciones que se desprenden de su ministerio pastoral (munus pastorale).267

Es verdad que las Conferencias episcopales más numerosas requieren una organización compleja, precisamente para ofrecer su servicio a cada uno de los Obispos que forman parte de ella, y por tanto a cada Iglesia. No obstante, se ha de evitar «  la burocratización de los oficios y de las comisiones que actúan entre las reuniones plenarias  ».268 En efecto, las Conferencias episcopales «  con sus comisiones y oficios existen para ayudar a los Obispos y no para sustituirlos  ».269 Y, menos aún, para constituir una estructura intermedia entre la Sede Apostólica y cada uno de los Obispos. Las Conferencias episcopales pueden ofrecer una ayuda válida a la Sede Apostólica expresando su parecer sobre problemas específicos de carácter más general.270

Las Conferencias episcopales expresan y ponen en práctica el espíritu colegial que une a los Obispos y, por consiguiente, la comunión entre las diversas Iglesias, estableciendo entre ellas, especialmente entre las más cercanas, estrechas relaciones para buscar un bien mayor.271 Esto puede hacerse de varias formas, mediante consejos, simposios o federaciones. Las reuniones continentales de los Obispos tienen una importancia notable, aunque nunca asumen las competencias que se reconocen a las Conferencias episcopales. Dichas reuniones ayudan mucho a fomentar entre las Conferencias episcopales de las diversas naciones esa colaboración que, en este tiempo de «  globalización  », resulta tan necesaria para afrontar sus desafíos y poner en marcha una verdadera «  globalización de la solidaridad  ».272

Unidad de la Iglesia y diálogo ecuménico

64. La oración del Señor Jesús por la unidad entre todos sus discípulos (ut unum sint: Jn 17, 21) es una llamada apremiante a cada Obispo para un deber apostólico específico. No puede esperarse que dicha unidad sea fruto de nuestros esfuerzos; es sobre todo un don de la Trinidad Santa a la Iglesia. No obstante, eso no exime a los cristianos de hacer todo esfuerzo para ello, comenzando por la oración, para acelerar el camino hacia la unidad plena. Como respuesta a las oraciones e intenciones del Señor, y a su oblación en la Cruz para reunir a los hijos extraviados (cf. Jn 11, 52), la Iglesia católica se siente comprometida irreversiblemente en el diálogo ecuménico, cuya eficacia depende de su testimonio en el mundo. Hace falta, pues, perseverar en la vía del diálogo de la verdad y del amor.

Muchos Padres sinodales se refirieron a la vocación específica que tiene todo Obispo de promover en la propia diócesis este diálogo y llevarlo adelante in veritate et caritate (cf. Ef 4, 15). En efecto, el escándalo de la división entre los cristianos es percibido por todos como un signo contrario a la esperanza cristiana. Como formas concretas para promover el diálogo ecuménico se indicaron un mejor conocimiento recíproco entre la Iglesia católica y las otras Iglesias y Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con ella; encuentros e iniciativas apropiadas y, sobre todo, el testimonio de la caridad. Efectivamente, existe un ecumenismo de la vida cotidiana, hecho de acogida recíproca, escucha y colaboración, que tiene una poderosa eficacia.

Por otro lado, los Padres sinodales advirtieron sobre el riesgo de gestos poco ponderados, signos de un «  ecumenismo impaciente  », que pueden dañar el proceso actual hacia la plena unidad. Por eso, es muy importante que todos acepten y pongan en práctica los rectos principios del diálogo ecuménico, y que se insista sobre ellos en los seminarios con los candidatos al ministerio sagrado, en las parroquias y en las otras estructuras eclesiales. Por lo demás, la misma vida interior de la Iglesia ha de dar testimonio de unidad, respetando y ampliando cada vez más los ámbitos en que se acojan y desarrollen las grandes riquezas de las diversas tradiciones teológicas, espirituales, litúrgicas y disciplinares.273

