Redemptor Hominis
...parte II

IV. LA MISI�N DE LA IGLESIA Y LA SUERTE DEL HOMBRE

18. La Iglesia Sol�cita por la Vocaci�n del Hombre en Cristo

Esta mirada, necesariamente sumaria, a la situaci�n del hombre en el mundo contempor�neo nos hace dirigir a�n m�s nuestros pensamientos y nuestros corazones a Jesucristo, hacia el misterio de la Redenci�n, donde el problema del hombre est� inscrito con una fuerza especial de verdad y de amor. Si Cristo � se ha unido en cierto modo a todo hombre �,[115] la Iglesia, penetrando en lo �ntimo de este misterio, en su lenguaje rico y universal, vive tambi�n m�s profundamente la propia naturaleza y misi�n. No en vano el Ap�stol habla del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.[116] Si este Cuerpo M�stico es Pueblo de Dios --como dir� enseguida el Concilio Vaticano II, bas�ndose en toda la tradici�n b�blica y patr�stica-- esto significa que todo hombre est� penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo. De este modo, tambi�n el fijarse en el hombre, en sus problemas reales, en sus esperanzas y sufrimientos, conquistas y ca�das, hace que la Iglesia misma como cuerpo, como organismo, como unidad social perciba los mismos impulsos divinos, las luces y las fuerzas del Esp�ritu que provienen de Cristo crucificado y resucitado, y es as� como ella vive su vida. La Iglesia no tiene otra vida fuera de aquella que le da su Esposo y Se�or. En efecto, precisamente porque Cristo en su misterio de Redenci�n se ha unido a ella, la Iglesia debe estar fuertemente unida con todo hombre.

Esta uni�n de Cristo con el hombre es en s� misma un misterio, del que nace el � hombre nuevo �,[117] llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad.[118] La uni�n de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, seg�n la incisiva expresi�n de San Juan en el pr�logo de su Evangelio: � Dios dioles poder de venir a ser hijos �.[119] Esta es la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna.[120] Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unig�nito, encarnado y nacido � al llegar la plenitud de los tiempos � 121 de la Virgen Mar�a, es el final cumplimiento de la vocaci�n del hombre. Es de alg�n modo cumplimiento de la � suerte � que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta � suerte divina � se hace camino, por encima de todos los enigmas, inc�gnitas, tortuosidades, curvas de la � suerte humana � en el mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta de la destrucci�n del cuerpo humano, Cristo se nos aparece m�s all� de esta meta: � Yo soy la resurrecci�n y la vida; el que cree en m� ... no morir� para siempre �.[122] En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y despu�s resucitado, � brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrecci�n..., la promesa de la futura inmortalidad �,[123] hacia la cual el hombre, a trav�s de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta necesidad a la que est� sujeta la materia. Entendemos y tratamos de profundizar cada vez m�s el lenguaje de esta verdad que el Redentor del hombre ha encerrado en la frase: � El Esp�ritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada �.[124] Estas palabras, no obstante las apariencias, expresan la m�s alta afirmaci�n del hombre: la afirmaci�n del cuerpo, al que vivifica el esp�ritu.

La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la vida del esp�ritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud de que hablaba San Agust�n: � Nos has hecho, Se�or, para ti e inquieto est� nuestro coraz�n hasta que descanse en ti �.[125] En esta inquietud creadora bate y pulsa lo que es m�s profundamente humano: la b�squeda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre como con � los ojos de Cristo mismo �, se hace cada vez m�s consciente de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es l�cito estropear, sino que debe crecer continuamente. En efecto, el Se�or Jes�s dijo: � El que no est� conmigo, est� contra m� �.[126] El tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiaci�n divina,[127] de la gracia de � adopci�n � [128] en el Unig�nito Hijo de Dios, mediante el cual decimos a Dios ��Abb�!, �Padre! �,[129] es tambi�n una fuerza poderosa que unifica a la Iglesia, sobre todo desde dentro, y da sentido a toda su actividad. Por esta fuerza, la Iglesia se une con el Esp�ritu de Cristo, con el Esp�ritu Santo que el Redentor hab�a prometido, que comunica constantemente y cuya venida, revelada el d�a de Pentecost�s, perdura siempre. De este modo en los hombres se revelan las fuerzas del Esp�ritu,[130] los dones del Esp�ritu,[131] los frutos del Esp�ritu Santo.[132] La Iglesia de nuestro tiempo parece repetir con fervor cada vez mayor y con santa insistencia: �Ven, Esp�ritu Santo! �Ven! �Ven! �Riega la tierra en sequ�a! �Sana el coraz�n enfermo! �Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo! �Doma el esp�ritu ind�mito, gu�a al que tuerce el sendero! �,[133]

Esta s�plica al Esp�ritu, dirigida precisamente a obtener el Esp�ritu, es la respuesta a todos � los materialismos � de nuestra �poca. Son ellos los que hacen nacer tantas formas de insaciabilidad del coraz�n humano. Esta s�plica se hace sentir en diversas partes y parece que fructifica tambi�n de modos diversos. �Se puede decir que en esta s�plica la Iglesia no est� sola? S�, se puede decir porque � la necesidad � de lo que es espiritual es manifestada tambi�n por personas que se encuentran fuera de los confines visibles de la Iglesia.[134] �No lo confirma quiz� esto aquella verdad sobre la Iglesia, puesta en evidencia con tanta agudeza por el reciente Concilio en la Constituci�n dogm�tica Lumen Gentium, all� donde ense�a que la Iglesia es � sacramento � o signo e instrumento de la �ntima uni�n con Dios y de la unidad de todo el g�nero humano?�.135 Esta invocaci�n al Esp�ritu y por el Esp�ritu no es m�s que un constante introducirse en la plena dimensi�n del misterio de la Redenci�n, en que Cristo unido al Padre y con todo hombre nos comunica continuamente el Esp�ritu que infunde en nosotros los sentimientos del Hijo y nos orienta al Padre.[136] Por esta raz�n la Iglesia de nuestro tiempo --�poca particularmente hambrienta de Esp�ritu, porque est� hambrienta de justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad, de dignidad humana-- debe concentrarse y reunirse en torno a ese misterio, encontrando en �l la luz y la fuerza indispensables para la propia misi�n. Si, en efecto, --como se dijo anteriormente-- el hombre es el camino de vida cotidiana de la Iglesia, es necesario que la misma Iglesia sea siempre consciente de la dignidad de la adopci�n divina que obtiene el hombre en Cristo, por la gracia del Esp�ritu Santo 137 y de la destinaci�n a la gracia y a la gloria.[138] Reflexionando siempre de nuevo sobre todo esto, acept�ndolo con una fe cada vez m�s consciente y con un amor cada vez m�s firme, la Iglesia se hace al mismo tiempo m�s id�nea al servicio del hombre, al que Cristo Se�or la llama cuando dice: � El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir �.[139] La Iglesia cumple este ministerio suyo, participando en el � triple oficio � que es propio de su mismo Maestro y Redentor. Esta doctrina, con su fundamento b�blico, ha sido expuesta con plena claridad, ha sido sacada a la luz de nuevo por el Concilio Vaticano II, con gran ventaja para la vida de la Iglesia. Cuando, efectivamente, nos hacemos conscientes de la participaci�n en la triple misi�n de Cristo, en su triple oficio --sacerdotal, prof�tico y real--,[140] nos hacemos tambi�n m�s conscientes de aquello a lo que debe servir toda la Iglesia, como sociedad y comunidad del Pueblo de Dios sobre la tierra, comprendiendo asimismo cu�l debe ser la participaci�n de cada uno de nosotros en esta misi�n y servicio.

