Ut Unum Sint,  Continuación

Iglesias hermanas

55. El Decreto conciliar Unitatis Redintegratio tiene presente en su horizonte histórico la unidad que, a pesar de todo, se vivió en el primer milenio y que se configura, en cierto sentido, como modelo. «Es grato para el sagrado Concilio recordar a todos 1 que en Oriente florecen muchas Iglesias particulares o locales, entre las que ocupan el primer lugar las Iglesias patriarcales, y muchas de éstas se glorían de tener su origen en los mismos Apóstoles».87 El camino de la Iglesia se inició en Jerusalén el día de Pentecostés y todo su desarrollo original en la oikoumene de entonces se concentraba alrededor de Pedro y de los Once (cf. Hch 2, 14). Las estructuras de la Iglesia en Oriente y en Occidente se formaban por tanto en relación con aquel patrimonio apostólico. Su unidad, en el primer milenio, se mantenía en esas mismas estructuras mediante los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Obispo de Roma. Si hoy, al final del segundo milenio, tratamos de restablecer la plena comunión, debemos referirnos a esta unidad estructurada así.

El Decreto sobre el ecumenismo señala un posterior aspecto característico, gracias al cual todas las Iglesias particulares permanecían en la unidad, la «preocupación y el interés por conservar las relaciones fraternas en comunión de fe y caridad que deben tener vigencia, como entre hermanos, entre las Iglesias locales».88

56. Después del Concilio Vaticano II y con referencia a aquella tradición, se ha restablecido el uso de llamar «Iglesias hermanas» a las Iglesias particulares o locales congregadas en torno a su Obispo. La supresión además de las excomuniones recíprocas, quitando un doloroso obstáculo de orden canónico y psicológico, ha sido un paso muy significativo en el camino hacia la plena comunión.

Las estructuras de unidad existentes antes de la división son un patrimonio de experiencia que guía nuestro camino para la plena comunión. Obviamente, durante el segundo milenio, el Señor no ha dejado de dar a su Iglesia abundante frutos de gracia y crecimiento. Pero por desgracia el progresivo distanciamiento recíproco entre las Iglesias de Occidente y las de Oriente las ha privado de las riquezas de sus dones y ayudas mutuas. Es necesario hacer con la gracia de Dios un gran esfuerzo para restablecer entre ellas la plena comunión, fuente de tantos bienes para la Iglesia de Cristo. Este esfuerzo exige toda nuestra buena voluntad, la oración humilde y una colaboración perseverante que no se debe desanimar ante nada. San Pablo nos amonesta: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas» (Ga 6, 2). ¡Cómo se adapta a nosotros y qué actual es la exhortación del Apóstol! El término tradicional de «Iglesias hermanas» debería acompañarnos incesantemente en este camino.

57. Como deseaba el Papa Pablo VI, nuestro objetivo es el de reencontrar juntos la plena unidad en la legítima diversidad: «Dios nos ha concedido recibir en la fe este testimonio de los Apóstoles. Por el Bautismo somos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). En virtud de la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía nos unimos más íntimamente; participando de los dones de Dios a su Iglesia, estamos en comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo 2 En cada Iglesia local se realiza este misterio del amor divino. ¿Acaso no es éste el motivo por el que las Iglesias locales gustaban llamarse con la bella expresión tradicional de Iglesias hermanas? (cf. Decr. Unitatis redintegratio, 14). Esta vida de Iglesias hermanas la vivimos durante siglos, celebrando juntos los Concilios ecuménicos, que defendieron el depósito de la fe de toda alteración. Ahora, después de un largo período de división e incomprensión recíproca, el Señor nos concede redescubrirnos como Iglesias hermanas, a pesar de los obstáculos que en el pasado se interpusieron entre nosotros».89 Si hoy, a las puertas del tercer milenio, buscamos el restablecimiento de la plena comunión, debemos tender a la realización de este objetivo y debemos hacer referencia al mismo.

El contacto con esta gloriosa tradición es fecundo para la Iglesia. «Las Iglesias de Oriente —afirma el Concilio— poseen desde su origen un tesoro, del que la Iglesia de Occidente ha tomado muchas cosas en materia litúrgica, en la tradición espiritual y en el ordenamiento jurídico».90

Forman parte de este «tesoro» también «las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que encontraron su expresión principalmente en el monaquismo. Pues allí, desde los tiempos gloriosos de los Santos Padres, floreció aquella espiritualidad monástica, que se extendió luego a Occidente».91 Como he señalado en la reciente Carta apostólica Orientale lumen, las Iglesias de Oriente han vivido con gran generosidad el compromiso testimoniado por la vida monástica, «comenzando por la evangelización, que es el servicio más alto que el cristiano puede prestar a su hermano, para proseguir con muchas otras formas de ayuda espiritual y material. Es más, se puede decir que el monaquismo fue en la antigüedad —y, en varias ocasiones, también en tiempos posteriores— el instrumento privilegiado para la evangelización de los pueblos».92

El Concilio no se limita a señalar todo lo que hace semejantes entre sí a las Iglesias en Oriente y en Occidente. En armonía con la verdad histórica no duda en afirmar: «No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí».93 El intercambio de dones entre las Iglesias en su complementariedad hace fecunda la comunión.

58. El Concilio Vaticano II ha sacado de la consolidada comunión de fe ya existente conclusiones pastorales adecuadas para la vida concreta de los fieles y para la promoción del espíritu de unidad. En función de los estrechísimos vínculos sacramentales existentes entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, el Decreto Orientalium Ecclesiarum ha puesto de relieve que «la práctica pastoral demuestra, en lo que se refiere a los hermanos orientales, que se pueden y se deben considerar diversas circunstancias personales en las que ni sufre daño la unidad de la Iglesia, ni hay peligros que se deban evitar, y apremia la necesidad de salvación y el bien espiritual de las almas. Por eso, la Iglesia católica, según las circunstancias de tiempos, lugares y personas, usó y usa con frecuencia un modo de actuar más suave, ofreciendo a todos medios de salvación y testimonio de caridad entre los cristianos, mediante la participación en los sacramentos y en otras funciones y cosas sagradas».94

Esta orientación teológica y pastoral, con la experiencia de los años del posconcilio, ha sido recogida por los dos Códigos de Derecho Canónico.95 Ha sido desarrollada desde el punto de vista pastoral por el Directorio para la aplicación de los principio y de las normas acerca del ecumenismo.96

En esta materia tan importante y delicada, es necesario que los Pastores instruyan con atención a los fieles para que éstos conozcan con claridad las razones precisas tanto de esta participación en el culto litúrgico como de las distintas disciplinas existentes al respecto.

No se debe perder nunca de vista la dimensión eclesiológica de la participación en los sacramentos, sobre todo en la sagrada Eucaristía.

