Veritatis Splendor 2

La libertad y la ley

«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gn 2, 17)

35. Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn 2, 16-17).

Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos.

La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta.

36. La demanda de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas.

Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el concilio Vaticano II60, se ha querido favorecer el diálogo con la cultura moderna, poniendo de relieve el carácter racional —y por lo tanto universalmente comprensible y comunicable— de las normas morales correspondientes al ámbito de la ley moral y natural61. Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.

Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría divina y que, en el estado actual de naturaleza caída, existe la necesidad y la realidad efectiva de la divina Revelación para el conocimiento de verdades morales incluso de orden natural62, han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente «humana», es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado autor de esta ley, a no ser en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre. Ahora bien, estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la sagrada Escritura (cf. Mt 15, 3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia,

que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él.

37. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica63, entre un orden ético —que tendría origen humano y valor solamente mundano—, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta. Naturalmente una autonomía concebida así comporta también la negación de una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien humano». Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en orden a la salvación.

No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.

En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad humana, incorporando los elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía.

«Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)

38. Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II explica así la «verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la imagen divina»: «Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio albedrío", de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección»64. Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno: «El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo»65.

Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador: «Henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía, a la cual la constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las realidades terrenas, la cual significa que «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente»66.

39. No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14), para que busque a su creador y alcance libremente la perfección. Alcanzar significa edificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad, así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.

El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador»67. De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: «Pues sin el Creador la criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida»68.

40. La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina69. La vida moral se basa, pues, en el principio de una «justa autonomía»70 del hombre, sujeto personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación»71. La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales72. Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre73. Sería la muerte de la verdadera libertad: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque, el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17).

41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento...» (Gn 2, 16). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral

significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana.

Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior74.

Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)

42. La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como dice claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello»75. El hombre, en su tender hacia Dios —«el único Bueno»—, debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: «El salmista, después de haber dicho: "sacrificad un sacrificio de justicia" (Sal 4, 6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta pregunta, dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros»76. De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana77.

43. El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable»78.

El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»79; santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin»80. Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sb 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación81. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo Tomás—, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural»82.

44. La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor León XIII ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León XIII se refiere a la «razón más alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos comportamientos: «Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye: «De ello se deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo»83.

El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que él mismo realiza mediante su razón iluminada por la revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la elección y de la alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios. Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 7-8). Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley susurra día y noche!» (Sal 1, 1-2). «La ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de los ojos» (Sal 19, 8-9).

45. La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el «cumplimiento» de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley «interior» (cf. Jr 31, 31-33), «escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Co 3, 3); una ley de perfección y de libertad (cf. 2 Co 3, 17); es «la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Sobre esta ley dice santo Tomás: «Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Ga 5, 6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar»84.

Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación se distingue la ley antigua de la nueva, no se puede olvidar que éstas y otras distinciones útiles se refieren siempre a la ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el hombre. Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la aceptación de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad.

«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm 2, 15)

46. El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy con una fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del concilio de Trento85. La época contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica —e incluso el conflicto— entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la «naturaleza» sometiera totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos. Aún hoy día las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales parecen a muchos como los únicos factores realmente decisivos de las realidades humanas. En este contexto, incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales. Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentir la tentación de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, según un resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría.

En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha construido, es decir, la cultura, como obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre disponible. Esto significa, en último término, definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!

47. En este contexto han surgido las objeciones de fisicismo y naturalismo contra la concepción tradicional de la ley natural. Ésta presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, sobre esa base, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante argumento biologista o naturalista estaría presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial. Ahora bien, según el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus comportamientos. Este decidir el sentido debería tener en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos de comportamiento y el significado que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental del amor a Dios y al prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» y de él espera una propia y racional formación de su vida. El amor al prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un respeto a su libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las llamadas inclinaciones naturales, establecerían al máximo —como suele decirse— una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista de las situaciones.

48. Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural.