19. La Iglesia, Responsable de la Verdad

As�, a la luz de la sagrada doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia se presenta ante nosotros como sujeto social de la responsabilidad de la verdad divina. Con profunda emoci�n escuchamos a Cristo mismo cuando dice: � La palabra que o�s no es m�a, sino del Padre, que me ha enviado �.[141] En esta afirmaci�n de nuestro Maestro, �no se advierte quiz�s la responsabilidad por la verdad revelada, que es � propiedad � de Dios mismo, si incluso �l, � Hijo unig�nito � que vive � en el seno del Padre �,[142] cuando la transmite como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que act�a en fidelidad plena a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando ense�a, ya sea cuando la profesa. La fe, como virtud sobrenatural espec�fica infundida en el esp�ritu humano, nos hace part�cipes del conocimiento de Dios, como respuesta a su Palabra revelada. Por esto se exige de la Iglesia, cuando profesa y ense�a la fe, est� �ntimamente unida a la verdad divina [143] y la traduzca en conductas vividas de �rationabile obsequium�,[144] obsequio conforme con la raz�n. Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometi� a la Iglesia la asistencia especial del Esp�ritu de verdad, dio el don de la infalibilidad 145 a aquellos a quienes ha confiado el mandato de transmitir esta verdad y de ense�arla [146] --como hab�a definido ya claramente el Concilio Vaticano I 147 y, despu�s, repiti� el Concilio Vaticano II [148]-- y dot�, adem�s, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe.[149]

Por consiguiente, hemos sido hechos part�cipes de esta misi�n de Cristo, profeta, y en virtud de la misma misi�n, junto con �l servimos la verdad divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa tambi�n amarla y buscar su comprensi�n m�s exacta, para hacerla m�s cercana a nosotros mismos y a los dem�s en toda su fuerza salv�fica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente. Este amor y esta aspiraci�n a comprender la verdad deben ir juntas, como demuestran las vidas de los Santos de la Iglesia. Ellos estaban iluminados por la aut�ntica luz que aclara la verdad divina, porque se aproximaban a esta verdad con veneraci�n y amor: amor sobre todo a Cristo, Verbo viviente de la verdad divina y, luego, amor a su expresi�n humana en el Evangelio, en la Tradici�n y en la teolog�a. Tambi�n hoy son necesarias, ante todo, esta comprensi�n y esta interpretaci�n de la Palabra divina; es necesaria esta teolog�a. La teolog�a tuvo siempre y contin�a teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios, pueda de manera creativa y fecunda participar en la misi�n prof�tica de Cristo. Por esto, los te�logos, como servidores de la verdad divina, dedican sus estudios y trabajos a una comprensi�n siempre m�s penetrante de la misma, no pueden nunca perder de vista el significado de su servicio en la Iglesia, incluido en el concepto del � intellectus fidei �. Este concepto funciona, por as� decirlo, con ritmo bilateral, seg�n la expresi�n de S. Agust�n: � intellege, ut credas; crede, ut intellegas �,[150] y funciona de manera correcta cuando ellos buscan servir al Magisterio, confiado en la Iglesia a los Obispos, unidos con el v�nculo de la comuni�n jer�rquica con el Sucesor de Pedro, y cuando ponen al servicio su solicitud en la ense�anza y en la pastoral, como tambi�n cuando se ponen al servicio de los compromisos apost�licos de todo el Pueblo de Dios.

Como en las �pocas anteriores, as� tambi�n hoy --y quiz�s todav�a m�s-- los te�logos y todos los hombres de ciencia en la Iglesia est�n llamados a unir la fe con la ciencia y la sabidur�a, para contribuir a su rec�proca compenetraci�n, como leemos en la oraci�n lit�rgica en la fiesta de San Alberto, doctor de la Iglesia. Este compromiso hoy se ha ampliado enormemente por el progreso de la ciencia humana, de sus m�todos y de sus conquistas en el conocimiento del mundo y del hombre. Esto se refiere tanto a las ciencias exactas, como a las ciencias humanas, as� como tambi�n a la filosof�a, cuya estrecha trabaz�n con la teolog�a ha sido recordada por el Concilio Vaticano II.[151]

En este campo del conocimiento humano, que continuamente se ampl�a y al mismo tiempo se diferencia, tambi�n la fe debe profundizarse constantemente, manifestando la dimensi�n del misterio revelado y tendiendo a la comprensi�n de la verdad, que tiene en Dios la �nica fuente suprema. Si es l�cito --y es necesario incluso desearlo-- que el enorme trabajo por desarrollar en este sentido tome en consideraci�n un cierto pluralismo de m�todos, sin embargo dicho trabajo no puede alejarse de la unidad fundamental en la ense�anza de la Fe y de la Moral, como fin que le es propio. Es, por tanto, indispensable una estrecha colaboraci�n de la teolog�a con el Magisterio. Cada te�logo debe ser particularmente consciente de lo que Cristo mismo expres�, cuando dijo: � La palabra que o�s no es m�a, sino del Padre, que me ha enviado �.[152] Nadie, pues, puede hacer de la teolog�a una especie de colecci�n de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha uni�n con esta misi�n de ense�ar la verdad, de la que es responsable la Iglesia.