Progresos del diálogo

59. Desde su creación en 1979, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto ha trabajado intensamente, orientando progresivamente su labor hacia las perspectivas que, de común acuerdo, habían sido determinadas con el fin de restablecer la plena comunión entre las dos Iglesias. Esta comunión basada en la unidad de fe, en continuidad con la experiencia y la tradición de la Iglesia antigua, encontrará su plena expresión en la concelebración de la Eucaristía. Con actitud positiva, basándose en cuanto tenemos en común, la Comisión mixta ha podido avanzar sustancialmente y, como pude declarar junto con el venerable Hermano, Su Santidad Dimitrios I, Patriarca ecuménico, ha logrado expresar «lo que la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa pueden ya profesar juntas como fe común sobre el misterio de la Iglesia y el vínculo entre la fe y los sacramentos».97 La comisión ha podido constatar y afirmar además que «en nuestras Iglesias la sucesión apostólica es fundamental para la santificación y la unidad del pueblo de Dios».98 Se trata de puntos de referencia importantes para la continuación del diálogo. Más aún: estas afirmaciones hechas en común constituyen la base que permite a los católicos y ortodoxos ofrecer desde ahora, en nuestro tiempo, un testimonio común fiel y concorde para que el nombre del Señor sea anunciado y glorificado.

60. Más recientemente, la Comisión mixta internacional ha dado un paso significativo en la cuestión tan delicada del método a seguir en la búsqueda de la comunión plena entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, cuestión que ha alterado con frecuencia las relaciones entre católicos y ortodoxos. La Comisión ha puesto las bases doctrinales para una solución positiva del problema, que se fundamentan en la doctrina de las Iglesias hermanas. En este contexto se ha visto también claramente que el método a seguir para la plena comunión es el diálogo de la verdad, animado y sostenido por el diálogo de la caridad. El derecho reconocido a las Iglesias orientales católicas de organizarse y desarrollar su apostolado, así como la participación efectiva de estas Iglesias en el diálogo de la caridad y en el teológico, favorecerán no sólo un real y fraterno respeto recíproco entre los ortodoxos y los católicos que viven en un mismo territorio, sino también su común empeño en la búsqueda de la unidad.99

Se ha dado un paso adelante. El esfuerzo debe continuar. Se puede constatar desde ahora una pacificación de los ánimos, que hace la búsqueda más fecunda.

Respecto a las Iglesias orientales en comunión con la Iglesia católica, el Concilio dijo: «Este santo Sínodo, dando gracias a Dios porque muchos orientales, hijos de la Iglesia 1 viven ya en comunión plena con los hermanos que practican la tradición occidental, declara que todo este patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia».100 Ciertamente las Iglesias orientales católicas, en el espíritu del Decreto sobre el ecumenismo, podrán participar positivamente en el diálogo de la caridad y en el diálogo teológico, tanto a nivel local como universal, contribuyendo así a la recíproca comprensión y a una búsqueda dinámica de la plena unidad.101

61. En esta línea, la Iglesia católica no busca más que la plena comunión entre Oriente y Occidente. Para ello se inspira en la experiencia del primer milenio. En efecto, en este período «el desarrollo de diferentes experiencias de vida eclesial no impedía que, mediante relaciones recíprocas, los cristianos pudieran seguir teniendo la certeza de que en cualquier Iglesia se podían sentir como en casa, porque de todas se elevaba, con una admirable variedad de lenguas y de modulaciones, la alabanza al único Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo; todas se hallaban reunidas para celebrar la Eucaristía, corazón y modelo para la comunidad no sólo por lo que atañe a la espiritualidad o a la vida moral, sino también para la estructura misma de la Iglesia, en la variedad de los ministerios y de los servicios bajo la presidencia del Obispo, sucesor de los Apóstoles. Los primeros Concilios son un testimonio elocuente de esta constante unidad en la diversidad».102 ¿Cómo reconstruir la unidad después de casi mil años? Esta es la gran tarea que debe asumir y que corresponde también a la Iglesia ortodoxa. De ahí se comprende la gran actualidad del diálogo, sostenido por la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Relaciones con las antiguas Iglesias de Oriente

62. Después del Concilio Vaticano II la Iglesia católica, con modalidades y ritmos diversos, ha reanudado también las relaciones fraternas con aquellas antiguas Iglesias de Oriente que contestaron las fórmulas dogmáticas de los Concilios de Efeso y Calcedonia. Todas estas Iglesias enviaron observadores delegados al Concilio Vaticano II; sus Patriarcas nos han honrado con sus visitas y con ellos el Obispo de Roma ha podido hablar como con unos hermanos que, después de mucho tiempo, se reencuentran con alegría.

La reanudación de las relaciones fraternas con las antiguas Iglesias de Oriente, testigos de la fe cristiana en situaciones con frecuencia hostiles y trágicas, es un signo concreto de cómo Cristo nos une a pesar de las barreras históricas, políticas, sociales y culturales. Precisamente en relación al tema cristológico, hemos podido declarar junto con los Patriarcas de algunas de estas Iglesias nuestra fe común en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Papa Pablo VI de venerable memoria firmó unas declaraciones en este sentido con Su Santidad Shenouda III, Papa de Alejandría y Patriarca copto ortodoxo,103 con el Patriarca siro ortodoxo de Antioquía, Su Santidad Jacoub III.104 Yo mismo he podido ratificar este acuerdo cristológico y extraer consecuencias: para el desarrollo del diálogo con el Papa Shenouda 105 y para la colaboración pastoral con el Patriarca siro de Antioquía Mar Ignacio Zakka I Iwas.106

Con el venerable Patriarca de la Iglesia de Etiopía, Abuna Paulos, que me visitó en Roma el 11 de junio de 1993, hemos puesto de relieve la profunda comunión existente entre nuestras dos Iglesias: «Compartimos la fe transmitida por los Apóstoles, así como los mismos sacramentos y el mismo ministerio, que se remontan a la sucesión apostólica 2. Hoy, además, podemos afirmar que profesamos la misma fe en Cristo, a pesar de que durante mucho tiempo esto fue causa de división entre nosotros».107

Más recientemente, el Señor me ha concedido la gracia de firmar una declaración común cristológica con el Patriarca asirio de Oriente, Su Santidad Mar Dinkha IV, que por este motivo me visitó en Roma en el mes de noviembre de 1994. Teniendo en cuenta las formulaciones teológicas diferentes, hemos podido así profesar juntos la verdadera fe en Cristo.108 Quiero manifestar mi alegría por todo esto con las palabras de la Virgen: «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1, 46).

63. En las controversias tradicionales sobre la cristología, los contactos ecuménicos han hecho pues posible clarificaciones esenciales, que nos han permitido confesar juntos aquella fe que tenemos en común. Una vez más se debe constatar que este importante logro es seguramente fruto de la profundización teológica y del diálogo fraterno. Y no sólo esto. Ello nos estimula: en efecto, nos muestra que el camino recorrido es justo y que es razonable esperar encontrar juntos la solución para las demás cuestiones controvertidas.