Índole misionera del ministerio episcopal

65. Los Obispos, como miembros del Colegio episcopal, no sólo son consagrados para una diócesis, sino para la salvación de todos los hombres.274 Los Padres sinodales volvieron a recordar esta doctrina expuesta en el Concilio Vaticano II para destacar que cada Obispo ha de ser consciente de la índole misionera del propio ministerio pastoral. Toda su acción pastoral, pues, debe estar caracterizada por un espíritu misionero, para suscitar y conservar en el ánimo de los fieles el ardor por la difusión del Evangelio. Por eso es tarea del Obispo suscitar, promover y dirigir en la propia diócesis actividades e iniciativas misioneras, incluso bajo el aspecto económico.275

Además, como se ha afirmado en el Sínodo, es sumamente importante animar la dimensión misionera en la propia Iglesia particular promoviendo, según las diversas situaciones, valores fundamentales tales como el reconocimiento del prójimo, el respeto de la diversidad cultural y una sana interacción entre culturas diferentes. Por otro lado, el carácter cada vez más multicultural de las ciudades y grupos sociales, sobre todo como resultado de la emigración internacional, crea situaciones nuevas en las que surge un desafío misionero peculiar.

En el Aula sinodal hubo también intervenciones que pusieron de relieve algunas cuestiones sobre la relación entre los Obispos diocesanos y las Congregaciones religiosas misioneras, subrayando la necesidad de un reflexión más profunda al respecto. Al mismo tiempo, se reconoció la gran aportación de experiencia que puede recibir una Iglesia particular de las Congregaciones de vida consagradas para mantener viva entre los fieles la dimensión misionera.

El Obispo ha de mostrarse en este aspecto como siervo y testigo de la esperanza. En efecto, la misión es sin duda el indicador exacto de la fe en Cristo y en su amor por nosotros: 276 ella mueve al hombre de todos los tiempos hacia una vida nueva, animada por la esperanza. Al anunciar a Cristo resucitado, los cristianos presentan a Aquél que inaugura un nueva era de la historia y proclaman al mundo la buena noticia de una salvación integral y universal, que contiene en sí la prenda de un mundo nuevo, donde el dolor y la injusticia darán paso a la alegría y a la belleza. Al principio de un nuevo milenio, cuando la conciencia de la universalidad de la salvación se ha acentuado y se comprueba que se debe renovar cada día el anuncio del Evangelio, la Asamblea sinodal lanza una invitación a no disminuir el compromiso misionero, sino más bien a ampliarlo en una cooperación misionera cada vez más profunda.

 

CAPÍTULO VII

EL OBISPO
ANTE LOS RETOS ACTUALES

«  ¡Ánimo!: yo he vencido al mundo  » (Jn 16, 33)

66. En la Sagrada Escritura la Iglesia se compara a un rebaño, «  cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció. Aunque son pastores humanos quienes gobiernan las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores  ».277 ¿Acaso no es Jesús mismo quien llama a sus discípulos pusillus grex y les exhorta a no tener miedo, sino a cultivar la esperanza? (cf. Lc 12, 32).

Jesús repitió varias veces esta exhortación a sus discípulos: «  En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo  » (Jn 16, 33). Cuando estaba para volver al Padre, después de lavar los pies a los Apóstoles, les dijo: «  No se turbe vuestro corazón  », y añadió, «  yo soy el Camino [...]. Nadie va al Padre sino por mí  » (Jn 14, 1-6). El pequeño rebaño, la Iglesia, ha emprendido este Camino, que es Cristo, y guiada por Él, el Buen Pastor que «  cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz  » (Jn 10, 4).

A imagen de Jesucristo y siguiendo sus huellas, el Obispo sale también a anunciarlo al mundo como Salvador del hombre, de todos los hombres. Como misionero del Evangelio, actúa en nombre de la Iglesia, experta en humanidad y cercana a los hombres de nuestro tiempo. Por eso, afianzado en el radicalismo evangélico, tiene además el deber de desenmascarar las falsas antropologías, rescatar los valores despreciados por los procesos ideológicos y discernir la verdad. Sabe que puede repetir con el Apóstol: «  Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes  » (1 Tm 4, 10).