La participaci�n en la misi�n prof�tica de Cristo mismo forja la vida de toda la Iglesia, en su dimensi�n fundamental. Una participaci�n particular en esta misi�n compete a los Pastores de la Iglesia, los cuales ense�an y, sin interrupci�n y de diversos modos, anuncian y transmiten la doctrina de la fe y de la moral cristiana. Esta ense�anza, tanto bajo el aspecto misionero como bajo el ordinario, contribuye a reunir al Pueblo de Dios en torno a Cristo, prepara a la participaci�n en la Eucarist�a, indica los caminos de la vida sacramental. El S�nodo de los Obispos, en 1977, dedic� una atenci�n especial a la catequesis en el mundo contempor�neo, y el fruto maduro de sus deliberaciones, experiencias y sugerencias encontrar�, dentro de poco, su concreci�n --seg�n la propuesta de los participantes en el S�nodo-- en un expreso Documento pontificio. La catequesis constituye, ciertamente, una forma perenne y al mismo tiempo fundamental de la actividad de la Iglesia, en la que se manifiesta su carisma prof�tico: testimonio y ense�anza van unidos. Y aunque aqu� se habla en primer lugar de los Sacerdotes, no es posible no recordar tambi�n el gran n�mero de Religiosos y Religiosas, que se dedican a la actividad catequ�stica por amor al divino Maestro. Ser�a, en fin, dif�cil no mencionar a tantos laicos, que en esta actividad encuentran la expresi�n de su fe y de la responsabilidad apost�lica.

Adem�s, es cada vez m�s necesario procurar que las distintas formas de catequesis y sus diversos campos --empezando por la forma fundamental, que es la catequesis � familiar �, es decir, la catequesis de los padres a sus propios hijos-- atestig�en la participaci�n universal de todo el Pueblo de Dios en el oficio prof�tico de Cristo mismo. Conviene que, unida a este hecho, la responsabilidad de la Iglesia por la verdad divina sea cada vez m�s, y de distintos modos, compartida por todos. �Y qu� decir aqu� de los especialistas en las distintas materias, de los representantes de las ciencias naturales, de las letras, de los m�dicos, de los juristas, de los hombres del arte y de la t�cnica, de los profesores de los distintos grados y especializaciones? Todos ellos --como miembros del Pueblo de Dios-- tienen su propia parte en la misi�n prof�tica de Cristo, en su servicio a la verdad divina, incluso mediante la actitud honesta respecto a la verdad, en cualquier campo que �sta pertenezca, mientras educan a los otros en la verdad y los ense�an a madurar en el amor y la justicia. As�, pues, el sentido de responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales de encuentro de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias fundamentales, que determinan la vocaci�n del hombre en la comunidad de la Iglesia. La Iglesia de nuestros tiempos, guiada por el sentido de responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su propia naturaleza, a la cual toca la misi�n prof�tica que procede de Cristo mismo: � Como me envi� mi Padre, as� os env�o yo... Recibid el Esp�ritu Santo�.[153]

20. Eucarist�a y Penitencia

En el misterio de la Redenci�n, es decir, de la acci�n salv�fica realizada por Jesucristo, la Iglesia participa en el Evangelio de su Maestro no s�lo mediante la fidelidad a la Palabra y por medio del servicio a la verdad, sino igualmente mediante la sumisi�n, llena de esperanza y de amor, participa en la fuerza de la acci�n redentora, que �l hab�a expresado y concretado en forma sacramental, sobre todo en la Eucarist�a.[154] Este es el centro y el v�rtice de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada cristiano recibe la fuerza salv�fica de la Redenci�n, empezando por el misterio del Bautismo, en el que somos sumergidos en la muerte de Cristo, para ser part�cipes de su Resurrecci�n [155] como ense�a el Ap�stol. A la luz de esta doctrina, resulta a�n m�s clara la raz�n por la que toda la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano alcanza su v�rtice y su plenitud precisamente en la Eucarist�a. En efecto, en este Sacramento se renueva continuamente, por voluntad de Cristo, el misterio del sacrificio, que �l hizo de s� mismo al Padre sobre el altar de la Cruz: sacrificio que el Padre acept�, cambiando esta entrega total de su Hijo que se hizo �obediente hasta la muerte�156 con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrecci�n, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio. Aquella vida nueva, que implica la glorificaci�n corporal de Cristo crucificado, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad don que es el Esp�ritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en s� y que da a su Hijo,[157] es comunicada a todos los hombres que est�n unidos a Cristo.

La Eucarist�a es el Sacramento m�s perfecto de esta uni�n. Celebrando y al mismo tiempo participando en la Eucarist�a, nosotros nos unimos a Cristo terrestre y celestial que intercede por nosotros al Padre,[158] pero nos unimos siempre por medio del acto redentor de su sacrificio, por medio del cual �l nos ha redimido, de tal forma que hemos sido �comprados a precio�.[159] El precio � de nuestra redenci�n demuestra, igualmente, el valor que Dios mismo atribuye al hombre, demuestra nuestra dignidad en Cristo. Llegando a ser, en efecto, � hijos de Dios �,[160] hijos de adopci�n,[161] a su semejanza llegamos a ser al mismo tiempo � reino y sacerdotes�, obtenemos �el sacerdocio regio �,[162] es decir, participamos en la �nica e irreversible devoluci�n del hombre y del mundo al Padre, que �l, Hijo eterno [163] y al mismo tiempo verdadero Hombre, hizo de una vez para siempre. La Eucarist�a es el Sacramento en que se expresa m�s cabalmente nuestro nuevo ser, en el que Cristo mismo, incesantemente y siempre de una manera nueva, � certifica � en el Esp�ritu Santo a nuestro esp�ritu[164] que cada uno de nosotros, como part�cipe del misterio de la Redenci�n, tiene acceso a los frutos de la filial reconciliaci�n con Dios,[165] que �l mismo hab�a realizado y siempre realiza entre nosotros mediante el ministerio de la Iglesia.

Es verdad esencial, no s�lo doctrinal sino tambi�n existencial, que la Eucarist�a construye la Iglesia,[166] y la construye como aut�ntica comunidad del Pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo car�cter de unidad, del cual participaron los Ap�stoles y los primeros disc�pulos del Se�or. La Eucarist�a la construye y la regenera a base del sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la cruz,[167] con cuyo precio hemos sido redimidos por �l. Por esto, en la Eucarist�a tocamos en cierta manera el misterio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Se�or, como atestiguan las mismas palabras en el momento de la instituci�n, las cuales, en virtud de �sta, han llegado a ser las palabras de la celebraci�n perenne de la Eucarist�a por parte de los llamados a este ministerio en la Iglesia.

