De la pública lectura de libros prohibidos en la Iglesia

[De orat. § 29]

68. La alabanza con que en gran manera recomienda el Sínodo los comentarios de Quesnel al Nuevo Testamento y otras obras de otros autores que favorecen los errores quesnelianos, aunque sean obras prohibidas, y se las propone a los párrocos para que cada uno las lea en su parroquia después de las demás funciones, como si estuvieran llenas de los sólidos principios de la religión, es falsa, escandalosa, temeraria, sediciosa, injuriosa a la Iglesia y favorecedora del cisma y la herejía.

De las sagradas imágenes

[De orat. 17]

69. La proposición que, de modo general e indistintamente, señala entre las imágenes que han de ser quitadas de la Iglesia, como que dan ocasión de error a los rudos, las imágenes de la Trinidad incomprensible, es, por su generalidad, temeraria y contraria a la piadosa costumbre frecuentada en la Iglesia, como si no hubiera imágenes de la santísima Trinidad comúnmente aprobadas y que pueden con seguridad ser permitidas (del Breve Sollicitudini nostrae de BENEDICTO XIV, del año 1745).

70. Igualmente la doctrina y prescripción que reprueba de modo general todo culto especial que los fieles suelen especial mente tributar a alguna imagen y acudir a ella más bien que a otra, es temeraria, perniciosa e injuriosa no sólo a la costumbre frecuentada en la Iglesia, sino también a aquel orden de la providencia por el que Dios quiso que fuese así, y no que en todas las capillas de los Santos se cumplieran estas cosas, pues divide sus propios dones a cada uno como quiere (de SAN AGUST., Epist. 78 al Clero, ancianos y a todo el pueblo de la Iglesia de Hipona).

71. Igualmente la que veda que las imágenes, particularmente las de la bienaventurada Virgen, se distingan por otros títulos que las denominaciones análogas con los misterios de que se hace mención expresa en la Sagrada Escritura; como si no pudiera adscribirse a las imágenes otras piadosas denominaciones, que la Iglesia aprueba y recomienda en las mismas preces públicas: es temeraria, ofensiva a los oídos piadosos e injuriosa a la veneración debida especialmente a la bienaventurada Virgen.

72. Igualmente, la que quiere extirpar como un abuso la costumbre de guardar veladas algunas imágenes, es temeraria y contraria al uso frecuentado en la Iglesia e introducido para fomentar la piedad de los fieles.

De las fiestas

[Libell. memor. pro fest. retorm, § 3[

73. La proposición que enuncia que la institución de nuevas: fiestas ha tenido su origen del descuido en observar las antiguas y de las falsas nociones sobre la naturaleza y fin de las mismas solemnidades, es falsa, temeraria, escandalosa, injuriosa a la Iglesia y favorecedora de las injurias de los herejes contra los días festivos celebrados en la Iglesia.

[Ibid. § 8]

74. La deliberación del Sínodo sobre transferir al domingo las fiestas instituidas durante el año —y eso por el derecho que dice estar persuadido competirle al obispo sobre la disciplina eclesiástica en orden a las cosas meramente espirituales— y, por ende, sobre la derogación del precepto de oir Misa en los días en que (por antigua ley de la Iglesia) vige aún ese precepto; además, en lo que añade sobre transferir al Adviento, por autoridad episcopal, los ayunos que durante el año han de guardarse por precepto de la Iglesia, en cuanto sienta que es licito al obispo, por propio derecho, transferir los días prescritos por la Iglesia para celebrar las fiestas y ayunos o derogar el precepto promulgado (v. 1.: introducido) de oir Misa — es proposición falsa, lesiva del derecho de los Concilios universales y de los Sumos Pontífices, escandalosa y favorecedora del cisma.

De los juramentos

[Libell. memor. pro iuram. refarm. § 4]

75. La doctrina que afirma que en los tiempos bienaventurados de la Iglesia naciente los juramentos fueron estimados tan ajenos a las enseñanzas del divino Maestro y a la áurea sencillez evangélica, que el mismo jurar sin extrema e ineludible necesidad hubiera sido reputado acto irreligioso e indigno del hombre cristiano; y además, que la serie continua de los Padres demuestra que los juramentos por común sentimiento fueron tenidos por vedados y de ahí pasa a reprobar los juramentos, que la curia eclesiástica, siguiendo, según dice, la norma de la jurisprudencia feudal, adoptó en las investiduras y en las mismas sagradas ordenaciones de los obispos, y establece, por tanto, que debe pedirse a la potestad civil una ley para abolir los juramentos que incluso en las curias eclesiásticas se exigen para recibir los cargos y oficios y, en general, para todo acto curial, es falsa, injuriosa a la Iglesia, lesiva del derecho eclesiástico y subversiva de la disciplina introducida y aprobada por los cánones.

De las colaciones eclesiásticas

[De collat. eccles. § 1]

76. La invectiva con que el Sínodo ataca a la Escolástica, como la que abrió el camino para inventar sistemas nuevos y discordantes entre si acerca de las verdades de mayor precio y que finalmente condujo al probabilismo y al laxismo en cuanto echa sobre la Escolástica los vicios de los particulares que pudieron abusar o abusaron de ella—, es falsa, temeraria, injuriosa contra santísimos varones y doctores que cultivaron la Escolástica con grande bien de la religión católica y favorecedora de los denuestos malévolos de los herejes contra ella.

[Ibid.]

77. Igualmente en lo que añade que el cambio de la forma del régimen de la Iglesia, por el que ha sucedido que los ministros de ella vinieron a olvidarse de sus derechos que son juntamente sus obligaciones, condujo finalmente a hacer olvidar las primitivas nociones del ministerio eclesiástico y de la solicitud pastoral —como si por el conveniente cambio de régimen de la disciplina constituída y aprobada en la Iglesia, pudiera jamás olvidarse y perderse la primitiva noción del ministerio eclesiástico o de la solicitud pastoral— es proposición falsa, temeraria y errónea.

[§ 4]

78. La prescripción del Sínodo sobre el orden de las materias que deben tratarse en las conferencias, en la que, después de advertir previamente cómo en cualquier artículo debe distinguirse lo que toca a la fe y a la esencia de la religión de lo que es propio de la disciplina, añade que en esta misma disciplina hay que distinguir lo que es necesario o útil para mantener a los fieles en el espíritu, de lo que es inútil o más oneroso de lo que sufre la libertad de los hijos de la Nueva Alianza, y más todavía, de lo que es peligroso o nocivo, como que induce a la superstición o al materialismo, en cuanto por la generalidad de las palabras comprende y somete al examen prescrito hasta la disciplina constituida y aprobada por la Iglesia —como si la Iglesia que se rige por el Espíritu de Dios, pudiera constituir disciplina no sólo inútil y más onerosa de lo que sufre la libertad cristiana, sino peligrosa, nociva e inducente a la superstición y al materialismo—, es falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos, injuriosa a la Iglesia y al Espíritu de Dios por el que ella se rige, y por lo menos errónea.

Denuestos contra algunas sentencias todavía discutidas en las escuelas católicas

[Orat. ad synod. § l]

79. La aserción que ataca con denuestos e injurias las sentencias que se discuten en las escuelas católicas y sobre las cuales la Sede Apostólica nada ha juzgado todavía que deba definirse o pronunciarse, es falsa, temeraria, injuriosa contra las escuelas católicas y derogadora de la obediencia debida a las constituciones apostólicas.

[E. Errores sobre la reforma de los regulares]

De las tres reglas puestas como fundamento por el Sínodo para la reforma de los regulares

[LibelI. memor. pro reform. regular. § 9]

80. La regla I que establece universalmente y sin discriminación: que el estado regular o monástico es por su naturaleza incompatible con la cura de almas y con los cargos de la vida pastoral, y que, por ende, no puede venir a formar parte de la jerarquía eclesiástica, sin que pugne de frente con los principios de la misma vida monástica, es falsa, perniciosa, injuriosa contra santísimos padres y prelados de la Iglesia que unieron las instituciones de la vida regular con los cargos del orden clerical, contraria a la piadosa, antigua y aprobada costumbre de la Iglesia y a las sanciones de los sumos Pontífices, como si los monjes a quienes recomienda la gravedad de sus costumbres y la santa institución de vida y fe, no se agregaran a los oficios de los clérigos, no sólo legítimamente y sin ofensa de la religión, sino también con gran utilidad de la Iglesia (de la Epist. decret. de San Siricio a Himerio Tarracon. e. 13 [v. 90] l.

81. Igualmente, en lo que añade que los santos Tomás y Buenaventura de tal modo procedieron en la defensa de los institutos de los mendicantes, contra hombres eminentes, que en sus alegatos hubiera sido de desear menos calor y más exactitud, es escandalosa, injuriosa contra santísimos doctores y favorecedora de las impías injurias de autores condenados.

82. La regla II de que la multiplicación de las órdenes y su diversidad trae naturalmente perturbación y confusión; igualmente en lo que anteriormente advierte § 4, que los fundadores de regulares que aparecieron después de los institutos monásticos, sobreañadiendo órdenes a ordenes, reformas a reformas, no hicieron otra cosa que dilatar más y más la primera causa del mal, entendida de las órdenes e institutos aprobados por la Santa Sede —como si la distinta variedad de piadosos ministerios a que las distintas órdenes están dedicadas, debiera producir por su naturaleza perturbación y confusión—, es falsa, calumniosa e injuriosa, ora contra los santos fundadores y sus fieles discípulos, ora contra los mismos Sumos Pontífices.

83. La regla III por la que después de sentar previamente que un pequeño cuerpo que vive dentro de la sociedad civil sin que sea verdaderamente parte de ella y que fija su pequeña monarquía dentro del Estado es siempre peligroso, y seguidamente con este pretexto acusa a los monasterios particulares unidos de un modo especial por el vinculo del común instituto bajo una sola cabeza, como otras tantas monarquías especiales, peligrosas y nocivas a la república civil, es falsa, temeraria, injuriosa contra los institutos regulares aprobados por la Santa Sede para el provecho de la religión y favorecedora de los ataques y calumnias de los herejes contra esos mismos institutos.

Del sistema o conjunto de ordenaciones deducido de las reglas alegadas y comprendido en los ocho artículos siguientes para la reforma de los regulares

[§ 10]

84. Art. I. Debe mantenerse en la Iglesia una sola orden y elegirse con preferencia a las demás la regla de San Benito, ora por su excelencia, ora por los preclaros merecimientos de aquella orden; de tal modo, sin embargo, que en aquellos puntos que tal vez ocurran menos acomodados a la condición de los tiempos, sea el modo de vida instituído en Port-Royal el que dé luz para averiguar sobre qué convenga añadir o quitar.

Art. II. Quienes se incorporaren a esta orden, no han de formar parte de la jerarquía eclesiástica, ni ser promovidos a las sagradas órdenes, fuera de uno o dos a lo sumo, que han de ser iniciados como curatos o capellanes del monasterio, permaneciendo los demás en la simple clase de los legos.

Art. III. Sólo debe admitirse un monasterio en cada ciudad, y ése colocarlo fuera de las murallas de la misma, en lugares suficientemente ocultos y apartados.

Art. IV. Entre las ocupaciones de la vida monástica debe inviolablemente guardarse su parte al trabajo manual, dejado, sin embargo, el tiempo conveniente para gastarlo en la salmodia, o, si alguno tiene ese gusto, en el estudio de las letras; la salmodia debiera ser moderada, porque su extensión exagerada engendra precipitación, molestia y distracción; cuanto más se han aumentado las salmodias, oraciones y rezos, otro tanto, en todo tiempo, con exacta proporción, se ha disminuído el fervor y la santidad de los regulares.

Art. V. No debiera admitirse distinción alguna entre monjes dedicados al coro o a los oficios; semejante desigualdad suscitó en todo tiempo gravísimos pleitos y discordias, y expulsó de las comunidades de regulares el espíritu de caridad.

Art. VI. El voto de perpetua estabilidad nunca debe tolerarse; no lo conocían aquellos antiguos monjes que fueron, sin embargo, el consuelo de la Iglesia y el ornamento del cristianismo; los votos de castidad, pobreza y obediencia no se admitirán a modo de regla estable. Si alguno quisiere hacer esos votos, todos o algunos, pedirá consejo y permiso al obispo, el cual, sin embargo, nunca permitirá que sean perpetuos, ni excederán el término de un año; sólo se dará facultad de renovarlos bajo las mismas condiciones.

Art. VII. Será competencia del obispo todo género de inspección sobre la vida de aquéllos, sus estudios, progreso en la piedad; a él tocará admitir y expulsar a los monjes, oído siempre, no obstante, el consejo de sus compañeros.

Art. VIII. Los regulares de las órdenes que aún quedan, aunque sean sacerdotes, podrían ser admitidos en este monasterio, a condición de que desearan dedicarse en silencio y soledad a su propia santificación —en cuyo caso habría lugar a dispensación en la regla establecida en el n. II—, a condición, sin embargo, de que no sigan una regla de vida distinta a la de los demás, hasta el punto que no se celebren más que una o a lo sumo dos misas al día, y debe bastarles a los demás sacerdotes celebrar juntamente con la comunidad.

Igualmente para la reforma de las monjas

[§ 11]

Los votos perpetuos no deben admitirse hasta los 40 ó 45 años; las monjas deben ser dedicadas a sólidos ejercicios, especialmente al trabajo, y ser apartadas de la espiritualidad carnal por la que están retenidas la mayoría de ellas; debe considerarse si, por lo que a ellas toca, sería bastante dejar un monasterio en la ciudad.

Es sistema subversivo de la disciplina vigente y ya de antiguo aprobada y recibida, pernicioso, opuesto e injurioso a las constituciones apostólicas y a las sanciones de muchos Concilios, hasta universales, y especialmente del Tridentino, y favorecedor de los denuestos y calumnias de los herejes contra los votos monásticos e institutos regulares, entregados a una más estable profesión de los consejos evangélicos.

[F. Errores] sobre la convocación de un Concilio nacional

[Libell. memor. pro convoc. conc. nation. § 1]

85. La proposición que enuncia que basta cualquier conocimiento de la historia eclesiástica para que cada uno deba confesar que la convocación del Concilio nacional es una de las vías canónicas para terminar en las Iglesias de las respectivas naciones las controversias que tocan a la religión, entendida en el sentido de que las controversias que tocan a la fe y costumbres surgidas en una Iglesia cualquiera pueden terminarse con juicio irrefragable por medio de un Concilio nacional —como si la inerrancia en materia de fe y costumbres compitiera al Concilio nacional—, es cismática y herética.

Mandamos, pues, a todos los fieles de Cristo de ambos sexos no se atrevan a sentir, enseñar, predicar de dichas proposiciones y doctrinas contra lo que en esta Constitución nuestra está declarado; de suerte que quienquiera las enseñare, defendiere o publicare, todas o alguna de ellas, conjunta o separadamente, o tratare de ellas, aun disputando, pública o privadamente, si no fuere acaso impugnándolas, quede sometido, por el mero hecho, sin otra declaración, a las censuras eclesiásticas y a las demás penas por derecho establecidas contra quienes perpetran actos semejantes.

Por lo demás, por esta expresa reprobación de las predichas proposiciones y doctrinas, en modo alguno intentamos aprobar lo demás que en el mismo libro se contiene, como quiera, mayormente, que en él han sido halladas muchas proposiciones y doctrinas ora afines a las que arriba quedan condenadas, ora que no sólo demuestran temerario desprecio de la doctrina y disciplina común y recibida, sino particularmente ánimo hostil hacia los Romanos Pontífices y la Sede Apostólica. Dos cosas especialmente creemos que deben ser notadas, que si no con mala intención, sí al menos con harta imprudencia se les escaparon al Sínodo acerca del augustísimo misterio de la Santísima Trinidad (§ 2 del Decr. de fide) y que fácilmente pudieran inducir a error, sobre todo a los rudos e incautos.

Primero, que después de haber debidamente advertido que Dios permanece uno y simplicísimo en su ser, al añadir seguidamente que el mismo Dios se distingue en tres personas, malamente se aparta de la forma común y aprobada en las instituciones de la doctrina cristiana, por la que Dios se llama ciertamente uno “en tres personas distintas”, no “distinto en tres personas”; con ese cambio de la fórmula, por la fuerza de las palabras, se desliza el peligro de error de que la esencia divina sea tenida por distinta en las tres personas, siendo así que la fe católica de tal modo la confiesa una en las personas distintas, que a la vez la proclama en sí totalmente indistinta.

Segundo, lo que enseña de las mismas tres divinas personas, que ellas según sus propiedades personales e incomunicables, hablando más exactamente se expresan o llaman Padre, “Verbo”” y Espíritu Santo; como si el nombre de “Hijo” fuera menos propio y exacto, cuando está consagrado por tantos lugares de la Escritura, por la voz misma del Padre bajada de los cielos y de la nube, ora por la fórmula del bautismo prescrita por Cristo, ora por aquella preclara confesión en que Pedro fue por Cristo mismo proclamado “bienaventurado”, y no se hubiera más bien de mantener lo que, por Agustín enseñado, enseñó a su vez el maestro angélico “El nombre de Verbo importa la misma propiedad que el de Hijo”, como quiera que dice Agustín: “En tanto se llama Verbo en cuanto es Hijo”.

Ni debe tampoco pasarse en silencio aquella insigne temeridad, llena de fraudulencia, del Sínodo, que tuvo la audacia no sólo de exaltar con amplísimas alabanzas la declaración de la junta galicana del año 1682 [v. 1322 ss] de tiempo atrás reprobada por la Sede Apostólica, sino de incluirla insidiosamente en el decreto titulado “de la fe”, a fin de procurarle mayor autoridad, de adoptar abiertamente los artículos en aquélla contenidos y de sellar, por la pública y solemne profesión de estos artículos, lo que de modo disperso se enseña a lo largo de ese mismo decreto. Con lo cual no sólo se nos ofrece a nosotros una razón mucho más grave de rechazar el Sínodo que la que nuestros predecesores tuvieron para rechazar aquellos comicios o juntas, sino que se infiere no leve injuria a la misma Iglesia galicana, a la que el Sínodo juzgó digna de que su autoridad fuera invocada para patrocinar los errores de que aquel decreto está contaminado.

Por eso, si las actas de la junta galicana, apenas aparecieron las reprobaron, rescindieron y declararon nulas e inválidas nuestro predecesor, el venerable Inocencio XI por sus Letras en forma de breve del día 11 de abril del año 1682, y luego más expresamente Alejandro VIII por la constitución Inter multiplices del día 4 de agosto de 1680 [v. 1322 ss] en razón de su cargo apostólico; mucho más fuertemente exige de nosotros la solicitud pastoral reprobar y condenar la reciente adopción de ellas, afectada de tantos vicios, hecha en el Sínodo, como temeraria, escandalosa, y, sobre todo después de los decretos publicados por nuestros predecesores, injuriosa en sumo grado para esta Sede Apostólica, como por la presente Constitución nuestra la reprobamos y condenamos y queremos sea tenida por reprobada y condenada.

PIO VII, 1800-1823

Sobre la indisolubilidad del matrimonio

[Del Breve a Carlos de Dalberg, arzobispo de Maguncia, de 8 de noviembre de 1803]

El Sumo Pontífice, a las dudas propuestas, responde entre otras cosas: Que la sentencia de los tribunales laicos y de las juntas católicas, por las que principalmente se declara la nulidad de los matrimonios y se atenta a la disolución de su vínculo, ningún valor y ninguna fuerza absolutamente pueden conseguir ante la Iglesia...

Que aquellos párrocos que con su presencia aprueben y con su bendición confirmen estas nupcias, cometerán un gravísimo pecado y traicionarán su sagrado ministerio; porque no deben ésas ser llamadas nupcias, sino uniones adulterinas...

De las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Carta Magno et acerbo, al arzobispo de Mohilev, de 3 de septiembre de 1816]

De grande y amargo dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no hace mucho tomado, de divulgar corrientemente en cualquier lengua vernácula los libros sacratísimos de la Biblia, con interpretaciones nuevas y publicadas al margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas astutamente torcidas a sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de tales versiones que nos han sido traídas, advertimos que se prepara tal ruina contra la santidad de la más pura doctrina que fácilmente beberán los fieles un mortal veneno, de aquellas fuentes de que debieran sacar aguas de saludable sabiduría [Eccli. 15, 8]...

Porque debieras haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron también nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de resultar más daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite sola la edición Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio Tridentino [v. 785 s], rechaza las versiones de las otras lenguas y sólo permite aquellas que se publican con anotaciones oportunamente tomadas de los escritos de los Padres y doctores católicos, a fin de que tan gran tesoro no esté abierto a las corruptelas de las novedades y para que la Iglesia, difundida por todo el orbe, sea de un solo labio y de las mismas palabras [Gen. 11, 1].

A la verdad, como en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas vicisitudes, variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de las versiones bíblicas se destruiría aquella inmutabilidad que dice con los testimonios divinos, y la misma fe vacilaría, sobre todo cuando alguna vez se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola silaba. Por eso los herejes tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas maquinaciones a ese campo, para meter violentamente por insidias cada uno sus errores, envueltos en el aparato más santo de la divina palabra, editando biblias vernáculas, de cuya maravillosa variedad y discrepancia, sin embargo, ellos mismos se acusan y se arañan. “Porque no han nacido las herejías, decía San Agustín, sino porque las Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se entiende, se afirma también temeraria y audazmente”.

Ahora bien, si nos dolemos que hombres muy conspicuos por su piedad y sabiduría han fallado no raras veces en la interpretación de las Escrituras, ¿qué no es de temer si éstas son entregadas para ser libremente leidas, trasladadas a cualquier lengua vulgar, en manos del vulgo ignorante, que las más de las veces no juzga por discernimiento alguno, sino llevado de cierta temeridad?...

Por lo cual, con cabal sabiduría mandó nuestro predecesor Inocencio III en aquella célebre epístola a los fieles de la Iglesia de Metz lo que sigue: “Mas los arcanos misterios de la fe no deben ser corrientemente expuestos a todos, como quiera que no por todos pueden ser corrientemente entendidos, sino sólo por aquellos que pueden concebirlos con fiel entendimiento. Por lo cual, a los más sencillos, dice el Apóstol, como a pequeñuelos en Cristo, os di leche por bebida, no comida [1 Cor. 3, 2]. De los mayores, en efecto, es la comida sólida, como a otros decía él mismo: La sabiduría... la hablamos entre perfectos [1 Cor. 2, 6]; mas entre vosotros, yo no juzgué que sabía nada, sino a Jesucristo, y éste crucificado [1 Cor. 2, 2]. Porque es tan grande la profundidad de la Escritura divina, que no sólo los simples e iletrados, mas ni siquiera los prudentes y doctos bastan plenamente para indagar su inteligencia. Por lo cual dice la Escritura que muchos desfallecieron escudriñando con escrutinio [Ps. 63, 7].

“De ahí que rectamente fue establecido antiguamente en la ley divina que la bestia que tocara al monte, fuera apedreada [Hebr. 12, 20; Ex. 19, 12 s], es decir, que ningún simple e indocto presuma tocar a la sublimidad de la Sagrada Escritura ni predicarla a otros. Porque está escrito: No busques cosas más altas que tú [Eccli. 3, 22]. Por lo que dice el Apóstol: No saber más de lo que es menester saber, sino saber con sobriedad [Rom. 12, 3]”. Y conocidísimas son las Constituciones no sólo del hace un instante citado Inocencio III, sino también de Pío IV, de Clemente VIII y de Benedicto XIV, en que se precavía que, de estar a todos patente y al descubierto la Escritura, no se envileciera tal vez y estuviera expuesta al desprecio o, por ser mal entendida por los mediocres, indujera a error. En fin, cuál sea la mente de la Iglesia sobre la lectura e interpretación de la Escritura, conózcalo clarísimamente tu fraternidad por la preclara Constitución Unigenitus de otro predecesor nuestro, Clemente XI, en que expresamente se reprueban aquellas doctrinas por las que se afirmaba que en todo tiempo, en todo lugar y para todo género de personas, es útil y necesario conocer los misterios de la Sagrada Escritura, cuya lectura se afirmaba ser para todos y que es dañoso apartar de ella al pueblo cristiano, y más aún, cerrar para los fieles la boca de Cristo, arrebatar de sus manos el Nuevo Testamento [Prop. 79-85 de Quesnell; v. 1429-1435].

LEON XII, 1823-1829

Sobre las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Ubi  primum, de 5 de mayo de 1824]

...La iniquidad de nuestros enemigos llega a tanto que, aparte el aluvión de libros perniciosos, por sí mismo hostil a la religión, se esfuerzan también en convertir en detrimento de la religión las Sagradas Letras, que nos fueron divinamente dadas para edificación de la religión misma. No se os oculta, Venerables Hermanos, que cierta Sociedad vulgarmente llamada bíblica recorre audazmente todo el orbe y, despreciadas las tradiciones de los santos Padres, contra el conocidísimo decreto del Concilio Tridentino [v. 786], juntando para ello sus fuerzas y medios todos, intenta que los Sagrados Libros se viertan o más bien se perviertan en las lenguas vulgares de todas las naciones...

Para alejar esta calamidad, nuestros predecesores publicaron varias Constituciones... [por ejemplo: Pío VII; V. 1602 ss] ...Nosotros también, conforme a nuestro cargo apostólico, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que os esforcéis a todo trance por apartar a vuestra grey de estos mortíferos pastos. Argüid, rogad, instad oportuna e importunamente, con toda paciencia y doctrina [2 Tim. 4, 2] a fin de que vuestros fieles, adheridos al pie de la letra a las reglas de nuestra Congregación del Indice, se persuadan que si los Sagrados Libros se permiten corrientemente y sin discernimiento en lengua vulgar, de ello ha de resultar por la temeridad de los hombres más daño que provecho”. Esta verdad la demuestra la experiencia y, aparte otros Padres, la declaró San Agustín por estas palabras: “Porque...” [v. 1604].

PIO VIII, 1829-1830

Sobre la usura

[Resp. de Pío VIII al obispo de Rennes (Francia) dada en audiencia el 18 de agosto de 1830]

El obispo de Rennes en Francia expone..., que no todos los confesores de su diócesis son de la misma opinión acerca del lucro percibido por el dinero dado en préstamo a los negociadores, para que con él se enriquezcan.