La labor del Obispo se ha de caracterizar, pues, por la parresía, que es fruto de la acción del Espíritu (cf. Hch 4, 31). De este modo, saliendo de sí mismo para anunciar a Jesucristo, el Obispo asume con confianza y valentía su misión, factus pontifex, convertido realmente en «  puente  » tendido a todo ser humano. Con pasión de pastor, sale a buscar las ovejas, siguiendo a Jesús, que dice: «  También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor  » (Jn 10, 16).

Artífice de justicia y de paz

67. En este ámbito de espíritu misionero, los Padres sinodales se refirieron al Obispo como profeta de justicia. Hoy más que ayer, la guerra de los poderosos contra los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y pobres. ¡Los pobres son legión! En el seno de un sistema económico injusto, con disonancias estructurales muy fuertes, la situación de los marginados se agrava de día en día. En la actualidad hay hambre en muchas partes de la tierra, mientras en otras hay opulencia. Las víctimas de estas dramáticas desigualdades son sobre todo los pobres, los jóvenes, los refugiados. En muchos lugares, también la mujer es envilecida en su dignidad de persona, víctima de una cultura hedonista y materialista.

Ante estas situaciones de injusticia, y muchas veces sumidos en ellas, que abren inevitablemente la puerta a conflictos y a la muerte, el Obispo es defensor de los derechos del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Predica la doctrina moral de la Iglesia, defiende el derecho a la vida desde la concepción hasta su término natural; predica la doctrina social de la Iglesia, fundada en el Evangelio, y asume la defensa de los débiles, haciéndose la voz de quien no tiene voz para hacer valer sus derechos. No cabe duda de que la doctrina social de la Iglesia es capaz de suscitar esperanza incluso en las situaciones más difíciles, porque, si no hay esperanza para los pobres, no la habrá para nadie, ni siquiera para los llamados ricos.

Los Obispos condenaron enérgicamente el terrorismo y el genocidio, y levantaron su voz por los que lloran a causa de injusticias, sufren persecución, están sin trabajo; por los niños ultrajados de innumerables y gravísimas maneras. Como la santa Iglesia, que en el mundo es sacramento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano,278 el Obispo es también defensor y padre de los pobres, se preocupa por la justicia y los derechos humanos, es portador de esperanza.279

La palabra de los Padres sinodales, junto con la mía, fue explícita y fuerte. «  No hemos podido cerrar nuestros oídos al eco de tantos otros dramas colectivos [...]. Se impone un cambio de orden moral [...]. Algunos males endémicos, sub- estimados durante mucho tiempo, pueden conducir a la desesperación de poblaciones enteras. ¿Cómo callarse frente al drama persistente del hambre y la pobreza extrema en una época en la cual la humanidad posee como nunca los medios para un reparto equitativo? No podemos dejar de expresar nuestra solidaridad con la masa de refugiados e inmigrantes que, como consecuencia de la guerra, de la opresión política o de la discriminación económica, se ven forzados a abandonar su tierra, en busca de un trabajo y con la esperanza de paz. Los estragos del paludismo, la expansión del sida, el analfabetismo, la falta de porvenir para tantos niños y jóvenes abandonados en la calle, la explotación de mujeres, la pornografía, la intolerancia, la instrumentalización inaceptable de la religión para fines violentos, el tráfico de droga y el comercio de las armas,... ¡La lista no es exhaustiva! Sin embargo, en medio de todas estas calamidades, los humildes levantan la cabeza. El Señor los mira y los apoya: “Por la opresión del humilde y el gemido del pobre me levantaré, dice el Señor” (Sal 12, 6)  ».280

Es obvio que, ante este cuadro dramático, resulta urgente un llamamiento a la paz y un compromiso en favor suyo. En efecto, siguen aún activos los focos de conflicto heredados del siglo anterior y de todo el milenio. Tampoco faltan conflictos locales que crean heridas profundas entre culturas y nacionalidades. Y, ¿cómo callar sobre los fundamentalismos religiosos, siempre enemigos del diálogo y de la paz? En muchas regiones del mundo la tierra se parece a un polvorín a punto de explotar y diseminar sobre la familia humana enormes sufrimientos.