La Iglesia vive de la Eucarist�a, vive de la plenitud de este Sacramento, cuyo maravilloso contenido y significado han encontrado a menudo su expresi�n en el Magisterio de la Iglesia, desde los tiempos m�s remotos hasta nuestros d�as.[168] Sin embargo, podemos decir con certeza que esta ense�anza --sostenida por la agudeza de los te�logos, por los hombres de fe profunda y de oraci�n, por los ascetas y m�sticos, en toda su fidelidad al misterio eucar�stico-- queda casi sobre el umbral, siendo incapaz de alcanzar y de traducir en palabras lo que es la Eucarist�a en toda su plenitud, lo que expresa y lo que en ella se realiza. En efecto, ella es el Sacramento inefable. El empe�o esencial y, sobre todo, la gracia visible y fuente de la fuerza sobrenatural de la Iglesia como Pueblo de Dios, es el perseverar y el avanzar constantemente en la vida eucar�stica, en la piedad eucar�stica, el desarrollo espiritual en el clima de la Eucarist�a. Con mayor raz�n, pues, no es l�cito ni en el pensamiento ni en la vida ni en la acci�n, quitar a este Sacramento, verdaderamente sant�simo, su dimensi�n plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comuni�n, Sacramento-Presencia. Y aunque es verdad que la Eucarist�a fue siempre y debe ser ahora la m�s profunda revelaci�n y celebraci�n de la fraternidad humana de los disc�pulos y confesores de Cristo, no puede ser tratada s�lo como una � ocasi�n � para manifestar esta fraternidad. Al celebrar el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Se�or, es necesario respetar la plena dimensi�n del misterio divino, el sentido pleno de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente es recibido, el alma es llenada de gracias y es dada la prenda de la futura gloria.[169] De aqu� deriva el deber de una rigurosa observancia de las normas lit�rgicas y de todo lo que atestigua el culto comunitario tributado a Dios mismo, tanto m�s porque, en este signo sacramental, �l se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en consideraci�n nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los h�bitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje. Todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los Sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios, para que, a trav�s de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo � amor por amor �, para que �l llegue a ser verdaderamente � vida de nuestras almas�.[170] Ni, por otra parte, podremos olvidar jam�s las siguientes palabras de San Pablo: � Exam�nese, pues, el hombre a s� mismo, y entonces coma del pan y beba del c�liz �.171

Esta invitaci�n del Ap�stol indica, al menos indirectamente, la estrecha uni�n entre la Eucarist�a y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la ense�anza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era � arrepent�os y creed en el Evangelio � (metanoeite),[172] el Sacramento de la Pasi�n, de la Cruz y Resurrecci�n parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitaci�n en nuestras almas. La Eucarist�a y la Penitencia toman as�, en cierto modo, una dimensi�n doble, y al mismo tiempo �ntimamente relacionada, de la aut�ntica vida seg�n el esp�ritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucar�stico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el � arrepent�os �.173 Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversi�n, la participaci�n en la Eucarist�a estar�a privada de su plena eficacia redentora, disminuir�a o, de todos modos, estar�a debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual,[174] en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participaci�n en el sacerdocio de Cristo. En Cristo, en efecto, el sacerdocio est� unido con el sacrificio propio, con su entrega al Padre; y tal entrega, precisamente porque es ilimitada, hace nacer en nosotros --hombres sujetos a m�ltiples limitaciones-- la necesidad de dirigirnos hacia Dios de forma siempre m�s madura y con una constante conversi�n, siempre m�s profunda.

En los �ltimos a�os se ha hecho mucho para poner en evidencia --en conformidad, por otra parte, con la antigua tradici�n de la Iglesia-- el aspecto comunitario de la penitencia y, sobre todo, del sacramento de la Penitencia en la pr�ctica de la Iglesia. Estas iniciativas son �tiles y servir�n ciertamente para enriquecer la praxis penitencial de la Iglesia contempor�nea. No podemos, sin embargo, olvidar que la conversi�n es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse � reemplazar � por la comunidad. Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebraci�n penitencial, ayude mucho al acto de la conversi�n personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poni�ndose ante �l, como el salmista, para confesar: � contra ti solo he pecado �.[175] La Iglesia, pues, observando fielmente la praxis plurisecular del Sacramento de la Penitencia --la pr�ctica de la confesi�n individual, unida al acto personal de dolor y al prop�sito de la enmienda y satisfacci�n-- defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro del hombre m�s personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliaci�n: � tus pecados te son perdonados �; 176 � vete y no peques m�s�.[177] Como es evidente, �ste es al mismo tiempo el derecho de Cristo mismo hace a cada hombre redimido por �l. Es el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversi�n y del perd�n. La Iglesia, custodiando el sacramento de la Penitencia, afirma expresamente su fe en el misterio de la Redenci�n, como realidad viva y vivificante, que corresponde a la verdad interior del hombre, corresponde a la culpabilidad humana y tambi�n a los deseos de la conciencia humana. � Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos ser�n hartos �.[178] El sacramento de la Penitencia es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor.

En la Iglesia, que especialmente en nuestro tiempo se re�ne en torno a la Eucarist�a, y desea que la aut�ntica comuni�n eucar�stica sea signo de la unidad de todos los cristianos --unidad que est� madurando gradualmente-- debe ser viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental,[179] como en lo referente a la penitencia como virtud. Este segundo aspecto fue expresado por Pablo VI en la Constituci�n Apost�lica Paenitemini.[180] Una de las tareas de la Iglesia es poner en pr�ctica la ense�anza all� contenida. Se trata de un tema que deber� ciertamente ser profundizado por nosotros en la reflexi�n com�n, y hecho objeto de muchas decisiones posteriores, en esp�ritu de colegialidad pastoral, respetando las diversas tradiciones a este prop�sito y las diversas circunstancias de la vida de los hombres de nuestro tiempo. Sin embargo, es cierto que la Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Se�or, debe ser la Iglesia de la Eucarist�a y de la Penitencia. S�lo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misi�n divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha revelado el Concilio Vaticano II.

21. Vocaci�n Cristiana: Servir y Reinar

El Concilio Vaticano II, construyendo desde la misma base la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios --a trav�s de la indicaci�n de la triple misi�n del mismo Cristo, participando en ella, nosotros formamos verdaderamente parte del pueblo de Dios-- ha puesto de relieve tambi�n esta caracter�stica de la vocaci�n cristiana, que puede definirse � real �. Para presentar toda la riqueza de la doctrina conciliar, har�a falta citar numerosos cap�tulos y p�rrafos de la Constituci�n Lumen gentium y otros documentos conciliares. En medio de tanta riqueza, parece que emerge un elemento: la participaci�n en la misi�n real de Cristo, o sea el hecho de re-descubrir en s� y en los dem�s la particular dignidad de nuestra vocaci�n, que puede definirse como � realeza �. Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, seg�n el ejemplo de Cristo, que � no ha venido para ser servido, sino para servir �.[181] Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente � reinar � s�lo � sirviendo �, a la vez el � servir � exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el � reinar �. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra participaci�n en la misi�n real de Cristo --concretamente en su � funci�n real � (munus)-- est� �ntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana y a la vez humana.

El Concilio Vaticano II, presentando el cuadro completo del Pueblo de Dios, recordando qu� puesto ocupan en �l no s�lo los sacerdotes, sino tambi�n los seglares, no s�lo los representantes de la Jerarqu�a, sino adem�s los de los Institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen �nicamente de una premisa sociol�gica. La Iglesia, como sociedad humana, puede sin duda ser tambi�n examinada seg�n las categor�as de las que se sirven las ciencias en sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad. Pero estas categor�as son insuficientes. Para la entera comunidad del Pueblo de Dios y para cada uno de sus miembros, no se trata s�lo de una espec�fica � pertenencia social �, sino que es m�s bien esencial, para cada uno y para todos, una concreta � vocaci�n �.