Se disputa vivamente sobre el sentido de la carta Vix pervenit [v. 1475 ss]. De ambas partes se alegan motivos para defender la opinión que cada uno ha abrazado en pro o en contra de tal lucro. De ahí querellas, disensiones, denegación de los sacramentos a los negociadores que siguen este modo de enriquecerse e innumerables daños de las almas.

Para remediar los daños de las almas, algunos confesores opinan que pueden seguir un camino medio entre una y otra sentencia. Si alguien les consulta sobre dicho lucro, se esfuerzan en apartarlo de él. Si el penitente persevera en su designio de dar dinero prestado a los negociantes y objeta que la sentencia que favorece a tal préstamo tiene muchos defensores y que además no ha sido condenada por la Santa Sede, más de una vez consultada sobre este asunto, entonces estos confesores exigen que el penitente prometa obedecer con filial obediencia el juicio del Sumo Pontífice, si se interpone, cualquiera que él sea; y obtenida esta promesa, no niegan la absolución, aun cuando crean más probable la opinión contraria a tal lucro. Si el penitente no se confiesa del lucro del dinero prestado y parece de buena fe, estos confesores, aun cuando por otra parte conozcan que el penitente ha percibido o sigue todavía percibiendo semejante lucro, le absuelven sin preguntarle nada sobre ello, por miedo de que, avisado el penitente, rehuse restituir o abstenerse de dicho lucro.

Pregunta, pues, dicho obispo de Rennes:

I. Si puede aprobar la manera de obrar de estos últimos confesores.

II. Si puede exhortar a los otros confesores más rígidos que acuden a consultarle, que sigan el modo de obrar de aquéllos, hasta que la Santa Sede pronuncie juicio expreso sobre el asunto

Respondió Pío VIII:

A I. Que no se les debe inquietar.

A II. Provisto en I.

GREGORIO XVI, 1831-1846

De la usura

[Declaraciones acerca de una Respuesta de Pío VIII]

A. A las dudas del obispo de Viviers [Francia]:

1. “Si el juicio predicho del Santísimo Pontífice ha de ser entendido tal como suenan sus palabras, y separadamente del título de la ley del príncipe, del que hablan los Emmos. Cardenales en estas respuestas, de modo que sólo se trate del préstamo hecho a los negociantes”.

2. “Si el título de la ley del príncipe, de que hablan los Eminentísimos Cardenales, hay que entenderlo de modo que baste que la ley del principe declare ser lícito a cada uno convenir sobre el lucro por el solo préstamo hecho, como se hace en el código civil de los franceses, sin que diga conceder derecho a percibir tal lucro”.

La Congregación del Santo Oficio respondió el día 31 de agosto de 1831:

Provisto en los decretos del miércoles, día 18 de agosto de 1830, y dénse los decretos.

B. A la duda del obispo de Nicea:

“Si los penitentes que percibieron con dudosa o mala fe un lucro moderado del préstamo por el solo título de la ley, pueden ser absueltos sacramentalmente, sin imponérseles carga alguna de restitución, con tal de que sinceramente se arrepientan del pecado cometido por la dudosa o mala fe, y estén dispuestos a acatar con filial obediencia los mandatos de la Santa Sede”.

La Congregación del Santo Oficio respondió el 17 de enero de 1838:

Afirmativamente, con tal de que estén dispuestos a acatar los mandatos de la Santa Sede.

     Del indiferentismo (contra Felicidad de Lamennais)

[De la Encíclica Mirari vos arbitramur, de 16 de agosto de 1832]

Tocamos ahora otra causa ubérrima de males, por los que deploramos la presente aflicción de la Iglesia, a saber: el indiferentismo, es decir, aquella perversa opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha propagado por todas partes, de que la eterna salvación del alma puede conseguirse con cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y de lo honesto... Y de esta de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno.

A este pestilentísimo error le prepara el camino aquella plena e ilimitada libertad de opinión, que para ruina de lo sagrado y de lo civil está ampliamente invadiendo, afirmando a cada paso algunos con sumo descaro que de ella dimana algún provecho a la religión. Pero “¿qué muerte peor para el alma que la libertad del error?”, decía San Agustín (Epist. 1661) y es así que roto todo freno con que los hombres se contienen en las sendas de la verdad, como ya de suyo la naturaleza de ellos se precipita, inclinada como está hacia el mal, realmente decimos que se abre el pozo del abismo [Apoc. 9, 3], del que vio Juan que subía una humareda con que se oscureció el sol, al salir de él langostas sobre la vastedad de la tierra...

Tampoco pudiéramos augurar más fausto suceso tanto para la religión como para la autoridad civil de los deseos de aquellos que quieren a todo trance la separación de la Iglesia y del Estado y que se rompa la mutua concordia del poder y el sacerdocio. Consta, en efecto, que es sobremanera temida por los amadores de la más descarada libertad aquella concordia que siempre fue fausta y saludable a lo sagrado y a lo civil...

Abrazando en primer lugar con paterno afecto a los que han aplicado su mente sobre todo a las disciplinas sagradas y a las cuestiones filosóficas, exhortadlos y haced que no se desvíen imprudentemente, fiados en las fuerzas de su solo ingenio, de las sendas de la verdad al camino de los impíos. Acuérdense que Dios es el guía de la sabiduría y enmendador de los sabios [cf. Sap. 7, 15], y que es imposible que sin Dios aprendamos a Dios, quien por el Verbo enseña a los hombres a conocer a Dios, Propio es de hombre soberbio o, más bien, insensato, pesar por balanzas humanas los misterios de la fe, que superan todo sentido [Phil. 4, 7], y confiarlos a la consideración de nuestra mente, que, por condición de ]a humana naturaleza, es débil y enferma.

    De las falsas doctrinas de Felicidad de Lamennais

[De la Encíclica Singulari nos affecerant gaudio a los obispos de Francia, de 25 de junio de 1834]

Por lo demás, es mucho de deplorar a dónde van a parar los delirios de la razón humana, apenas alguien se entrega a las novedades y, contra el aviso del Apóstol, se empeña en saber más de lo que conviene saber [cf. Rom. 12, 3] y, confiando demasiado en sí mismo, se imagina que debe buscarse la verdad fuera de la Iglesia Católica, en la que se halla sin la más leve mancha de error, y que por esto se llama y es columna y sostén de la verdad [1 Tim. 3, 15]. Pero bien comprenderéis, Venerables Hermanos, que Nos hablamos aquí también de aquel falaz sistema de filosofía, ciertamente reprobable, no ha mucho introducido, en el que por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde ciertamente se halla, y, desdeñadas las santas y apostólicas tradiciones, se adoptan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, en las que hombres vanísimos equivocadamente piensan que se apoya y sustenta la verdad misma.

Condenación de las obras de Jorge Hermes

[Del Breve Dum acerbissimas, de 26 de septiembre de 1835]

Para aumentar las angustias que día y noche nos oprimen por ello [por las persecuciones de la Iglesia], añádese otro hecho calamitosísimo y sobremanera deplorable y es que, entre aquellos que luchan a favor de la religión con la publicación de obras, hay algunos que se atreven a introducirse simuladamente, los cuales igualmente quieren parecer y hacen ostentación de que combaten por la misma, a fin de que, sostenida la apariencia de religión, pero despreciada la verdad, más fácilmente puedan seducir y pervertir a los incautos por medio de la filosofía, es decir, por medio de sus vanas fantasías filosóficas, y de la vacía falacia [Col. 2, 8}, y por ahí engañar a los pueblos y con más confianza tender las manos en ayuda de los enemigos que a cara descubierta la persiguen. Por lo cual, apenas nos fueron conocidas las impías e insidiosas maquinaciones de algunos de esos escritores, no tardamos en denunciar, por medio de nuestras Encíclicas y otras Letras apostólicas, sus astutos y depravados intentos, ni en condenar sus errores y poner de manifiesto sus perniciosos engaños, por los que pretenden con extrema astucia derrocar desde sus cimientos la constitución divina de la Iglesia, la disciplina eclesiástica y hasta el mismo orden civil, en su totalidad. Y, ciertamente, por un hecho tristísimo se ha comprobado que, quitándose por fin la máscara de la simulación, han levantado ya en alto la bandera de rebelión contra toda potestad constituída por Dios.

Mas no tenemos esa sola causa gravísima de llanto. Pues aparte de los que, con escándalo de todos los católicos, se entregaron a los rebeldes, para colmo de nuestras amarguras, vemos que se meten también en el estudio teológico quienes por el afán v el ardor de la novedad, aprendiendo siempre y sin llegar jamás al conocimiento de la verdad [2 Tim. 3, 7], son maestros del error, porque no fueron discípulos de la verdad. Y es así que ellos inficionan con peregrinas y reprobables doctrinas los sagrados estudios y no dudan en profanar el público magisterio, si alguno desempeñan en las escuelas y academias, y en fin, es patente que adulteran el mismo depósito sacratísimo de la fe que se jactan de defender. Ahora bien, entre tales maestros del error, por la fama constante y casi común extendida por Alemania, hay que contar a Jorge Hermes, como quiera que, desviándose audazmente del real camino que la tradición universal y los Santos Padres abrieron en la exposición y defensa de las verdades de la fe, es más, despreciándolo y condenándolo con soberbia, inventa una tenebrosa vía hacia todo género de errores en la duda positiva, como base de toda disquisición teológica, y en el principio, por él establecido, de que la razón es la norma principal y medio único por el que pueda el hombre alcanzar el conocimiento de las verdades sobrenaturales...

Así, pues, mandamos que estos libros fueran entregados a teólogos peritísimos en la lengua alemana para que fueran diligentísimamente examinados en todas sus partes... Por fin (los Emmos. Cardenales Inquisidores), considerando con todo empeño, como la gravedad del asunto pedía, todos y cada uno de sus puntos... juzgaron que el autor se desvanece en sus pensamientos [Rom. 1, 21], y que teje en dichas obras muchas sentencias absurdas, ajenas a la doctrina de la Iglesia Católica; señaladamente, acerca de la naturaleza de la fe y la regla de creer; acerca de la Sagrada Escritura, de la tradición, la revelación y el magisterio de la Iglesia; acerca de los motivos de credibilidad, de los argumentos con que suele establecerse y confirmarse la existencia de Dios, de la esencia de Dios mismo, de su santidad, justicia, libertad y finalidad en las obras que los teólogos llaman ad extra, así como acerca de la necesidad de la gracia, de la distribución de ésta y de los dones, la retribución de los premios y la inflicción de las penas; acerca del estado de los primeros padres, el pecado original y las fuerzas del hombre caído; y determinaron que dichos libros debían ser prohibidos y condenados por contener doctrinas y proposiciones respectivamente falsas, temerarias, capciosas, inducentes al escepticismo y al indiferentismo, erróneas, escandalosas, injuriosas para las escuelas católicas, subversivas de la fe divina, que saben a herejía y otras veces fueron condenadas por la Iglesia.

Nos, pues..., a tenor de las presentes, condenamos y reprobamos los libros predichos, dondequiera y en cualquier idioma, o en cualquier edición o versión hasta ahora impresos o que en adelante, lo que Dios no permita, hayan de imprimirse, y mandamos que sean puestos en el índice de libros prohibidos.

De la fe y la razón (contra Luis Eug. Bautain)

[Tesis firmadas por Bautain, por mandato de su obispo, el 8 de septiembre de 1840]

1. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios y la infinitud de sus perfecciones. La fe, don del cielo, es posterior a la revelación; de ahí que no puede ser alegada contra un ateo para probar la existencia de Dios [cf. 1650].

2. La divinidad de la religión mosaica se prueba con certeza por la tradición oral y escrita de la sinagoga y del cristianismo.

3. La prueba tomada de los milagros de Jesucristo, sensible e impresionante para los testigos oculares, no ha perdido su fuerza y su fulgor para las generaciones siguientes. Esta prueba la hallamos con toda certeza en la autenticidad del Nuevo Testamento, en la tradición oral y escrita de todos los cristianos. Por esta doble tradición debemos demostrar la revelación a aquellos que la rechazan o que, sin admitirla todavía, la buscan.

4. No tenemos derecho a exigir de un incrédulo que admita la resurrección de nuestro divino Salvador, antes de haberle propuesto argumentos ciertos; y estos argumentos se deducen de la misma tradición por razonamiento.

5. En cuanto a estas varias cuestiones, la razón precede a la fe y debe conducirnos a ella [cf. 1651].

6. Aunque la razón quedó debilitada y oscurecida por el pecado original, quedó sin embargo en ella bastante claridad y fuerza para conducirnos con certeza al conocimiento de la existencia de Dios y de la revelación hecha a los judíos por Moisés y a los cristianos por nuestro adorable Hombre-Dios.

De la materia de la extremaunción

[Del Decreto del Santo Oficio bajo Paulo V, de 13 de enero de 1611, y Gregorio XVI,                              de 14 de septiembre de 1842]

1. La proposición: “Que el sacramento de la extremaunción puede válidamente ser administrado con óleo no consagrado con la bendición episcopal”, el S. Oficio declaró el 13 de enero de 1611 que es temeraria y próxima a error.

2. Igualmente, sobre la duda: “Si en caso de necesidad puede el párroco para la validez del sacramento de la extremaunción usar de óleo bendecido por él mismo”, el S. Oficio, con fecha 14 de septiembre de 1842 respondió negativamente, conforme a la forma del Decreto de la feria quinta [jueves] delante del SS. el día 18 de enero de 1611, resolución que Gregorio XVI aprobó el mismo día.

De las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Inter praecipuas, de 16 de mayo de 1844]

... Cosa averiguada es para vosotros que ya desde la edad primera del nombre cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra divina recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano las Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis, finalmente, cuánta diligencia y sabiduría son menester para trasladar fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte que nada por ello resulta más fácil que el que en esas versiones, multiplicadas por medio de las sociedades bíblicas, se mezclen gravísimos errores por inadvertencia o mala fe de tantos intérpretes; errores, por cierto, que la misma multitud y variedad de aquellas versiones oculta durante largo tiempo para perdición de muchos. Poco o nada, en absoluto, sin embargo, les importa a tales sociedades bíblicas que los hombres que han de leer aquellas Biblias interpretadas en lengua vulgar caigan en estos o aquellos errores, con tal de que poco a poco se acostumbren a reivindicar para sí mismos el libre juicio sobre el sentido de las Escrituras, a despreciar las tradiciones divinas que tomadas de la doctrina de los Padres, son guardadas en la Iglesia Católica y a repudiar en fin el magisterio mismo de la Iglesia.

A este fin, esos mismos socios bíblicos no cesan de calumniar a la Iglesia y a esta Santa Sede de Pedro, como si de muchos siglos acá estuviera empeñada en alejar al pueblo fiel del conocimiento de las Sagradas Escrituras; siendo así que existen muchísimos y clarísimos documentos del singular empeño que aun en los mismos tiempos modernos han mostrado los Sumos Pontífices y, siguiendo su guía, los demás prelados católicos porque los pueblos católicos fueran más intensamente instruídos en la palabra de Dios, ora escrita, ora legada por tradición...

En las reglas que fueron escritas por los Padres designados por el Concilio Tridentino, aprobadas por Pío IV y puestas al frente del índice de los libros prohibidos, se lee por sanción general que no se permita la lectura de la Biblia publicada en lengua vulgar más que a aquellos para quienes se juzgue ha de servir para acrecentamiento de la fe y piedad. A esta misma regla, estrechada más adelante con nueva cautela a causa de los obstinados engaños de los herejes, se añadió finalmente por autoridad de Benedicto XIV la declaración de que se tuviera en adelante por permitida la lectura de aquellas versiones vulgares que hubieran sido aprobadas por la Sede Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de varones doctos y católicos... Todas las antedichas sociedades bíblicas, ya de antiguo reprobadas por nuestros antecesores, las condenamos nuevamente por autoridad apostólica...

Por tanto, sepan todos que se harán reos de gravísimo crimen delante de Dios y de la Iglesia todos aquellos que osaren dar su nombre a alguna de dichas sociedades o prestarles su trabajo o de modo cualquiera favorecerlas.

PIO XIX 1846-1878

De la fe y la razón

[De la Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846]

Porque sabéis, venerables Hermanos, que estos enconadísimos enemigos del nombre cristiano, míseramente arrebatados de cierto ímpetu ciego de loca impiedad, han llegado a punto tal de temeridad de opinión que abriendo sus bocas con audacia totalmente inaudita para blasfemar contra Dios [cf. Apoc. 13, 6] no se avergüenzan de enseñar manifiesta y públicamente que los misterios sacrosantos de nuestra religión son ficciones y pura invención de los hombres, que la doctrina de la Iglesia se opone al bien y provecho de la sociedad humana [v. 1740], y no tiemblan de renegar de Cristo mismo y de Dios. Y para más fácilmente burlarse de los pueblos y engañar principalmente a los incautos e ignorantes y arrebatarlos consigo al error, fantasean que sólo a ellos les son conocidos los caminos de la prosperidad, y no dudan de arrogarse el nombre de filósofos, como si la filosofía, que versa toda entera en la investigación de la verdad de la naturaleza, tuviera que rechazar aquellas cosas que el mismo supremo y clementísimo autor de toda la naturaleza, Dios, se ha dignado manifestar a los hombres por singular beneficio y misericordia, para que alcancen la verdadera felicidad y salvación.

De ahí que con un género de argumentaciones ciertamente retorcido y falacísimo, no paran jamás de apelar a la fuerza y excelencia de la razón humana y de exaltarla contra la fe santísima de Cristo y audacísimamente gritan que ésta se opone a la razón humana [v. 1706]. Nada ciertamente puede inventarse o imaginarse más demente, nada más impío, nada que más repugne a la razón misma. Porque, si bien la fe está por encima de la razón, no puede, sin embargo, hallarse jamás entre ellas verdadera disención alguna ni verdadero conflicto, como quiera que ambas nacen de una y misma muente, la de la verdad inmutable y eterna, que es Dios óptimo y máximo, y de tal manera se prestan mutua ayuda que la recta razón demuestra, protege y defiende la verdad de la fe, y la fe libra a la razón de todos los errores y maravillosamente la ilustra, confirma y perfecciona con el conocimiento de las cosas divinas [v. 1799].

Ni es menor ciertamente la falacia, Venerables Hermanos, con que estos enemigos de la divina revelación, exaltando con sumas alabanzas el progreso humano, con atrevimiento de todo punto temerario y sacrílego querrían introducirlo en la religión católica, como si la religión misma no fuera obra de Dios, sino de los hombres o algún invento filosófico que pueda perfeccionarse por procedimientos humanos [cf. 1705]. A éstos que tan míseramente deliran, se aplica muy oportunamente lo que Tertuliano echaba en cara a los filósofos de su tiempo: “Que presentaron un cristianismo estoico o platónico o dialéctico” y a la verdad, como quiera que nuestra santísima religión no fue inventada por la razón humana, sino manifestada clementísimamente por Dios a los hombres, a cualquiera se le alcanza fácilmente que la religión misma toma toda su fuerza de la autoridad del mismo Dios que habla, y que no puede jamás ser guiada ni perfeccionada de la razón humana.

Ciertamente, la razón humana, para no ser engañada ni errar en asunto de tanta importancia, es menester que inquiera diligentemente el hecho de la revelación, para que le conste ciertamente que Dios ha hablado, y prestarle, como sapientísimamente enseña el Apóstol, un obsequio razonable [Rom. 12, 1]. Porque ¿quién ignora o puede ignorar que debe darse toda fe a Dios que habla y que nada es más conveniente a la razón que asentir y firmemente adherirse a aquellas cosas que le consta han sido reveladas por Dios, el cual no puede engañarse ni engañarnos?

Pero, ¡cuántos, cuán maravillosos, cuán espléndidos argumentos tenemos a mano, por los cuales la razón humana se ve sobradamente obligada a reconocer que la religión de Cristo es divina “y que todo principio de nuestros dogmas tomó su raíz de arriba, del Señor de los cielos” y que por lo mismo nada hay más cierto que nuestra fe, nada más seguro, nada más santo y que se apoye en más firmes principios. Como es sabido, esta fe, maestra de la vida, indicadora de la salvación, expulsadora de todos los vicios y madre fecunda y nutridora de las virtudes, confirmada por el nacimiento, vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, profecías de su divino autor y consumador Jesucristo, brillando por doquier por la luz de la celeste doctrina y enriquecida por los tesoros de los dones celestes, clara e insigne sobre todo por las predicciones de tantos profetas, por el esplendor de tantos milagros, por la constancia de tantos mártires, por la gloria de tantos santos, llevando delante las saludables leyes de Cristo, y adquiriendo fuerzas cada día mayores por las mismas persecuciones, invadió con solo el estandarte de Cristo el orbe universo por tierra y mar, desde oriente a occidente y, desbaratada la falacia de los ídolos, alejada la niebla de los errores y triunfando de los enemigos de toda especie, ilustró con la lumbre del conocimiento divino a todos los pueblos, gentes y naciones, por bárbaros que fueran en su inhumanidad, por divididos que estuvieran por su índole, costumbres, leyes e instituciones, y sometiólos al suavísimo yugo del mismo Cristo, anunciando a todos la paz, anunciando los bienes [Is. 52, 7]. Todos estos hechos brillan ciertamente por doquiera con tan grande fulgor de la sabiduría y del poder divino que cualquier mente y pensamiento puede con facilidad entender que la fe cristiana es obra de Dios.

Así, pues, conociendo clara y patentemente por estos argumentos, a par luminosísimos y firmísimos, que Dios es el autor de la misma fe, la razón humana no puede ir más allá, sino que rechazada y alejada totalmente toda dificultad y duda, es menester que preste a la misma fe toda obediencia, como quiera que tiene por cierto que ha sido por Dios enseñado cuanto la fe misma propone a los hombres para creer y hacer.

Sobre el matrimonio civil

De la Alocución Acerbissimum vobiscum, de 27 de septiembre de 1852]

Nada decimos de aquel otro decreto por el que, despreciado totalmente el misterio, la dignidad y santidad del sacramento del matrimonio e ignorando y trastornando absolutamente su institución y naturaleza, desechada de todo en todo la potestad de la Iglesia sobre el mismo sacramento, se proponía, según los errores ya condenados de los herejes y contra la doctrina de la Iglesia Católica, que se tuviera el matrimonio sólo como contrato civil y se sancionaba en varios casos el divorcio propiamente dicho [cf. 1767], a par que todas las causas matrimoniales se sometían a los tribunales laicos y por ellos eran juzgadas [v. 1774]. Pero ningún católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituído por Cristo Señor, y que, por tanto, no puede darse el matrimonio entre los fieles sin que sea al mismo tiempo sacramento, y, consiguientemente, cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en cuya virtud esté hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato tan encarecidamente condenado por la Iglesia; y, por tanto, el sacramento no puede nunca separarse del contrato conyugal [v. 1773], y pertenece totalmente a la potestad de la Iglesia determinar todo aquello que de cualquier modo pueda referirse al mismo matrimonio.

Definición de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María

[De la Bula Ineffabilis Deus, de 8 de diciembre de 1854]

... Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno, lo que Dios no permita, pretendiere en su corazón sentir de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepa y tenga por cierto que está condenado por su propio juicio, que ha sufrido naufragio en la fe y se ha apartado de la unidad de la Iglesia, y que además, por el mismo hecho, se somete a si mismo a las penas establecidas por el derecho, si, lo que en su corazón siente, se atreviere a manifestarlo de palabra o por escrito o de cualquiera otro modo externo.

Del racionalismo e indiferentismo

[De la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854]

Hay, además, Venerables Hermanos, varones distinguidos por su erudición que confiesan ser con mucho la religión el don más excelente hecho por Dios a los hombres, pero que tienen en tanta estima la razón humana, la exaltan en tanto grado, que piensan muy neciamente ha de ser equiparada con la religión misma. De ahí que, según su vana opinión, las disciplinas teológicas habrían de ser tratadas de la misma manera que las filosóficas, siendo así que aquéllas se apoyan en los dogmas de la fe, a los que nada supera en firmeza, nada en estabilidad; y éstas se explican e ilustran por la razón humana, lo más incierto que pueda darse, como quiera que es varia según la variedad de los ingenios y está expuesta a innumerables falacias e ilusiones. Y así, rechazada la autoridad de la Iglesia, quedó abierto campo anchísimo a todas las más difíciles y recónditas cuestiones, y la razón humana, confiada en sus débiles fuerzas, corriendo con demasiada licencia, resbaló en torpísimos errores que no tenemos ni tiempo ni ganas de referir aquí, mas que os son bien conocidos y averiguados, y que han redundado en daño, y daño grandísimo, para la religión y el estado. Por lo cual es menester mostrar a esos hombres que exaltan más de lo justo las fuerzas de la razón humana, que ello es llanamente contrario a aquella verdaderísima sentencia del Doctor de las gentes: Si alguno piensa que sabe algo, no sabiendo nada, a sí mismo se engaña [Gal. 6, 3]. Hay que demostrarles cuánta arrogancia sea investigar hasta el fondo misterios que el Dios clementísimo se ha dignado revelarnos, y atreverse a alcanzarlos y abarcarlos con la flaqueza y estrecheces de la mente humana, cuando ellos exceden con larguísima distancia las fuerzas de nuestro entendimiento que, conforme al dicho del mismo Apóstol, debe ser cautivado en obsequio de la fe [cf. 2 Cor. 10, 5].

Y estos seguidores o, por decir mejor, adoradores de la razón humana, que se la proponen como maestra cierta y que por ella guiados se prometen toda clase de prosperidades, han olvidado ciertamente cuán grave y dolorosa herida fue infligida a la naturaleza humana por la culpa del primer padre, como que las tinieblas se difundieron en la mente, y la voluntad quedó inclinada al mal. De ahí que los más célebres filósofos de la más remota antigüedad, si bien escribieron muchas cosas de modo preclaro; contaminaron, sin embargo, sus doctrinas con gravísimos errores. De ahí aquella continua lucha que experimentamos en nosotros, de que habla el Apóstol: Siento en mis miembros una ley que combate contra la ley de mi mente [Rom. 7, 23].