Diálogo con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales en Occidente

64. En el amplio objetivo dirigido al restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, el Decreto sobre ecumenismo toma en consideración igualmente las relaciones con las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente. A fin de instaurar un clima de fraternidad cristiana y de diálogo, el Concilio presenta dos consideraciones de orden general: una de carácter histórico-psicológico y otra de carácter teológico-doctrinal. Por una parte, el documento citado señala: «Las Iglesias y Comunidades eclesiales que se separaron de la Sede Apostólica Romana, bien en aquella gravísima crisis que comenzó en Occidente ya a finales de la Edad Media, bien en tiempos posteriores, están unidas con la Iglesia católica por una peculiar relación de afinidad a causa del mucho tiempo en que, en siglos pasados, el pueblo cristiano llevó una vida en comunión eclesiástica».109 Por otra parte, se constata con idéntico realismo: «Hay que reconocer que entre estas Iglesias y Comunidades y la Iglesia católica existen discrepancias de gran peso, no sólo de índole histórica, sociológica, psicológica y cultural, sino, ante todo, de interpretación de la verdad revelada».110

65. Son comunes las raíces y son semejantes, a pesar de las diferencias, las orientaciones que han inspirado en Occidente el desarrollo de la Iglesia católica y de las Iglesias y Comunidades surgidas de la Reforma. Por lo tanto, ellas poseen una característica occidental común. Las «divergencias» mencionadas antes, aunque importantes, no excluyen pues recíprocas influencias y aspectos complementarios.

El movimiento ecuménico comenzó precisamente en el ámbito de las Iglesias y Comunidades de la Reforma. Contemporáneamente, ya en enero de 1920, el Patriarcado ecuménico había expresado su deseo de que se organizase una colaboración entre las Comuniones cristianas. Este hecho muestra que la incidencia del trasfondo cultural no es determinante. En cambio es esencial la cuestión de la fe. La oración de Cristo, nuestro único Señor, Redentor y Maestro, habla a todos del mismo modo, tanto al Oriente como al Occidente. Esa oración es un imperativo que nos exige abandonar las divisiones, para buscar y reencontrar la unidad, animados incluso por las mismas y amargas experiencias de la división.

66. El Concilio Vaticano II no pretende hacer la «descripción» del cristianismo posterior a la Reforma, ya que «estas Iglesias y Comunidades eclesiales difieren mucho, no sólo de nosotros, sino también entre sí», y esto «por la diversidad de su origen, doctrina y vida espiritual».111 Además, el mismo Decreto observa cómo el movimiento ecuménico y el deseo de paz con la Iglesia católica no ha penetrado aún en todas partes.112 Sin embargo, el Concilio propone el diálogo independientemente de estas circunstancias.

El Decreto conciliar trata después de «ofrecer 3 algunos puntos que pueden y deben ser fundamento y estímulo para este diálogo».113

«Nuestra atención se dirige 4 a aquellos cristianos que confiesan públicamente a Jesucristo como Dios y Señor, y único mediador entre Dios y los hombres, para gloria del único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».114

Estos hermanos cultivan el amor y la veneración por las Sagradas Escrituras: «Invocando al Espíritu Santo, buscan en la Sagrada Escritura a Dios como a quien les habla en Cristo, anunciado por los profetas, Verbo de Dios, encarnado por nosotros. En ella contemplan la vida de Cristo y cuanto el divino Maestro enseñó y realizó para la salvación de los hombres, sobre todo los misterios de su muerte y resurrección 5; afirman la autoridad divina de los Sagrados Libros».115

Al mismo tiempo, sin embargo, «piensan de distinta manera que nosotros 6 acerca de la relación entre las Escrituras y la Iglesia, en la cual, según la fe católica, el magisterio auténtico tiene un lugar peculiar en la exposición y predicación de la palabra de Dios escrita».116 A pesar de esto, «en el diálogo 7... las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador ofrece a todos los hombres».117

Además, el sacramento del Bautismo, que tenemos en común, representa «un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él».118 Las implicaciones teológicas, pastorales y ecuménicas del común Bautismo son muchas e importantes. Si bien por sí mismo constituye «sólo un principio y un comienzo», este sacramento «se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la incorporación plena en la economía de la salvación, como el mismo Cristo quiso, y finalmente a la incorporación íntegra en la comunión eucarística».119

67. Han surgido divergencias doctrinales e históricas del tiempo de la Reforma a propósito de la Iglesia, de los sacramentos y del Ministerio ordenado. El Concilio pide por tanto «establecer como objeto de diálogo la doctrina sobre la Cena del Señor, sobre los demás sacramentos, sobre el culto y los ministerios de la Iglesia».120

El Decreto Unitatis Redintegratio, poniendo de relieve cómo a las Comunidades posteriores a la Reforma les falta «esa unidad plena con nosotros que dimana del Bautismo», advierte que ellas, «sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico», aunque, «al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión con Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa».121

68. El Decreto no olvida la vida espiritual y las consecuencias morales: «La vida cristiana de estos hermanos se nutre de la fe en Cristo y se fomenta con la gracia del Bautismo y la escucha de la palabra de Dios. Se manifiesta en la oración privada, en la meditación bíblica, en la vida de la familia cristiana, en el culto de la comunidad congregada para alabar a Dios. Por otra parte, su culto presenta, a veces, elementos notables de la antigua liturgia común».122

Además, el documento conciliar no se limita a estos aspectos espirituales, morales y culturales, sino que extiende su consideración al vivo sentimiento de la justicia y a la caridad sincera hacia el prójimo, que están presentes en estos hermanos; no olvida tampoco sus iniciativas para hacer más humanas las condiciones sociales de la vida y para restablecer la paz. Todo esto con la sincera voluntad de adherirse a la palabra de Cristo como fuente de la vida cristiana.

De este modo el texto manifiesta una problemática que, en el campo ético-moral, se hace cada vez más urgente en nuestro tiempo: «Muchos cristianos no entienden el Evangelio 8 de igual manera que los católicos».123 En esta amplia materia hay un gran espacio de diálogo sobre los principios morales del Evangelio y sus aplicaciones.

69. Los deseos y la invitación del Concilio Vaticano II se han realizado, y progresivamente se ha abierto el diálogo teológico bilateral con las diferentes Iglesias y Comunidades cristianas mundiales de Occidente.

Por otra parte, en relación al diálogo multilateral, ya en 1964 se inició el proceso para la constitución de un «Grupo Mixto de Trabajo» con el Consejo Ecuménico de las Iglesias, y desde 1968, algunos teólogos católicos entraron a formar parte, como miembros de pleno derecho, del Departamento teológico de dicho Consejo, la Comisión «Fe y Constitución».

El diálogo ha sido y es fecundo, rico de promesas. Los temas propuestos por el Decreto conciliar como materia de diálogo han sido ya afrontados, o lo serán pronto. La reflexión de los diversos diálogos bilaterales, realizados con una entrega que merece el elogio de toda la comunidad ecuménica, se ha centrado sobre muchas cuestiones controvertidas como el Bautismo, la Eucaristía, el Ministerio ordenado, la sacramentalidad y la autoridad de la Iglesia, la sucesión apostólica. Se han delineado así perspectivas de solución inesperadas y al mismo tiempo se ha comprendido la necesidad de examinar más profundamente algunos argumentos.

70. Esta investigación difícil y delicada, que implica problemas de fe y respeto de la propia conciencia y de la del otro, ha estado acompañada y sostenida por la oración de la Iglesia católica y de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. La oración por la unidad, tan enraizada y difundida ya en la realidad eclesial, muestra que los cristianos son conscientes de la importancia de la cuestión ecuménica. Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente.

Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda.