En esta situación la Iglesia sigue anunciando la paz de Cristo, que en el sermón de la montaña ha proclamado bienaventurados a «  los que trabajan por la paz  » (Mt 5, 9). La paz es una responsabilidad universal que pasa por los mil pequeños actos de la vida cotidiana. Espera en sus profetas y artífices, que no han de faltar, sobre todo en las comunidades eclesiales, de las que el Obispo es pastor. A ejemplo de Jesús, que ha venido para anunciar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 16-21), estará siempre dispuesto para enseñar que la esperanza cristiana está íntimamente unida al celo por la promoción integral del hombre y la sociedad, como enseña la doctrina social de la Iglesia.

Por lo demás, el Obispo, cuando se encuentra en una eventual situación de conflicto armado, que lamentablemente no faltan, aun cuando exhorte al pueblo a defender sus derechos, debe advertir siempre que todo cristiano tiene la obligación de excluir la venganza y estar dispuesto al perdón y al amor de los enemigos.281 En efecto, no hay justicia sin perdón. Por más que sea difícil de aceptar, ésta es una afirmación que cualquier persona sensata da por descontada: una verdadera paz sólo es posible por el perdón.282

El diálogo interreligioso, sobre todo en favor de la paz en el mundo

68. Como he repetido en otras circunstancias, el diálogo entre las religiones debe estar al servicio de la paz entre los pueblos. En efecto, las tradiciones religiosas tienen recursos necesarios para superar rupturas y favorecer la amistad recíproca y el respeto entre los pueblos. El Sínodo hizo un llamamiento para que los Obispos fueran promotores de encuentros con los representantes de los pueblos para reflexionar atentamente sobre las discordias y las guerras que laceran el mundo, con el fin de encontrar los caminos posibles para un compromiso común de justicia, concordia y paz.

Los Padres sinodales resaltaron la importancia del diálogo interreligioso para la paz y pidieron a los Obispos que se comprometieran en este sentido en las respetivas diócesis. Pueden abrirse nuevas perspectivas de paz con la afirmación de la libertad religiosa, de la que habló el Concilio Vaticano II en el Decreto Dignitatis humanae, como también mediante la labor educativa de las nuevas generaciones y el empleo correcto de los medios de comunicación social.283

No obstante, la perspectiva del diálogo interreligioso es indudablemente más amplia y, por eso, los Padres sinodales reiteraron que éste forma parte de la nueva evangelización, sobre todo en estos tiempos en que, más que en el pasado, conviven en una misma región, ciudad, puesto de trabajo y ambiente cotidiano personas pertenecientes a religiones diversas. Por tanto, el diálogo interreligioso es necesario en la vida cotidiana de muchas familias cristianas y, por eso mismo, también para los Obispos que, como maestros de la fe y pastores del Pueblo de Dios, deben prestar una adecuada atención a este aspecto.

De este contexto de convivencia con personas de otras religiones surge para el cristiano un deber especial de dar testimonio de la unidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo y, consecuentemente, de la necesidad de la Iglesia como instrumento de salvación para toda la humanidad. «  Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que 'una religión es tan buena como otra'  ».284 Resulta claro, pues, que el diálogo inter- religioso nunca puede sustituir el anuncio y la propagación de la fe, que son la finalidad prioritaria de la predicación, de la catequesis y de la misión de la Iglesia.