Ahora bien, cuando consta que la luz de la razón está extenuada por la culpa de origen propagada a todos los descendientes de Adán, y cuando el género humano ha caído misérrimamente de su primitivo estado de justicia e inocencia, ¿quién tendrá la razón por suficiente para alcanzar la verdad? ¿Quién, entre tan grandes peligros y tan grande flaqueza de fuerzas para resbalar y caer, negará serle necesarios para la salvación los auxilios de la religión divina y de la gracia celeste? Auxilios que ciertamente concede Dios con gran benignidad a aquellos que con humilde oración se los piden, como quiera que está escrito: Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes [Iac. 4, 6]. Por eso, volviéndose antaño Cristo Señor al Padre, afirmó que los altísimos arcanos de las verdades no fueron manifiestos a los prudentes y sabios de este siglo que se engríen de su talento y doctrina y se niegan a prestar obediencia a la fe, sino a los hombres humildes y sencillos que se apoyan en el oráculo de la fe divina y a él dan su asentimiento [cf. Mt. 11, 25; Lc. 10, 21].

Este saludable documento es menester que lo inculquéis en los ánimos de aquellos que hasta punto tal exageran las fuerzas de la razón humana, que se atreven con ayuda de ella a escudriñar y explicar los misterios mismos. Nada más inepto, nada más insensato. Esforzaos en apartarlos de tamaña perversión de mente, exponiéndoles para ello que nada más excelente ha sido dado por Dios a los hombres que la autoridad de la fe divina; que ésta es para nosotros como una antorcha en las tinieblas, ésta el guía que hemos de seguir para la vida, ésta nos es necesaria absolutamente para la salvación, pues que sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y: El que no creyere se condenará [Mc. 16,16].

Otro error y no menos pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha invadido algunas partes del orbe católico y que se ha asentado en los ánimos de muchos católicos que piensan ha de tenerse buena esperanza de la salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso suelen con frecuencia preguntar cuál haya de ser la suerte y condición futura, después de la muerte, de aquellos que de ninguna manera están unidos a la fe católica y, aduciendo razones de todo punto vanas, esperan la respuesta que favorece a esta perversa sentencia. Lejos de nosotros, Venerables Hermanos, atrevernos a poner limites a la misericordia divina, que es infinita; lejos de nosotros querer escudriñar los ocultos consejos y juicios de Dios que son abismo grande [Ps. 35, 7] y no pueden ser penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a nuestro apostólico cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y vigilancia pastoral, para que, con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la mente de los hombres aquella a par impía y funesta opinión de que en cualquier religión es posible hallar el camino de la eterna salvación. Demostrad, con aquella diligencia y doctrina en que os aventajáis, a los pueblos encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas de la fe católica no se oponen en modo alguno a la misericordia y justicia divinas.

En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse; que ésta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de señalar los limites de esta ignorancia, conforme a la razón y variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos, veamos a Dios tal como es [1 Ioh. 3, 2], entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en nuestra inquisición, es ilícito.

Por lo demás, conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos, según nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades hay que fijarlas profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que no puedan ser corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la indiferencia de la religión, que para ruina de las almas vemos se infiltra y robustece con demasiada amplitud.

Del falso tradicionalismo (contra Agustín Bonnetty)

[Del Decreto de la S. Congr. del Indice de 11 (15) de junio de 1855]

1. “Aun cuando la fe está por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión, ningún conflicto puede jamás darse entre ellas, como quiera que ambas proceden de la única y misma fuente inmutable de la verdad, Dios óptimo máximo, y así se prestan mutua ayuda” [cf. 1635 y 1799].

2. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma y la libertad del hombre. La fe es posterior a la revelación y, por tanto, no puede convenientemente alegarse para probar la existencia de Dios contra el ateo ni la espiritualidad y libertad del alma racional contra el seguidor del naturalismo y fatalismo [cf. 1622 y 1625].

3. El uso de la razón precede a la fe y a ella conduce al hombre con ayuda de la revelación y de la gracia [cf. 1626].

4. El método de que usaron Santo Tomás y San Buenaventura, y los demás escolásticos después de ellos, no conduce al racionalismo ni fue causa de que en las modernas escuelas la filosofía haya ido a dar en el naturalismo y panteísmo. Por tanto, no es licito reprochar a aquellos doctores y maestros que hayan usado este método, sobre todo cuando la Iglesia lo aprueba o, por lo menos, se calla.

Del abuso del magnetismo

[De la Encíclica del S. Oficio de 4 de agosto de 1856]

...Sobre esta materia se han dado ya por la Santa Sede algunas respuestas a casos particulares, en que se reprueban como ilícitos aquellos experimentos que se ordenen a conseguir un fin no natural, no honesto, no por los medios debidos; por lo que en casos semejantes fue decretado el miércoles 21 de abril de 1841: El uso del magnetismo, tal como se expone, no es lícito: Igualmente, la Sagrada Congregación juzgó que debían ser prohibidos ciertos libros que pertinazmente diseminaban estos errores. Mas como aparte los casos particulares, había que tratar del uso del magnetismo en general, de ahí que a modo de regla fue estatuido el miércoles, 28 de julio de 1847: “Alejado todo error, sortilegio, implícita o explicita invocación del demonio, el uso del magnetismo, es decir, el mero acto de aplicar medios físicos por otra parte lícitos, no está moralmente vedado, con tal de que no tienda a un fin ilícito o de cualquier modo malo. La aplicación, empero, de principio y medios puramente físicos a cosas y efectos verdaderamente sobrenaturales para explicarlos físicamente, no es sino un engaño totalmente ilícito y herético”.

Aun cuando por este decreto general se explica suficientemente la licitud o ilicitud en el uso o abuso del magnetismo; sin embargo, hasta tal punto ha crecido la malicia de los hombres que, descuidando el estudio lícito de la ciencia, buscando más bien lo curioso, con gran quebranto de las almas y daño de la misma sociedad civil, se glorían de haber alcanzado cierto principio de vaticinar y adivinar. De ahí que con los embustes del sonambulismo y de la que llaman clara intuición, unas mujerzuelas, arrebatadas en gesticulaciones no siempre honestas, charlatanean que ven cualquier cosa invisible y con temerario atrevimiento presumen pronunciar palabras sobre la religión misma, evocar las almas de los muertos, recibir respuestas, descubrir cosas lejanas y desconocidas, y practicar otras supersticiones por el estilo, con el fin de conseguir ganancia ciertamente pingue para sí y para sus señores. En todo esto, sea el que fuere el arte o ilusión de que se valgan, como quiera que se ordenan medios físicos para fines no naturales, hay decepción totalmente ilícita y herética, y escándalo contra la honestidad de las costumbres.

De la falsa doctrina de Antonio Günther

[Del Breve Eximiam tuam al Cardenal de Geissel, arzobispo de Colonia, de 15 de junio de 1857]

...Y, en efecto, no sin dolor nos damos perfectamente cuenta que en esas obras domina ampliamente el sistema del racionalismo, erróneo y perniciosísimo, y muchas veces condenado por esta Sede Apostólica; y también sabemos que en los mismos libros se leen, entre otras, no pocas cosas que se desvían en no pequeña medida de la fe católica y de la genuina explicación de la unidad de la divina Sustancia en tres Personas distintas y sempiternas. Averiguado tenemos igualmente que no es mejor ni más exacto lo que se enseña del misterio del Verbo encarnado y de la unidad de la persona divina del Verbo en dos naturalezas divina y humana. Sabemos que en los mismos libros se hiere el sentir y la enseñanza católica acerca del hombre, el cual de tal modo se compone únicamente de cuerpo y alma, que el alma (que es racional), es por si verdadera e inmediata forma del cuerpo. Tampoco ignoramos que en los mismos libros se enseñan y establecen cosas que se oponen claramente a la doctrina católica sobre la libertad de Dios, libre de toda necesidad en la creación de las cosas.

Hay también que reprobar y condenar con la mayor energía el hecho de que en los libros de Günther se atribuya temerariamente el derecho de magisterio a la razón humana y a la filosofía que en las materias de religión no deben en absoluto mandar, sino servir, y se perturban, por ende, todas aquellas cosas que han de permanecer firmísimas, ora sobre la distinción entre la ciencia y la fe, ora sobre la perenne inmutabilidad de la fe, que es siempre una y la misma, mientras la filosofía y las enseñanzas humanas ni siempre son consecuentes consigo mismas ni se ven libres de múltiple variedad de errores.

Añádese que tampoco los Santos Padres son tenidos en aquella reverencia que prescriben los cánones de los Concilios y que absolutamente merecen las más espléndidas lumbreras de la Iglesia; ni se abstiene el autor de aquellos dicterios contra las escuelas católicas que nuestro predecesor Pío Vl, de feliz memoria, condenó solemnemente [v. 1576].

Tampoco pasaremos en silencio que en los libros güntherianos se viola de modo extremo la sana forma de hablar, como si fuera lícito olvidarse de las palabras del Apóstol Pablo [2 Tim. 1, 13] o de éstas en que gravísimamente nos advierte Agustín: “Es menester que hablemos conforme a regla cierta, no sea que la licencia en las palabras engendre también impía opinión sobre las cosas que con las palabras son significadas” [V, 1714 a].

Errores de los ontologistas

[Según el decreto del S. Oficio de 18 de septiembre de 1861, no pueden enseñarse con seguridad]

1. El conocimiento inmediato de Dios, por lo menos habitual, es esencial al entendimiento humano, de suerte que sin él nada puede conocer: como que es la misma luz intelectual.

2. Aquel ser que en todo y sin el cual nada entendemos es el Ser divino.

3. Los universales considerados objetivamente, no se distinguen realmente de Dios.

4. La congénita noticia de Dios como ser simpliciter, envuelve de modo eminente todo otro conocimiento, de suerte que por ella tenemos conocido implícitamente todo ser bajo cualquier aspecto que sea conocible.

5. Todas las demás ideas no son sino modificaciones de la idea por la que Dios es entendido como ser simpliciter.

6. Las cosas creadas están en Dios como la parte en el todo, no ciertamente en el todo formal, sino en el todo infinito, simplicísimo, que pone fuera de sí sus cuasipartes sin división ni disminución alguna de sí.

7. La creación puede explicarse de la siguiente manera: Dios, por el acto especial mismo con que se entiende y quiere a sí mismo como distinto de una criatura determinada, v. gr., el hombre, produce la criatura.

De la falsa libertad de la ciencia (contra Jacobo Frohschammer)

[De la Carta Gravísimas inter, al arzobispo de Munich-Frisinga, de 11 de diciembre de 1862]

Entre las gravísimas amarguras con que de todas partes nos sentimos oprimidos en tan grande perturbación e impiedad de los tiempos, nos dolemos vehementemente al saber que en varias regiones de Alemania se hallan hombres, aun entre los católicos, que, al enseñar la sagrada teología y la filosofía, no dudan en modo alguno en introducir una libertad de enseñar y escribir inaudita hasta ahora en la Iglesia ni en profesar pública y abiertamente opiniones nuevas y de todo punto reprobables, que diseminan entre el vulgo.

De ahí, Venerable Hermano, que sentimos tristeza no leve, cuando a Nos llegó la infaustísima nueva de que el presbítero Jacobo Frohschammer, maestro de filosofía en esa Universidad de Munich, emplea más que nadie semejante licencia de enseñar y escribir, y defiende en sus obras publicadas perniciosísimos errores. Así, pues, sin tardanza ninguna, mandamos a nuestra Congregación, encargada de la censura de los libros, que cuidadosamente y con la mayor diligencia examinara los principales volúmenes que corren bajo el nombre del mismo presbítero Frohschammer, y nos informara de todo. Estos volúmenes escritos en alemán llevan por título: Introducción a la filosofía, De la libertad de la ciencia, Athenaeum, de los cuales el primero salió a luz ahí en Munich el año 1858, el segundo el año 1861, el tercero en el curso del presente año de 1862. Así, pues, la misma Congregación ... juzgó que el autor no siente rectamente en muchos puntos y que su doctrina se aparta de la verdad católica.

Y esto principalmente por doble motivo: primero porque el autor atribuye a la razón humana tales fuerzas, que en manera alguna competen a la misma razón; y segundo, porque concede a la misma razón tal libertad de opinar de todo y de atreverse siempre a todo, que totalmente quedan suprimidos los derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia misma.

Porque este autor enseña en primer lugar que la filosofía, si se tiene su verdadera noción, no sólo puede percibir y entender aquellos dogmas cristianos que la razón natural tiene comunes con la fe (es decir, como objeto común de percepción); sino aquellos también que de modo más particular y propio constituyen la religión y fe cristianas; es decir, que el mismo fin sobrenatural del hombre y todo lo que a este fin se refiere, y el sacratísimo misterio de la Encarnación del Señor pertenecen al dominio de la razón y de la filosofía, y que la razón, dado este objeto, puede llegar a ellos científicamente por sus propios principios. Y si bien es cierto que el autor introduce alguna distinción entre unos y otros dogmas y atribuye estos últimos con menor derecho a la razón; sin embargo, clara y abiertamente enseña que también éstos se contienen entre los que constituyen la verdadera y propia materia de la ciencia o de la filosofía. Por lo cual, de la sentencia del mismo autor pudiera y debiera absolutamente concluirse que la razón, aun propuesto el objeto de la revelación, puede por sí misma, no ya por el principio de la divina autoridad, sino por sus mismos principios y fuerzas naturales, llegar a la ciencia o certeza incluso en los más ocultos misterios de la divina sabiduría y bondad, más aún, hasta en los de su libre voluntad. Cuán falsa y errónea sea esta doctrina del autor, nadie hay que no lo vea inmediatamente y llanamente lo sienta, por muy ligeramente instruído que esté en los rudimentos de la doctrina cristiana.

Porque si estos cultivadores de la filosofía defendieran los verdaderos y solos principios y derechos de la razón y de la disciplina filosófica, habría que rendirles alabanzas ciertamente debidas. Puesto que la verdadera y sana filosofía ocupa su notabilísimo lugar, como quiera que a la misma filosofía incumbe inquirir diligentemente la verdad, cultivar recta y cuidadosamente e ilustrar a la razón humana, que, si bien oscurecida por la culpa del primer hombre, no quedó en modo alguno extinguida; percibir, entender bien y promover el objeto de su conocimiento y muchísimas verdades, y demostrar, vindicar y defender por argumentos tomados de sus propios principios muchas de las qué también la fe propone para creer, como la existencia de Dios, su naturaleza y atributos, preparando de este modo el camino para que estos dogmas sean más rectamente mantenidos por la fe, y aun para que de algún modo puedan ser entendidos por la razón aquellos otros dogmas más recónditos que sólo por la fe pueden primeramente ser percibidos. Esto debe tratar, en esto debe ocuparse la severa y pulquérrima ciencia de la verdadera filosofía. Si en alcanzar esto se esfuerzan los doctos varones en las universidades de Alemania, siguiendo la singular propensión de aquella ínclita nación para el cultivo de las más severas y graves disciplinas, Nos aprobamos y recomendamos su empeño, como quiera que convertirán en provecho y utilidad de las cosas sagradas lo que ellos encontraren para sus usos.

Mas lo que en este asunto, a la verdad gravísimo, jamás podemos tolerar es que todo se mezcle temerariamente y que la razón ocupe y perturbe aun aquellas cosas que pertenecen a la fe, siendo así que son certísimos y a todos bien conocidos los límites, más allá de los cuales jamás pasó la razón por propio derecho, ni es posible que pase. Y a tales dogmas se refieren de modo particular y muy claro todas aquellas cosas que miran a la elevación sobrenatural del hombre y a su sobrenatural comunicación con Dios y cuanto se sabe que para este fin ha sido revelado. Y a la verdad, como quiera que estos dogmas están por encima de la naturaleza, de ahí que no puedan ser alcanzados por la razón natural y los naturales principios. Nunca, en efecto, puede la razón hacerse idónea por sus naturales principios para tratar científicamente estos dogmas. Y si esos filósofos se atreven a afirmarlo temerariamente, sepan ciertamente que se apartan no de la opinión de cualesquiera doctores, sino de la común y jamás cambiada doctrina de la Iglesia.

Porque consta por las Divinas Letras y por la tradición de los Santos Padres, que la existencia de Dios y muchas otras verdades son conocidas con la luz natural de la razón aun para aquellos que todavía no han recibido la fe; mas aquellos dogmas más ocultos, sólo Dios los ha manifestado, al querer dar a conocer el misterio que estuvo escondido desde los siglos y las generaciones [Col. 1, 26], y ello por cierto de modo que después de que antaño en ocasiones varias y de muchos modos habló a los padres por los profetas, últimamente nos ha hablado a nosotros por su Hijo... por quien hizo también los siglos [Hebr. 1, 1 s]... Porque a Dios, nadie le vio jamás: El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, El mismo nos lo contó [Ioh. 1, 18]. Por eso el Apóstol, que atestigua que las gentes conocieron a Dios por las cosas creadas, al tratar de la gracia y de la verdad que fue hecha por Jesucristo [Ioh. 1,17], hablamos —dice—de la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está oculta... y que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido... A nosotros, empero, nos lo reveló Dios por medio de su Espíritu: Porque el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe lo que es del hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él? Por la misma manera, tampoco lo que es de Dios lo conoce nadie, sino el Espíritu de Dios [1 Cor. 2, 7 ss].

Siguiendo estos y otros casi innumerables oráculos divinos, al enseñar la doctrina de la Iglesia, los Santos Padres tuvieron continuamente cuidado de distinguir el conocimiento de las cosas divinas, que por la fuerza de la inteligencia natural es a todos común, de aquel conocimiento de las cosas que se recibe por la fe por medio del Espíritu Santo, y constantemente enseñaron que por ésta se nos revelan en Cristo aquellos misterios que no sólo transcienden la filosofía humana, sino la misma inteligencia natural de los ángeles, y que, aun después de ser conocidos por la revelación divina y recibidos por la fe misma, siguen, sin embargo, cubiertos por el sagrado velo de la misma fe y envueltos en oscura tiniebla, mientras peregrinamos en esta vida mortal lejos del Señor.

De todo esto se sigue en forma patente, ser totalmente ajena a la doctrina de la Iglesia Católica la sentencia por la que el mismo Frohschammer no duda en afirmar que todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto de la ciencia natural o filosofía y que la razón humana, con sólo que esté histórica mente cultivada, si se proponen estos dogmas como objeto a la razón misma, por sus fuerzas y principios naturales, puede llegar a verdadera ciencia sobre todos los dogmas, aun los más recónditos [v. 1709].

Además, en los citados escritos del mismo autor, domina otra sentencia que manifiestamente se opone a la doctrina y sentir de la Iglesia Católica. Porque atribuye a la filosofía tal libertad, que no debe ya ser llamada libertad de la ciencia, sino reprobable e intolerable licencia de la filosofía. En efecto, establecida cierta distinción entre el filósofo y la filosofía, al filósofo atribuye el derecho y el deber de someterse a la autoridad que haya reconocido por verdadera; pero uno y otro se lo niega a la filosofía, de tal suerte que, sin tener para nada en cuenta la doctrina revelada, afirma que la filosofía no debe ni puede jamás someterse a la autoridad. Lo cual debería tolerarse y acaso admitirse, si se dijera sólo del derecho que tiene la filosofía, como también las demás ciencias, de usar de sus principios o métodos y de sus conclusiones, y si su libertad consistiera en usar de este su derecho, de suerte que nada admita en sí misma que no haya sido adquirido por ella con sus propias condiciones o fuere ajeno a la misma. Pero esta justa libertad de la filosofía debe conocer y sentir sus propios límites. Porque jamás será licito, no sólo al filósofo, sino a la filosofía tampoco, decir nada contrario a lo que la revelación divina y la Iglesia enseñan, o poner algo de ello en duda por la razón de que no lo entiende, o no aceptar el juicio que la autoridad de la Iglesia determina proferir sobre alguna conclusión de la filosofía que hasta entonces era libre.

Añádese a esto que el mismo autor tan enérgica y temerariamente propugna la libertad o, por decir mejor, la desenfrenada licencia de la filosofía, que no se recata en modo alguno de afirmar que la Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar los errores de la misma filosofía y dejar que ella misma se corrija [v. 1711]; de donde resulta que también los filósofos participan necesariamente de esta libertad de la filosofía y que también ellos se ven libres de toda ley. ¿Quién no ve con cuanta vehemencia haya de ser rechazada, reprobada y absolutamente condenada semejante sentencia y doctrina de Frohschammer? Porque la Iglesia, por su divina institución, debe custodiar diligentísimamente íntegro e inviolado el depósito de la fe y vigilar continuamente con todo empeño por la salvación de las almas, y con sumo cuidado ha de apartar y eliminar todo aquello que pueda oponerse a la fe o de cualquier modo pueda poner en peligro la salud de las almas.

Por lo tanto, la Iglesia, por la potestad que le fue por su Fundador divino encomendada, tiene no sólo el derecho, sino principalmente el deber de no tolerar, sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo reclamaren la integridad de la fe y la salud de las almas; y a todo filósofo que quiera ser hijo de la Iglesia, y también a la filosofía, le incumbe el deber de no decir jamás nada contra lo que la Iglesia enseña y retractarse de aquello de que la Iglesia le avisare. La sentencia, empero, que enseña lo contrario, decretamos y declaramos que es totalmente errónea, y en sumo grado injuriosa a la fe misma, a la Iglesia y a la autoridad de ésta.

Del indiferentismo

[De la Encíclica Quanto conficiamur moerore, a los obispos de Italia, de 10 de agosto de 1863]

Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación [v. 1717]. I,o que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, “a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña”, no pueden alcanzar la eterna salvación.

Lejos, sin embargo, de los hijos de la Iglesia Católica ser jamás en modo alguno enemigos de los que no nos están unidos por los vínculos de la misma fe y caridad; al contrario, si aquéllos son pobres o están enfermos o afligidos por cualesquiera otras miserias, esfuércense más bien en cumplir con ellos todos los deberes de la caridad cristiana y en ayudarlos siempre y, ante todo, pongan empeño por sacarlos de las tinieblas del error en que míseramente yacen y reducirlos a la verdad católica y a la madre amantísima, la Iglesia, que no cesa nunca de tenderles sus manos maternas y llamarlos nuevamente a su seno, a fin de que, fundados y firmes en la fe, esperanza y caridad y fructificando en toda obra buena [Col. 1, 10], consigan la eterna salvación.

De los congresos de teólogos en Alemania

[De la carta Tuas libenter, al arzobispo de Murlich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863]

... Sabíamos también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se dedican al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al afirmar la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran arrebatados más allá de los límites que no permite traspasar la obediencia debida al magisterio de la Iglesia, divinamente instituído para guardar la integridad de toda la verdad revelada. De donde ha resultado que esos católicos, míseramente engañados, llegan a estar frecuentemente de acuerdo hasta con quienes claman y chillan contra los Decretos de esta Sede Apostólica y de nuestras Congregaciones, en que por ellos se impide el libre progreso de la ciencia [v. 1712], y se exponen al peligro de romper aquellos sagrados lazos de la obediencia con que por voluntad de Dios están ligados a esta misma Sede Apostólica, que fue constituída por Dios mismo maestra y vengadora de la verdad.

Tampoco ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en contra de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores [v. 1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la Iglesia universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad de la Iglesia misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió durante tantos siglos continuos que se cultivara la ciencia teológica según el método de los mismos doctores y según los principios sancionados por el común sentir de todas las escuelas católicas; sino que exaltó también muy frecuentemente con sumas alabanzas su doctrina teológica y vehementemente la recomendó como fortísimo baluarte de la fe y arma formidable contra sus enemigos...

A la verdad, al afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú escribes, que el progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y refutación de los errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima adhesión a las verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos mismos han reconocido y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y enseñaron los verdaderos católicos entregados al cultivo y desenvolvimiento de las ciencias. Y apoyados en esta verdad, esos mismos hombres sabios y verdaderamente católicos pudieron con seguridad cultivar, explicar y convertir en útiles y ciertas las mismas ciencias. Lo cual no puede ciertamente conseguirse, si la luz de la razón humana, circunscrita en sus propios límites, aun investigando las verdades que están al alcance de sus propias fuerzas y facultades, no tributa la máxima veneración, como es debido, a la luz infalible e increada del entendimiento divino que maravillosamente brilla por doquiera en la revelación cristiana. Porque, si bien aquellas disciplinas naturales se apoyan en sus propios principios conocidos por la razón; es menester, sin embargo, que sus cultivadores católicos tengan la revelación divina ante sus ojos, como una estrella conductora, por cuya luz se precavan de las sirtes y errores, apenas adviertan que en sus investigaciones y exposiciones pueden ser conducidos por ellos, como muy frecuentemente acontece, a proferir algo que en mayor o menor grado se oponga a la infalible verdad de las cosas que han sido reveladas por Dios.

De ahí que no queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al reconocer y confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar y reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si bien reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin embargo, a las investigaciones de la razón humana las inefables verdades propuestas por la misma revelación divina, como si aquellas verdades estuvieran sujetas a la razón, o la razón pudiera por sus fuerzas y principios alcanzar inteligencia y ciencia de todas las más altas verdades y misterios de nuestra fe santísima, que están tan por encima de la razón humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para entenderlos o demostrarlos por sus fuerzas y por sus principios naturales [v. 1709]. A los hombres, empero, de ese congreso les rendimos las debidas alabanzas, porque rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el filósofo y la filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida [v. 1674], han reconocido y afirmado que todos los católicos deben en conciencia obedecer en sus doctas disquisiciones a los decretos dogmáticos de la infalible Iglesia Católica.

Mas al tributarles las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que necesariamente nace de la obligación de la fe católica, queremos estar persuadidos de que no han querido reducir la obligación que absolutamente tienen los maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos creídas como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que no han querido declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades reveladas, que reconocieron como absolutamente necesaria para la consecución del verdadero progreso de las ciencias y la refutación de los errores, pueda obtenerse, si sólo se presta fe y obediencia a los dogmas expresamente definidos por la Iglesia. Porque aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse mediante un acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes a la fe.

Mas como se trata de aquella sujeción a que en conciencia están obligados todos aquellos católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para que traigan con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los hombres del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los sabios católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino que es menester también que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias, lo mismo que a aquellos capítulos de la doctrina que, por común y constante sentir de los católicos, son considerados como verdades teológicas y conclusiones tan ciertas, que las opiniones contrarias a dichos capítulos de la doctrina, aun cuando no puedan ser llamadas heréticas, merecen, sin embargo, una censura teológica de otra especie.