Relaciones eclesiales

71. Es necesario dar gracias también a la Divina Providencia por todos los acontecimientos que testimonian el progreso hacia la búsqueda de la unidad. Junto al diálogo teológico es oportuno mencionar las demás formas de encuentro, la oración en común y la colaboración práctica. El Papa Pablo VI dio un gran impulso a este proceso con su visita el 10 de junio de 1969 a la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, y recibiendo muchas veces a representantes de varias Iglesias y Comunidades eclesiales. Estos contactos contribuyen eficazmente a mejorar el conocimiento recíproco y a incrementar la fraternidad cristiana.

El Papa Juan Pablo I, al inicio de su brevísimo pontificado, manifestó la voluntad de continuar el camino.124 El Señor me ha concedido a mí proseguir en esta dirección. Además de los importantes encuentros ecuménicos en Roma, una parte significativa de mis visitas pastorales se dedica regularmente al testimonio en favor de la unidad de los cristianos. Algunos de mis viajes tienen incluso una «prioridad» ecuménica, especialmente en los países donde las comunidades católicas constituyen una minoría respecto a las Comuniones posteriores a la Reforma; o donde estas últimas representan una porción considerable de los creyentes en Cristo de una sociedad determinada.

72. Esto se refiere sobre todo a los países europeos, donde tuvieron inicio estas divisiones, y a América del Norte. En este contexto, y sin hacer de menos las demás visitas, merecen atención especial las que, en el continente europeo, realicé por dos veces a Alemania, en noviembre de 1980 y en abril-mayo de 1987; la visita al Reino Unido (Inglaterra, Escocia y Gales) en mayo-junio de 1982; a Suiza en junio de 1984; y a los Países escandinavos y nórdicos (Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca e Islandia), a donde fui en junio de 1989. En el gozo, el respeto recíproco, la solidaridad cristiana y la oración, me he encontrado con tantos y tantos hermanos, todos comprometidos en la búsqueda de la fidelidad al Evangelio. Constatar todo esto ha sido para mí motivo de gran aliento. Hemos experimentado la presencia del Señor entre nosotros.

Quisiera a este respecto recordar una actitud inspirada por la caridad fraterna y caracterizada por la profunda luz de fe que he vivido con intensa participación. Me refiero a las celebraciones eucarísticas que presidí en Finlandia y Suecia durante mi viaje a los Países escandinavos y nórdicos. En el momento de la comunión, los Obispos luteranos se acercaron al celebrante. Ellos quisieron manifestar con un gesto concordado el deseo de alcanzar el momento en que nosotros, católicos y luteranos, podremos participar en la misma Eucaristía, y quisieron recibir la bendición del celebrante. Con amor, los bendije. El mismo gesto, tan rico de significado, se repitió en Roma durante la misa que presidí en la plaza Farnese con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida, el 6 de octubre de 1991.

He encontrado también sentimientos análogos al otro lado del océano, en Canadá, en septiembre de 1984; y especialmente en septiembre de 1987 en los Estados Unidos, donde se percibe una gran apertura ecuménica. Es el caso, por ejemplo, del encuentro ecuménico en Columbia, en Carolina del Sur el 11 de septiembre de 1987. El hecho de que tengan lugar con regularidad estos encuentros entre los hermanos de la «Posreforma» y el Papa es en sí mismo importante. Estoy profundamente agradecido porque tanto los responsables de las diferentes Comunidades, como las Comunidades en su conjunto, me han acogido de buen grado. Desde este punto de vista considero significativa la celebración ecuménica de la Palabra, tenida en Columbia sobre el tema de la familia.

73. Además es motivo de gran alegría comprobar que durante el período posconciliar y en las Iglesias locales abundan las iniciativas y las acciones en favor de la unidad de los cristianos, las cuales extienden su incidencia directa a las Conferencias episcopales, diócesis y comunidades parroquiales, así como a los distintos movimientos eclesiales.

Colaboraciones realizadas

74. «No todo el que me diga: ¿Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). La coherencia y honestidad de las intenciones y afirmaciones de principio se verifican aplicándolas en la vida concreta. El Decreto conciliar sobre el ecumenismo nota cómo en los otros cristianos «la fe con la que se cree en Cristo produce frutos de alabanza y acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios; se añade, además, un vivo sentido de la justicia y una sincera caridad para con el prójimo».125

Esto último es un terreno fértil no sólo para el diálogo, sino también para una colaboración dinámica: la «fe activa ha producido también no pocas instituciones para aliviar la miseria espiritual y corporal, para cultivar la educación de la juventud, para humanizar las condiciones sociales de vida, para consolidar la paz en el mundo».126

La vida social y cultural ofrece amplios espacios de colaboración ecuménica. Cada vez con más frecuencia los cristianos se unen para defender la dignidad humana, para promover el bien de la paz, la aplicación social del Evangelio, para hacer presente el espíritu cristiano en las ciencias y en las artes. Se unen cada vez más para hacer frente a las miserias de nuestro tiempo: el hambre, las calamidades y la injusticia social.

75. Esta cooperación, que se inspira en el Evangelio mismo, nunca es para los cristianos una mera acción humanitaria. Tiene su razón de ser en la palabra del Señor: «Tuve hambre, y me disteis de comer» (Mt 25, 35). Como ya he señalado, la cooperación de todos los cristianos manifiesta claramente aquel grado de comunión que ya existe entre ellos.127

De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos en la sociedad tiene entonces el valor trasparente de un testimonio dado en común al nombre del Señor. Asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo.

Las divergencias doctrinales que permanecen ejercen un influjo negativo y ponen límites incluso a la colaboración. Sin embargo, la comunión de fe ya existente entre los cristianos ofrece una base sólida no sólo para su acción conjunta en el campo social, sino también en el ámbito religioso.

Esta cooperación facilitará la búsqueda de la unidad. El Decreto sobre el ecumenismo señala que con ella «los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos».128

76. ¿Cómo no recordar, en este contexto, el interés ecuménico por la paz que se manifiesta en la oración y en la acción con una participación creciente de los cristianos y con una motivación teológica cada vez más profunda? No podría ser de otro modo. ¿Acaso no creemos en Jesucristo, Príncipe de la paz? Los cristianos están cada vez más unidos en el rechazo de la violencia, de todo tipo de violencia, desde la guerra a la injusticia social.

Estamos llamados a un esfuerzo cada vez más activo, para que se vea aún más claramente que los motivos religiosos no son la causa verdadera de los conflictos actuales, aunque, lamentablemente, no haya desaparecido el riesgo de instrumentalizaciones con fines políticos y polémicos.

En 1986, en Asís, durante la Jornada Mundial de oración por la paz, los cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales invocaron con una sola voz al Señor de la historia por la paz del mundo. Aquel día, de modo distinto pero paralelo, rezaron por la paz también los Hebreos y los Representantes de las religiones no cristianas, en una sintonía de sentimientos que hicieron vibrar las dimensiones más profundas del espíritu humano.

No quisiera olvidar la Jornada de oración por la paz en Europa, especialmente en los Balcanes, que me llevó como peregrino a la ciudad de san Francisco el 9 y 10 de enero de 1993, y la Misa por la paz en los Balcanes, y en particular en Bosnia-Herzegovina, que presidí el 23 de enero de 1994 en la Basílica de san Pedro en el marco de la Semana de oración por la unidad de los cristianos.