Afirmar con franqueza y sin ambigüedad que la salvación del hombre depende de la redención de Cristo no impide el diálogo con las otras religiones. Además, en la perspectiva de la profesión de la esperanza cristiana no se puede olvidar que precisamente ésta es la que funda el diálogo interreligioso. En efecto, como dice la Declaración conciliar Nostra aetate, «  todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo género humano sobre la entera faz de la tierra;

tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que los elegidos se unan en la Ciudad Santa, que el resplandor de Dios iluminará y en la que los pueblos caminarán a su luz  ».285

La vida civil, social y económica

69. En la acción pastoral del Obispo no ha de faltar una atención especial a las exigencias de amor y justicia que se derivan de las condiciones sociales y económicas de las personas más pobres, abandonadas, maltratadas, en las que el creyente percibe particulares imágenes de Jesús. Su presencia en las comunidades eclesiales y civiles pone a prueba la autenticidad de nuestra fe cristiana.

Deseo referirme brevemente también al complejo fenómeno de la llamada globalización, una de las características del mundo actual. En efecto, existe una «  globalización  » de la economía, las finanzas y también de la cultura, que se impone progresivamente por efecto de los rápidos progresos vinculados a las tecnologías informáticas. Como he tenido ocasión de decir en otras circunstancias, la globalización requiere un discernimiento atento para identificar sus aspectos positivos y negativos, así como las consecuencias que pueden derivarse para la Iglesia y para todo el género humano. En dicha tarea es importante la aportación de los Obispos, los cuales han de insistir siempre en la necesidad urgente de que se logre una globalización en la caridad y sin marginaciones. También los Padres sinodales volvieron a indicar el deber de promover una «  globalización de la caridad  », examinando en este contexto las cuestiones relativas a la remisión de la deuda externa, que compromete la economía de poblaciones enteras, frenando su progreso social y político.286

Sin afrontar de nuevo una problemática tan grave, reitero sólo algunos puntos fundamentales expuestos ya en otros lugares: la visión de la Iglesia en esta materia tiene tres puntos de referencia esenciales y concomitantes, que son la dignidad de la persona humana, la solidaridad y la subsidiaridad. Por tanto, «  la economía globalizada debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional  ».287 Inserta en el dinamismo de la solidaridad, la globalización ya no es causa de marginación. La globalización de la solidaridad, en efecto, es consecuencia directa de esa caridad universal que es el alma del Evangelio.

Respeto del ambiente y salvaguardia de la creación

70. Los Padres sinodales recordaron además los aspectos éticos de la cuestión ecológica.288 Efectivamente, el sentido profundo del llamamiento a globalizar la solidaridad incluye también, y con urgencia, la cuestión de la creación y de los recursos de la tierra. El «  gemido de la creación  » al que alude el apóstol (cf. Rm 8, 22) parece presentarse hoy en una perspectiva inversa, pues no se trata ya de una tensión escatológica en espera de la revelación de los hijo de Dios (cf. Rm 8, 19), sino más bien de un espasmo de muerte que tiende a atrapar al hombre mismo para destruirlo.

Efectivamente, en esto se manifiesta en su forma más insidiosa y perversa la cuestión ecológica. Pues «  el signo más profundo y grave de las implicaciones morales, inherentes a la cuestión ecológica, es la falta de respeto a la vida, como se ve en muchos comportamientos contaminantes. Las razones de producción prevalecen a menudo sobre la dignidad del trabajador, y los intereses económicos se anteponen al bien de cada persona, o incluso al de poblaciones enteras. En estos casos, la contaminación o la destrucción del ambiente son fruto de una visión reductiva y antinatural, que configura a veces un verdadero y propio desprecio del hombre  ».289

Evidentemente, no sólo está en juego una ecología física, es decir, preocupada por la tutela del hábitat de los diversos seres vivientes, sino también una ecología humana, que proteja el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y prepare a las generaciones futuras un entorno que se acerque lo más posible al proyecto del Creador. Se necesita, pues, una conversión ecológica, a la cual los Obispos darán su propia contribución enseñando la relación correcta del hombre con la naturaleza. Esta relación, a la luz de la doctrina sobre Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, es de tipo «  ministerial  ». En efecto, el hombre ha sido puesto en el centro de la creación como ministro del Creador.