De la uni(ci)dad de la Iglesia

[De la Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra, de 16 de septiembre de 1864]

Se ha comunicado a la Santa Sede que algunos católicos y hasta varones eclesiásticos han dado su nombre a la sociedad para procurar, como dicen, la unidad de la cristiandad —erigida en Londres el año 1857— y que se han publicado ya varios artículos de revistas, firmados por católicos que aplauden a dicha sociedad o que se dicen compuestos por varones eclesiásticos que la recomiendan. Y a la verdad, qué tal sea la índole de esta sociedad y a qué fin tienda, fácilmente se entiende no sólo por los artículos de la revista que lleva por título The Union Review, sino por la misma hoja en que se invita e inscribe a los socios. En efecto, formada y dirigida por protestantes, está animada por el espíritu que expresamente profesa, a saber, que las tres comuniones cristianas: la romano-católica, la greco-cismática y la anglicana, aunque separadas y divididas entre sí, con igual derecho reivindican para si el nombre católico. La entrada, pues, a ella está abierta para todos, en cualquier lugar que vivieren, ora católicos, ora grecocismáticos, ora anglicanos, pero con esta condición: que a nadie sea lícito promover cuestión alguna sobre los varios capítulos de doctrina en que difieren, y cada uno pueda seguir tranquilamente su propia confesión religiosa. Mas a los socios todos, ella misma manda recitar preces y a los sacerdotes celebrar sacrificios según su intención, a saber: que las tres mencionadas comuniones cristianas, puesto que, según se supone, todas juntas constituyen ya la Iglesia Católica, se reúnan por fin un día para formar un solo cuerpo...

El fundamento en que la misma se apoya es tal que trastorna de arriba abajo la constitución divina de la Iglesia. Toda ella, en efecto, consiste en suponer que la verdadera Iglesia de Jesucristo consta parte de la Iglesia Romana difundida y propagada por todo el orbe, parte del cisma de Focio y de la herejía anglicana, para las que, al igual que para la Iglesia Romana, hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [cf. Eph. 4, 5]... Nada ciertamente puede ser de más precio para un católico que arrancar de raíz los cismas y disensiones entre los cristianos, y que los cristianos todos sean solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz [Eph. 4, 3]... Mas que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una intención en gran manera manchada e infecta de herejía, no puede de ningún modo tolerarse. La verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo afirmamos debe creerse; y cada una de estas notas, de tal modo está unida con las otras, que no puede ser separada de ellas; de ahí que la que verdaderamente es y se llama Católica, debe juntamente brillar por la prerrogativa de la unidad, la santidad y la sucesión apostólica. Así, pues, la Iglesia Católica es una con unidad conspicua y perfecta del orbe de la tierra y de todas las naciones, con aquella unidad por cierto de la que es principio, raíz y origen indefectible la suprema autoridad y más excelente principalía” del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y de sus sucesores en la cátedra romana. Y no hay otra Iglesia Católica, sino la que, edificada sobre el único Pedro, se levanta por la unidad de la fe y la caridad en un solo cuerpo conexo y compacto [Eph. 4, 16].

Otra razón por que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense es que quienes a ella se unen favorecen el indiferentismo y causan escándalo.

Del naturalismo, comunismo y socialismo

    [De la Encíclica Quanta cura, de 8 de diciembre de 1864]

Pero si bien no hemos dejado de proscribir y reprobar muchas veces estos importantísimos errores; sin embargo, la causa de la Iglesia Católica y la salud de las almas a Nos divinamente encomendada y hasta el bien de la misma sociedad humana nos piden imperiosamente que nuevamente excitemos vuestra solicitud pastoral para combatir otras depravadas opiniones que brotan, como de sus fuentes, de los mismos errores.

Estas falsas y perversas opiniones son tanto más de detestar cuanto principalmente apuntan a impedir y eliminar aquella saludable influencia que la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su divino Fundador, debe libremente ejercer hasta la consumación de los siglos [Mt. 28, 20], no menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes supremos, y a destruir aquella mutua unión y concordia de designios entre el sacerdocio y el imperio, “que fue siempre fausta y saludable lo mismo a la religión que al Estado”. Porque bien sabéis, Venerables Hermanos, que hay no pocos en nuestro tiempo, que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, se atreven a enseñar que “la óptima organización del estado y progreso civil exigen absolutamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera y las falsas religiones”. Y contra la doctrina de las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que “la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se le reconoce al gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la religión católica, sino en cuanto lo exige la paz pública.”

Partiendo de esta idea, totalmente falsa, del régimen social, no temen favorecer la errónea opinión, sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, calificada de “delirio” por nuestro antecesor Gregorio XVI, de feliz memoria, de que “la libertad de conciencia y de cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil, por el que puedan manifestar y declarar a cara descubierta y públicamente cualesquiera conceptos suyos, de palabra o por escrito o de cualquier otra forma”. Mas al sentar esa temeraria afirmación, no piensan ni consideran que están proclamando una libertad de perdición, y que “si siempre fuera libre discutir de las humanas persuasiones, nunca podrán faltar quienes se atrevan a oponerse a la verdad y a confiar en la locuacidad de la sabiduría humana (v. 1.: mundana); mas cuánto haya de evitar la fe y sabiduría cristiana esta dañosísima vanidad, entiéndalo por la institución misma de nuestro Señor Jesucristo”.

Y porque apenas se ha retirado de la sociedad civil la religión y repudiado la doctrina y autoridad de la revelación divina, se oscurece y se pierde hasta la genuina noción de justicia y derecho humano, y en lugar de la verdadera justicia y del legítimo derecho se sustituye la fuerza material; de ahí se ve claro por qué algunos, despreciados totalmente y dados de lado los más ciertos principios de la sana razón, se atreven a gritar que “la voluntad del pueblo, manifestada por la que llaman opinión pública o de otro modo, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano, y que en el orden polltico los hechos consumados, por lo mismo que han sido consumados, tienen fuerza de derecho.” Mas ¿quién no ve y siente manifiestamente que la so ciedad humana, suelta de los vinculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro fin que adquirir y acumular riquezas, ni seguir otra ley en sus acciones, sino ]a indómita concupiscencia del alma de servir sus propios placeres e intereses?

Esta es la razón por que tales hombres persiguen con odio realmente encarnizado a las órdenes religiosas, no obstante sus méritos relevantes para con la sociedad cristiana y civil y las letras, y se desgañitan gritando que no tienen razón legitima alguna de existir, aplaudiendo así las invenciones de los herejes. Porque, como muy sabiamente enseñaba nuestro predecesor Pío VI de feliz memoria, “la abolición de las órdenes regulares ofende al estado que públicamente profesa los consejos evangélicos, ofende aquel modo de vivir que la Iglesia recomienda como conforme a la doctrina apostólica, ofende a los mismos insignes fundadores que veneramos sobre los altares y que sólo por inspiración de Dios, instituyeron esas sociedades”.

Impiamente proclaman también que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad “de legar públicamente limosnas por causa de caridad cristiana”, así como que debe quitarse la ley, “por la que en determinados días se prohiben los trabajos serviles a causa del culto de Dios”, pretextando con suma falacia que dicha facultad y ley se oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con eliminar la religión de la sociedad pública, quieren también alejarla de las familias privadas.

Porque es así que enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y del socialismo, afirman que “la sociedad doméstica o familia toma toda su razón de existir únicamente del derecho civil y que, por ende, de la ley civil solamente dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, y ante todo el derecho de procurar su instrucción y educación.”

Con estas impías opiniones y maquinaciones lo que principalmente pretenden estos hombres falacisimos es eliminar totalmente la saludable doctrina e influencia de la Iglesia Católica en la instrucción y educación de la juventud, e inficionar y depravar míseramente las tiernas y flexibles almas de los jóvenes con toda suerte de perniciosos errores y vicios. A la verdad, cuantos se han empeñado en perturbar lo mismo la religión que el estado, trastornar el recto orden de la sociedad y hacer tabla rasa de los derechos humanos y divinos, dirigieron siempre todos sus criminales planes, sus esfuerzos y trabajos, a engañar y depravar sobre todo a la imprudente juventud, como antes indicamos, y en la corrupción de la misma juventud pusieron toda su esperanza. Por eso no cesan nunca de vejar por cualesquiera modos nefandos a uno y otro clero, del que como espléndidamente atestiguan los monumentos más ciertos de la historia, tantas y tan grandes ventajas han redundado a la religión, al estado y a las letras; y proclaman que el mismo clero, “como enemigo del verdadero y útil progreso de la ciencia y de la civilización, debe ser apartado de todo cuidado e incumbencia en la instrucción y educación de la juventud”.

Otros, renovando los delirios de los innovadores (protestantes), perversos y tantas veces condenados, se atrevén con insigne impudor a someter al arbitrio de la autoridad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, que le fué concedida por Cristo Señor, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Sede acerca de las cosas que pertenecen al orden externo.

Y es asi que en manera alguna se avergfienzan de afirmar que: “las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, si no son promulgadas por el poder civil; que las actas y decretos de los Romanos Pontífices relativos a la religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del consentimiento de la potestad civil; que las constituciones apostólicas con que se condenan las sociedades clandestinas —ora se exija, ora no se exija en ellas juramento de guardar secreto—, y se marcan con anatema sus seguidores y favorecedores, no tienen ninguna fuerza en aquellos países en que tales asociaciones se toleran por parte del gobierno civil; que la excomunión pronunciada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontifices contra los que invaden y usurpan los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en la confusión del orden espiritual y del orden civil y político con el solo fin de alcanzar un bien mundano; que la Iglesia no debe decretar nada que obligue las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que no compete a la Iglesia el derecho de castigar con penas temporales a los violadores de sus leyes; que está conforme con la sagrada teología y con los principios de derecho público afirmar y vindicar para el gobierno civil la propiedad de los bienes que son poseidos por la Iglesia, por las órdenes religiosas y por otros lugares piadosos.”

Tampoco tienen verguenza de profesar a cara descubierta y públicamente el axioma y principio de los herejes, del que nacen tantas perversas sentencias y errores. No cesan, en efecto, de decir que “la potestad eclesiástica no es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil y que no puede mantenerse tal distinción e independencia, sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia derechos esenciales de la potestad civil.” Tampoco podemos pasar en silencio la audacia de aquellos que, por no poder sufrir la sana doctrina [2 Tim. 4, 3], pretenden que “puede negarse asentimiento y obediencia, sin pecado ni detrimento alguno de la profesión católica, a aquellos juicios y decretos de la Sede Apostólica, cuyo objeto se declara mirar al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal de que no se toquen los dogmas de fe y costumbres.” Lo cual, cuán contrario sea al dogma católico sobre la plena potestad divinamente conferida por Cristo Señor al Romano Pontífice de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, nadie hay que clara y abiertamente no lo vea y entienda.

En medio, pues, de tan grande perversidad de depravadas opiniones, Nos, bien penetrados de nuestro deber apostólico y sobremanera solícitos de nuestra religión santisima, de la sana doctrina de la salud de las almas —a Nos divinamente encomendadas— asi como del bien de la misma sociedad humana, hemos creído que debiamos levantar otra vez nuestra voz apostólica. Así, pues

todas y cada una de las depravadas opiniones y doctrinas que en estas nuestras Letras están particularmente mencionadas, por nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos, y queremos y mandamos que por todos los hijos de la Iglesia Católica sean tenidas absolutamente como reprobadas, proscritas y condenadas.

“Silabo” o colección de los errores modernos

[Sacado de varias Alocuciones, Encíclicas y Cartas de Pío IX y publicado, juntamente con la                     Bula arriba alegada, Quanta cura el 8 de diciembre de 1864]

A. Indice de las Actas de Pío IX, de que fué extractado el Sílabo

1. Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (de ella proceden las proposiciones 4-7, 16, 40 y 63).

2. Alocución Quisque vestrum, de 4 de octubre de 1847 (prop. 63).

 3. Alocución Ubi primum, de 17 de diciembre de 1847 (prop. 16).

4. Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (prop. 40, 64 y 7B).

5. Carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (proposiciones 18 y 63).

6. Alocución Si semper antea, de 20 de mayo de 1850 (prop. 76).

7. Alocución ln consistoriali, de 1.° de noviembre de 1850 (prop. 43-45).

8. Condenación Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (prop. 15, 21

9. Condenaci6n Ad apostolicae, de 22 de agosto de 1851 (prop. 24, 25 34-36, 38, 41, 42, 65-67 y 69-75).

10. Alocución Quibus luctuosissimis, de 5 de septiembre de 1851 (proposición 45)

11. Lettera al Re di Sardegna, de 9 de septiembre de 1852 (prop. 73).

12. Alocución Acerbissimum, de 87 de septiembre de 1852 (prop. 31, 51, 53

13. Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (pr. 8, 17 y 19).

14. Alocución Probe memineritis, de 22 de enero de 1855 (prop. 53)

15. Alocución Cum saepe, de 26 de julio de 1855 (prop. 53)

16. Alocución Nemo vestrum, de 26 de julio de 1855 (prop. 77)

17. Carta Encíclica Singulari quidem, de 17 de marzo de 1856 (prop. 4 y 16).

18. Alocución Nunquam fore, de 15 de diciembre de 1856 (prop. 26, 28, 29, 31, 46, 50, 52, 70).

19 Carta Eximiam tuam al arzobispo de Colonia, de 15 de iunio de 1857 (prop. 14 NB.).

30. Letras apostólicas Cum catholica Ecclesia, de 26 de marzo de 1860 (prop. 63 y 76 NB.).

21. Carta Dolore haud mediocri, al obispo de Breslau, de 30 de abril de 1860 (prop. 14 NB).

22. Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (prop. 19, 62 y 76 NB).

23. Alocución Multis gravibusque, de 17 de diciembre de 1860 (prop. 37, 43 y 73).

24. Alocución lamdudum cernimus, de 18 de marzo de 1861 (prop. 37, 61, 76 NB y 80).

25. Alocución Meminit unusquisque, de 30 de septiembre de 1861 (prop. 20).

26. Alocución Maxima quidem, de 9 de junio de 1862 (prop. 1-7, 15, 19, 27 39, 44, 49, 56-60 y 76 NB.).

27. Carta Gravissimas inter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de dlciembre de 1862 (prop. 9-11).

28. Carta Encíclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 prop. 17 y 58).

29. Carta Encíclica Incredibili, de 17 de septiembre de 1863 (prop. 26).

30. Carta Tuas libenter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863 (prop. 9, 10, 12-14 22 y 33)

31. Carta Cum non sine al arzobispo de Friburgo, de 14 de julio de 1864 (prop. 47 y 48).

82. Carta Singularis Nobisque al obispo de Monreale, de 29 de septiembre de 1864 (prop. 32).

B. Sílabo 1

Comprende los principales errores de nuestra edad, que son notados en las Alocuciones consistoriales,     en las Encíclicas y en otras Letras apostólicas de N. SS. S. el papa Pío XII

§ I. Panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto

1. No existe ser divino alguno, supremo, sapientisimo y providentisimo, distinto de esta universidad de las cosas, y Dios es lo mismo que la naturaleza, y, por tanto, sujeto a cambios y, en realidad, Dios se está haciendo en el hombre y en el mundo, y todo es Dios y tiene la mismisima sustancia de Dios; y una sola y misma cosa son Dios y el mundo y, por ende, el espiritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto (26).

2. Debe negarse toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo (26).

3. La razón humana, sin tener por nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de si misma y por sus fuerzas naturales basta para procurar el bien de los hombres y de los pueblos (26).

4. Todas las verdades de la religión derivan de la fuerza nativa de la razón humana; de ahí que la razón es la norma principal, por la que el hombre puede y debe alcanzar el conocimiento de las verdades de cualquier género que sean (1, 17 y 26).

5. La revelación divina es imperfecta y, por tanto, sujeta a progreso continuo e indefinido, en consonancia con el progreso de la razón humana (1 [cf. 1636] y 26).

6. La fe de Cristo se opone a la razón humana; y la revelación divina no sólo no aprovecha para nada, sino que daña a la perfección del hombre (1 [cf. 1636] y 26).

7. Las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Letras, son ficciones de poetas; y los misterios de la fe cristiana, un conjunto de investigaciones filosóficas; y en los libros de uno y otro Testamento se contienen invenciones míticas, y el mismo Jesucristo es una ficción mítica (1 y 26).

§ II. Racionalismo moderado

8. Como quiera que la razón humana se equipara a la religión misma, las ciencias teológicas han de tratarse lo mismo que las filosóficas (18 [v. 1642]).

9. Todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto del corlocimiento natural, o sea, de la filosoffa; y la razón humana, con sólo que esté históricamente cultivada, puede llegar por sus fuerzas y principios naturales a una verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los más recónditos, con tal de que estos dogmas le fueren propuestos como objeto a la misma razón (27 [cf. 1682] y 30).

10. Como una cosa es el filósofo y otra la filosofía, aquél tiene el derecho y el deber de someterse a la autoridad que hubiere reconocido por verdadera; pero la filosofia ni puede ni debe someterse a autoridad alguna (27 [v. 1673 y 1674] y 30).

11. La Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar sus errores y dejar que ella se corrija a si misma (27 [v. 1675]).

12. Los Decretos de la Sede Apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre progreso de la ciencia (30 [v. 1679]).

13. El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teologia, no convienen a las necesidades de nuestros tiempos y al progreso de las ciencias (30 [v. 1680]).

14. La filosofía ha de tratarse sin tener en cuenta para nada la revelación sobrenatural (30).

NB. Al racionalismo están vinculados en su mayor parte los errores de Antonio Gunther, que se condenan en la carta al cardenal arzobispo de Colonia Eximiam tuam, de 15 de junio de 1875 (19 [cf. 1655]) y en la carta al obispo de Breelau Dolore huud mediocri, de 90 de abril de 1860 (21).

§ III. Indiferentismo, latitudinarismo

15. Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera (8 y 26).

16. Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación (1, 3 y 17).

17. Por lo menos deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo (13 [v. 1646] y 28 [1677]).

18. El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica, se puede agradar a Dios (5).

§ IV. Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades clérico-liberales

Estas pestilenciales doctrinas han sido muchas veces condenadas y con las más graves palabras, en la carta Enciclica Qui pluribus, de 9 de diciembre de 1846 (1); en la Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (5); en la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (13); en la carta Enciclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 (28).

§ V. Errores sobre la Iglesia y sus derechos

19. La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los limites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos derechos (12, 23 y 26).

20. La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil (25).

21. La Iglesia no tiene potestad para definir dogmáticamente que la religión de la Iglesia Católica es la única religi6n verdadera (8).

22. La obligación que liga totalmente a los maestros y escritores católicos, se limita sólo a aquellos puntos que han sido propuestos por el juicio infalible de la Iglesia como dogmas de fe que todos han de creer (30 [v. 1683]).

23. Los Romanos Pontífices y los Concilios ecuménicos traspasaron los límites de su potestad, usurparon los derechos de los príncipes y erraron hasta en la definici6n de materias sobre fe y costumbres (8).

24. La Iglesia no tiene potestad para emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal, directa o indirecta (9).

25. Además del poder inherente al episcopado, se le ha atribuído otra potestad temporal, expresa o tácitamente concedida por el poder civil, y revocable, por ende, cuando al mismo poder civil pluguiere (9).

26. La Iglesia no tiene derecho nativo y legitimo de adquirir y poseer (18 y 29).

27. Los ministros sagrados de la Iglesia y el Romano Pontifice deben ser absolutamente excluidos de toda administración y dominio de las cosas temporales (26).

28. No es licito a los obispos, sin permiso del gobierno, promulgar ni aun las mismas Letras apostólicas (18).

29. Las gracias concedidas por el Romano Pontifice han de considerarse como uulas, a no ser que hayan sido pedidas por conducto del gobierno (18).

30. La inmunidad de la Iglesia y de las personas eclesiásticas tuvo su origen en el derecho civil (8).

31. El fuero eclesiástico para las causas temporales de los clérigos, sean éstas civiles o criminales, ha de suprimirse totalmente, aun sin consultar la Sede Apostólica y no obstante sus reclamaciones (12 y 18).

32. Sin violación alguna del derecho natural ni de la equidad, puede derogarse la inmunidad personal, por la que los clérigos están exentos del servicio militar y esta derogación la exige el progreso civil, sobre todo en una sociedad constituida en régimen liberal (32).

33. No pertenece únicamente a la potestad eclesiástica de jurisdicción, por derecho propio y nativo, dirigir la enseñanza de la teología (30).

34. La doctrina de los que comparan al Romano Pontífice a un príncipe libre y que ejerce su acción sobre toda la Iglesia, es una doctrina que prevaleció en la Edad Media (9).

35. No hay inconveniente, alguno en que, ora por sentencia de un Concilio universal o por hecho de todos los pueblos, el Sumo Pontificado sea trasladado del obispo y de la ciudad de Roma a otro obispo y ciudad (9).

36. Una definición de un Concilio nacional no admite ulterior discusión y el poder civil puede atenerse a ella en sus actos (9).

37. Pueden establecerse iglesias nacionales sustraidas y totalmente separadas de la autoridad del Romano Pontífice (23 y 24).

38. Las demasiadas arbitrariedades de los Romanos Pontifices contribuyeron a la división de la Iglesia en oriental y occidental (9).

§ VI. Errores sobre la sociedad civil, considerada ya en sí misma, ya en sus relaciones con la Iglesia

39. El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno (26).

40. La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana (1 [v. 1634] y 4).

41. A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de apelación ab abusu (9).

42. En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil (9).

43. El poder laico tiene autoridad para rescindir, declarar y anular —sin el consentimiento de la Sede Apostólica y hasta contra sus reclamaciones— los solemnes convenios (Concordatos) celebrados con aquélla sobre el uso de los derechas relativos a la inmunidad eclesiástica (7 y 23).

44. La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones necesarias para recibirlos (7 y 26).

45. El régimen total de las escuelas públicas en que se educa la juventud de una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios episcopales, puede y debe ser atribuído a la autoridad civil y de tal modo debe atribuírsele que no se reconozca derecho alguno a ninguna otra autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la selección o aprobación de los maestros (7 y 10).

46. Más aún, en los mismos seminarios de los clérigos el método de estudios que haya de seguirse, está sometido a ia autoridad civil (18).

47. La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones comunes de nuestro tiempo (31).

48. Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines de la vida social terrena (31).

49. La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontifice (26).

50. La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras apostólicas (18).

51. Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos (8 y 12).

52. El gobierno puede por derecho propio cambiar la edad prescrita por la Iglesia para la profesión religiosa tanto de hombres como de mujeres y mandar a todas las órdenes religiosas que, sin su permiso, no admitan a nadie a emitir los votos solemnes (18).

53. Deben derogarse las leyes relativas a la defensa de las órdenes religiosas, de sus derechos y deberes; más aún, el gobierno civil puede prestar ayuda a todos aquellos que quieran abandonar el instituto de vida que abrazaron e infringir sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir absolutamente las mismas órdenes religiosas, así como las Iglesias colegiatas y los beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y someter y adjudicar sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la potestad civil (12, 14 y 15).

54. Los reyes y principes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de jurisdicción (8).

55. La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia (12).

§ VII. Errores sobre la ética natural y cristiana

56. Las leyes morales no necesitan de la sanción divina y en manera alguna es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural o reciban de Dios la fuerza obligatoria (26).

57. La ciencia de la filosoffa y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben apartarse de la autoridad divina y eclesiástica (26).

58. No hay que reconocer otras fuerzas, sino las que residen en la materia, y toda la moral y honestidad ha de colocarse en acumular y aumentar, de cualquier modo, las riquezas y en satisfacer las pasiones (26 y 28).

59. El derecho consiste en el hecho material; todos los deberes de los hombres son un nombre vacio; todos los hechos humanos tienen fueria de derecho (26).

60. La autoridad no es otra cosa que la suma del número y de las fuerzas materiales (26).

61. La injusticia de un hecho afortunado no produce daño alguno a la santidad del derecho (24).

62. Hay que proclamar y observar el principio llamado de no intervención (22).

63. Es lícito negar la obediencia a los príncipes legítimos y hasta rebelarse contra ellos (1, 2, 5 y 20).

64. La violación de un juramento por santo que sea, o cualquier otra acción criminal y vergonzosa contra la ley sempiterna, no sólo no es reprobable, sino absolutamente lícita y digna de las mayores alabanzas, cuando se realiza por amor a la patria (4).

§ VIII. Errores sobre el matrimonio cristiano

65. No puede demostrarse por razón alguna que Cristo elevara el matrimonio a la dignidad de sacramento (9)..

66. El sacramento del matrimonio no es más que un accesorio del contrato y separable de él, y el sacramento mismo consiste únicamente en la bendición nupcial (9).

67. El vínculo del matrimonio no es indisoluble por derecho de la naturaleza, y en varios casos, la autoridad civil puede sancionar el divorcio propiamente dicho (2 y 9 [v. 1640]).

68. La Iglesia no tiene poder para establecer impedimentos dirimentes del matrimonio, sino que tal poder compete a la autoridad civil, que debe eliminar los impedimentos existentes (8).

69. La Iglesia empezó a introducir en siglos posteriores los impedimentos dirimentes, no por derecho propio, sino haciendo uso de aquel poder que la autoridad civil le prestó (9).

70. Los cánones del Tridentino que fulminan censura de anatema contra quienes se atrevan a negar a la Iglesia el poder de introducir impedimentos dirimentes [v. 973 s], o no son dogmáticos o hay que entenderlos de este poder prestado (9).

71. La forma del Tridentino no obliga bajo pena de nulidad [v. 990], cuando la ley civil establece otra forma y quiere que, dada esta nueva forma, el matrimonio sea válido (9).

72. Bonifacio VIII fué el primero que afirmó que el voto de castidad, emitido en la ordenación, anula el matrimonio (9).

73. Entre cristianos puede darse verdadero matrimonio en virtud del contrato meramente civil; es falso que el contrato de matrimonio entre cristianos es siempre sacramento, o que no hay contrato, si se excluye el sacramento (9, 11, 12 [v. 1640] y 23).

74. Las causas matrimoniales y los esponsales pertenecen, por su misma naturaleza, al fuero civil (9 y 12 [v. 1640]).

NB. Aquí pueden incluirse otros dos errores sobre la supresión del celibato de los clérigos y de la superioridad del estado de matrimonio sobre el de virginidad. El primero se condena en la Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (1) y el otro en las Letras apostólicas Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (8).

