«Populorum Progressio» a los 40 años
La encíclica de Pablo VI sobre la íntima relación entre justicia y desarrollo
Comentada 40 años después por el Cardenal Oscar A. Rogriguez Maradiaga, Honduras.
Entrevista concedida a la revista
«30Giorni»
22 marzo 2007 (ZENIT.org).


«Cuando salió la ‘Populorum Progressio’ era un joven estudiante de teología –recuerda el purpurado--. Lo primero que me impresionó es que el Papa quiso firmarla el 26 de marzo, que en 1967 correspondía a la ‘solemnidad de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo’».

«Una fecha elegida no al azar, porque --con palabras de la encíclica--, fiel a la enseñanza y al ejemplo de su divino Fundador, que ofrecía el anuncio de la buena noticia a los pobres (Cf.. Lucas 7, 22) como signo de su misión, la Iglesia no ha dejado nunca de promover la elevación humana de los pueblos a los que llevaba la fe en Cristo», observa.

«La ‘Populorum Progressio’ fue para los sacerdotes y seminaristas de aquel tiempo un gran impulso a nuestro empeño social --explica--. Eran tiempos de gran fervor postconciliar. Eran tiempos de gran impulso de la pastoral social y en general de todo el compromiso social de la Iglesia».

El cardenal recuerda que en la época la encíclica fue acusada de ser «marxismo recalentado», de hecho, «casi todo el compromiso social de la Iglesia era etiquetado como marxismo».

«Estas acusaciones vinieron porque el documento del Papa Montini, de manera clara y valiente para el tiempo, por primera vez hablaba de la necesidad de la justicia social para un auténtico desarrollo. Y, cuando la Iglesia habla en favor de los pobres, siempre hay alguien que le reprocha querer hacer política y entrar en campos que no son suyos», afirma.

«Respecto a la acusación de ser marxista, era y sigue siendo ridícula», denuncia.

El hecho de que en la encíclica se afirmara que en determinadas situaciones el bien común exige «la expropiación de ciertas posesiones» es para el purpurado «un concepto retomado de la constitución conciliar ‘Gaudium et Spes’, por tanto nada revolucionario».

«Como no era para nada revolucionaria la advertencia ante el riesgo de que el beneficio fuera considerado el ‘motor esencial del progreso económico’ y de que la competencia fuera venerada como la ‘ley suprema de la economía’», añade.

La insurrección revolucionaria, recuerda el purpurado hondureño, según la encíclica, «sólo es lícita sólo ‘en el caso de una tiranía evidente y prolongada que atente gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudique en modo peligroso al bien común del país’».

«De lo contrario --explicaba la encíclica-- esta insurrección revolucionaria ‘es fuente de injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevos daños. No se puede combatir un mal real al precio de un mal más grande’».

En cuanto a la actualidad de la «Populorum Progressio», el cardenal afirma que «hoy los tiempos han cambiado, no existe ya el enfrentamiento que existía entonces entre marxismo y capitalismo. Vivimos el clima de la llamada globalización de los mercados. Globalización que lleva sin embargo en sí un enorme componente de injusticia, con la marginación de quienes no logran entrar en este nuevo tipo de mercado».

«Se da una reducción del concepto de desarrollo a un nivel puramente económico. El aspecto social se descuida completamente. Se presta atención a las cifras de la macroeconomía pero no se consideran los hombres concretos», denuncia.

«En cambio, es el hombre, como explica con fuerza la ‘Populorum Progressio’, el sujeto principal del desarrollo. Por esto, la encíclica no ha perdido gran parte de su actualidad. Sus palabras sobre la justicia social, sobre lo que debe entenderse por desarrollo, sobre la paz, conservan todo su valor».

«Han pasado cuarenta años y es cada vez más verdad: si no hay desarrollo, si los pueblos no tienen la posibilidad de progresar en el bienestar también material, entonces la paz se convierte en un objetivo cada vez más inalcanzable».

En cuanto a la emigración, la encíclica recuerda el deber de acoger benignamente «a los trabajadores emigrantes que viven en condiciones a menudo inhumanas, obligados a exprimir el propio salario para aliviar un poco a las familias que quedaron en la miseria en el suelo natal».

En este sentido, el cardenal Rodríguez Maradiaga explica que «es una advertencia de extrema actualidad» y espera que «estas palabras sean escuchadas también por nuestros hermanos más ricos del Norte. No me refiero a la Iglesia estadounidense, que ha estado y está siempre muy cercana a ellos. Sino a los responsables políticos».

«El presidente Bush y el Congreso no deberían hacer leyes contra los inmigrantes. No les conviene. Estas leyes de hecho les hacen antipáticos a nuestros pueblos --observa--. Estados Unidos es una gran nación, pero debe hacer más para apoyar el desarrollo de América Latina. Si no, este vacío de iniciativa política se llena por otras potencias emergentes, como China, o discutidas, como Irán».

El cardenal se ha augurado por tanto que la próxima Conferencia de Aparecida recuerde adecuadamente la encíclica, «también porque hoy no existe el clima del 68 y por tanto no existe el peligro de aquellas manipulaciones que en la época fueron casi inevitables».

La encíclica, por lo demás, afirma también que «entre civilizaciones, como entre personas, un diálogo sincero es de hecho creador de fraternidad», otra «afirmación profética», según el purpurado, «que quizá comprendemos mejor hoy que hace cuarenta años».

«Un motivo más para recordar y difundir esta encíclica también entre quienes desventuradamente profetizan y a veces desean y provocan ‘choques de civilizaciones’ de los que la humanidad no siente absolutamente la necesidad», concluye.

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