En efecto, la Iglesia como Pueblo de Dios --seg�n la ense�anza antes citada de San Pablo y recordada admirablemente por P�o XII-- es tambi�n � Cuerpo M�stico de Cristo �.[182] La pertenencia al mismo proviene de una llamada particular, unida a la acci�n salv�fica de la gracia. Si, por consiguiente, queremos tener presente esta comunidad del Pueblo de Dios, tan amplia y tan diversa, debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en cierto modo a cada miembro de esta comunidad: � S�gueme �.[183] Esta es la comunidad de los disc�pulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a Cristo. En esto se manifiesta tambi�n la faceta profundamente � personal � y la dimensi�n de esta sociedad, la cual --a pesar de todas las deficiencias de la vida comunitaria, en el sentido humano de la palabra-- es una comunidad por el mero hecho de que todos la constituyen con Cristo mismo, entre otras razones porque llevan en sus almas el signo indeleble del ser cristiano.

El Concilio Vaticano II ha dedicado una especial atenci�n a demostrar de qu� modo esta comunidad � ontol�gica � de los disc�pulos y de los confesores debe llegar a ser cada vez m�s, incluso � humanamente �, una comunidad consciente de la propia vida y actividad. Las iniciativas del Concilio en este campo han encontrado su continuidad en las numerosas y ulteriores iniciativas de car�cter sinodal, apost�lico y organizativo. Debemos, sin embargo, ser siempre conscientes de que cada iniciativa en tanto sirve a la verdadera renovaci�n de la Iglesia, y en tanto contribuye a aportar la aut�ntica luz que es Cristo,[184] en cuanto se basa en el adecuado conocimiento de la vocaci�n y de la responsabilidad por esta gracia singular, �nica e irrepetible, mediante la cual todo cristiano en la comunidad del Pueblo de Dios construye el Cuerpo de Cristo. Este principio, regla-clave de toda la praxis cristiana --praxis apost�lica y pastoral, praxis de la vida interior y de la social-- debe aplicarse de modo justo a todos los hombres y a cada uno de los mismos. Tambi�n el Papa, como cada Obispo, debe aplicarla en su vida. Los sacerdotes, los religiosos y religiosas deben ser fieles a este principio. En base al mismo, tienen que construir sus vidas los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condici�n y profesi�n diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos m�s altos y finalizando por los que desempe�an las tareas m�s humildes. Este es precisamente el principio de aquel � servicio real �, que nos impone a cada uno, seg�n el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que --para responder a la vocaci�n-- nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la vocaci�n recibida de Dios, a trav�s de Cristo, lleva consigo aquella solidaria responsabilidad por la Iglesia en la que el Concilio Vaticano II quiere educar a todos los cristianos. En la Iglesia, en efecto, como en la comunidad del Pueblo de Dios, guiada por la actuaci�n del Esp�ritu Santo, cada uno tiene � el propio don �, como ense�a San Pablo.[185] Este � don �, a pesar de ser una vocaci�n personal y una forma de participaci�n en la tarea salv�fica de la Iglesia, sirve a la vez a los dem�s, construye la Iglesia y las comunidades fraternas en las varias esferas de la existencia humana sobre la tierra.

La fidelidad a la vocaci�n, o sea la perseverante disponibilidad al � servicio real �, tiene un significado particular en esta m�ltiple construcci�n, sobre todo en lo concerniente a las tareas m�s comprometidas, que tienen una mayor influencia en la vida de nuestro pr�jimo y de la sociedad entera. En la fidelidad a la propia vocaci�n deben distinguirse los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la instituci�n sacramental del matrimonio. En una l�nea de similar fidelidad a su propia vocaci�n deben distinguirse los sacerdotes, dado el car�cter indeleble que el sacramento del Orden imprime en sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros en la Iglesia Latina nos comprometemos consciente y libremente a vivir el celibato, y por lo tanto cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible, con la gracia de Dios, para ser agradecido a este don y fiel al v�nculo aceptado para siempre. Esto, al igual que los esposos, que deben con todas sus fuerzas tratar de perseverar en la uni�n matrimonial, construyendo con el testimonio del amor la comunidad familiar y educando nuevas generaciones de hombres, capaces de consagrar tambi�n ellos toda su vida a la propia vocaci�n, o sea, a aquel � servicio real �, cuyo ejemplo m�s hermoso nos lo ha ofrecido Jesucristo. Su Iglesia, que todos nosotros formamos, es � para los hombres � en el sentido que, bas�ndonos en el ejemplo de Cristo[186] y colaborando con la gracia que �l nos ha alcanzado, podamos conseguir aquel � reinar �, o sea, realizar una humanidad madura en cada uno de nosotros. Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del Creador, en el momento en que �l ha llamado a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena realizaci�n en la donaci�n sin reservas de toda la persona humana concreta, en esp�ritu de amor nupcial a Cristo y, a trav�s de Cristo, a todos aquellos a los que �l env�a, hombres o mujeres, que se han consagrado totalmente a �l seg�n los consejos evang�licos. He aqu� el ideal de la vida religiosa, aceptado por las Ordenes y Congregaciones, tanto antiguas como recientes, y por los Institutos de vida consagrada.

En nuestro tiempo se considera a veces err�neamente que la libertad es fin en s� misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades. La libertad en cambio es un don grande s�lo cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Cristo nos ense�a que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donaci�n y en el servicio. Para tal � libertad nos ha liberado Cristo � 187 y nos libera siempre. La Iglesia saca de aqu� la inspiraci�n constante, la invitaci�n y el impulso para su misi�n y para su servicio a todos los hombres. La Iglesia sirve de veras a la humanidad, cuando tutela esta verdad con atenci�n incansable, con amor ferviente, con empe�o maduro y cuando en toda la propia comunidad, mediante la fidelidad de cada uno de los cristianos a la vocaci�n, la transmite y la hace concreta en la vida humana. De este modo se confirma aquello, a lo que ya hicimos referencia anteriormente, es decir, que el hombre es y se hace siempre la � v�a � de la vida cotidiana de la Iglesia.

22. La Madre de Nuestra Confianza

Por tanto, cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor del hombre mi pensamiento y mi coraz�n, deseo con ello entrar y penetrar en el ritmo m�s profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella vive su propia vida, es porque la toma de Cristo, el cual quiere siempre una sola cosa, es decir, que tengamos vida y la tengamos abundante.[188] Esta plenitud de vida que est� en �l, lo es contempor�neamente para el hombre. Por esto, la Iglesia, uni�ndose a toda la riqueza del misterio de la Redenci�n, se hace Iglesia de los hombres vivientes, porque son vivificados desde dentro por obra del � Esp�ritu de verdad �,[189] y visitados por el amor que el Esp�ritu Santo infunde en sus corazones.[190] La finalidad de cualquier servicio en la Iglesia, bien sea apost�lico, pastoral, sacerdotal o episcopal, es la de mantener este v�nculo din�mico del misterio de la Redenci�n con todo hombre.

Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre [191] y m�s a�n lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad en la Constituci�n Lumen Gentium con la rica doctrina mariol�gica contenida en ella.[192] Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclam� a la Madre de Cristo � Madre de la Iglesia�[193] y dado que tal denominaci�n ha encontrado una gran resonancia, sea permitido tambi�n a su indigno Sucesor dirigirse a Mar�a, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical. Mar�a es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elecci�n del mismo Padre Eterno [194] y bajo la acci�n particular del Esp�ritu de Amor,[195] ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios, � por el cual y en el cual son todas las cosas � [196] y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la elecci�n. Su propio Hijo quiso expl�citamente extender la maternidad de su Madre --y extenderla de manera f�cilmente accesible a todas las almas y corazones-- confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su disc�pulo predilecto como hijo.[197] El Esp�ritu Santo le sugiri� que se quedase tambi�n ella, despu�s de la Ascensi�n de Nuestro Se�or, en el Cen�culo, recogida en oraci�n y en espera junto con los Ap�stoles hasta el d�a de Pentecost�s, en que deb�a casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad.[198] Posteriormente todas las generaciones de disc�pulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo --al igual que el ap�stol Juan-- acogieron espiritualmente en su casa [199] a esta Madre, que as�, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciaci�n, qued� inserida en la historia de la salvaci�n y en la misi�n de la Iglesia. As� pues todos nosotros que formamos la generaci�n contempor�nea de los disc�pulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesi�n a la tradici�n antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos los miembros de todas las Comunidades cristianas.

Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta dif�cil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Se�or de su Iglesia y Se�or de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redenci�n, creemos que ning�n otro sabr� introducirnos como Mar�a en la dimensi�n divina y humana de este misterio. Nadie como Mar�a ha sido introducido en �l por Dios mismo. En esto consiste el car�cter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No s�lo es �nica e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del g�nero humano, sino tambi�n �nica por su profundidad y por su radio de acci�n es la participaci�n de Mar�a, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salvaci�n del hombre, a trav�s del misterio de la Redenci�n.

Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el coraz�n de la Virgen de Nazaret, cuando pronunci� su � fiat �. Desde aquel momento este coraz�n virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acci�n particular del Esp�ritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este coraz�n debe ser tambi�n maternalmente inagotable. La caracter�stica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redenci�n y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresi�n en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particular�sima, desea apropiarse de este misterio de manera cada vez m�s profunda. En efecto, tambi�n en esto la Iglesia reconoce la v�a de su vida cotidiana, que es todo hombre.

El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio � para que quien cree en �l no muera, sino que tenga la vida eterna �,[200] este amor se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos m�s comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, Mar�a debe encontrarse en todas las v�as de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Se�or, que vive el misterio de la Redenci�n en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus ra�ces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contempor�nea, adquiere tambi�n la certeza y , se puede decir , la experiencia de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser � su � Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.

Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las v�as de la Iglesia, a lo largo de la v�as que el Papa Pablo VI nos ha indicado claramente en la primera Enc�clica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta necesidad de todas estas v�as, y al mismo tiempo de las dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos tanto m�s la necesidad de una profunda vinculaci�n con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por �l: � sin m� nada pod�is hacer �.[201] No s�lo sentimos la necesidad, sino tambi�n un imperativo categ�rico por una grande, intensa, creciente oraci�n de toda la Iglesia. Solamente la oraci�n puede lograr que todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis, sino en ocasi�n y como fundamento de conquistas cada vez m�s maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta etapa de la historia que se est� acercando al final del segundo Milenio. Por tanto, al terminar esta meditaci�n con una calurosa y humilde invitaci�n a la oraci�n, deseo que se persevere en ella unidos con Mar�a, Madre de Jes�s,[202] al igual que perseveraban los Ap�stoles y los disc�pulos del Se�or, despu�s de la Ascensi�n, en el Cen�culo de Jerusal�n.[203] Suplico sobre todo a Mar�a, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oraci�n del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo M�stico de su Hijo unig�nito. Espero que, gracias a esta oraci�n, podamos recibir el Esp�ritu Santo que desciende sobre nosotros [204] y convertirnos de este modo en testigos de Cristo � hasta los �ltimos confines de la tierra �,[205] como aquellos que salieron del Cen�culo de Jerusal�n el d�a de Pentecost�s.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el d�a 4 de marzo, primer domingo de cuaresma del a�o 1979, primero de mi Pontificado.