§ IX. Errores sobre el principado civil del Romano Pontífice

75. Los hijos de la Iglesia Cristiana y Católica disputan entre sí sobre la compatibilidad del reino temporal con el espiritual (9).

76. La derogación de la soberanía temporal de que goza la Sede Apostólica contribuiría de modo extraordinario a la libertad y prosperidad de la Iglesia (4 y 6).

NB. Aparte de estos errores, explícitamente señalados, se reprueban implícitamente muchos otros por la doctrina propuesta y afirmada, que todos los católicos deben mantener firmísimamente, sobre el poder temporal del Romano Pontífice Esta doctrina está claramente enseñada en la Alocución Quibus guantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la Alocución Si semper antea. de 20 de mayo de 1850 (6); en las Letras apostólicas Cum cathollca Ecclesia, de 20 de marzo de 1860 (20)- en la Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (22); en la Alocucion lamdudum cernimus de 18 de marzo de 1861 (24); en la Alocución Maxima quidem, de 9 dé junio de 1862 (26).

§ X. Errores relativos al liberalismo actual

77. En nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros cultos (16).

78. De ahi que laudablemente se ha provisto por ley en algunas regiones católicas que los hombres que allá inmigran puedan públicamente ejercer su propio culto cualquiera que fuere (12).

79. Efectivamente, es falso que la libertad civil de cualquier culto, asi como la plena potestad concedida a todos de manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la peste del indiferentismo (18).

80. El Romano Pontifice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna (24).

CONCILIO VATICANO, 1869-1870

XX ecuménico (sobre la fe y la Iglesia)

SESION III

(24 de abril de 1870)

Constitución dogmática sobre la fe católica

... Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe, reunidos en el Espiritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad nuestra, apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional tal como santamente custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la Iglesia Católica, hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro en presencia de todos la saludable doctrina de Cristo, después de proscribir y condenar —por la autoridad a Nos por Dios concedida— los errores contrarios.

Cap. 1. De Dios, creador de todas las cosas

[Sobre Dios uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de las cosas]. La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado como distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de Él mismo existe o puede ser concebido [Can. 1-4].

[Del acto de la creación en sí y en oposición a los errores modernos, y del efecto de la creación]. Este solo verdadero Dios, por su bondad “y virtud omnipotente”, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, “juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana, como común, constituída de esplritu y cuerpo” [Conc. Later. IV, v. 428; Can 2 y 5].

[Consecuencia de la creación]. Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap. 8, 1]. Porque todo está desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13], aun lo que ha de acontecer por libre acción de las criaturas.

Cap. 2. De la revelación

[Del hecho de la revelación sobrenatural positiva]. La misma santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo de la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom., 1, 20]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad, como quiera que dice el Apóstol: Habiendo Dios hablado antaño en muchas ocasiones y de muchos modos a nuestros padres por los profetas, últimamente, en estos mismos días, nos ha hablado a nosotros por su Hijo [Hebr. 1, 1 s; Can. 1].

[De la necesidad de la revelación]. A esta divina revelación hay ciertamente que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Sin embargo, no por ello ha de decirse que la revelación sea absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana; pues a la verdad ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman [1 Cor. 2, 9; Can. 2 y 3].

[De las fuentes de la revelación]. Ahora bien, esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de Trento, “se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Esplritu Santo transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros” [Conc. Trid., v. 783]. Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, integros con todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han. sido transmitidos a la misma Iglesia [Can. 4].

[De la interpretación de la Sagrada Escritura]. Mas como quiera que hay algunos que exponen depravadamente lo que el santo Concilio de Trento, para reprimir a los ingenios petulantes, saludablemente decretó sobre la interpretación de la Escritura divina, Nos, renovando el mismo decreto, declaramos que su mente es que en materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas; y, por tanto, a nadie es llcito interpretar la misma Escritura Sagrada contra este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de los Padres.

Cap. 3. De la fe

[De la definición de la fe]. Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluutad [Can. 1]. Ahora bien, esta fe que “es el principio de la humana salvación” [cf. 801], la Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrlnseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can. 2]. Es, en efecto, la fe, en testimonio del Apóstol, sustancia de las cosas que se esperan, argumento de lo que no aparece [Hebr. 11, 1].

[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón [cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a los auxilios internos del Espiritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecias que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecias ¡ y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían [Mc. 16, 20]. Y nuevamente está escrito: Tenemos palabra profética más firme, a la que hacéis bien en atender como a una antorcha que brilla en un lugar tenebroso [2 Petr. 1, 19).

[La fe es en sí misma un don de Dios]. Mas aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, “puede consentir a la predicación evangélica”, como es menester para conseguir la salvación, “sin la iluminación e inspiración del Espiritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad” [Conc. de Orange, v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre por la caridad [cf. Gal. 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podria resistir [cf. 797 s ¡ Can. 5].

[Del objeto de la fe]. Ahora bien, deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creidas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio.

[De la nacesidad de abrazar y conservar la fe]. Mas porque sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de los hijos de Dios; de ahi que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna, si no perseverare en ella hasta el fin [Mt. 10, 22; 24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos cumplir el deber de abrazar la fe verdadera y perseverar constantemente en ella, instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas claras de su institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana y maestra de la palabra revelada.

[Del auxilio divino externo para cumplir el deber de la fe]. Porque a la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación.

[Del auxilio divino interno para lo mismo]. De lo que resulta que ella misma, como una bandera levantada para las naciones [Is. 11, 12], no sólo invita a sí a los que todavia no han creído, sino que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmlsimo. A este testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto. Porque el benignlsimo Señor excita y ayuda con su gracia a los errantes, para que puedan llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2, 4], y a los que trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr. 2, 9], los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz, no abandonándolos, si no es abandonado [v. 804]. Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humallas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe [Can. 6]. Siendo esto así, dando gracias a Dios Padre que nos hizo dignos de entrar a la parte de la herencia de los santos en 1a luz [Col. 1, 12], no descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando al autor y consumador de nuestra fe, Jesus, mantengamos inflexible la confesión de nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 2].

Cap. 4  De la fe y la razón

[Del doble orden de conocimiento]. El perpetuo sentir de la Iglesia Católica sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino tan bién por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar; se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol, que atestigua que Dios es conocido por los gentiles por medio de las cosas que han sido hechas [Rom. 1, 20]; sin embargo, cuando habla de la gracia y de la verdad que ha sido hccha por medio de Jesucristo [cf. Ioh. 1, 17], manifiesta: Proclamamos la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está escondida, que Dios predestinó antes de los siglos para gloria nuestra, que ninguno de los principes de este mundo ha conocido...; pero a nosotros Dios nos la ha revelado por medio de su Espíritu. Porque el Espíritu, todo lo escudrina, aun las profundidades de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10]. Y el Unigénito mismo alaba al Padre, porque escondió estas cosas a los sabios y prudentes y se las reveló a los pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25~.

[De la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural.] Y, ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2 Cor. 5, 6 s].

[De la imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón]. Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se origina principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así, pues, “toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos que es absolutamente falsa” [V Concilio de Letrán; v. 738]. Ahora bien, la Iglesia, que recibió juntamente con el cargo apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene también divinamente el derecho y deber de proscribir la ciencia de falso nombre [1 Tim. 6, 20], a fin de que nadie se deje engañar por la filosofía y la vana falacia [cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por eso, no sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad.

[De la mutua ayuda de la fe y la razón y de la justa libertad de la ciencia]. Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o desprecia las ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres; antes bien confiesa que, así como han venido de Dios, que es Señor de las ciencias [1 Reg. 2, 3]; así, debidamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. A la verdad, la Iglesia no veda que esas disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus principios y método propio; pero, reconociendo esta justa libertad, cuidadosamente vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la doctrina divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que pertenece a la fe.

[Del verdadero progreso ae la ciencia natural y revelada]. Y, en efecto, la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia [Can. 3]. “Crezca, pues, y mucho y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia”.

Cánones [sobre la fe católica]

1. De Dios creador de todas las cosas

1. [Contra todos los errores acerca de la existencia de Dios creador]. Si alguno negare al solo Dios verdadero creador y sefior de las cosas visibles e invisibles, sea anatema [cf. 17823.

2. [Contra el materialismo.] Si alguno no se avergonzare de afirmar que nada existe fuera de la materia, sea anatema [cf. 1783].

3. [Contra el panteísmo.] Si alguno dijere que es una sola: y la misma la sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea anatema [cf. 17823.

4. [Contra las formas especiales del panteísmo.] Si alguno dijere que las cosas finitas, ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos las espirituales, han emanado de la sustancia divina, o que la divina esencia por manifestación o evolución de sí, se hace todas las cosas, o, finalmente, que Dios es el ente universal o indefinido que, determinándose a sí mismo, constituye la universalidad de las cosas, distinguida en géneros, especies e individuos, sea anatema.

5. [Contra los pantéístas y materialistas.] Si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia [cf. 1783],

[contra los güntherianos] o dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo [cf. 1783],

[contra güntherianos y hermesianos] o negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema.

2. De la revelación

1. [Contra los que niegan la teología natural.] Si alguno dijere que Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema [cf. 1785].

2. [Contra los deístas.] Si alguno dijere que no es posible o que no conviene que el hombre sea enseñado por medio de la revelación divina acerca de Dios y del culto que debe tributársele, sea anatema [cf. 1786].

3. [Contra los progresistas.] Si alguno dijere que el hombre no puede ser por la acción de Dios levantado a un conocimiento y perfección que supere la natural, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, en constante progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea anatema.

4. Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el santo Concilio de Trento [v. 783 s], o negare que han sido divinamente inspirados, sea anatema.

3, De la fe

1. [Contra la autonomía de la razón.] Si alguno dijere que la razón humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea atlatema [cf. 1789].

2. [Deben tenerse por verdad algunas cosas que la razón no alcanza por si misma.] Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la ciencia natural sobre Dios y las cosas morales y que, por tanto, no se requiere para la fe divina que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios que revela, sea anatema [cf. 1789].

3. [Deben guardarse en la fe misma los derechos de la razón.] Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos y que, por lo tanto, deben los hombres moverse a la fe por sola la experiencia interna de cada uno y por la inspiración privada, sea anatema [cf. 1790].

4. [De la demostrabilidad de la revelacioin.] Si alguno dijere que no puede darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre ellos, aun las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas entre las fábulas o mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con certeza y que con ellos no se prueba legítimamente el origen divino de la religión cristiana, sea anatema [cf. 1790].

5. [Libertad de la fe y necesidad de la gracia: contra Hermes; v. 1618 ss.] Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino que se produce necesariamente por los argumentos de la razón; o que la gracia de Dios sólo es necesaria para la fe viva que obra por la caridad [Ga]. 5, 6], sea anatema [cf. 1791].

6. [Contra la duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que es igual la condición de los fie]es y la de aquellos que todavía uo han llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentitniento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema [cf. 1794].

4. De la fe y la razón

[Contra los pseudofilósofos y pseudoteólogos, sobre los que se habla ('en 1679 ss]

1. Si alguno dijere que en la revelación divina no se contiene ningún verdadero y propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente cultivada partiendo de sus principios naturales, sea anatema [cf. 1795 s].

2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal libertad, que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque se opongan a la doctrina revelada, y que no pueden ser proscritas por la Iglesia, sea anatema [cf. 1797-1799].

3. Si alguno dijere que puede suceder que, según el progreso de la ciencia, haya que atribuir alguna vez a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia, sea anatema [cf. 1800].

Así, pues, cumpliendo lo que debemos a nuestro deber pastoral, por las entrañas de Cristo suplicamos a todos sus fieles y señaladamente a los que presiden o desempeñan cargo de enseñar, y a par por la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro les mandamos que pongan todo empeño y cuidado en apartar y eliminar de la Santa Iglesia estos errores y difundir la luz de la fe purísima.

Mas como no basta evitar el extravío herético, si no se huye también diligentísimamente de aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél, a todos avisamos del deber de guardar también las constituciones y decretos por los que tales opiniones extraviadas, que aquí no se enumeran expresamente, han sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.

SESION IV

(18 de julio de 1870)

Constitución dogmática I sobre la Iglesia de Cristo

[De la institución y fundamento de la Iglesia.] El Pastor eterno y guardián de nuestras almas [1 Petr. 2, 25], para convertir en perenne la obra saludable de la redención, decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de una sola fe y caridad. Por lo cual, antes de que fuera glorificado, rogó al Padre, no sólo por los Apóstoles, sino también por todos los que habían de creer en El por medio de la palabra de aquéllos, para que todos fueran una sola cosa, a la manera que el mismo Hijo y el Padre son una sola cosa [Ioh. 17, 20 s]. Ahora bien, a la manera que envió a los Apóstoles —a quienes se había escogido del mundo—, como Él mismo había sido enviado por el Padre [Ioh. 20, 21]; así quiso que en su Iglesia hubiera pastores y doctores hasta la consumación de los siglos [Mt. 28, 20]. Mas para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los sacerdotes coherentes entre sí; al anteponer al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad y un fundamento visible, sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se levantara sobre la firmeza de esta fe. y puesto que las puertas del infierno, para derrocar, si fuera posible, a la Iglesia, se levantan por doquiera con odio cada día mayor contra su fundamento divinamente asentado; Nos, juzgamos ser necesario para la guarda, incolumidad y aumento de la grey católica, proponer con aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico —en que estriba la fuerza y solidez de toda la Iglesia—, para que sea creída y mantenida por todos los fieles, según la antigua y constante fe de la Iglesia universal, y a la vez proscribir y condenar los errores contrarios, en tanto grado perniciosos al rebaño del Señor.

Cap. 1. De la institución del primado apostólico en el bienaventurado Pedro

[Contra los herejes y cismáticos.] Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y conferido inmediata y directamente al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor. Porque sólo a Simón —a quien ya antes había dicho: Tú te llamarás Cefas [Ioh. 1, 42)—, después de pronunciar su confesión: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, se dirigió el Señor con estas solemnes palabras: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y a ti te daré las llaves del reino de los cielos. Y cuanto atares sobre la tierra, será atado también en los cielos; y cuanto desatares sobre la tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 16, 16 ss]. [Contra Richer, etc.v. 1503]. Y sólo a Simón Pedro confirió Jesús después de su resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su rebaño, diciendo: “Apacienta a mis corderos”. “Apacienta a mis ovejas” [Ioh. 21, 15 ss].

A esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido siempre entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las torcidas sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen instituída por Cristo Señor en su Iglesia, niegan que sólo Pedro fuera provisto por Cristo del primado de jurisdicción verdadero y propio, sobre los demás Apóstoles, ora aparte cada uno, ora todos juntamente. Igualmente se oponen los que afirman que ese primado no fue otorgado inmediata y directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de ésta a él, como ministro de la misma Iglesia.

[Canon.] Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituído por Cristo Señor, príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente del mismo Señor nuestro Jesucristo solamente primado de honor, pero no de verdadera y propia jurisdicción, sea anatema.

Cap. 2. De la perpetuidad del primado del bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices

Ahora bien, lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos. “A nadie a la verdad es dudoso, antes bien, a todos los siglos es notorio que el santo y beatísimo Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de manos de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano; y, hasta el tiempo presente y siempre, sigue viviendo y preside y ejerce el juicio en sus sucesores” [cf. Concilio de Éfeso, v. 112], los obispos de la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal. “Permanece, pues, la disposición de la verdad, y el bienaventurado Pedro, permaneciendo en la fortaleza de piedra que recibiera, no abandona el timón de la Iglesia que una vez empuñara”.

Por esta causa, fue “siempre necesario que” a esta Romana Iglesia, “por su más poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos fieles hay, de dondequiera que sean”, a fin de que en aquella Sede de la que dimanan todos “los derechos de la veneranda comunión”, unidos como miembros en su cabeza, se trabaran en una sola trabazón de cuerpo.

[Canon.] Si alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.

Cap. 3. De la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice

[Afirmación del primado.]  Por tanto, apoyados en los claros testimonios de las Sagradas Letras y siguiendo los decretos elocuentes y evidentes, ora de nuestros predecesores los Romanos Pontífices, ora de los Concilios universales, renovamos la definición del Concilio Ecuménico de Florencia, por la que todos los fieles de Cristo deben creer que “la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe, y que el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; y que a él le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, tal como aun en las actas de los Concilios Ecuménicos y en los sagrados Cánones se contiene” [v. 694].

[Consecuencias negadas por los innvadores.] Enseñamos, por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A esta potestad están obligados por el deber de subordinación jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito y dignidad, ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en lo que pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación.

[De la jurisdicción del Romano Pontífice y de los obispos.] Ahora bien, tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo [cf. Act. 20, 28], sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue designada; que más bien esa misma es afirmada, robustecida y vindicada por el pastor supremo y universal, según aquello de San Gregorio Magno: “Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente honrado, cuando no se niega el honor que a cada uno es debido”.

[De la libre comunicación con todos los fieles. ] Además de la suprema potestad del Romano Pontífice de gobernar la Iglesia universal, síguese para él el derecho de comunicarse libremente en el ejercicio de este su cargo con los pastores y rebaños de toda la Iglesia, a fin de que puedan ellos ser por él regidos y enseñados en el camino de la salvación. Por eso, condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse impedir lícitamente esta comunicación del cabeza supremo con los pastores y rebaños, o la someten a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la Sede Apostólica o por autoridad de ella se estatuye para el régimen de la Iglesia, no tiene fuerza ni valor, si no se confirma por el placet de la potestad secular [v. 1847].

[Del recurso al Romano Pontífice como juez supremo.] Y porque el Romano Pontífice preside la Iglesia universal por el derecho divino del primado apostólico, enseñamos también y declaramos que él es el juez supremo de los fieles [cf. 1500] y que, en todas las causas que pertenecen al fuero eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo [v. 466]; en cambio, el juicio de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no puede volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su juicio [cf. 330 ss]. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la verdad los que afirman que es lícito apelar de los juicios de los Romanos Pontífices al Concilio Ecuménico, como a autoridad superior a la del Romano Pontífice.

[Canon.] Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema.

Cap. 4. Del magisterio infalible del Romano Pontífice

[Argumentos tomados de los documentos públicos.] Ahora bien, que en el primado apostólico que el Romano Pontífice posee, como sucesor de Pedro, príncipe de los Apóstoles, sobre toda la lglesia, se comprende también la suprema potestad de magisterio, cosa es que siempre sostuvo esta Santa Sede, la comprueba el uso perpetuo de la Iglesia y la declararon los mismos Concilios ecuménicos, aquellos en primer lugar en que Oriente y Occidente se juntaban en unión de fe y caridad. En efecto, los Padres del Concilio cuarto de Constantinopla, siguiendo las huellas de los mayores, publicaron esta solemne profesión: “La primera salvación es guardar la regla de la recta fe [...] Y como no puede pasarse por alto la sentencia de nuestro Señor Jesucristo que dice: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18], esto que fue dicho se comprueba por la realidad de los sucesos, porque en la Sede Apostólica se guardó siempre sin mácula la Religión Católica, y fue celebrada la santa doctrina. No deseando, pues, en manera alguna separarnos de la fe y doctrina de esta Sede [...] esperamos que hemos de merecer hallarnos en la única comunión que predica la Sede Apostólica, en que está la íntegra y verdadera solidez de la religión cristiana” [cf. 171 s].

Y con aprobación del Concilio segundo de Lyon, los griegos profesaron: Que la Santa Iglesia Romana posee el sumo y pleno primado y principado sobre toda la Iglesia Católica que ella veraz y humildemente reconoce haber recibido con la plenitud de la potestad de parte del Señor mismo en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe o cabeza de los Apóstoles, de quien el Romano Pontífice es sucesor; y como está obligada más que las demás a defender la verdad de la fe, así las cuestiones que acerca de la fe surgieren, deben ser definidas por su juicio” [cf. 466].

En fin, el Concilio de Florencia definió: “Que el Romano Pontífice es verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos, y a él, en la persona de San Pedro, le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal” [v. 694].

[Argumento tomado del consentimiento de la Iglesia.] En cumplir este cargo pastoral, nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a fin de que la saludable doctrina de Cristo se propagara por todos los pueblos de la tierra, y con igual cuidado vigilaron que allí donde hubiera sido recibida, se conservara sincera y pura. Por lo cual, los obispos de todo el orbe, ora individualmente, ora congregados en Concilios, siguiendo la larga costumbre de las Iglesias y la forma de la antigua regla dieron cuenta particularmente a esta Sede Apostólica de aquellos peligros que surgían en cuestiones de fe, a fin de que allí señaladamente se resarcieran los daños de la fe, donde la fe no puede sufrir mengua. Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo persuadía la condición de los tiempos y de las circunstancias, ora por la convocación de Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apósloles, es decir el depósito de la fe. Y, ciertamente, la apostólica doctrina de ellos, todos los venerables Padres la han abrazado y los Santos Doctores ortodoxos venerado y seguido, sabiendo plenísimamente que esta Sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos: Yo he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos [Lc. 22, 32].

Así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos; para que toda la grey de Cristo, apartada por ellos del pasto venenoso del error, se alimentara con el de la doctrina celeste; para que, quitada la ocasión del cisma, la Iglesia entera se conserve una, y, apoyada en su fundamento, se mantenga firme contra las puertas del infierno.

[Definición de la infalibilidad.] Mas como quiera que en esta misma edad en que más que nunca se requiere la eficacia saludable del cargo apostólico, se hallan no pocos que se oponen a su autoridad, creemos ser absolutamente necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Unigénito Hijo de Dios se dignó juntar con el supremo deber pastoral.

Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal—, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.

[Canon.] Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir a esta nuestra definición, sea anatema.

De la doble potestad en la tierra

[De la Encíclica Etsi multa luctuosa, de 21 de noviembre de 1873]

... La fe, sin embargo, enseña y la razón humana demuestra que existe un doble orden de cosas, y, a par de ellas, que deben distinguirse dos potestades sobre la tierra: la una natural que mira por la tranquilidad de la sociedad humana y por los asuntos seculares, y la otra, cuyo origen está por encima de la naturaleza, y que preside a la ciudad de Dios, es decir, a la Iglesia de Cristo, instituída divinamente para la paz de las almas y su salud eterna. Ahora bien, estos oficios (de esta doble potestad, están sapientísimamente ordenados, a fin, de dar a Dios lo que es de Dios, y al César, y por Dios, lo que es del César [Mt. 22, 21]; “el cual justamente es grande, porque es menor que el cielo; pues él mismo es también de Aquel de quien es el cielo y toda criatura. A la verdad, de este mandamiento divino no se desvió jamás la Iglesia, que siempre y en todas partes se esfuerza en inculcar en el alma de sus fieles la obediencia que inviolablemente deben guardar para con los príncipes supremos y sus derechos en cuanto a las cosas seculares, y enseña con el Apóstol que los príncipes no son de temer para el bien obrar, sino para el mal obrar, mandando a sus fieles que estén sujetos no sólo por motivo de la ira, puesto que el príncipe lleva la espada para vengar su ira contra el que obra mal, sino también por motivo de conciencia, pues en su oficio es ministro de Dios [Rom. 13, 3 ss]. Mas este temor a los príncipes, ella misma lo limitó a las malas obras, excluyéndolo totalmente de la observancia de la divina ley, como quien recuerda lo que el bienaventurado Pedro enseñó a los fieles: Que ninguno de vosotros tenga que sufrir como homicida o como ladrón o como maldiciente o codiciador de lo ajeno; pero si sufre como cristiano, no se avergüence por ello, sino glorifique a Dios en este nombre [1 Petr. 4, 15 s].

De la libertad de la Iglesia

[De la Encíclica Quod nunquam, a los obispos de Prusia, de 5 de febrero de 1875]

... Nos proponemos cumplir los deberes de nuestro cargo al denunciar por estas Letras con pública protesta a todos los que el asunto atañe y al orbe católico entero, que esas leyes son nulas, por oponerse totalmente a la constitución divina de la Iglesia. Porque no son los poderosos de este mundo los que Dios puso al frente de los obispos en aquello que toca al santo ministerio, sino el bienaventurado Pedro, a quien encomendó apacentar no sólo los corderos, sino también las ovejas [cf. Ioh. 21, 16-17]; y por tanto por ninguna potestad secular, por elevada que sea, pueden ser privados de su oficio episcopal aquellos a quienes el Espíritu Santo puso por obispos para regir la Iglesia de Dios [Act. 20, 28] .. Pero sepan los que os son hostiles que al negaros vosotros a dar al César lo que es de Dios, no habéis de inferir injuria alguna a la autoridad regia y en nada la habéis de negar, pues está escrito que es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5, 29]; y juntamente sepan que cada uno de vosotros está dispuesto a dar al César tributo y obediencia, no por motivo de ira, sino por conciencia [Rom. 13, 5 s] en aquellas cosas que están sometidas al imperio y potestad civil.

De la explicación de la transustanciación

[Del Decreto del Santo Oficio de 7 de julio de 1875]

A la duda: “Si puede tolerarse la explicación de la transustanciación en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía que se comprende en las proposiciones siguientes:

1. Como la razón formal de la hipóstasis es ser por sí o sea subsistir por sí, así la razón formal de la sustancia es ser en sí y no ser actualmente sustentada en otro como primer sujeto; porque deben distinguirse bien estas dos cosas: ser por sí (que es la razón formal de la hipóstasis) y ser en sí (que es la razón formal de la sustancia).

2. Por eso, así como la naturaleza humana en Cristo no es hipóstasis, porque no subsiste por sí, sino que es asumida por la hipóstasis divina superior; así, una sustancia finita, por ejemplo la sustancia del pan, deja de ser sustancia por el solo hecho y sin otra mutación de sí, de que se sustenta en otro sobrenaturalmente, de modo que ya no está en sí, sino en otro como en sujeto primero.

3. De ahí que la transustanciación o conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo puede explicarse de la siguiente manera: El cuerpo de Cristo al hacerse sustancialmente presente en la Eucaristía, sustenta la naturaleza del pan, que deja de ser sustancia por el mero hecho, y sin otra mutación de sí, de que ya no está en sí, sino en otro sustentante; y por tanto, permanece, efectivamente, la naturaleza de pan, pero en ella cesa la razón formal de sustancia; y, consiguientemente, no son dos sustancias, sino una sola, a saber, la del cuerpo de Cristo.