Ministerio del Obispo respecto a la salud

71. La preocupación por el hombre impulsa al Obispo a imitar a Jesús, el auténtico «  buen Samaritano  », lleno de compasión y misericordia, que cuida del hombre sin discriminación alguna. El cuidado de la salud ocupa un lugar relevante entre los desafíos actuales. Por desgracia hay todavía muchas formas de enfermedad en las diversas partes del mundo y, aunque la ciencia humana progrese de manera exponencial en la investigación de nuevas soluciones o ayudas para afrontarlas mejor, siempre aparecen nuevas situaciones que socavan la salud física y psíquica.

En el ámbito de su diócesis, el Obispo, con ayuda de personas cualificadas, ha de esforzarse por anunciar integralmente el «  Evangelio de la vida  ». El compromiso por humanizar la medicina y la asistencia a los enfermos por parte de cristianos que dan testimonio de la propia cercanía a los que sufren, despierta en el ánimo de cada uno la figura de Jesús, médico de los cuerpos y de las almas. Entre las instrucciones a sus apóstoles, no dejó de incluir la exhortación de curar a los enfermos (cf. Mt 10, 8).290 Por tanto, la organización y promoción de un adecuada pastoral para los agentes sanitarios merecen ser una auténtica prioridad en el corazón del Obispo.

Los Padres sinodales sintieron la necesidad de resaltar especialmente su preocupación por promover una auténtica «  cultura de la vida  » en la sociedad contemporánea: «  Quizá lo que más lastima nuestro corazón de pastores es el desprecio de la vida, desde su concepción hasta su término, y la disgregación de la familia. El no de la Iglesia al aborto y a la eutanasia es un a la vida, un a la bondad radical de la creación, un que puede alcanzar a todo ser humano en el santuario de su conciencia, una la familia, primera célula de esperanza, en la que Dios se complace hasta llamarla a convertirse en “iglesia doméstica”  ».291

Atención pastoral del Obispo a los emigrantes

72. Los movimientos de población han adquirido hoy proporciones inéditas y se presentan como movimientos de masa que afectan a un gran número de personas. Muchas de ellas han sido desalojadas o huyen del propio país a causa de conflictos armados, precarias condiciones económicas, catástrofes naturales o enfrentamientos políticos, étnicos y sociales. Aunque las situaciones sean diversas, todas estas migraciones plantean serios interrogativos a nuestras comunidades por lo que se refiere a problemas pastorales, como la evangelización y el diálogo interreligioso.

Por tanto, es oportuno que se procure instituir estructuras pastorales adecuadas para la acogida y la atención pastoral apropiada de estas personas en las diócesis, según las diversas condiciones en que se encuentran. Hace falta favorecer también la colaboración entre diócesis limítrofes, para garantizar un servicio más eficaz y competente, preocupándose incluso de formar sacerdotes y agentes laicos particularmente generosos y disponibles para este laborioso servicio, sobre todo en lo que refiere a los problemas de naturaleza legal que pueden surgir en la inserción de estas personas en el nuevo ambiente social.292

En este contexto, los Padres sinodales procedentes de las Iglesias católicas orientales replantearon el problema de la emigración de los fieles de sus Comunidades, nuevo en algunos aspectos y con graves consecuencias para la vida concreta. En efecto, un relevante número de fieles procedentes de las Iglesias católicas orientales residen habitual y establemente fuera de las tierras de origen y de las sedes de las Jerarquías orientales. Como es comprensible, se trata de una situación que interpela cotidianamente la responsabilidad de los Pastores.

Por eso, el Sínodo de los Obispos creyó necesario también estudiar más profundamente la manera en que las Iglesias católicas, tanto Orientales como Occidentales, puedan establecer estructuras pastorales adecuadas y oportunas capaces de dar cauce a las exigencias de estos fieles en condición de «  diáspora  ».293 En todo caso, es siempre un deber para los Obispos del lugar, aunque de rito diverso, ser verdaderos padres para estos fieles de rito oriental, garantizando en su atención pastoral la salvaguardia de los valores religiosos y culturales específicos en que han nacido y recibido su formación cristiana inicial.