Cuando nuestra mirada recorre el mundo, la alegría invade nuestro ánimo. En efecto, constatamos cómo los cristianos se sienten cada vez más interpelados por el problema de la paz. Lo consideran relacionado íntimamente con el anuncio del Evangelio y con la venida del Reino de Dios.

III. ¿QUANTA EST NOBIS VIA?

Continuar intensificando el diálogo

77. Podemos ahora preguntarnos cuánto camino nos separa todavía del feliz día en que se alcance la plena unidad en la fe y podamos concelebrar en concordia la sagrada Eucaristía del Señor. El mejor conocimiento recíproco que ya se da entre nosotros, las convergencias doctrinales alcanzadas, que han tenido como consecuencia un crecimiento afectivo y efectivo de la comunión, no son suficientes para la conciencia de los cristianos que profesan la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El fin último del movimiento ecuménico es el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados.

En vista de esta meta, todos los resultados alcanzados hasta ahora no son más que una etapa, si bien prometedora y positiva.

78. Dentro del movimiento ecuménico, no es sólo la Iglesia católica, junto con las Iglesias ortodoxas, quien posee esta concepción exigente de la unidad querida por Dios. La tendencia hacia una unidad de este tipo aparece expresada también por otros.129

El ecumenismo implica que las Comunidades cristianas se ayuden mutuamente para que en ellas esté verdaderamente presente todo el contenido y todas las exigencias de «la herencia transmitida por los Apóstoles».130 Sin eso, la plena comunión nunca será posible. Esta ayuda mutua en la búsqueda de la verdad es una forma suprema de caridad evangélica.

La búsqueda de la unidad se ha puesto de manifiesto en varios documentos de las numerosas Comisiones mixtas internacionales de diálogo. En tales textos se trata del Bautismo, de la Eucaristía, del Ministerio y la Autoridad partiendo de una cierta unidad fundamental de doctrina.

De esta unidad fundamental, aunque parcial, se debe pasar ahora a la necesaria y suficiente unidad visible, que se exprese en la realidad concreta, de modo que las Iglesias realicen verdaderamente el signo de aquella comunión plena en la Iglesia una, santa, católica y apostólica que se realizará en la concelebración eucarística.

Este camino hacia la necesaria y suficiente unidad visible, en la comunión de la única Iglesia querida por Cristo, exige todavía un trabajo paciente y audaz. Para ello es necesario no imponer más cargas de las indispensables (cf. Hch 15, 28).

79. Desde ahora es posible indicar los argumentos que deben ser profundizados para alcanzar un verdadero consenso de fe: 1) las relaciones entre la sagrada Escritura, suprema autoridad en materia de fe, y la sagrada Tradición, interpretación indispensable de la palabra de Dios; 2) la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, ofrenda de alabanza al Padre, memorial sacrificial y presencia real de Cristo, efusión santificadora del Espíritu Santo; 3) el Orden, como sacramento, bajo el triple ministerio del episcopado, presbiterado y diaconado; 4) el Magisterio de la Iglesia, confiado al Papa y a los Obispos en comunión con él, entendido como responsabilidad y autoridad en nombre de Cristo para la enseñanza y salvaguardia de la fe; 5) la Virgen María, Madre de Dios e Icono de la Iglesia, Madre espiritual que intercede por los discípulos de Cristo y por toda la humanidad.

En este valiente camino hacia la unidad, la claridad y prudencia de la fe nos llevan a evitar el falso irenismo y el desinterés por las normas de la Iglesia.131 Inversamente, la misma claridad y la misma prudencia nos recomiendan evitar la tibieza en la búsqueda de la unidad y más aún la oposición preconcebida, o el derrotismo que tiende a ver todo como negativo.

Mantener una visión de la unidad que tenga presente todas las exigencias de la verdad revelada no significa poner un freno al movimiento ecuménico.132 Al contrario, significa no contentarse con soluciones aparentes, que no conducirían a nada estable o sólido.133 La exigencia de la verdad debe llegar hasta el fondo. ¿Acaso no es ésta la ley del Evangelio¿

Acogida de los resultados alcanzados

80. Mientras prosigue el diálogo sobre nuevos temas o se desarrolla con mayor profundidad, tenemos una nueva tarea que llevar a cabo: cómo acoger los resultados alcanzados hasta ahora. Estos no pueden quedarse en conclusiones de las Comisiones bilaterales, sino que deben llegar a ser patrimonio común. Para que sea así y se refuercen los vínculos de comunión, es necesario un serio examen que, de modos, formas y competencias diversas, abarque a todo el pueblo de Dios. En efecto, se trata de cuestiones que con frecuencia afectan a la fe, y éstas exigen el consenso universal, que se extiende desde los Obispos a los fieles laicos, todos los cuales han recibido la unción del Espíritu Santo.134 Es el mismo Espíritu que asiste al Magisterio y suscita el sensus fidei.

Para acoger los resultados del diálogo es necesario pues un amplio y cuidadoso proceso crítico que los analice y verifique con rigor su coherencia con la Tradición de fe recibida de los Apóstoles y vivida en la comunidad de los creyentes reunida en torno al Obispo, su legítimo Pastor.

81. Este proceso, que debe hacerse con prudencia y actitud de fe, es animado por el Espíritu Santo. Para que tenga un resultado favorable, es necesario que sus aportaciones sean divulgadas oportunamente por personas competentes. A este respecto, es de gran importancia la contribución que los teólogos y las facultades de teología están llamados a dar en razón de su carisma en la Iglesia. Además es claro que las comisiones ecuménicas tienen, en este sentido, responsabilidades y cometidos muy singulares.

Todo el proceso es seguido y ayudado por los Obispos y la Santa Sede. La autoridad docente tiene la responsabilidad de expresar el juicio definitivo.

En todo esto, será de gran ayuda atenerse metodológicamente a la distinción entre el depósito de la fe y la formulación con que se expresa, como recomendaba el Papa Juan XXIII en el discurso pronunciado en la apertura del Concilio Vaticano II.135

Continuar el ecumenismo espiritual y testimoniar la santidad

82. Se comprende que la importancia de la tarea ecuménica interpele profundamente a los fieles católicos. El Espíritu los invita a un serio examen de conciencia. La Iglesia católica debe entrar en lo que se podría llamar «diálogo de conversión», en donde tiene su fundamento interior el diálogo ecuménico. En ese diálogo, que se realiza ante Dios, cada uno debe reconocer las propias faltas, confesar sus culpas, y ponerse de nuevo en las manos de Aquél que es el Intercesor ante el Padre, Jesucristo.

Ciertamente, en este proceso de conversión a la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, de penitencia y confianza absoluta en el poder reconciliador de la verdad que es Cristo, se halla la fuerza para llevar a buen fin el largo y arduo camino ecuménico. El «diálogo de conversión» de cada comunidad con el Padre, sin indulgencias consigo misma, es el fundamento de unas relaciones fraternas diversas de un mero entendimiento cordial o de una convivencia sólo exterior. Los vínculos de la koinonia fraterna se entrelazan ante Dios y en Jesucristo.