4. Así, pues, en la Eucaristía permanecen la materia y forma de los elementos del pan; pero existiendo ya en otro sobrenaturalmente, no tienen razón de sustancia, sino que tienen razón de accidente sobrenatural, no como si afectaran al cuerpo de Cristo a la manera de los accidentes naturales, sino sólo en cuanto son sustentados por el cuerpo de Cristo del modo que se ha dicho”.

Se respondió: “Que la doctrina de la transustanciación, tal como aquí se expone, no puede ser tolerada”.

Del placet regio

[De la Alocución Luctuosis exagitati, de 12 de marzo de 1877]

... Nos recientemente nos vimos forzados a declarar que puede tolerarse que las actas de la institución canónica de los mismos obispos sean presentadas a la potestad laica, [lo cual declaramos] con el fin de remediar, en cuanto de Nos dependa, funestísimas circunstancias, en que ya no se trataba de la posesión de bienes temporales, sino que se ponían en evidente peligro las conciencias de los fieles, su paz y el cuidado y salvación de las almas, que es para Nos la suprema ley. Pero en eso que hicimos para evitar gravísimos peligros, queremos que pública y reiteradamente se reconozca que Nos absolutamente reprobamos y detestamos aquella injusta ley que se llama placet regio, declarando abiertamente que por ella se hiere la autoridad divina de la Iglesia y se viola su libertad [v. 1829].

LEON XIII, 1878-1903

De la recepción de los herejes convertidos

[Del Decreto del Santo Oficio de 20 de noviembre de 1878]

Sobre la duda: “Si debe administrarse el bautismo condicionado a los herejes que se convierten a la fe católica, de cualquier lugar que provengan y a cualquier secta que pertenezcan”:

Se respondió: “Negativamente. Pero en la conversión de los herejes, de cualquier lugar o de cualquier secta que vengan, hay que inquirir sobre la validez del bautismo recibido en la herejía. Tenido, pues, en cada caso el examen, si se averiguare que o no se confirió bautismo o fue nulamente conferido, han de bautizarse absolutamente. Pero si practicada la investigación conforme al tiempo y la razón de los lugares, nada se descubre ora en pro, ora en contra de la validez, o queda todavía duda probable sobre la validez del bautismo, entonces bautícense privadamente bajo condición. Finalmente, si constare que el bautismo fue válido, han de ser sólo recibidos a la abjuración o profesión de fe”.

Del socialismo

[De la Encíclica Quod Apostolici muneris, de 28 de diciembre de 1878]

Según las enseñanzas del Evangelio, la igualdad de los hombres consiste en que, habiéndoles a todos cabido en suerte la misma naturaleza, todos son llamados a la dignidad altísima de hijos de Dios, y juntamente en que, habiéndose señalado a todos un solo y mismo fin, todos han de ser juzgados por la misma ley, para conseguir, según sus merecimientos, el castigo o la recompensa.

Sin embargo, la desigualdad de derecho y poder dimana del autor mismo de la naturaleza, de quien toda paternidad recibe su nombre en el cielo y en la tierra [Eph. 3, 15]. Ahora bien, de tal manera se enlazan entre sí por mutuos deberes y derechos, según la doctrina y preceptos católicos, las mentes de los príncipes y de los súbditos que por una parte se templa la ambición de mando, y por otra se hace fácil, firme y nobilísima la razón de la obediencia...

Sin embargo, si alguna vez se diere el caso de que la pública potestad sea ejercida por los príncipes temerariamente y traspasando sus límites, la doctrina de la Iglesia Católica no permite levantarse por propia cuenta contra ellos, a fin de que no se perturbe más y más la tranquilidad del orden o de ahí reciba la sociedad mayor daño; y cuando la cosa llegare a términos que no brille otra esperanza de salvación, enseña que ha de acelerarse el remedio con los méritos de la paciencia cristiana y con instantes oraciones a Dios. Pero si los decretos de los legisladores y príncipes sancionaran o mandaran algo que repugne a la ley divina o natural, la dignidad y el deber del nombre cristiano y la sentencia apostólica persuaden que se debe obedecer más a Dios que a los hombres [Act. 5, 29].

Mas la sabiduría católica, apoyada en los preceptos de la ley divina y natural, ha provisto también prudentísimamente a la tranquilidad pública y doméstica por su sentir y doctrina acerca del derecho de propiedad y la repartición de los bienes que han sido adquiridos para lo necesario o útil a la vida. Porque mientras los socialistas acusan al derecho de propiedad como invención que repugna a la igualdad natural de los hombres y, procurando la comunidad de bienes, piensan que no debe sufrirse con paciencia la pobreza y que pueden impunemente violarse las posesiones y derechos de los ricos; la Iglesia, con más acierto y utilidad, reconoce la desigualdad entre los hombres —naturalmente desemejantes en fuerzas de cuerpo y de espíritu— aun en la posesión de los bienes, y manda que cada uno tenga, intacto e inviolado, el derecho de propiedad y dominio, que viene de la misma naturaleza. Porque sabe la Iglesia que el hurto y la rapiña de tal modo están prohibidos por Dios, autor y vengador de todo derecho, que no es lícito ni aun desear lo ajeno, y que los ladrones y rapaces, no menos que los adúlteros e idólatras, están excluídos del reino de los cielos [I Cor. 6, 9 s].

No por eso, sin embargo, descuida el cuidado de los pobres u omite acudir como piadosa madre a las necesidades de aquéllos; antes bien, abrazándolos con maternal afecto, y sabiendo muy bien que representan la persona de Cristo mismo, que tiene por hecho a sí mismo aun el más pequeño beneficio que se preste a cualquiera de los pobres, los tiene en grande honor y los alivia con la ayuda que puede; cuida de que en todas las partes de la tierra se levanten casas y hospicios para recogerlos, alimentarlos y cuidarlos y toma tales instituciones bajo su tutela. A los ricos, aprémialos con gravísimo mandamiento de que den lo superfluo a los pobres y les amenaza con el juicio divino que ha de condenarlos a los suplicios eternos, si no socorren la necesidad de los pobres. Finalmente, ella alivia y consuela sobremanera las almas de los pobres, ora poniéndoles delante el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro [2 Cor. 8, 9]; ora recordandoles las palabras del mismo Cristo, por las que declaró bienaventurados los pobres [Mt. 5, 3] y Ies mandó esperar los premios de la eterna bienaventuranza.

Del matrimonio cristiano

[De la Encíclica Arcanum divinae sapientae, de 10 de febrero de 1880]

Como recibido del magisterio de los Apóstoles hay que considerar cuanto nuestros Santos Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron siempre [v. 970], a saber, que Cristo Señor levantó el matrimonio a dignidad de sacramento, v que juntamente hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron, alcanzaran la santidad en el mismo matrimonio; que en éste, maravillosamente conformado al ejemplar de su mística unión con la Iglesia, no sólo perfeccionó el amor que es conforme a la naturaleza [Concilio Tridentino, sesión 24, c. 1, de la reforma del matr.; cf. 969], sino que estrechó más fuertemente la sociedad del varón y de la mujer, indivisible por su naturaleza, con el vínculo de su caridad divina...

Ni debe tampoco convencer a nadie la distinción tan decantada por los regalistas, en virtud de la cual separan del sacramento el contrato matrimonial, con la intención, a la verdad, de que, reservado a la Iglesia lo que tiene razón de sacramento, pase el contrato a la potestad y arbitrio de los gobernantes del Estado. Porque semejante distinción o, más exactamente, violenta separación, no puede ser admitida, como quiera que es cosa averiguada que en el matrimonio cristiano el contrato no es disociable del sacramento, y no puede, por ende, darse verdadero y legítimo contrato sin que sea, por el mero hecho, sacramento. Porque Cristo Señor enriqueció al matrimonio con la dignidad de sacramento; ahora bien, el matrimonio es el contrato mismo, si ha sido legítimamente hecho. Alégase a esto que el matrimonio es sacramento por ser signo sagrado que produce la gracia y representa la imagen de las místicas nupcias de Cristo con la Iglesia. Ahora bien, la forma y figura de éstas se expresa justamente con aquel mismo vínculo de suprema unión con que quedan mutuamente ligados varón y mujer y que no es otra cosa que el matrimonio mismo. Así, pues, es evidente que todo legítimo matrimonio entre cristianos es en sí y de por sí sacramento, y nada se aleja más de la verdad que hacer del sacramento una especie de ornamento añadido, y una propiedad extrínsecamente sobrevenida, que puede, al arbitrio de los hombres, separarse y ser extraña al contrato.

Sobre el poder civil

[De la Encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881]

Aunque el hombre, incitado por cierta arrogancia y contumacia ha intentado muchas veces rechazar el freno de la obediencia, nunca, sin embargo, ha podido conseguir no obedecer a nadie. La necesidad misma obliga a que en toda asociación y comunidad de hombres haya algunos que estén al frente... Pero conviene atender en este lugar que los que han de presidir el Estado pueden en ciertos casos ser elegidos por voluntad y juicio del pueblo, sin que a ello se opongan ni repugne la doctrina católica. A la verdad, por esta elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos de gobierno ni se le entrega el mando, sino que se designa por quién ha de ser desempeñado. Tampoco se discute aquí sobre las formas de gobierno; no hay, en efecto, razón alguna por que no haya de ser aprobado por la Iglesia el mando de uno solo o de varios, con tal que sea justo y se ordene al bien común. Por eso, salva la justicia, no se prohibe a los pueblos que se procuren aquel género de gobierno que mejor se adapta a su natural o a las leyes y costumbres de sus mayores.

Por lo demás, respecto al poder civil, la Iglesia enseña rectamente que viene de Dios... Es grande error no ver, lo que es manifiesto, que no siendo los hombres una especie que vague solitaria. independientemente de su libre voluntad, han nacido para la comunidad natural; y además, ese pacto que proclaman, es evidentemente fantástico y fingido y no es capaz de otorgar al poder civil tanta fuerza, dignidad y firmeza cuanta requieren la tutela del estado y el bien común de los ciudadanos. Sino que esas excelencias y garantías todas sólo las tendrá el poder, si se entiende que dimana de Dios, su fuente augusta y santísima...

Una sola causa tienen los hombres para no obedecer, y es cuando se les pide algo que abiertamente repugne al derecho natural o divino; porque todo aquello en que se viola el derecho de la naturaleza o la voluntad de Dios, tan criminal es mandarlo como hacerlo. Si alguno, pues, se viere en el trance de tener que escoger entre desobedecer los mandatos de Dios o de los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo que nos manda dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César [Mt. 22, 21], y a ejemplo de los Apóstoles, responder animosamente: Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5, 29]... No querer referir a Dios como a su autor el derecho de mandar es querer que se le borre su bellísimo esplendor y que se le corten sus nervios...

En realidad, a la llamada Reforma, cuyos secuaces y caudillos atacaron con las nuevas doctrinas los cimientos de la potestad religiosa y civil, siguiéronla repentinos tumultos y audacísimas rebeliones, sobre todo en Alemania... De aquella herejía trajo su origen en el siglo pasado la pseudofilosofía, el derecho que llaman nuevo, el imperio del pueblo y una licencia que desconoce todo límite, a la que muchos tienen por la sola libertad. De ahí se ha venido a las plagas que con todo eso confinan, es decir: al comunismo, al socialismo, al nihilismo, monstruos espantosos, que son casi el aniquilamiento de la humana sociedad...

A la verdad, la Iglesia de Cristo no puede ser ni sospechosa a los gobernantes ni mal vista de los pueblos. A los gobernantes, por una parte, ella misma los amonesta a seguir la justicia y a no apartarse en cosa alguna de su deber; pero juntamente robustece y de muchos modos ayuda a su autoridad. La Iglesia reconoce y declara que lo perteneciente a las cosas civiles está en la potestad y suprema autoridad de aquellos; en lo que, si bien por causa diversa, pertenece a la vez a la potestad religiosa y civil, quiere que haya concordia entre una y otra, a fin de evitar las contiendas funestas para entrambas.

De las sociedades secretas

[De la Encíclica Humanum genus, de 20 de abril de 1884]

Nadie piense que le es lícito por causa alguna dar su nombre a la secta masónica, si tiene la profesión de católico y la salvación de su alma en la estima que debe tenerla. Ni engañe a nadie una simulada honestidad; puede, en efecto, parecer a algunos que nada exigen los masones que sea contrario abiertamente a la santidad de la religión y de las costumbres; mas como la razón y causa toda de la secta está en el vicio y la infamia, justo es que no sea lícito unirse con ellos o de cualquier modo ayudarlos...

[De la Instrucción del Santo Oficio de 10 de mayo de 1884]

... (3) a fin de que no haya lugar a error cuando haya de determinarse cuáles de esas perniciosas sectas están sometidas a censura, y cuáles sólo a prohibición, cierto es en primer lugar que están castigados con excomunión latae sententiae, la masónica y otras sectas de la misma especie que... maquinan contra la Iglesia o los poderes legítimos, ora lo hagan oculta, ora públicamente, ora exijan o no de sus secuaces el juramento de guardar secreto.

(4) Aparte de éstas, hay otras sectas prohibidas y que deben evitarse bajo pena de culpa grave, entre las cuales hay que contar principalmente todas aquellas que exigen por juramento a sus secuaces no revelar a nadie el secreto y prestar omnímoda obediencia a jefes ocultos. Hay, además, que advertir que existen algunas sociedades que, si bien no puede determinarse de manera cierta si pertenecen o no a las que hemos nombrado, son sin embargo dudosas y están llenas de peligro, ora por las doctrinas que profesan, ora por la conducta de aquellos bajo cuya guía se reunieron y se rigen...

De la asistencia del médico o confesor al duelo

[De la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Poitiers, de 31 de mayo de 1884]

A las dudas:

I. ¿Puede el médico, rogado por los duelistas, asistir al duelo con intención de poner antes fin a la lucha o simplemente de vendar o curar las heridas, sin que incurra en la excomunión reservada simplemente al Sumo Pontífice?

II. ¿Puede, por lo menos, sin presenciar el duelo, quedarse en una casa vecina o en lugar cercano, próximo y preparado para prestar su auxilio, si los duelistas lo necesitaren?

III. ¿Qué debe pensarse del confesor en las mismas condiciones?

Se respondió:

A I. Que no puede y se incurre en la excomunión.

A II y III. En cuanto se hace de común acuerdo, no se puede, y se incurre igualmente en la excomunión.

De la cremación de los cadáveres

[De los Decretos del Sano Oficio, de 19 de mayo y 15 de diciembre de 1886]

A las dudas:

I. ¿Es lícito dar su nombre a las sociedades, cuyo fin es promover la práctica de quemar los cadáveres humanos?

II. ¿Es lícito mandar que se quemen los cadáveres propios o de los demás?

Se respondió el día 19 de mayo de 1886:

A I. Negativamente, y si se trata de sociedades filiales de la masónica, se incurre en las penas dadas contra ésta.

A II. Negativamente.

Luego, el día 15 de diciembre de 1886:

Cuando se trate de aquellos cuyos cuerpos no se queman por propia voluntad, sino por la ajena, pueden cumplirse los ritos y sufragios de la Iglesia, ora en casa, ora en el templo, pero no en el lugar de la cremación, removido el escándalo. Ahora bien, el escándalo podrá también removerse, haciendo conocer que la cremación no fue elegida por propia voluntad del difunto. Mas si se trata de quienes por propia voluntad escogieron la cremación y en esta voluntad perseveraron cierta y notoriamente hasta la muerte, atendido el decreto de la feria IV, 19 de mayo de 1886 [cf. supra], hay que obrar con ellos de acuerdo con las normas del Ritual Romano, Tit. Quibus non licet dare ecclesiasticam sepulturam. En los casos particulares en que pueda surgir duda o dificultad, ha de consultarse al Ordinario...

Del divorcio civil

[Del Decreto del Santo Oficio, de 27 de mayo de 1886]

Algunos obispos de Francia propusieron a la S. R. y U. Inquisición las dudas siguientes: “En la carta de la S. R. y U. Inquisición, de 25 de junio de 1885, dirigida a todos los ordinarios de dominio francés, se decreta así acerca de la ley del divorcio: En atención a gravísimas circunstancias de cosas, tiempos y lugares, puede tolerarse que los magistrados y abogados traten en Francia las causas matrimoniales, sin que estén obligados a retirarse de su cargo, añadió las condiciones, la segunda de las cuales es ésta: Con tal que estén en tal disposición de ánimo, ora sobre la validez y nulidad del matrimonio, ora sobre la separación de los cuerpos, de cuyas causas se ven obligados a tratar, que nunca dicten sentencia ni defiendan que debe dictarse o provoquen o exciten a ella, si es contraria al derecho civil o eclesiástico.”

Se pregunta:

1. ¿Es recta la interpretación, difundida por Francia, incluso en textos impresos, según la cual satisface a la precitada condición el juez que, aun cuando un matrimonio sea válido delante de la Iglesia, prescinde totalmente de tal matrimonio, que es verdadero y constante, y, aplicando la ley civil, dictamina que ha lugar a divorcio, con tal que en su mente sólo intente romper los efectos civiles y el solo contrato civil, y a ellos solos miren los términos de la sentencia dictada? En otros términos: ¿la sentencia así dada puede decirse que no es contraria al derecho civil o eclesiástico?

II. Después de que el juez sentenció que ha lugar a divorcio, ¿puede el síndico (en francés: le maire), mirando también éste sólo los efectos civiles y el solo contrato civil, como arriba se expone, declarar el divorcio, aunque el matrimonio sea válido ante la Iglesia?

III. Declarado el divorcio, ¿puede el mismo síndico unir civilmente con otro al cónyuge que intenta pasar a nuevas nupcias, aun cuando el primer matrimonio sea válido ante la Iglesia y viva la otra parte?

Se respondió:

Negativamente a I, II y III.

De la constitución de los Estados

[De la Encíclica Immortale Dei, de 1 de noviembre de 1885]

Así, pues, Dios ha distribuído el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas; otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su género; una y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y ésos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se circunscribe una como esfera en que se desarrolla por derecho propio la acción de cada una... Así, pues, todo lo que en las cosas humanas es de algún modo sagrado, todo lo que pertenece al culto de Dios y a la salvación de las almas, ora sea tal por su naturaleza, ora en cambio se entienda como tal por razón de la causa a que se refiere; todo eso está en la potestad y arbitrio de la Iglesia; todo lo demás, empero, que comprende el género civil y político, es cosa clara que está sujeto a la potestad civil, como quiera que Jesucristo mandó que se diera al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios [Mt. 22, 21]. Sin embargo, alguna vez hay circunstancias en que vige también otro modo de concordia, a saber: cuando determinados gobernantes de la cosa pública y el Romano Pontífice se ponen de acuerdo sobre un asunto particular. En tales circunstancias, la Iglesia da eximias muestras de su materna piedad, puesto que suele llevar su facilidad y condescendencia al extremo máximo posible...

Mas querer que la Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el desempeño de sus deberes, es no sólo grande injusticia, sino temeridad grande. Por semejante hecho se atropella el orden, porque se antepone lo que es natural a lo que está por encima de la naturaleza; se suprime o, por lo menos, en gran manera se disminuye la muchedumbre de bienes de que, si no se le pusiera obstáculo, colmaría la Iglesia la vida común; además, se abre camino a las enemistades y conflictos, los cuales cuánto daño acarrean a una y otra potestad, con demasiada frecuencia lo han demostrado los acontecimientos. Tales doctrinas que la razón humana no aprueba y que son de suma importancia para la disciplina civil, los Romanos Pontífices antecesores nuestros, entendiendo bien lo que de ellos pedía el cargo apostólico, no consintieron en modo alguno que se propagaran impunemente. Así Gregorio XVI, por la Carta Encíclica que empieza Mirari vos, de 15 de agosto de 1882 [v. 1613 ss], condenó con grande gravedad de sentencias lo que ya entonces se proclamaba: que en cuestión de religión, no hay que hacer distinción ninguna; que cada uno puede juzgar de la religión lo que mejor le plazca, que nadie tiene otro juez que la conciencia; que es además lícito publicar lo que cada uno sienta, e igualmente lícito tramar revoluciones en el Estado. Sobre la separación de ]a Iglesia y del Estado, el mismo Pontífice se expresa así: “Ni podemos tampoco augurar más prósperos sucesos para la religión y para el poder, de los deseos de aquellos que a todo trance quieren la separación de la Iglesia y el Estado y que se rompa la concordia del poder civil con el sacerdocio. Lo que consta es que es en gran manera temida por los amadores de una impudentísima libertad aquella concordia que fue siempre fausta y saludable, lo mismo a la religión que al Estado.” No de modo distinto, Pío IX notó, según se ofreció la oportunidad, muchas de aquellas opiniones falsas que habían particularmente empezado a cobrar fuerza y posteriormente mandó reducirlas a un índice, a fin de que, en medio de tan grande aluvión de errores, tuvieran los católicos ante los ojos lo que sin tropiezo habían de seguir.

Ahora bien, de estas enseñanzas de los Pontífices debe absolutamente entenderse que el origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no en la muchedumbre; que la licitud de las sediciones repugna a la razón; que no tener en nada los deberes de la religión o guardar la misma actitud ante las varias formas de religión, no es lícito a los particulares ni es lícito a los Estados; que la inmoderada libertad de sentir y de manifestar públicamente lo que se sienta, no está entre los derechos de los ciudadanos ni debe en modo alguno ponerse entre las cosas dignas de gracia y protección.

Debe igualmente entenderse que la Iglesia, no menos que la misma sociedad civil, es una sociedad perfecta por su género y derecho, y que quienes ocupan la autoridad suprema no deben atreverse a forzar a la Iglesia a que les sirva o esté sometida, ni permitir que se le cercene su libertad para el desempeño de su misión ni que se le quite ninguno de los demás derechos que le fueron otorgados por Jesucristo.

En los asuntos, en cambio, de derecho mixto, es sobremanera conforme a la naturaleza, no menos que a los consejos de Dios, no la separación de una potestad de otra, y mucho menos el conflicto, sino manifiestamente la concordia, y ésta, congruente con las causas próximas que dieron origen a una y otra potestad.

Tal es lo que la Iglesia enseña sobre la constitución y régimen de los Estados. Ahora bien, si rectamente se quiere juzgar, se verá que con estas declaraciones y decretos ninguna de las varias formas de gobierno es reprobada por sí misma, como quiera que nada tienen que repugne a la doctrina católica y, si sabia y justamente se aplican, pueden mantener el Estado en óptima situación.

Es más, de suyo tampoco es reprobable que el pueblo participe más o menos en el gobierno, cosa que en ciertos tiempos y en determinadas legislaciones puede ser no sólo de utilidad, sino de deber para los ciudadanos.

Además, tampoco puede haber causa justa para acusar a la Iglesia o de restringir más de lo justo su blandura y flexibilidad o ser enemiga de la que es genuina y legítima libertad.

A la verdad, si es cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas formas de culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera religión; sin embargo, no por eso condena a aquellos gobernantes que para alcanzar algún bien o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre que aquellas diversas formas tengan lugar en el Estado.

Y en otra cosa tiene la Iglesia suma cautela, y es que nadie sea forzado contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente advierte Agustín: “nadie puede creer sino voluntariamente”.

Por semejante manera no puede tampoco la Iglesia aprobar aquella libertad que engendra desprecio de las leyes santísimas de Dios y pretende eximir de la debida obediencia a la potestad legítima. En realidad, es más bien licencia que no libertad y con toda razón es por San Agustín llamada libertad de perdición y por el bienaventurado Pedro, capa de malicia [1 Petr. 2, 16]; antes bien, como quiera que está fuera de lo razonable, es verdadera servidumbre, pues el que comete pecado, esclavo es del pecado [Ioh. 8, 34]. Por el contrario, aquélla es genuina libertad, aquélla debe ser apetecida que, si a lo privado se mira, no consiente que el hombre sea esclavo de los errores y pasiones que son los más tétricos tiranos; si a lo público, dirige sabiamente a los ciudadanos, les procura facilidad de aumentar ampliamente sus fortunas y defiende al Estado de toda ajena ingerencia.

Pues esta libertad, honrosa y digna del hombre, nadie hay que la apruebe como la Iglesia, la cual jamás dejó de esforzarse y encarecer que se mantuviera firme y entera entre los pueblos. En verdad, las cosas que más contribuyen al bien común en el Estado, las que han sido útilmente instituidas para frenar la licencia de los gobernantes que desatienden el bien del pueblo; las que prohiben al Estado invadir importunamente el ámbito municipal o familiar; las que valen para conservar el decoro, la persona del hombre y la igualdad del derecho en todos los ciudadanos: de todo eso, los monumentos de las edades pasadas atestiguan que fue siempre la Iglesia inventora, favorecedora o guardiana. Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la desmesurada libertad que termina para individuos y pueblos en desenfreno o servidumbre, abraza por otra de muy buena gana los progresos que el tiempo trae, si realmente contribuyen a la prosperidad de esta vida, que es como una etapa en el camino hacia la otra que ha de durar para siempre.

Consiguientemente, decir que la Iglesia mira con malos ojos el moderno régimen de los Estados y que repudia indistintamente cuanto la naturaleza de estos tiempos ha producido, es vacua e infundada calumnia. Repudia, en efecto, la locura de las opiniones, reprueba los criminales intentos de las sediciones, y señaladamente aquella disposición de las almas en la que claramente se ven los comienzos del voluntario apartamiento de Dios; mas como quiera que todo lo que es verdadero procede necesariamente de Dios, cuanto de verdad se alcanza por la investigación, la Iglesia lo reconoce como un vestigio de la mente divina. Y pues nada hay de verdadero en la naturaleza de las cosas que contraríe a la fe en las doctrinas divinamente enseñadas, y sí mucho que la confirma, y todo descubrimiento de la verdad puede conducir a conocer o alabar a Dios mismo; de ahí que todo lo que contribuya a dilatar los confines de las ciencias, será recibido con gozo y beneplácito de la Iglesia, y, como suele, con las demás disciplinas, fomentará y promoverá también con todo empeño aquellas que tienen por objeto la explicación de la naturaleza.

Si en estos estudios hallare la mente algo nuevo, la Iglesia no se opone; ni le contraría que se investigue más y más para ornamento y comodidad de la vida; antes bien, enemiga de la inacción y de la pereza, quiere con todo empeño que, por el ejercicio y la cultura, los ingenios de los hombres den copiosos frutos; ella presta incentivo para todo género de artes y de trabajos, y, dirigiendo con su virtud todo los estudios de estas cosas a la honestidad y salvación, sólo se esfuerza en impedir que la inteligencia e industria del hombre le aparten de Dios y de los bienes del cielo...