Juan Pablo II

NOTAS

[1] Jn 1, 14.
[2] Jn 3, 16.
[3] Heb 1, 1 s.
[4] Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia pascual.
[5] Jn 16, 7.
[6] Jn 15, 26 s.
[7] Jn 16, 13.
[8] Cfr. Ap 2, 7.
[9] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
[10] Ef 3, 8.
[11] Jn 14, 24.
[12] Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 650 ss.
[13] Mt 11, 29.
[14] Hay que se�alar aqu� los documentos m�s salientes del Pontificado de Pablo VI, algunos de los cuales fue recordado por �l mismo en la homil�a pronunciada durante la Misa de la Solemnidad de los Ap�stoles San Pedro y San Pablo, el a�o 1978: Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Exhort. apost. Investigabiles divitias Christi: AAS 57 (1965) 298-301; Enc. Mysterium Fidei:AAS 57 (1965) 753-774; Enc. Sacerdotalis caelibatus: AAS 59 (1967) 657-697; Sollemnis professio Fidei: AAS 60 (1968) 433-445; Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 97-106; Exhort. apost. Evangelica testificatio: AAS 63 (1971) 497-535; Exhort. apost. Paterna cum benevolentia: AAS 67 (1975) 5-23; Exhort. apost. Gaudete in Domino: AAS 67 (1975) 289-322; Exhort. apost. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76.
[15] Mt 13, 52.
[16] 1 Tim 2, 4.
[17] Cfr. Pablo VI, Exhort. apost, Evangelii nuntiandi: AAS 58 (1976) 5-76.
[18] Jn 17, 21: cfr. ibid. 11, 22-23; 10, 16; Lc 9, 49-50.54.
[19] 1 Cor 15, 10.
[20] Cfr. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, can. III De fide, n. 6: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Ed. Istituto per le Scienze Religiose, Bologna 1973 (3), p. 811.
[21] Is 9, 6.
22 Jn 21, 15.
[23] Lc 22, 32.
[24] Jn 6, 68; cfr Heb 4, 8-12.
[25] Cfr. Ef 1, 10.22; 4, 25; Col 1, 18.
[26] 1 Cor 8, 6; cfr. Col 1, 17.
[27] Jn 14, 6.
[28] Jn 11, 25.
[29] Cfr. Jn 14, 9.
[30] Cfr. Jn 16, 7.
[31] Cfr. Jn 16, 7.13.
[32] Col 2, 3.
[33] Cfr. Rom 12, 5; 1 Cor 6, 15; 10, 17; 12, 12.27; Ef 1, 23; 2, 16; 4, 4; Col 1, 24; 3, 15.
[34] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
[35] Mt 16, 16.
[36] Cfr. Letan�as del Sagrado Coraz�n.
[37] 1 Cor 2, 2.
[38] Cfr. G�n 1.
[39] Cfr. G�n 1, 26-30.
[40] Rom 8, 20; cfr. ibid. 8, 19-22; Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 2; 13: AAS 58 (1966) 1026; 1034 s.
[41] Jn 3, 16.
[42] Cfr. Rom 5, 12-21.
[43] Rom 8, 22.
[44] Rom 8, 19.
45 Rom 8, 22.
[46] Rom 8, 19.
[47] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 22: AAS 58 (1966) 1042 s.
[48] Cfr. Rom 5, 11; Col 1, 20.
[49] Sal 8, 6.
[50] Cfr. G�n 1, 26.
[51] Cfr. G�n 3, 6-13.
[52] Cfr. IV Plegaria Eucar�stica.
[53] Cfr. Conc. Vat. II, Const. Past. Gaudium et Spes, 37: AAS 58 (1966) 1054s.; Const. dogm. Lumen Gentium, 48: AAS 57 (1965) 53 s.
[54] Cfr. Rom 8, 29 s.; Ef 1, 8.
[55] Cfr. Jn 16, 13.
[56] Cfr. 1 Tes 5, 24.
[57] 2 Cor 5, 21; Cfr. G�l 3, 13.
[58] 1 Jn 4, 8.16.
[59] Cfr. Rom 8, 20.
[60] Cfr. Lc 15, 11-32.
61 Rom 8, 19.
[62] Cfr. Rom 8, 18.
[63] Cfr. S. Tom�s, Summa Theol. III, q. 46, a. 1, ad 3.
[64] G�l 3, 28.
[65] Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia pascual.
[66] Cfr. Jn 3, 16.
[67] Cfr. S. Justino, I Apologia, 46, 1-4; II Apologia, 7 (8), 1-4; 10, 1-3; 13, 3-4: Florilegium Patristicum II, Bonn 1911 (2), pp. 81, 125, 129, 133; Clemente Alejandrino, Stromata I, 19, 91.94: S.C. 30, pp. 117 s.; 119 s.; Conc Vat. II, Decr. Ad Gentes, 11: AAS 58 (1966) 960; Const. dogm. Lumen Gentium, 17: AAS 57 (1965) 21.
[68] Cfr. Conc. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 3-4: AAS 58 (1966) 741-743.
[69] Col 1, 26.
[70] Mt 11, 12.
[71] Lc 16, 8.
[72] Ef 3, 8.
[73] Cfr. Conc. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 1 s.: AAS 58 (1966) 740 s.
[74] Heb 17, 22-31.
[75] Jn 2, 25.
[76] Jn 3, 8.
[77] Cfr. AAS 58 (1966) 929-946.
[78] Cfr. Jn 14, 26.
[79] Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 6: AAS 68 (1976) 9.
[80] Jn 7, 16.
[81] Cfr. AAS 58 (1966) 936 ss.
[82] Jn 8, 32.
[83] Jn 18, 37.
[84] Cfr. Jn 4, 23.
[85] Jn 4, 23 s.
[86] Cfr. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659.
[87] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
[88] Cfr. Jn 14, 1 ss.
[89] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 91: AAS 58 (1966) 1113.
[90] Ibid., 38: l.c., p.1056.
[91] Ibid., 76: l.c., p. 1099.
[92] Cfr. G�n 1, 27.
[93] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes 24: AAS 58 (1966) 1045.
[94] G�n 1, 28.
[95] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 10: AAS 58 (1966) 1032.
[96] Ibid., 10: l.c., p. 1033.
[97] Ibid., 38: l.c., p. 1056; Pablo VI, Enc. Populorum progressio,21: AAS 59 (1967) 267s.
[98] Cfr. G�n 1, 28.
[99] Cfr. G�n 1-2.
[100] G�n 1, 28; Conc. Vat. II, Decr. Inter mirifica, 6: AAS 56 (1964) 147; Const. past. Gaudium et Spes, 74, 78: AAS 58 (1966) 1095 s.; 1101 s.
[101] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; 36: AAS 57 (1965) 14-15; 41-42.
[102] Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 35: AAS 58 (1966) 1053; Pablo VI, Discurso al Cuerpo diplom�tico, 7 enero 1965: AAS 57 (1965) 232; Enc. Populorum progressio, 14: AAS 59 (1967) 264.
[103] Cfr. P�o XII, Radiomensaje para el 50deg. aniversario de la Encicl. � Rerum Novarum � de Le�n XIII (1deg. junio 1941): AAS 33 (1941) 195-205; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1941): AAS 34 (1942) 10-21; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS 35 (1943) 9-24; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1943): AAS 36 (1944) 11-24; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945) 10-23; Discurso a los Cardenales (24 diciembre 1946): AAS 39 (1947) 7-17; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1947): AAS 40 (1948) 8-16; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961) 401-464; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 257-304; Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 octubre 1965): AAS 57 (1965) 877-885; Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299; Discurso a los Campesinos colombianos (23 agosto 1968): AAS 60 (1968) 619-623; Discurso a la Asamblea General del Episcopado Latino-Americano (24 agosto 1968): AAS 60 (1968) 639-649; Discurso a la Conferencia de la FAO (16 noviembre 1970): AAS 62 (1970) 830-838; Carta apost. Octogesima adveniens: AAS 63 (1971) 401-441; Discurso a los Cardenales (23 junio 1972): AAS 64 (1972) 496-505; Juan Pablo II, Discurso a la Tercera Conferencia General del Episcopado Latino-Americano (28 enero 1979): AAS 71 (1979) 187 ss.; Discurso a los Indios de Cuilap�n (29 enero 1979): l.c., pp. 207 ss.; Discurso a los Obreros de Guadalajara (30 enero 1979): l.c., pp. 221 ss.; Discurso a los Obreros de Monterrey (31 enero 1979): l.c., pp. 240 ss.; Conc. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae: AAS 58 (1966) 929-941; Const. past. Gaudium et Spes: AAS 58 (1966) 1025-1115; Documenta Synodi Episcoporum, De iustitia in mundo: AAS 63 (1971) 923-941.