Una libertad que pretenda ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto de significado y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento que las finalidades de esas inclinaciones serían sólo bienes «físicos», llamados por algunos premorales. Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo.

Esta teoría moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su libertad. Contradice las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano, cuya alma racional es «per se et essentialiter» la forma del cuerpo86. El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo —«corpore et anima unus»87— en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan, igualmente, el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales. La persona, mediante la luz de la razón y la ayuda de la virtud, descubre en su cuerpo los signos precursores, la expresión y la promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador. Es a la luz de la dignidad de la persona humana —que debe afirmarse por sí misma— como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio.

49. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la sagrada Escritura y de la Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una libertad espiritual, puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos (cf. 1 Co 6, 19). El apóstol Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los «impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces» (cf. 1 Co 6, 9-10). Esta condena —citada por el concilio de Trento88— enumera como pecados mortales, o prácticas infames, algunos comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos.

50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la «naturaleza de la persona humana»89, que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. «La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo»90. Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal»91, se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios.

La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas.

«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)

51. El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también sobre la interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural, principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas —se pregunta san Agustín— ...sino en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo»92.

Precisamente gracias a esta «verdad» la ley natural implica la universalidad. En cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza93.

La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño.

52. Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables94; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para «la misma vocación y destino divino»95. Estas leyes universales y permanentes corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos.

Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.

La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos...: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso» (Mt 19, 17-18).

53. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad»96 válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?

No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al «principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19, 1-9). En este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos»97. Él es el Principio que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo 98.

Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad. Esta verdad de la ley moral —igual que la del depósito de la fe— se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem sensu eademque sententia»99 según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica100.

Conciencia y verdad

El sagrario del hombre

54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el corazón de la persona, o sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de su conciencia —afirma el concilio Vaticano II—, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)»101.

Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la interpretación que se da a la conciencia moral. En este sentido, las tendencias culturales recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.

55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes normas —afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida personal y social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella»102. Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.

Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.

56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.

Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de la conciencia.

El juicio de la conciencia

57. El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural, indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y también los defienden» (Rm 2, 14-15).

Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.

58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre. «La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar»103. Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre»104.

59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de testigo, sino que manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rm 2, 15). El término razonamientos evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).

El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, que, como una chispa indestructible («scintilla animae»), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra en última instancia la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso particular»105.

60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano»106.

61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.

Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.

Buscar la verdad y el bien

62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega»107. Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.

Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).

La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.

En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.

63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea108. El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).

La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado»109. Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).

64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien110. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).

Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana»111. Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.

La elección fundamental y los comportamientos concretos

«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)

65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.

Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.

De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las elecciones de comportamientos particulares intramundanos, es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males premorales o físicos, que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.

66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad"»112. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento —al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19, 21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).

La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.

67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.

Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.

68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.

En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios»113. Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza eterna»114. «La gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal»115.

Pecado mortal y venial

69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y los pecados veniales; subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante —y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación eterna—, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que se realiza a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la materia misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según el grado de compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no según la materia de dicho acto.

70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción entre pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el Sínodo de los obispos de 1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento»116.

La afirmación del concilio de Trento no considera solamente lamateria grave del pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el pleno conocimiento y consentimiento deliberado. Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal»117.

De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por las circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina («conversio ad creaturam»). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave»118.

IV. El acto moral

Teleología y teleologismo

71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a él, la perfección feliz y plena119.

Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos120. Éstos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos»121.

72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es «Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.

La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena122. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido

en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.

73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo123. Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo de Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres buenos»124.

En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).

Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).

74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura esta ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Sólamente depende de la intención que sea conforme al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias —y, en particular, de las consecuencias— que contra distinguen el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo de los actos humanos?

Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de la Iglesia.

Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximalizar los bienes y minimizar los males.

Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.

75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto moral autónoma—, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada.

Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc).

En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral, sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su rectitud, sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían calificados como rectos o equivocados, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena o mala. De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una responsable ponderación de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en virtud de la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.

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