Así, pues, si los católicos, en tan difíciles circunstancias, Nos oyeren, como es menester, fácilmente verán cuáles sean los deberes de cada uno lo mismo en sus opiniones que en su conducta. Y en cuanto a las opiniones, ante todo es necesario no sólo mantener todas las cosas con firme juicio comprendidas, que los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren, sino profesarlas públicamente, siempre que la ocasión lo exigiere. Y, señaladamente, acerca de las que llaman libertades, en estos novísimos tiempos inventadas, es menester atenerse al juicio de la Sede Apostólica y lo que ella sintiere, eso debe sentir cada uno. Téngase cuidado que a nadie engañe su honesta apariencia, sino piénsese qué principios tuvieron y con qué intentos se sustentan y fomentan corrientemente. Bastantemente ha demostrado ya la experiencia qué es lo que ellas producen en el Estado, pues han prodigado tales frutos que con razón se arrepienten de ellas los hombres honrados y sabios. Si en alguna parte existiera realmente o por el pensamiento se imaginara un estado en que proterva y tiránicamente se persiguiera el nombre cristiano y con él se compara el régimen moderno de que estamos hablando, podrá éste parecer más tolerable. Sin embargo, los principios en que se apoya son ciertamente tales que, como antes dijimos, de suyo, no deben ser por nadie aprobados.

En cuanto a la acción, ésta puede considerarse ya en los asunto:, privados y domésticos, ya en los públicos. Privadamente el primer deber es conformar con toda diligencia la vida y las costumbres a los preceptos evangélicos y no rehusar si acaso la virtud cristiana exige sufrir y tolerar algo más dificultoso. Deben además amar todos a la Iglesia como a madre común y guardar obedientemente sus leyes, trabajar por el honor de ella, querer que se respeten sus derechos y esforzarse, en fin, por que aquellos sobre quienes se tenga alguna autoridad, la honren y amen con el mismo afecto.

Otra cosa interesa también a la pública salud, y es prestar sabiamente su cooperación en la administración de las cosas ciudadanas y en ella poner el mayor celo y esfuerzo en que públicamente se atienda a la formación de los jóvenes en la religión y buenas costumbres de la manera que dice con los cristianos: de ello depende en gran manera la salud de cada uno de los Estados.

Igualmente y de modo general es útil y honesto que la obra de los católicos salga, como si dijéramos, de este campo más estrecho y se extienda también al gobierno supremo. Decimos de modo general, porque estas enseñanzas nuestras se dirigen a todas las naciones; pero puede darse en alguna parte el caso que, por gravísimas y muy justas causas, no convenga en modo alguno ocupar el mando del Estado ni desempeñar cargos políticos. Pero de modo general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en las cosas públicas sería tan reprensible como no poner empeño ni trabajo alguno para la común utilidad, tanto más cuanto que los católicos, por imperativo de la doctrina misma que profesan, son impelidos a una gestión íntegra y fiel. En cambio, si ellos están mano sobre mano, fácilmente tomarán las riendas del mando otros, cuyas ideas no han de ofrecer ciertamente grande esperanza de bienandanza. Y ello iría también junto con el daño del nombre cristiano, como quiera que tendrán el máximo poder los que son de ánimo hostil a la Iglesia, y mínimo, los que la aman.

Por lo tanto, es evidente que tienen los católicos causa justa de intervenir en el gobierno del Estado; porque no intervienen ni deben intervenir para aprobar lo que en los regímenes de hoy dm no es honesto, sino para dirigir, en lo posible, estos mismos regímenes al bien público auténtico y verdadero, con la determinación de infiltrar en las venas todas del Estado, como savia y sangre salubérrima, la sabiduría y virtud de la religión católica...

... A fin de que la unión de los ánimos no se rompa por la temeridad de recriminarse, entiendan todos que la integridad de la profesión católica no es compatible en modo alguno con las opiniones que se allegan al naturalismo o racionalismo, que se cifran en arrasar hasta sus cimientos las instituciones cristianas y sentar en la sociedad, sin tener en cuenta a Dios, el dominio del hombre.

Tampoco es lícito seguir privadamente una forma de deber y otra en público, es decir, que privadamente se reconozca la autoridad de la Iglesia y públicamente se rechace. Porque esto sería mezclar lo honesto con lo torpe y obligar al hombre a entablar combate consigo mismo, cuando por lo contrario ha de ser consecuente siempre consigo y en ningún asunto ni en género alguno de vida ha de desviarse de la virtud cristiana.

Mas si la cuestión versa sobre las meras formas políticas, sobre la mejor forma de gobierno, sobre la varia organización de los Estados; ciertamente, sobre estos asuntos puede darse legítima disensión.

Así, pues, no consiente la justicia que a quienes por otra parte son conocidos por su piedad y su prontitud de ánimo para recibir obedientemente los decretos de la Sede Apostólica, se les recrimine por su disentimiento de opinión acerca de esos puntos que hemos dicho; y mucho mayor injusticia serla si se los acusara de sospecha o violación de la fe católica, cosa, de que nos dolemos haber más de una vez sucedido.

Tengan absolutamente presente este mandato los que acostumbran divulgar por escrito sus ideas y señaladamente los redactores de periódicos. A la verdad en esta lucha en que se ponen en juego los intereses supremos, no hay que dar lugar alguno a disensiones intestinas o a miras de partidos, sino con ánimos unidos y con un solo empeño, todos deben tender a lo que es propósito común de todos: la salvación de la Religión y del Estado. Si hubo, pues, antes algún disentimiento, hay que pisotearlo con voluntario olvido; si en algo se ha obrado injusta o temerariamente, tenga quien tuviere la culpa, ha de compensarse por la mutua caridad y resarcirse principalmente por la obediencia de todos a la Sede Apostólica.

Por este camino han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera preclaras, una cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de la sabiduría cristiana, y otra procurar un beneficio máximo a la sociedad civil, cuya salud está en gravísimo peligro por causa particularmente de las malas doctrinas y concupiscencias.

De la craneotomía y del aborto

[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Lyon, de 31 de mayo de 1889                                       (28 de mayo de 1884)]

A la duda:

¿Puede enseñarse con seguridad en las escuelas católicas ser lícita la operación quirúrgica que llaman craneotomía, cuando de no hacerse, han de perecer la madre y el niño, y de hacerse se salva la madre, aunque muera el niño?

Se respondió:

No puede enseñarse con seguridad.

[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 19 de mayo de 1889]

Se respondió de modo semejante, con la añadidura:

... y cualquier operación quirúrgica directamente occisiva del feto o de la madre gestante.

[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 24/25 de julio de 1895]

El médico Ticio, al ser llamado a asistir a una mujer encinta gravemente enferma, advertía a cada paso que no había otra causa de enfermedad mortal, sino la preñez misma, es decir, la presencia del feto en el útero. Así, pues, sólo le quedaba un camino para salvar a la madre de una muerte cierta e inminente, a saber, el de procurar el aborto o eyección del feto. Este camino solía él ordinariamente seguir, empleando, sin embargo, los medios y operaciones que tienden de suyo e inmediatamente no a matar el feto en el seno materno, sino a sacarlo a luz, de ser posible, vivo, aunque haya de morir próximamente, por estar todavía completamente inmaturo.

Ahora bien, leído lo que se respondió el 19 de agosto a los arzobispos de Cambrai, que no puede enseñarse con seguridad ser lícita operación quirúrgica alguna directamente occisiva del feto, aun cuando ello fuere necesario para la salvación de la madre; Ticio está dudoso acerca de la licitud de las operaciones quirúrgicas con las que él mismo no raras veces procuraba hasta ahora el aborto, para salvar la vida a las preñadas gravemente enfermas.

Por lo cual, para atender a su conciencia, Ticio suplica una aclaración: Si puede con seguridad realizar las operaciones explicadas dadas las repetidas circunstancias dichas.

Se respondió:

Negativamente, conforme a los demás decretos, a saber: de 28 de mayo de 1884 y de 19 de agosto de 1889.

Y el siguiente día, jueves, 25 de julio... Nuestro Santísimo Señor aprobó la resolución de los Emmos. Padres que le fue referida.

[De la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Sinaloa, de 4/6 de mayo de 1898]

I: ¿Es lícita la aceleración del parto, siempre que por la estrechez de la mujer se haría imposible la salida del reto en su tiempo natural?

II. Y si la estrechez de la mujer es tal que ni el parto prematuro se considere posible, ¿será lícito provocar el aborto o realizar a su tiempo la operación cesárea?

III. ¿Es lícita la laparotomía, cuando se trate de pregnación extrauterina, o de concepciones ectópicas?

Se respondió:

A I. La aceleración del parto no es de suyo ilícita, con tal que se haga por causas justas y en tiempo y de modo que, según las contingencias ordinarias, se atienda a la vida de la madre y del feto.

A II: En cuanto a la primera parte, negativamente, conforme al decreto de la feria IV, 24 de julio de 1895, sobre la ilicitud del aborto. En cuanto a lo segundo, nada obsta para que la mujer de que se trata sea sometida a la operación cesárea a su debido tiempo

A III: Si hay necesidad forzosa, es lícita la laparatomía para extraer del seno de la madre las concepciones ectópicas, con tal de que seria y oportunamente se provea, en lo posible, a la vida del feto y de la madre.

En la siguiente del viernes, 6 del mismo mes y año, el Santísimo aprobó las respuestas de los Emmos. y Rvmos. Padres.

[De la Respuesta del Santo Oficio al Decano de la Facultad Teol. de la Universidad de Montreal,               de 5 de marzo de 1902]

A la duda:

Si es alguna vez lícito extraer del seno de la madre los fetos ectópicos aún inmaturos, no cumplido aún el sexto mes de la concepción.

Se respondió:

“Negativamente, conforme al decreto de miércoles, 4 de mayo de 1898, en cuya virtud hay que proveer seria y oportunamente, en lo posible, a la vida del feto y de la madre; en cuanto al tiempo, el consultante debe recordar, conforme al mismo decreto, que no es lícita ninguna aceleración del parto, si no se realiza en el tiempo y modo que, según las ordinarias contingencias, se atienda a la vida de la madre y del feto.”

Errores de Antonio de Rosmini-Serbati

[Condenados en el Decreto del Santo Oficio, de 14 de diciembre de 1887]

1. En el orden de las cosas creadas se manifiesta inmediatamente al entendimiento humano algo de lo divino en sí mismo, a saber, aquello que pertenece a la naturaleza divina.

2. Cuando hablamos de lo divino en la naturaleza, no usamos la palabra divino para significar un efecto no divino de la causa divina; ni tampoco es nuestra intención hablar de cierta cosa divina que sea tal por participación.

3. Así, pues, en la naturaleza del universo, es decir, en las inteligencias que hay en él, hay algo a que conviene la denominación de divino, no en sentido figurado, sino propio. Hay una actualidad no distinta del resto de la actualidad divina

4. El ser indeterminado que sin duda alguna es conocido de todas las inteligencias, es lo divino que se manifiesta al hombre en la naturaleza.

5. El ser que el hombre intuye es necesario que sea algo del ser necesario y eterno, causa creadora, determinante y finalizadora de todos los seres contingentes: y éste es Dios.

6. En el ser que prescinde de las criaturas y de Dios, que es ser indeterminado, y en Dios, ser no indeterminado, sino absoluto, hay la misma esencia.

7. El ser indeterminado de la intuición, el ser inicial, es algo del Verbo, que en la mente del Padre distingue no realmente, sino con distinción de razón, del Verbo mismo.

8. Los entes finitos de que se compone el mundo, resultan de dos elementos, a saber, del término real finito, y del ser inicial. que da a dicho término la forma de ente.

9. El ser, objeto de la intuición, es el acto inicial de todos los entes: El ser inicial es inicio tanto de lo cognoscible como de lo subsistente, es igualmente inicio de Dios, tal como por nosotros es concebido, y de las criaturas.

10. El ser virtual y sin límites es la primera y más esencial de todas las entidades, de suerte que cualquiera otra entidad es compuesta y entre sus componentes está siempre y necesariamente el ser virtual. Es parte esencial de todas las entidades absolutamente, como quiera se dividan por el pensamiento.

11. La quiddidad (lo que la cosa es) del ente finito, no se constituye por lo que tiene de positivo, sino por sus límites. La quiddidad del ente infinito se constituye por la entidad, y es positiva; la quiddidad, empero, del ente finito se constituye por los límites de la entidad, y es negativa.

12. La realidad finita no existe, sino que Dios la hace existir añadiendo limitación a la realidad infinita. El ser inicial se hace esencia de todo ser real. El ser que actúa las naturalezas finitas, que está unido a ellas, es cortado de Dios.

13. La diferencia entre el ser absoluto y el ser relativo no es la que va de sustancia a sustancia, sino otra mucho mayor; porque uno es absolutamente ser, otro es absolutamente no ser. Pero este otro es relativamente ser. Ahora bien, cuando se pone ser relativo, no se multiplica absolutamente el ser; de ahí que lo absoluto y lo relativo no son absolutamente una sustancia única, sino un ser único, y en este sentido no hay diversidad alguna de ser; más bien se tiene unidad de ser.

14. Por divina abstracción se produce el ser inicial, primer elemento de los entes finitos; mas por divina imaginación se produce el real finito, o sea, todas las realidades de que el mundo consta.

15. La tercera operación del ser absoluto que crea el mundo es la síntesis divina, esto es, la unión de los dos elementos, que son el ser inicial, común principio de todos los seres finitos, y el real finito, o mejor: los diversos reales finitos, términos diversos del mismo ser inicial. Por esta unión se crean los entes finitos.

16. El ser inicial por la divina síntesis, referido por la inteligencia —no como inteligible, sino meramente como esencia—, a los términos finitos reales, hace que existan los entes finitos subjetiva y realmente.

17. Lo único que Dios hace al crear es que pone íntegramente todo el acto del ser de las criaturas; este acto, pues, no es propiamente hecho, sino puesto.

18. El amor con que Dios se ama, aun en las criaturas, y que es la razón por la que se determina a crear, constituye una necesidad moral que en el ser perfectísimo induce siempre el efecto; porque tal necesidad, sólo entre diversos entes imperfectos deja íntegra libertad bilateral.

19. El Verbo es aquella materia invisible, de la que, como se dice en Sap. 11, 18, todas las cosas del universo fueron hechas.

20 No repugna que el alma humana se multiplique por la generación, de modo que se concibe que pase de lo imperfecto, es decir, del grado sensitivo, a lo perfecto, es decir, al grado intelectivo.

21. Cuando el ser se hace intuíble al principio sensitivo, por este solo contacto, por esta unión de sí, aquel principio antes sólo sintiente, ahora juntamente inteligente, se levanta a más noble estado, cambia su naturaleza y se convierte en inteligente, subsistente e inmortal.

22. No es imposible de pensar que puede suceder por poder divino que del cuerpo animado se separe el alma intelectiva y siga él siendo todavía animal; pues permanecería aún en él, como base de puro animal, el principio animal que antes estaba en él como apéndice.

23 En el estado natural el alma del difunto existe como si no existiera; al no poder ejercer reflexión alguna sobre sí misma o tener conciencia alguna de sí, su condición puede decirse semejante al estado de tinieblas perpetuas y de sueño sempiterno.

24. La forma sustancial del cuerpo es más bien efecto del alma y el término interior de su operación; por lo tanto, la forma sustancial del cuerpo, no es el alma misma. La unión del alma y del cuerpo propiamente consiste en la percepción inmanente, por la que el sujeto que intuye la idea, afirma lo sensible, después de haber intuído en ella su esencia.

25. Una vez revelado el misterio de la Santísima Trinidad, su existencia puede demostrarse por argumentos puramente especulativos, negativos ciertamente e indirectos, pero tales que por ellos aquella misma verdad entra en las disciplinas filosóficas en una proposición y se convierte en una proposición científica como las demás; porque si ésta se negara, la doctrina teosófica de la razón pura no sólo quedaría incompleta, sino que, rebosando por todas partes de absurdos, se aniquilaría.

26. Las tres supremas formas del ser, a saber: subjetividad, objetividad y santidad, o bien, realidad, idealidad, moralidad, si se trasladan al ser absoluto, no pueden concebirse de otra manera que como personas subsistentes y vivientes. El Verbo, en cuanto objeto amado, y no en cuanto Verbo, esto es, objeto en sí subsistente, por sí conocido, es la persona del Espíritu Santo.

27. En la humanidad de Cristo, la voluntad humana fue de tal modo arrebatada por el Espíritu Santo para adherirla al Ser objetivo, es decir, al Verbo, que ella le entregó a Éste íntegramente el régimen del hombre, y el Verbo lo tomó personalmente, uniendo así consigo la naturaleza humana. De ahí que la voluntad humana dejó de ser personal en el hombre y, siendo persona en los otros hombres, en Cristo permaneció naturaleza.

28. En la doctrina cristiana, el Verbo, carácter y faz de Dios, se imprime en el alma de aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo. El Verbo, es decir, el carácter, impreso en el alma, en la doctrina cristiana, es el Ser real (infinito) por sí manifiesto, que luego conocemos ser la segunda persona de la Santísima Trinidad.

29. No tenemos en modo alguno por ajena a la doctrina católica, que es la sola verdadera, la siguiente conjetura: En el sacramento de la Eucaristía la sustancia del pan y del vino se convierte en verdadera carne y verdadera sangre de Cristo, cuando Cristo la hace término de su principio sintiente y la vivifica con su vida, casi del mismo modo como el pan y el vino se transustancian verdaderamente en nuestra carne y sangre, porque se hacen término de nuestro principio sintiente.

30. Realizada la transustanciación, puede entenderse que al cuerpo glorioso de Cristo se le añade alguna parte incorporada al mismo, indivisa y juntamente gloriosa.

31. En el sacramento de la Eucaristía, por virtud de las palabras, el cuerpo y sangre de Cristo están sólo en aquella medida que responde a la cantidad (ital.: a quel tanto) de la sustancia del pan y del vino que se transustancian; el resto del cuerpo de Cristo está allí por concomitancia.

32. Puesto que el que no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre, no tiene la vida en sí [Ioh. 6, 54]; y, sin embargo, los que mueren con el bautismo de agua, de sangre o de deseo consiguen ciertamente vida eterna, hay que decir que a quienes no comieron en esta vida el cuerpo y la sangre de Cristo, se les suministra este pan del cielo en la vida futura, en el mismo instante de la muerte. De ahí que también a los Santos del Antiguo Testamento pudo Cristo, al descender a los infiernos, darse a comulgar a sí mismo bajo las especies de pan y vino, a fin de hacerlos aptos para la visión de Dios.

33. Como los demonios poseían el fruto, pensaron que si el hombre comía de él, ellos entrarían en el hombre; porque convertido aquel manjar en el cuerpo animado del hombre, ellos podrían entrar libremente en su animalidad, esto es, en la vida subjetiva de este ente, y así disponer de él como se habían propuesto.

34. Para preservar a la Bienaventurada Virgen María de la mancha de origen, bastaba que permaneciera incorrupta una porción. mínima de semen en el hombre, descuidado casualmente por el demonio, semen incorrupto del que, trasmitido de generación en generación, nacería, a su tiempo, la Virgen María.

35. Cuanto más se examina el orden de justificación en el hombre, más exacto aparece el modo de hablar espiritual, de que Dios cubre o no imputa ciertos pecados. Según el salmista [Ps. 31, 1], hay diferencia entre ]as iniquidades que se perdonan y los pecados que se cubren: Aquéllas, a lo que parece, son culpas actuales y libres; éstos, son pecados no libres de quienes pertenecen al pueblo de Dios, a quienes, por tanto, ningún daño acarrean.

36. El orden sobrenatural se constituye por la manifestación del ser en la plenitud de su forma real, el efecto de esta comunicación o manifestación es el sentimiento (sentimiento) deiforme que, incoado en esta vida, constituye la luz de la fe y de la gracia, y completado en la otra, constituye la luz de la gloria.

37 ... La primera luz que hace al alma inteligente es el ser ideal; otra primera luz es también el ser, no ya puramente ideal, sino subsistente y viviente: Aquél, escondiendo su personalidad, manifiesta sólo su objetividad; mas el que ve al otro (que es el Verbo), aun cuando sea por espejo y enigma, ve a Dios.

38. Dios es objeto de la visión beatífica en cuanto es autor de las obras ad extra.

39. Las huellas de la sabiduría y bondad que brillan en las criaturas, son necesarias a los comprensores; porque ellas mismas, recogidas en el eterno ejemplar, son la parte del mismo que puede por ellas ser visto (che è loro accessibile) y prestan motivo para las alabanzas que los bienaventurados cantan a Dios eternamente.

40. Como Dios no puede, ni siquiera por medio de la luz de la gloria, comunicarse totalmente a seres finitos, no puede revelar ni comunicar su esencia a los comprensores, sino de modo acomodado a inteligencias finitas: esto es, Dios se manifiesta a ellas en cuanto tiene relación con ellas, como creador, provisor, redentor y santificador.

Censura: El Santo Oficio juzgó que en estas proposiciones “en el propio sentido del autor deben ser reprobadas y proscritas, como por el presente decreto general las reprueba, condena y proscribe... Su Santidad aprobó y confirmó el decreto de los Emmos. Padres y mandó que fuera por todos guardado.”

De la extensión de la libertad y sobre la acción ciudadana

[De la Encíclica Libertas, praestantissimum, de 20 de junio de 1888]

... Muchos finalmente no aprueban la separación de lo religioso y lo civil, pero juzgan que debe lograrse que la Iglesia se adapte a la época y se doble y acomode a lo que en el gobierno de los pueblos exige la moderna ciencia. Honesta sentencia, si se entiende de cierta equidad que puede ser compatible con la verdad y la justicia; es decir, que, averiguada la esperanza de algún grande bien, se muestre la Iglesia indulgente y conceda a los tiempos lo que, salva la santidad de su deber, les puede conceder. Pero otra cosa es si se trata de cosas y doctrinas que, contra todo derecho, han introducido el cambio de las costumbres y un juicio engañoso...

Así, pues, de lo dicho se sigue que no es en manera alguna lícito pedir, defender ni conceder la libertad de pensar, escribir y enseñar, ni igualmente la promiscua libertad de cultos, como otros tantos derechos que la naturaleza haya dado al hombre. Porque si verdaderamente los hubiera dado la naturaleza, habría derecho a negar el imperio de Dios y por ninguna ley podría ser moderada la libertad humana. Síguese igualmente que esos géneros de libertad pueden ciertamente ser tolerados, si existen causas justas, pero con limitada moderación, a fin de que no degeneren en desenfreno e insolencia...

Donde el poder sea opresor o amenace uno de tal naturaleza que vaya a tener al pueblo oprimido por injusta fuerza o a obligar a la Iglesia a carecer de la debida libertad, lícito es buscar otra forma de régimen, en que se conceda obrar con libertad; porque entonces no se ambiciona aquella libertad inmoderada y viciosa, sino que se pretende un alivio por causa de la salud de todos, y este sólo se hace para que donde se concede licencia para el mal, no se impida el poder de obrar honestamente.

Tampoco es de suyo contra el deber preferir para el Estado un régimen democrático, quedando sin embargo a salvo la doctrina católica acerca del origen y ejercicio del poder público. La Iglesia no rechaza ninguno de los varios regímenes del Estado, con tal de que sean aptos para procurar el bien de los ciudadanos; pero sí quiere que cada uno se constituya —cosa que evidentemente manda la naturaleza— sin agravios de nadie y, sobre todo, dejando intactos los derechos de la Iglesia.

Tomar parte en la gestión de los asuntos públicos, a no ser donde, por la condición de las circunstancias, se precava de otro modo, es cosa honesta; más aún, la Iglesia aprueba que cada uno aporte su trabajo para el provecho común y, por cuantos medios pueda, defienda, conserve y acreciente la prosperidad del Estado.

Tampoco condena la Iglesia querer que la propia nación no sea esclava de nadie, ni de un extraño ni de un tirano, con tal de que pueda hacerse sin atentar contra la justicia. En fin, tampoco reprende a aquellos que intentan conseguir que sus Estados vivan de sus propias leyes y los ciudadanos gocen de la máxima facilidad de acrecentar sus provechos. La Iglesia acostumbró ser siempre fautora fidelísima de las libertades cívicas sin intemperancia; lo que atestiguan principalmente los Estados italianos que alcanzaron prosperidad, riquezas y renombre glorioso en el régimen municipal, en la época en que la saludable virtud de la Iglesia penetraba, sin oposición de nadie, en todas las instituciones de la cosa pública.

Del amor a la Iglesia y a la Patria

[De la Encíclica Sapientiae christianae, de 10 de enero de 1890]

Que los católicos tienen en su vida más y más importantes deberes que quienes o tienen idea falsa de la fe católica o en absoluto la desconocen, cosa es de que no puede dudarse... Después que el hombre ha abrazado, como debe, la fe cristiana, por el mero hecho queda sometido a la Iglesia, como de ella nacido, y se hace partícipe de aquella sociedad máxima y santísima, que los Romanos Pontífices, bajo la cabeza invisible, Cristo Jesús, tienen por propio cargo regir con suprema potestad. Ahora bien, si por ley de naturaleza se nos manda señaladamente amar y defender la patria en que nacimos y fuimos recibidos a esta presente luz, hasta punto tal que el buen ciudadano no duda en afrontar la muerte misma en defensa de su patria; deber mucho más alto es de los cristianos, hallarse en la misma disposición de ánimo para con la Iglesia. Es, en efecto, la Iglesia, la ciudad santa del Dios vivo, de Él mismo nacida y por obra suya constituída; y si es cierto que anda peregrina en la tierra, llama, no obstante, e instruye y conduce a los hombres a la eterna felicidad de los cielos. Debe, pues, ser amada la patria de la que recibimos esta vida mortal; pero es menester que nos sea más cara la Iglesia, a quien debemos la vida del alma que ha de permanecer perpetuamente; pues justo es anteponer los bienes del alma a los del cuerpo y mucho más santos son nuestros deberes para con Dios que para con los hombres.