[104] Cfr. Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961) 418 ss.; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289ss.; Pablo VI, Enc. Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299.
[105] Cfr. Lc 16, 19-31.
[106] Cfr. Juan Pablo II, Homil�a en Santo Domingo, 3: AAS 71 (1979) 157 ss.; Discurso a los Indios y a los Campesinos de Oaxaca, 2: l.c., pp. 207 ss.; Discurso a los Obreros de Monterrey, 4: l.c., p. 242.
[107] Cfr. Pablo VI, Carta apost. Octogesima adveniens, 42: AAS 63 (1971) 431.
[108] Cfr. Mt 25, 31-46.
[109] Mt 25, 42.43.
[110] 2 Tim 4, 2.
[111] P�o XI, Enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 213; Enc. Non abbiamo bisogno: AAS 23 (1931) 285-312; Enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 65-106; Enc. Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937) 145-167; P�o XII, Enc. Summi pontificatus: AAS 31 (1934) 413-453.
112 Cfr. 2 Cor 3, 6.
[113] Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 31: AAS 58 (1966) 1050.
[114] Cfr. AAS 58 (1966) 929-946.
[115] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
[116] Cfr. 1 Cor 6, 15; 11, 3; 12, 12 s.; Ef 1, 22 s.; 2,15 s.; 4,4 s.; 5, 30; Col 1, 18; 3, 15; Rom 12, 4 s.; G�l 3, 28.
[117] 2 Pe 1, 4.
[118] Cfr. Ef 2; 10; Jn 1, 14.16.
[119] Jn 1, 12.
[120] Cfr. Jn 4, 14.
121 Cfr. G�l 4, 4.
[122] Jn 11, 25 s.
[123] Misal Romano, Prefacio de difuntos I.
[124] Jn 6, 63.
[125] Confesiones, I, 1: CSL 33, p. 1.
[126] Mt 12, 30.
[127] Cfr. Jn 1, 12.
[128] G�l 4, 5.
[129] G�l 4, 6; Rom 8, 15.
[130] Cfr. Rom 15, 13; 1 Cor 1, 24.
[131] Cfr. Is 11, 21; He 2, 38.
[132] Cfr. G�l 5, 22 s.
[133] Misal Romano, Secuencia de la Misa de Pentecost�s.
[134] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium 16: AAS 57 (1955) 20.
135 Ibid., 1: l.c., p 5.
[136] Cfr. Rom 8, 15; G�l 4, 6.
137 Cfr. Rom 8, 15.
[138] Cfr. Rom 8, 30.
[139] Mt 20, 28.
[140] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 31-36: AAS 57 (1965) 37-42.
[141] Jn 14, 24.
[142] Jn 1, 18.
[143] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5, 10, 21: AAS 58 (1966) 819; 822; 827 s.
[144] Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, 3: Denz.-Sch�nm., 3009.
145 Cfr. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c.
[146] Cfr. Mt 28, 19
147 Cfr. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c.
[148] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 18-27: AAS 57 (1965) 21-33.
[149] Ibid., 12, 35: l.c., pp. 16-17; 40-41.
[150] Cfr. S. Agust�n, Sermo 43, 7-9: PL 38, 257 s.
[151] Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 44. 57. 59. 62: AAS 58 (1966) 1064 s.; 1077 ss.; 1079 s.; 1082 ss.; Decr. Optatam totius, 15: AAS 58 (1966) 722.
[152] Jn 14, 24.
[153] Jn 20, 21 s.
[154] Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 10: AAS 56 (1964) 102.
[155] Cfr. Rom 6, 3 ss.
156 Fil 2, 8.
[157] Cfr. Jn 5, 26; 1 Jn 5, 11.
[158] Heb 9, 24; 1 Jn 2, 1.
[159] 1 Cor 6, 20.
[160] Jn 1, 12.
[161] Cfr. Rom 8, 23; 1 Pe 2, 9.
[162] 1 Pe 5, 10.
[163] Cfr. Jn 1, 1-4.18; Mt 3, 17; 11, 27; 17, 5; Mc 1, 11; Lc 1, 32.35; 3, 22; Rom 1, 4; 2 Cor 1, 19; 1 Jn 5, 5.20; 2 Pe 1, 17; Heb 1, 2.
[164] Cfr. 1 Jn 5, 5-11.
[165] Cfr Rom 5, 10 s.; 2 Cor 5, 18 s.; Col l, 20-22.
[166] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 11: AAS 57 (1965) 15 s.; Pablo VI, Discurso del 15 de septiembre de 1965: Ense�anzas de Pablo VI, III (1965) 1036.
[167] Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47: AAS 56 (1964) 113.
[168] Cfr. Pablo VI, Enc. Mysterium Fidei: AAS 57 (1965) 553-574.
[169] Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47: AAS 56 (1964) 113.
[170] Cfr. Jn 6, 52.58; 14, 6; G�l 2, 20.
171 1 Cor 11, 28.
[172] Mc 1, 15.
173 Ibid.
[174] Cfr 1 Pe 2, 5.
[175] Psal 50 (51), 6.
176 Mc 2, 5.
[177] Jn 8, 11.
[178] Mt 5, 6.
[179] Cfr. S.Cong. para la Doctrina de la Fe, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam: AAS 64 (1972) 510-514; Pablo VI, Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos de Am�rica en su visita � ad limina � (20 abril 1978): AAS 70 (1978) 328-332; Juan Pablo II, Discurso a un grupo de Obispos de Canad� durante su visita � ad limina � (17 noviembre 1978): AAS 71 (1979) 32-26.
[180] Cfr. AAS 58 (1966) 177-198.
[181] Mt 20, 28.
[182] P�o XII, Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 193-248.
[183] Jn 1, 43.
[184] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
[185] 1 Cor 7, 7; cfr. 12, 7. 27; Rom 12, 6; Ef 4, 7.
[186] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 36: AAS 57 (1965) 41 s.
187 G�l 5, 1; cfr. ibid. 13.
[188] Cfr. Jn 10, 10.
[189] Jn 16, 13.
[190] Cfr. Rom 5, 5.
[191] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 63-64: AAS 57 (1965) 64.
[192] Cfr. cap. VIII, 52-69: AAS 57 (1965) 58-67.
[193] Pablo VI, Discurso de Clausura de la III Sesi�n del Concilio Ecum�nico Vaticano II, 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
[194] Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 56: AAS 57 (1965) 60.
[195] Ibid.
[196] He 2, 10.
[197] Cfr. Jn 19, 26.
[198] Cfr. He 1, 14; 2.
[199] Cfr. Jn 19, 27.
[200] Jn 3, 16.
[201] Jn 15, 5.
[202] Cfr. He 1, 14.
[203] Cfr. He 1, 13.
[204] Cfr. He 1, 8.
[205] Ibid.


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