Estos son algunos campos en que el testimonio cristiano y el ministerio episcopal están implicados con especial urgencia. Asumir responsabilidades ante el mundo, sus problemas, sus desafíos y sus esperanzas, forma parte del compromiso de anunciar el Evangelio de la esperanza. En efecto, siempre está en juego el futuro del hombre en cuanto «  ser de esperanza  ».

Es comprensible que, ante la acumulación de retos a los que la esperanza está expuesta, surja la tentación del escepticismo y la desconfianza. Pero el cristiano sabe que puede afrontar incluso las situaciones más difíciles, porque el fundamento de su esperanza es el misterio de la cruz y la resurrección del Señor. Solamente en Él puede encontrar fuerzas para ponerse y permanecer al servicio de Dios, que quiere la salvación y la liberación integral del hombre.

 

CONCLUSIÓN

73. Ante un panorama tan complejo humanamente para el anuncio del Evangelio, viene a la memoria, casi espontáneamente, el episodio de la multiplicación de los panes narrado en los Evangelios. Los discípulos exponen a Jesús su perplejidad ante la muchedumbre que, hambrienta de su palabra, lo ha seguido hasta el desierto, y le proponen: «  Dimitte turbas... Despide a la gente  » (Lc 9, 12). Quizás tienen miedo y verdaderamente no saben cómo saciar a un número tan grande de personas.

Una actitud análoga podría surgir en nuestro ánimo, como desalentado ante la magnitud de los problemas que interpelan a las Iglesias y a nosotros, los Obispos, personalmente. En este caso, hay que recurrir a esa nueva fantasía de la caridad que ha de promover no tanto y no sólo la eficacia de la ayuda prestada sino la capacidad de hacerse cercano a quien está necesitado, de modo que los pobres se sientan en cada comunidad cristiana como en su propia casa.294

No obstante, Jesús tiene su propia manera de solucionar los problemas. Como provocando a los Apóstoles, les dice: «  Dadles vosotros de comer  » (Lc 9, 13). Conocemos bien la conclusión del episodio: «  Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos  » (Lc 9, 17). ¡Quedan todavía muchas de aquellas sobras en la vida de la Iglesia!

Se pide a los Obispos del tercer milenio que hagan lo que muchos Obispos santos supieron hacer a lo largo de la historia hasta a hoy. Como san Basilio, por ejemplo, que quiso incluso construir a las puertas de Cesarea una vasta estructura de acogida para los pobres, una verdadera ciudadela de la caridad, que en su nombre se llamó Basiliade. En eso se ve claramente que «  la caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras  ».295 También nosotros hemos de seguir este camino: el Buen Pastor ha confiado su grey a cada Obispo para que la alimente con la palabra y la forme con el ejemplo.

Así pues, nosotros, los Obispos, ¿de dónde sacaremos el pan necesario para responder a tantas cuestiones dentro y fuera de las Iglesias y de la Iglesia? Podríamos lamentarnos, como los Apóstoles con Jesús: «  ¿Cómo hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?  » (Mt 15, 33). ¿En qué «  sitios  » encontraremos los recursos? Podemos insinuar al menos algunas respuestas fundamentales.

Nuestro primer y trascendental recurso es la caridad de Dios infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5, 5). El amor con que Dios nos ha amado es tan grande que siempre nos puede ayudar a encontrar el modo apropiado para llegar al corazón del hombre y la mujer de hoy. En cada instante el Señor, con la fuerza de su Espíritu, nos da la capacidad de amar y de inventar formas más justas y hermosas de amar. Llamados a ser servidores del Evangelio para la esperanza del mundo, sabemos que esta esperanza no proviene de nosotros sino del Espíritu Santo, que «  no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que 'poseen las primicias del Espíritu' y 'esperan la redención de su cuerpo'  ».296