Sólo el ponerse ante Dios puede ofrecer una base sólida para la conversión de los cristianos y para la reforma continua de la Iglesia como institución también humana y terrena,136 que son las condiciones preliminares de toda tarea ecuménica. Uno de los procedimientos fundamentales del diálogo ecuménico es el esfuerzo por comprometer a las Comunidades cristianas en este espacio espiritual, interior, donde Cristo, con el poder del Espíritu, las induce sin excepción a examinarse ante el Padre y a preguntarse si han sido fieles a su designio sobre la Iglesia.

83. He hablado de la voluntad del Padre, del espacio espiritual en el que cada comunidad escucha la llamada a superar los obstáculos para la unidad. Pues bien, todas las Comunidades cristianas saben que una exigencia y una superación de este tipo, con la fuerza que da el Espíritu, no están fuera de su alcance. En efecto, todas tienen mártires de la fe cristiana.137 A pesar del drama de la división, estos hermanos han mantenido una adhesión a Cristo y a su Padre tan radical y absoluta que les ha permitido llegar hasta el derramamiento de su sangre. ¿No es acaso esta misma adhesión la que se pide en esto que he calificado como «diálogo de conversión» ? ¿No es precisamente este diálogo el que señala la necesidad de llegar hasta el fondo en la experiencia de verdad para alcanzar la plena comunión?

84. Si nos ponemos ante Dios, nosotros cristianos tenemos ya un Martirologio común. Este incluye también a los mártires de nuestro siglo, más numerosos de lo que se piensa, y muestra cómo, en un nivel profundo, Dios mantiene entre los bautizados la comunión en la exigencia suprema de la fe, manifestada con el sacrifico de su vida.138 Si se puede morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia. Ya he constatado, y con alegría, cómo la comunión, imperfecta pero real, se mantiene y crece en muchos niveles de la vida eclesial. Considero ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, el martyria hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2, 13).

Si los mártires son para todas las Comunidades cristianas la prueba del poder de la gracia, no son sin embargo los únicos que testimonian ese poder. La comunión aún no plena de nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en la comunión plena de los santos, es decir, de aquéllos que al final de una existencia fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso. Estos santos proceden de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, que les abrieron la entrada en la comunión de la salvación.

Cuando se habla de un patrimonio común se debe incluir en él no sólo las instituciones, los ritos, los medios de salvación, las tradiciones que todas las comunidades han conservado y por las cuales han sido modeladas, sino en primer lugar y ante todo esta realidad de la santidad.139

En la irradiación que emana del «patrimonio de los santos» pertenecientes a todas las Comunidades, el «diálogo de conversión» hacia la unidad plena y visible aparece entonces bajo una luz de esperanza. En efecto, esta presencia universal de los santos prueba la trascendencia del poder del Espíritu. Ella es signo y testimonio de la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal que dividen la humanidad. Como cantan las liturgias, «al coronar sus méritos coronas tu propia obra».140

Donde existe la voluntad sincera de seguir a Cristo, el Espíritu infunde con frecuencia su gracia en formas diversas de las ordinarias. La experiencia ecuménica nos ha permitido comprenderlo mejor. Si en el espacio espiritual interior que he descrito las comunidades saben verdaderamente «convertirse» a la búsqueda de la comunión plena y visible, Dios hará por ellas lo que ha hecho por sus santos. Hará superar los obstáculos heredados del pasado y las guiará, por sus caminos, a donde El quiere: a la koinonia visible que al mismo tiempo es alabanza de su gloria y servicio a su designio de salvación.

85. Ya que Dios en su infinita misericordia puede siempre sacar provecho incluso de las situaciones que se contraponen a su designio, podemos descubrir cómo el Espíritu ha hecho que las contrariedades sirvieran en algunos casos para explicitar aspectos de la vocación cristiana, como sucede en la vida de los santos. A pesar de la división, que es un mal que debemos sanar, se ha producido como una comunicación de la riqueza de la gracia que está destinada a embellecer la koinonia. La gracia de Dios estará con todos aquellos que, siguiendo el ejemplo de los santos, se comprometen a cumplir sus exigencias. Y nosotros, ¿cómo podemos dudar de convertirnos a las expectativas del Padre? El está con nosotros.

Aportación de la Iglesia católica en la búsqueda de la unidad de los cristianos

86. La Constitución Lumen gentium, en una de sus afirmaciones fundamentales recogida por el Decreto Unitatis redintegratio,141 declara que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica.142 El Decreto sobre el ecumenismo señala la presencia en la misma de la plenitud (plenitudo) de los medios de salvación.143 La plena unidad se realizará cuando todos participen de la plenitud de medios de salvación que Cristo ha confiado a su Iglesia.

87. En el camino que conduce hacia la plena unidad, el diálogo ecuménico se esfuerza en suscitar una recíproca ayuda fraterna a través de la cual las comunidades se comprometan a intercambiarse aquello que cada una necesita para crecer según el designio de Dios hacia la plenitud definitiva (cf. Ef 4, 11-13). He afirmado cómo somos conscientes, en cuanto Iglesia católica, de haber recibido mucho del testimonio, de la búsqueda e incluso del modo como las otras Iglesias y Comunidades cristianas han puesto de relieve y vivido ciertos valores cristianos comunes. Entre los progresos alcanzados en los treinta últimos años, se debe destacar el fraterno y recíproco influjo. En la presente etapa,144 este dinamismo de enriquecimiento mutuo debe ser tomado seriamente en consideración. Basado en la comunión que existe ya gracias a los elementos eclesiales presentes en las Comunidades cristianas, no dejará de impulsar hacia la comunión plena y visible, meta ansiada del camino que estamos realizando. Es la expresión ecuménica de la ley evangélica del compartir. Esto me anima a repetir: «Hay que demostrar en cada cosa la diligencia de salir al encuentro de lo que nuestros hermanos cristianos, legítimamente, desean y esperan de nosotros, conociendo su modo de pensar y su sensibilidad 1. Es preciso que los dones de cada uno se desarrollen para utilidad y beneficio de todos».145

El ministerio de unidad del Obispo de Roma

88. Entre todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, la Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad»,146 y que el Espíritu sostiene para que haga partícipes de este bien esencial a todas las demás. Según la hermosa expresión del Papa Gregorio Magno, mi ministerio es el del servus servorum Dei. Esta definición preserva de la mejor manera el riesgo de separar la potestad (y en particular el primado) del ministerio, lo cual estaría en contradicción con el significado de potestad según el Evangelio: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27), dice nuestro Señor Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Por otra parte, como tuve la oportunidad de afirmar con ocasión del importante encuentro con el Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, el 12 de junio de 1984, el convencimiento de la Iglesia católica de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, en el ministerio del Obispo de Roma, el signo visible y la garantía de la unidad, constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos. Por aquello de lo que somos responsables, con mi Predecesor Pablo VI imploro perdón.147