Otro recurso que tenemos es la Iglesia, en la que estamos insertados por el Bautismo junto con tantos otros hermanos y hermanas nuestros, con los cuales confesamos al único Padre celeste y nos alimentamos del único Espíritu de santidad.297 La situación presente nos invita, si queremos responder a las esperanzas del mundo, a comprometernos a hacer de la Iglesia «  la casa y la escuela de la comunión  ».298

También nuestra comunión en el cuerpo episcopal, del que formamos parte por la consagración, es una formidable riqueza, puesto que es una ayuda inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias. En el corazón del Colegio de los Obispos está el apoyo y la solidaridad del Sucesor del apóstol Pedro, cuya potestad suprema y universal no anula, sino que afirma, refuerza y protege la potestad de los Obispos, sucesores de los Apóstoles. En esta perspectiva, es importante potenciar los instrumentos de comunión, siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II. En efecto, no cabe duda de que hay circunstancias –y hoy abundan– en que una Iglesia particular por sí sola, o incluso varias Iglesias colindantes, se ven incapaces o prácticamente imposibilitadas para intervenir adecuadamente sobre problemas de la mayor importancia. Sobre todo en dichas circunstancias es cuando puede ser una auténtica ayuda recurrir a los instrumentos de la comunión episcopal.

Por último, un recurso inmediato para un Obispo que busca el «  pan  » para saciar el hambre de sus hermanos es la propia Iglesia particular, en la medida en que la espiritualidad de la comunión se consolide en ella como «  principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades  ».299 En este punto se manifiesta nuevamente la conexión entre la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y las otras tres Asambleas generales que la han precedido. Pues un Obispo nunca está solo: no lo está en el Iglesia universal y tampoco en su Iglesia particular.

74. Queda delineado así el compromiso del Obispo al principio de un nuevo milenio. Es el de siempre: anunciar el Evangelio de Cristo, salvación para mundo. Pero es un compromiso caracterizado por novedades que urgen, que exigen la dedicación concorde de todos los miembros del Pueblo de Dios. El Obispo debe poder contar con miembros del presbiterio diocesano y con los diáconos, ministros de la sangre de Cristo y de la caridad; con las hermanas y hermanos consagrados, llamados a ser en la Iglesia y en el mundo testigos elocuentes de la primacía de Dios en la vida cristiana y del poder de su amor en la fragilidad de la condición humana; en fin, con los fieles laicos, que son para los Pastores una fuente particular de apoyo y un motivo especial de aliento.

Al término de las reflexiones expuestas en estas páginas nos damos cuenta de cómo el tema de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo nos conduce a nosotros, Obispos, hacia todos nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y hacia todos los hombres y mujeres del mundo. A ellos nos envía Cristo, como un día envió a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20). Nuestro cometido es ser para cada persona, de manera eminente y visible, un signo vivo de Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor.300

Cristo Jesús, pues, es el icono al que, venerados Hermanos en el episcopado, dirigimos la mirada para realizar nuestro ministerio de heraldos de esperanza. Como Él, también nosotros hemos de saber ofrecer nuestra existencia por la salvación de los que nos han sido confiados, anunciando y celebrando la victoria del amor misericordioso de Dios sobre el pecado y la muerte.

Invocamos sobre esta nuestra tarea la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. Que Ella, que mantuvo la oración del Colegio apostólico en el Cenáculo, nos alcance la gracia de no frustrar jamás la entrega de amor que Cristo nos ha confiado. Como testigo de la verdadera vida, María, «  hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha –y especialmente ante nosotros, sus Pastores– como señal de esperanza cierta y de consuelo  ».301

Roma, junto a San Pedro, 16 de octubre del año 2003, vigésimo quinto aniversario de mi elección al Pontificado.

JOANNES PAULUS PP. II

CONTINUACIÓN A LAS NOTAS

 
Regreso a la página principal
www.catolico.org
Laudetur Jesus Christus.
Et Maria Mater ejus. Amen