89. Sin embargo es significativo y alentador que la cuestión del primado del Obispo de Roma haya llegado a ser actualmente objeto de estudio, inmediato o en perspectiva, y también es significativo y alentador que este asunto esté presente como tema esencial no sólo en los diálogos teológicos que la Iglesia católica mantiene con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, sino incluso de un modo más general en el conjunto del movimiento ecuménico. Recientemente los participantes en la quinta asamblea mundial de la Comisión «Fe y Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias, celebrada en Santiago de Compostela, recomendaron que esta comisión «inicie un nuevo estudio sobre la cuestión de un ministerio universal de la unidad cristiana».148 Después de siglos de duras polémicas, las otras Iglesias y Comunidades eclesiales escrutan cada vez más con una mirada nueva este ministerio de unidad.149

90. El Obispo de Roma es el Obispo de la Iglesia que conserva el testimonio del martirio de Pedro y de Pablo: «Por un misterioso designio de la Providencia, 2 termina en Roma su camino en el seguimiento de Jesús y en Roma da esta prueba máxima de amor y de fidelidad. También en Roma Pablo, el Apóstol de las Gentes, da el testimonio supremo. La Iglesia de Roma se convertía así en la Iglesia de Pedro y de Pablo».150

En el Nuevo Testamento Pedro tiene un puesto peculiar. En la primera parte de los Hechos de los Apóstoles, aparece como cabeza y portavoz del colegio apostólico, designado como «Pedro... con los Once» (2, 14; cf. también 2, 37; 5, 29). El lugar que tiene Pedro se fundamenta en las palabras mismas de Cristo, tal y como vienen recordadas por las tradiciones evangélicas.

91. El Evangelio de Mateo describe y precisa la misión pastoral de Pedro en la Iglesia: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (16, 17-19). Lucas señala cómo Cristo recomienda a Pedro que confirme a sus hermanos, pero al mismo tiempo le muestra su debilidad humana y su necesidad de conversión (cf. Lc 22, 31-32). Es precisamente como si, desde la debilidad humana de Pedro, se manifestara de un modo pleno que su ministerio particular en la Iglesia procede totalmente de la gracia; es como si el Maestro se dedicara de un modo especial a su conversión para prepararlo a la misión que se dispone a confiarle en la Iglesia y fuera muy exigente con él. Las misma función de Pedro, ligada siempre a una afirmación realista de su debilidad, se encuentra en el cuarto Evangelio: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? 3 Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-19). Es significativo además que según la Primera Carta de Pablo a los Corintios, Cristo resucitado se aparezca a Cefas y luego a los Doce (cf. 15, 5).

Es importante notar cómo la debilidad de Pedro y de Pablo manifiesta que la Iglesia se fundamenta sobre la potencia infinita de la gracia (cf. Mt 16, 17; 2 Cor 12, 7-10). Pedro, poco después de su investidura, es reprendido con severidad por Cristo que le dice: «¡Escándalo eres par mí!» (Mt 16, 23). ¿Cómo no ver en la misericordia que Pedro necesita una relación con el ministerio de aquella misericordia que él experimenta primero? Igualmente, renegará tres veces de Jesús. El Evangelio de Juan señala además que Pedro recibe el encargo de apacentar el rebaño en una triple profesión de amor (cf. 21, 15-17) que se corresponde con su triple traición (cf. 13, 38). Por su parte Lucas, en la palabra de Cristo que ya he citado, a la cual unirá la primera tradición en un intento por describir la misión de Pedro, insiste en el hecho de que deberá «confirmar a sus hermanos cuando haya vuelto» (cf. Lc 22, 32).

92. En cuanto a Pablo, puede concluir la descripción de su ministerio con la desconcertante afirmación que ha recibido de los labios del Señor: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» y puede pues exclamar: «Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 9-10). Esta es una característica fundamental de la experiencia cristiana.

Heredero de la misión de Pedro, en la Iglesia fecundada por la sangre de los príncipes de los Apóstoles, el Obispo de Roma ejerce un ministerio que tiene su origen en la multiforme misericordia de Dios, que convierte los corazones e infunde la fuerza de la gracia allí donde el discípulo prueba el sabor amargo de su debilidad y de su miseria. La autoridad propia de este ministerio está toda ella al servicio del designio misericordioso de Dios y debe ser siempre considerada en este sentido. Su poder se explica así.

93. Refiriéndose a la triple profesión de amor de Pedro, que corresponde a la triple traición, su sucesor sabe que debe ser signo de misericordia. El suyo es un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo. Toda esta lección del Evangelio ha de ser releída continuamente, para que el ejercicio del ministerio petrino no pierda su autenticidad y trasparencia.

La Iglesia de Dios está llamada por Cristo a manifestar a un mundo esclavo de sus culpabilidades y de sus torcidos propósitos que, a pesar de todo, Dios puede, en su misericordia, convertir los corazones a la unidad, haciéndoles acceder a su comunión.

94. Este servicio a la unidad, basado en la obra de la divina misericordia, es confiado, dentro mismo del colegio de los Obispos a uno de aquéllos que han recibido del Espíritu el encargo, no de ejercer el poder sobre el pueblo —como hacen los jefes de las naciones y los poderosos (cf. Mt 20, 25; Mc 10,42)—, sino de guiarlo para que pueda encaminarse hacia pastos tranquilos. Este encargo puede exigir el ofrecer la propia vida (cf. Jn 10, 11-18). Después de haber mostrado que Cristo es «el único Pastor, en el que todos los pastores son uno», san Agustín concluye: «Que todos se identifiquen con el único Pastor y hagan oír la única voz del Pastor, para que la oigan las ovejas y sigan al único Pastor, y no a éste o a aquél, sino al único y que todos en él hagan oír la misma voz, y que no tengan cada uno su propia voz 4 Que las ovejas oigan esta voz, limpia de toda división y purificada de toda herejía».151 La misión del Obispo de Roma en el grupo de todos los Pastores consiste precisamente en «vigilar» (episkopein) como un centinela, de modo que, gracias a los Pastores, se escuche en todas las Iglesias particulares la verdadera voz de Cristo-Pastor. Así, en cada una de estas Iglesias particulares confiadas a ellos se realiza la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Todas las Iglesias están en comunión plena y visible porque todos los Pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo.

El Obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria, debe asegurar la comunión de todas las Iglesias. Por esta razón, es el primero entre los servidores de la unidad. Este primado se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la trasmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana. Corresponde al Sucesor de Pedro recordar las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los Pastores en comunión con él. Puede incluso —en condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I— declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe.152 Testimoniando así la verdad, sirve a la unidad.

95. Todo esto, sin embargo, se debe realizar siempre en la comunión. Cuando la Iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos «vicarios y legados de Cristo».153 El Obispo de Roma pertenece a su «colegio» y ellos son sus hermanos en el ministerio.

Lo que afecta a la unidad de todas las Comunidades cristianas forma parte obviamente del ámbito de preocupaciones del primado. Como Obispo de Roma soy consciente, y lo he reafirmado en esta Carta encíclica, que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva. Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos «por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina».154

De este modo el primado ejercía su función de unidad. Dirigiéndome al Patriarca ecuménico, Su Santidad Dimitrios I, he afirmado ser consciente de que «por razones muy diversas, y contra la voluntad de unos y otros, lo que debía ser un servicio pudo manifestarse bajo una luz bastante distinta. Pero 5 por el deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como Obispo de Roma, a ejercer ese ministerio 6 Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros».155

96. Tarea ingente que no podemos rechazar y que no puedo llevar a término solo. La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su grito «que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21)?

La comunión de todas las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma: condición necesaria para la unidad

97. La Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial —en el designio de Dios— para la comunión plena y visible. En efecto, es necesario que la plena comunión, que encuentra en la Eucaristía su suprema manifestación sacramental, tenga su expresión visible en un ministerio en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de la propia fe. La primera parte de los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro como el que habla en nombre del grupo apostólico y sirve a la unidad de la comunidad, y esto respetando la autoridad de Santiago, cabeza de la Iglesia de Jerusalén. Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos.

¿No es acaso de un ministerio así del que muchos de los que están comprometidos en el ecumenismo sienten hoy necesidad? Presidir en la verdad y en el amor para que la barca —hermoso símbolo que el Consejo Ecuménico de las Iglesias eligió como emblema— no sea sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a puerto.

Plena unidad y evangelización

98. El movimiento ecuménico de nuestro siglo, más que las iniciativas ecuménicas de siglos pasados, cuya importancia sin embargo no debe subestimarse, se ha distinguido por una perspectiva misionera. En el versículo se san Juan que sirve de inspiración y orienta —«que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21)— se ha subrayado para que el mundo crea con tanta fuerza que se corre el riesgo de olvidar a veces que, en el pensamiento del evangelista, la unidad es sobre todo para gloria del Padre. De todos modos, es evidente que la división de los cristianos está en contradicción con la Verdad que ellos tienen la misión de difundir y, por tanto, perjudica gravemente su testimonio. Lo comprendió y afirmó bien mi Predecesor el Papa Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: «En cuanto evangelizadores, nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia 7 Dicho esto, queremos subrayar el signo de la unidad entre todos los cristianos, como camino e instrumento de evangelización. La división de los cristianos constituye una situación de hecho grave, que viene a cercenar la obra misma de Cristo».156

En efecto, ¿cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos? Si es cierto que la Iglesia, movida por el Espíritu Santo y con la promesa de la indefectibilidad, ha predicado y predica el Evangelio a todas las naciones, es también cierto que ella debe afrontar las dificultades que se derivan de las divisiones. ¿Contemplando a los misioneros en desacuerdo entre sí, aunque todos se refieran a Cristo, sabrán los incrédulos acoger el verdadero mensaje? ¿No pensarán que el Evangelio es un factor de división, incluso si es presentado como la ley fundamental de la caridad?

99. Cuando afirmo que para mí, Obispo de Roma, la obra ecuménica es «una de las prioridades pastorales» de mi pontificado,157 pienso en el grave obstáculo que la división constituye para el anuncio del Evangelio. Una Comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos. El ecumenismo no es sólo una cuestión interna de las Comunidades cristianas. Refleja el amor que Dios da en Jesucristo a toda la humanidad, y obstaculizar este amor es una ofensa a El y a su designio de congregar a todos en Cristo. El Papa Pablo VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I: «Pueda el Espíritu Santo guiarnos por el camino de la reconciliación, para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad».158

EXHORTACION

100. Dirigiéndome recientemente a los Obispos, al clero y a los fieles de la Iglesia católica para indicar el camino a seguir en vista de la celebración del Gran Jubileo del Año 2000, he afirmado entre otras cosas que «la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia».159 El Concilio es el gran comienzo —como el Adviento— de aquel itinerario que nos lleva al umbral del Tercer Milenio. Considerando la importancia que la Asamblea conciliar atribuyó a la obra de recomposición de la unidad de los cristianos, en esta época nuestra de gracia ecuménica, me ha parecido necesario reafirmar las convicciones fundamentales que el Concilio infundió en la conciencia de la Iglesia católica, recordándolas a la luz de los progresos realizados en este tiempo hacia la comunión plena de todos los bautizados.

No hay duda de que el Espíritu actúa en esta obra y está conduciendo a la Iglesia hacia la plena realización del designio del Padre, en conformidad a la voluntad de Cristo, expresada con un vigor tan ferviente en la oración que, según el cuarto Evangelio, pronunciaron sus labios cuando iniciaba el drama salvífico de su Pascua. Al igual que entonces, también hoy Cristo pide que un impulso nuevo reavive el compromiso de cada uno por la comunión plena y visible.

101. Exhorto pues a mis Hermanos en el episcopado a poner toda su atención en este empeño. Los dos Códigos de Derecho Canónico incluyen entre las responsabilidades del Obispo la de promover la unidad de todos los cristianos, apoyando toda acción o iniciativa dirigida a fomentarla en la conciencia de que la Iglesia es movida a ello por la voluntad misma de Cristo.160 Esto forma parte de la misión episcopal y es una obligación que deriva directamente de la fidelidad a Cristo, Pastor de la Iglesia. Todos los fieles, también, son invitados por el Espíritu de Dios a hacer lo posible para que se afiancen los vínculos de comunión entre todos los cristianos y crezca la colaboración de los discípulos de Cristo: «La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores; y afecta a cada uno según su propia capacidad».161

102. La fuerza del Espíritu de Dios hace crecer y edifica la Iglesia a través de los siglos. Dirigiendo la mirada al nuevo milenio, la Iglesia pide al Espíritu la gracia de reforzar su propia unidad y de hacerla crecer hacia la plena comunión con los demás cristianos.

¿Cómo alcanzarlo? En primer lugar con la oración. La oración debería siempre asumir aquella inquietud que es anhelo de unidad, y por tanto una de las formas necesarias del amor que tenemos por Cristo y por el Padre, rico en misericordia. La oración debe tener prioridad en este camino que emprendemos con los demás cristianos hacia el nuevo milenio.

?Cómo alcanzarlo? Con acción de gracias ya que no nos presentamos a esta cita con las manos vacías: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza 8 intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26) para disponernos a pedir a Dios lo que necesitamos.

¿Cómo alcanzarlo? Con la esperanza en el Espíritu, que sabe alejar de nosotros los espectros del pasado y los recuerdos dolorosos de la separación; El nos concede lucidez, fuerza y valor para dar los pasos necesarios, de modo que nuestro empeño sea cada vez más auténtico.

Si nos preguntáramos si todo esto es posible la respuesta sería siempre: sí. La misma respuesta escuchada por María de Nazaret, porque para Dios nada hay imposible.

Vienen a mi mente las palabras con las que san Cipriano comenta el Padre Nuestro, la oración de todos los cristianos: «Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en concordia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».162

Al alba del nuevo milenio, ¿cómo no pedir al Señor, con impulso renovado y conciencia más madura, la gracia de prepararnos, todos, a este sacrificio de la unidad?

103. Yo, Juan Pablo, humilde servus servorum Dei, me permito hacer mías las palabras del apóstol Pablo, cuyo martirio, unido al del apóstol Pedro, ha dado a esta Sede de Roma el esplendor de su testimonio, y os digo a vosotros, fieles de la Iglesia católica, y a vosotros, hermanos y hermanas de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, «sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros 9. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Cor 13, 11.13).

Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 25 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.



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Laudetur Jesus Christus.
Et Maria Mater ejus. Amen