Por lo demás, si queremos juzgar con verdad, el amor sobrenatural a la Iglesia y el cariño natural de la Patria, son dos amores gemelos que nacen del mismo principio sempiterno, como quiera que autor y causa de uno y otro es Dios; de donde se sigue que no puede haber pugna entre uno y otro deber... No obstante, sea por la calamidad de los tiempos, sea por la mala voluntad de los hombres, se trastorna algunas veces el orden de estos deberes. Es decir, se dan casos en que parece que una cosa exige a los ciudadanos el Estado y otra la religión a los cristianos, y esto no por otra causa sucede, sino porque los rectores de la cosa pública o menosprecian la sagrada autoridad de la Iglesia o quieren que les esté sometida... Si las leyes del Estado discrepan abiertamente con el derecho divino, si imponen un agravio a la Iglesia o contradicen a los que son deberes de la religión, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice Máximo; entonces, a la verdad, resistir es el deber, y obedecer, un crimen, y éste va unido a un agravio al Estado, porque contra el Estado se peca, siempre que contra la religión se delinque.

          Del apostolado de los seglares

             [De la misma Encíclica]

Y nadie objete que Jesucristo, conservador y vengador de la Iglesia, no necesita para nada de la ayuda de los hombres. Porque no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su bondad, quiere Él que también de nuestra parte pongamos algún trabajo para obtener y alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha granjeado.

Lo primero que este deber nos exige es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y, en cuanto cada uno pudiere, propagarla... A la verdad, el cargo de predicar, es decir, de enseñar toca por derecho divino a los maestros, que el Espíritu Santo puso por obispos para regir a la Iglesia de Dios [Act. 20, 28] y señaladamente al Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo, puesto con suprema potestad al frente de la Iglesia universal, maestro de la fe y de las costumbres. Nadie piense, sin embargo, que se prohibe a los particulares poner alguna industria en este asunto, aquellos particularmente a quienes dio Dios facilidad de ingenio juntamente con celo de obrar el bien. Éstos, siempre que la ocasión lo pida, muy bien pueden no precisamente arrogarse oficio de maestros, sino repartir a los demás lo que ellos han recibido y ser como un eco de la voz de los maestros. Es más, la cooperación de los particulares hasta punto tal pareció oportuna y fructuosa a los Padres del Concilio Vaticano que juzgaron había a todo trance que reclamarla: “Por las entrañas de Jesucristo suplicamos a todos sus fieles...” [v. 1819]. Por lo demás acuérdense todos que pueden y deben sembrar la doctrina católica con la autoridad del ejemplo y predicarla con la constancia en profesarla. Entre los deberes, por ende, que nos ligan con Dios y con la Iglesia, hay que contar particularmente éste de que cada uno trabaje y se industrie cuanto pueda en propagar la verdad cristiana y rechazar los errores.

Del vino, materia de la Eucaristía

[De las Respuestas del Santo Oficio, de 8 de mayo de 1887 y 30 de julio de 1890]

Para precaver el peligro de corrupción del vino, el obispo de Carcasona propone dos remedios:

1. Añádase al vino natural una pequeña cantidad de aguardiente;

2. Hiérvase el vino hasta los sesenta y cinco grados.

A la pregunta sobre si estos remedios son lícitos en el vino para el sacrificio de la misa y cuál ha de preferirse,

Se respondió:

Debe preferirse el vino conforme se expone en el caso segundo.

El obispo de Marsella expone y pregunta:

En muchas partes de Francia, particularmente las situadas al sur, el vino blanco que sirve para el incruento sacrificio de la misa es tan débil e impotente, que no puede conservarse mucho tiempo, si no se le mezcla una cantidad de espíritu de vino o alcohol.

1. Si esta mezcla es lícita.

2. Si lo es, qué cantidad de esta materia extraña se permite añadir al vino.

3. En caso afirmativo ¿se requiere espíritu de vino extraído del vino puro, es decir del fruto de la vid?

Se respondió:

Con tal que el alcohol sea realmente alcohol vínico y la cantidad de alcohol añadido junto con la que naturalmente tiene el vino de que se trata, no exceda la proporción de 12 % y la mezcla se haga cuando el vino es aún muy reciente, nada obsta para que el mismo se emplee en el sacrificio de la Misa.

Del derecho de propiedad privada, de la justa retribución del trabajo y del derecho de constituir      sociedades privadas

[De la Encíclica Rerum novarum, de 15 de mayo de 1891]

Poseer privadamente las cosas como suyas es derecho que la naturaleza ha dado al hombre... Ni hay por qué se introduzca la providencia del Estado, pues el hombre es más antiguo que el Estado y hubo por ende de tener por naturaleza su derecho para defender su vida y su cuerpo antes de que se formara Estado alguno... Porque las cosas que se requieren para conservar y, sobre todo, para perfeccionar la vida, cierto es que la tierra las produce con gran largueza; pero no podría producirlas de suyo, sin el cultivo y cuidado de los hombres. Ahora bien, al consumir el hombre el ingenio de su mente y las fuerzas de su cuerpo en la explotación de los bienes de la naturaleza, por el mismo hecho se aplica a sí mismo aquella parte de la naturaleza corpórea que el cultivó y en la que dejó como impresa una especie de forma de su propia persona; de suerte que es totalmente justo que aquella parte sea por él poseída como suya, y que en modo alguno sea lícito a nadie violar su derecho. La fuerza de estos argumentos es tan evidente que causa verdadera admiración ver que disienten ciertos restauradores de ideas envejecidas. Son los que ciertamente conceden al individuo el uso del suelo y los varios frutos de las fincas; pero niegan de plano que tenga derecho a poseer como dueno el suelo sobre que edificó o la finca que cultivó...

Pero estos derechos que los hombres tienen individualmente, aparecen mucho más firmes, si se consideran en su aptitud y conexión con los deberes de la vida familiar... Así pues, el derecho de propiedad que hemos demostrado haber sido dado a los individuos por la naturaleza, es menester trasladarlo al hombre en cuanto es cabeza de familia; y, aún más, ese derecho es tanto más firme cuantos más son los deberes que abarca la persona humana en la vida familiar. Ley santísima de la naturaleza es que el padre de familia, defienda, con medios de vida y con todo cuidado, a quienes él engendró, y la naturaleza misma le lleva a querer adquirir y procurar para sus hijos, como quiera que estos representan y en cierto modo prolongan la persona del padre, los medios por los que puedan honestamente defenderse de la miseria en el curso dudoso de la presente vida. Ahora bien, eso no puede lograrlo de otro modo, sino por la posesión de cosas provechosas, que pueda transmitir a sus hijos por la herencia... Querer, pues, que el Estado penetre en su arbitrio hasta la intimidad del hogar, es un grande y pernicioso error... La patria potestad es de tal naturaleza que ni puede extinguirse ni ser absorbida por el Estado... Quede, pues, asentado cuando se trata de buscar un alivio al pueblo, que es menester que se tenga por fundamento la guarda intacta de la propiedad privada...

La justa posesión del dinero se distingue del uso justo del dinero. Poseer bienes privadamente es derecho natural al hombre, como poco antes hemos demostrado, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito, sino manifiestamente necesario... Mas si se pregunta cuál ha de ser el uso de los bienes, la Iglesia responde sin vacilación alguna: “en cuanto a esto, no debe el hombre tener las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente las comunique en las necesidades de los demás. De ahí que el Apóstol dice: A los ricos de este siglo mándales... que den fácilmente, que comuniquen [1 Tim. 6, 17]. A nadie ciertamente se le manda que socorra a los demás de lo que necesitará para su uso o el de los suyos; más aún, ni siquiera dar a los otros lo que ha menester para guardar la conveniencia y decoro de su persona... Mas una vez atendida la necesidad y el decoro, es obligación hacer gracia a los necesitados de lo que sobra. Lo que sobra, dadlo en limosna [Lc. 11, 41]. No son éstos, excepto en casos extremos, deberes de justicia, sino de cristiana caridad, los cuales ciertamente no hay derecho a reclamar por acción legal; pero a la ley y juicio de los hombres se antepone la ley y juicio de Cristo Dios, que de muchos modos persuade la práctica de la limosna... y ha de juzgar como hecho o negado a sí mismo, el beneficio hecho o negado a los pobres [Mt. 25, 34 ss].

Dos como caracteres tiene el trabajo en el hombre, marcados por la naturaleza misma, a saber, que es personal, porque su fuerza operante es inherente a la persona y totalmente propia de aquel que la ejerce y a cuya utilidad está destinada; y, luego, que es necesario por razón de que el hombre necesita del fruto de su trabajo para la conservación de su vida; y conservar la vida es mandato de la naturaleza misma, a la que se debe antes de todo obedecer. Ahora bien, si sólo se considera desde el punto de vista personal, no hay duda que en mano del obrero está señalar un límite demasiado estrecho a la paga convenida; pues, así como de su voluntad pone su trabajo, así puede voluntariamente contentarse con escasa y aun ninguna paga de su trabajo. Pero le modo muy distinto hay que juzgar, si, con la razón de personalidad, se junta la razón de necesidad, que sólo por pensamiento, no en la realidad, es separable de aquélla. Realmente, permanecer en la vida es universal deber de todos, y un crimen, faltar a él. De aquí nace necesariamente el derecho a procurarse las cosas con que la vida se sustenta, y esas cosas, al hombre de la clase más humilde, sólo se las proporciona el salario ganado con el trabajo. Pase, pues, que el obrero y el patrono convengan libremente en lo mismo y, concretamente, en la determinación del salario; sin embargo, siempre hay algo que viene de la justicia natural y que es superior y anterior a la libre voluntad de los pactantes, a saber, que el salario no puede ser insuficiente para el sustento de un obrero frugal y morigerado. Y si el obrero, forzado por la necesidad o movido por miedo a un mal peor, tiene que aceptar una condición más dura, quiera que no quiera, por imponérsela el patrono o empresario, esto es ciertamente sufrir una violencia contra la que reclama la justicia... Si el obrero recibe un salario bastante elevado, con que pueda fácilmente atender al sustento propio, y al de su mujer e hijos, si es prudente, fácilmente atenderá al ahorro y hará lo que la misma naturaleza parece amonestar, a saber, que, atendidos los gastos, sobre algo con que pueda formarse un pequeño capital. Porque ya hemos visto que no hay manera eficaz de dirimir esta contienda de que tratamos, si no se sienta y establece que es menester que el derecho de propiedad privada sea inviolado... Sin embargo, no es posible llegar a estas ventajas, sino a condición de que el capital privado no se agote por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Porque como el derecho de poseer privadamente bienes no ha sido dado al hombre por la ley, sino por la naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo moderar su uso y atemperarlo al bien común. Obra, pues, injusta e inhumanamente si, a título de tributo, cercena más de lo justo los bienes de los particulares...

Que corrientemente se formen estas sociedades, ora se compongan totalmente de obreros, ora sean mixtas de uno y otro orden, es cosa grata; pero es de desear que crezcan en número y actividad... Porque formar sociedades privadas, le ha sido concedido al hombre por derecho de naturaleza; ahora bien, el Estado ha sido instituído para defensa, no para ruina del derecho natural; y además, si vedara las asociaciones de los ciudadanos, obraría contradictoriamente consigo mismo, pues tanto él como las asociaciones privadas han nacido de este solo principio: que los hombres son sociables por naturaleza. Hay alguna vez ocasiones en que es justo que las leyes se opongan a este linaje de asociaciones, a saber, cuando por su constitución persigan un fin que abiertamente pugne con la probidad, con la justicia o con la salud del Estado.

Sobre el duelo

[De la Carta Pastoralis officii a los obispos de Alemania y Austria, de la de septiembre de 1891]

... Una y otra ley divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón natural, ora la que consta en las Letras escritas por divina inspiración, vedan estrechamente que nadie, fuera de causa pública, mate o hiera a un hombre, a no ser forzado por la necesidad de defender su propia vida. Ahora bien, los que retan al duelo o aceptan el reto tienen por intento, y a ello dirigen su ánimo y sus fuerzas, sin que los fuerce necesidad alguna, o quitar la vida o por lo menos herir al adversario. Además una y otra ley prohiben despreciar temerariamente la propia vida, exponiéndola a un grave y manifiesto peligro, cuando no lo aconseja razón alguna de deber o de caridad magnánima; y esta ciega temeridad, despreciadora de la vida, entra manifiestamente en la naturaleza del duelo. Por lo cual, para nadie puede ser oscuro o dudoso que sobre quienes privadamente traban combate singular, pesa un doble crimen: el voluntario peligro de daño ajeno y de la propia vida. Finalmente, apenas hay calamidad que más lejos esté de la disciplina de la vida civil y que más perturbe el orden del Estado que la licencia dada a los ciudadanos de que se tomen la venganza por su mano y venguen el honor que crean ofendido...

Tampoco para quienes aceptan el reto puede servir de justa excusa el temor de pasar ante el vulgo por cobardes si se niegan a la lucha. Porque si los deberes de los hombres hubieran de medirse por las falsas opiniones del vulgo, y no por la norma eterna de lo recto y de lo justo, no existiría diferencia alguna natural y verdadera entre las acciones honestas y los hechos ignominiosos. Los mismos sabios paganos supieron y enseñaron que el hombre fuerte y constante ha de despreciar los juicios falaces del vulgo. Más bien es justo y santo temor el que aparta al hombre de causar una muerte injusta y le hace solícito de la salvación propia y de la de sus hermanos. La verdad es que quien desprecia los vanos juicios del vulgo, quien prefiere sufrir los azotes de la afrenta antes que desertar un punto de su deber, ése demuestra tener mayor y más levantado ánimo que no el que, herido por una injuria, acude a las armas. Y aun si se quiere juzgar rectamente, ése sólo es en quien brilla la sólida fortaleza, aquella fortaleza decimos, que lleva de verdad nombre de virtud y a la que acompaña la gloria no pintada y falaz. Porque la virtud consiste en el bien conforme a la razón, y si no se apoya en el juicio y aprobación de Dios vana es toda gloria.

De la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias

[De la Encíclica Octobri mense, sobre el rosario, de 22 de septiembre de 1891]

Cuando el Hijo eterno de Dios, para redención y gloria del hombre, quiso tomar naturaleza de hombre y por este medio establecer con el género humano entero un místico desposorio, no lo hizo antes de que se allegara el libérrimo consentimiento de la que estaba designada para madre suya y que representaba en cierto modo la persona del humano linaje, conforme a aquella ilustre y de todo punto verdadera sentencia del Aquinate: “Por la Anunciación se esperaba que la Virgen, en representación de toda la naturaleza humana, diera su consentimiento”.

De ahí, no menos verdadera y propiamente es lícito afirmar que de aquel grandioso tesoro que trajo el Señor —porque la gracia y la verdad fue hecha por medio de Jesucristo [Ioh. 1, 17]— nada se nos distribuye sino por medio de María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede acercarse a Cristo sino por su madre.

[De la Encíclica Fidentem, sobre el rosario, de 20 de septiembre de 1896]

Nadie, efectivamente, puede ser pensado que haya contribuído o haya jamás de contribuir con cooperación igual a la suya a reconciliar a los hombres con Dios. Porque es así que ella trajo el Salvador a los hombres que se precipitaban en su ruina sempiterna, ya cuando con admirable consentimiento “en representación de toda la naturaleza humana” recibió el mensaje del misterio de la paz que fue traído por el ángel a la tierra. Ella es de quien ha nacido Jesús [Mt. 1, 16], es decir, verdadera madre suya y, por esta causa, digna y muy acepta medianera para el mediador.

De los estudios de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Providentissimus Deus, de 18 de noviembre de 1893]

... Como sea necesario cierto método para llevar útilmente a cabo la interpretación, el maestro prudente ha de evitar un doble inconveniente: el de aquellos que dan a probar trozos tomados de corrida de cada uno de los libros, y el de los que se detienen más de lo debido en una parte determinada de uno solo... Para esta labor tomará como ejemplar la versión Vulgata que el Concilio Tridentino, decretó fuera tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputas, predicaciones y exposiciones [v. 785], y recomendada también por uso cotidiano de la Iglesia. Tampoco, sin embargo, habrá de dejarse de tener en cuenta las otras versiones que alabó y usó la antigüedad cristiana, y sobre todo los códices originales. Porque si bien en cuanto al fondo, de las dicciones de la Vulgata brilla bien el sentido del griego y del hebreo, sin embargo, si algo se ha trasladado allí ambiguamente o de modo menos exacto, será de provecho, según consejo de San Agustín, el examen de la lengua original.

... El Concilio Vaticano abrazó la doctrina de los Padres, cuando renovando el decreto del Concilio Tridentino acerca de la interpretación de la palabra de Dios escrita, declaró que la mente de aquél es que en las materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que mantuvo y sigue manteniendo la Santa Madre Iglesia; a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas; y que por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura contra este sentido ni tampoco contra el unánime consentimiento de los Padres [v. 786 y 1788]. Por esta ley llena de sabiduría, la Iglesia no retarda ni impide la investigación de la ciencia bíblica, sino que más bien la preserva de todo error y en gran manera contribuye a su verdadero progreso. Porque a cada maestro particular se le abre un amplio campo en que puede gloriosamente y con provecho de la Iglesia campear con paso seguro su pericia de intérprete. Ciertamente, en los lugares de la divina Escritura que aún esperan una determinada y definida exposición, puede así suceder por el suave designio de Dios providente que por una especie de estudio preparatorio madure el juicio de la Iglesia; y en los lugares ya definidos, puede igualmente el maestro privado ser de provecho, o explicándolos con más claridad al pueblo fiel, o disertando con más ingenio ante los doctos, o defendiéndolos con más insigne victoria contra los adversarios...

En lo demás ha de seguirse la analogía de la fe, y tomarse como norma suprema la doctrina católica, tal como es recibida por ]a autoridad de la Iglesia... De donde aparece que ha de rechazarse por inepta y falsa aquella interpretación que o hace que los autores inspirados se contradigan de algún modo entre sí, o se opone a la doctrina de la Iglesia...

Ahora bien, los Santos Padres que, “después de los Apóstoles plantaron, regaron, edificaron, apacentaron y alimentaron a la Iglesia y por cuya acción creció ella”, tienen autoridad suma siempre que explican todos de modo unánime un texto bíblico, como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres...

La autoridad de los otros intérpretes católicos es ciertamente menor; sin embargo, como quiera que los estudios bíblicos han seguido en la Iglesia un progreso continuo, también a los comentarios de estos autores hay que tributarles el honor que se les debe, y de ellos pueden sacarse oportunamente muchas cosas para refutar a los contrarios y resolver las dificultades. Mas lo que es de verdad harto indecoroso es que, ignoradas o despreciadas las obras egregias que en gran abundancia dejaron los nuestros, se prefieran los libros de los heterodoxos y, con peligro inmediato de la sana doctrina y, no raras veces, con detrimento de la fe, se busque en ellos la explicación de pasajes en que los católicos, de mucho tiempo atrás, ejercitaron, con óptimo resultado, sus ingenios y trabajos...

... La primera de estas ayudas para la interpretación es el estudio de las antiguas lenguas orientales y juntamente el arte que llaman crítica ... Es, pues, necesario a los maestros de la Sagrada Escritura y conveniente a los teólogos que conozcan aquellas lenguas en que los libros canónicos fueron primeramente escritos por los autores sagrados... Estos mismos, y por la misma razón es menester que sean suficientemente doctos y ejercitados en la verdadera disciplina del arte critica; pues, perversamente y con daño de la religión, se ha introducido un artificio que se honra con el nombre de “alta critica” por la que se juzga del origen, integridad y autenticidad de un libro cualquiera por solas las que llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que en cuestiones históricas, como el origen y conservación de los libros, deben prevalecer sobre todo los testimonios de la historia, y ésos son los que con más ahínco han de investigarse y discutirse; en cambio, las razones internas no son las más de las veces de tanta importancia que puedan invocarse en el pleito, si no es a modo de confirmación... Ese mismo género de “alta crítica” que preconizan vendrá finalmente a parar a que cada uno siga su propio interés y prejuicio en la interpretación...

Al maestro, de la Sagrada Escritura le prestará también buen servicio el conocimiento de las cosas naturales, con el que más fácilmente descubrirá y refutará las objeciones dirigidas en este terreno contra los libros divinos. A la verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el físico, con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno, procurando cautamente seguir el aviso de San Agustín de “no afirmar nada temerariamente ni dar lo desconocido por conocido”; pero si, no obstante, disintieren en cómo ha de portarse el teólogo, he aquí en compendio la regla por él mismo ofrecida: “Cuanto ellos —dice— pudieren demostrarnos por argumentos verdaderos de la naturaleza de las cosas, mostrémosles que no es contrario a nuestras letras, mas cuanto presentaren de cualesquiera libros suyos como contrario a nuestras letras, es decir, a la fe católica, o mostrémoselo también por algún medio o sin vacilación creamos que es cosa de todo punto falsa. Acerca de la justeza de esta regla es de considerar en primer lugar que los escritores sagrados o, más exactamente, “el Espíritu de Dios que por medio de ellos hablaba, no quiso ensenar a los hombres esas cosas (es decir la intima constitución de las cosas sensibles), como quiera que para nada habían de aprovechar a su salvación”; por lo cual, más bien que seguir directamente la investigación de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de metáfora o como solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo, y aún ahora acostumbra, en muchas materias de la vida diaria, aun entre los mismos hombres más impuestos en la ciencia.

Ahora bien, como el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae bajo los sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado (y lo notó también el doctor Angélico), “ha seguido aquello que sensiblemente aparece”, o sea, lo que Dios mismo, al hablar a los hombres, expresó de manera humana para ser entendido por ellos.

Ahora, de que haya que defender valerosamente la Escritura Santa, no hay que concluir que deben por igual mantenerse todas las opiniones que en su interpretación emitieron cada uno de los Padres y los intérpretes que les sucedieron, como quiera que, conforme a las ideas de su época, al explicar los pasajes en que se trata de fenómenos físicos, quizá no siempre juzgaron tan de acuerdo con la verdad, que no sentaran afirmaciones que ahora no son tan aceptables. Por ello, hay que distinguir cuidadosamente en sus explicaciones qué es lo que realmente ensenan como perteneciente a la fe o íntimamente ligado con ella, qué es lo que ensenan con unánime sentir; porque “en lo que no es necesidad de la fe, lícito fue a los Santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros”, conforme al sentir de Santo Tomás, el cual, en otro lugar, se expresa muy prudentemente: “Paréceme ser más seguro que las cosas de esta clase que comúnmente sintieron los filósofos y no repugnan a nuestra fe, ni deben afirmarse como dogmas de fe, si bien a veces puedan introducirse bajo el nombre de los filósofos, ni deben negarse como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de menospreciar la doctrina de la fe”.

A la verdad, aun cuando el intérprete debe demostrar que no se opone a las Escrituras rectamente entendidas nada de lo que los investigadoras de la naturaleza afirman ser ya cierto con argumentos ciertos; no se le pase, sin embargo, por alto que también ha acontecido que algunas cosas ensenadas por aquéllos como ciertas han sido luego puestas en duda y hasta repudiadas. Y si los físicos, traspasando las fronteras de su disciplina, invaden por la perversidad de sus ideas, el dominio de la filosofía, a los filósofos debe dejar su refutación el intérprete teólogo.

Esto mismo será bien se traslade seguidamente a las disciplinas afines, principalmente a la historia. De doler es, en efecto, que haya muchos que investigan a fondo y sacan a luz, y ciertamente con grandes esfuerzo, los monumentos de la antigüedad, las costumbres e instituciones de los pueblos y los testimonios de cosas semejantes, pero frecuentemente con el intento de descubrir en las Sagradas Letras las manchas del error y hacer así que su autoridad de todo punto se debilite y vacile. Y esto lo hacen algunos con ánimo demasiadamente hostil y con juicio no lo bastante justo, como quiera que de tal modo se fían de los libros profanos y de los documentos de la antigüedad, como si en ellos no cupiera ni sospecha siquiera de error; en cambio, por una apariencia de error sólo imaginada y no honradamente discutida, niegan a los libros de la Sagrada Escritura una fe siquiera igual.

Puede ciertamente suceder que algunas cosas se les escaparan a los copistas al transcribir menos exactamente los códices; pero esto debe juzgarse con consideración y no admitirse con facilidad, si no es en aquellos pasajes en que se haya debidamente demostrado; puede también darse que en algunos pasajes permanezca dudoso el sentido genuino, para cuyo esclarecimiento, mucho contribuirán las mejores reglas de hermenéutica; pero es absolutamente ilícito ora limitar ]a inspiración solamente a algunas partes de la Sagrada Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado. Ni debe tampoco tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas dificultades, no vacilan en sentar que ]a inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a nada mas...

Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, han sido escritos íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y tan lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que ella de suyo no sólo excluye todo error, sino que los excluye y rechaza tan necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no sea autor de error alguno.

Ésta es la antigua y constante fe de la Iglesia, definida también por solemne sentencia en los Concilios de Florencia [v. 706] y de Trento [v. 783 ss] y confirmada finalmente y más expresamente declarada en el Concilio Vaticano, que promulgó absolutamente: Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento... tienen a Dios por autor [v. 1787]. Por ello, es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados, se les hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fue Él mismo quien, por sobrenatural virtud, de tal modo los impulsó y movió, de tal modo los asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y fielmente habrían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo les mandara: en otro caso, no sería Él, autor de toda la Escritura Sagrada... Hasta punto tal estuvieron los Padres y Doctores todos absolutamente persuadidos de que las divinas Letras, tal como fueron publicadas por los hagiógrafos, estaban absolutamente inmunes de todo error, que con no menor sutileza que reverencia pusieron empeño en componer y conciliar entre sí no pocas de aquellas cosas (que son poco más o menos las que en nombre de la ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar alguna contrariedad o desemejanza; pues profesaban unánimes que aquellos libros, en su integridad y en sus partes, procedían igualmente de la inspiración divina, y que Dios mismo, que por los autores sagrados había hablado, nada absolutamente pudo haber puesto ajeno a la verdad.

Valga en general lo que el mismo Agustín escribió a Jerónimo: “Si tropiezo en esas Letras con algo que parezca contrario a la verdad, no dudaré sino que o el códice es mendoso, o el traductor no alcanzó lo que decía el original, o yo no he entendido nada...”.

... Muchas cosas efectivamente tomadas de todo género de ciencias, se han lanzado durante mucho tiempo y con ahínco contra la Escritura, y luego han envejecido totalmente por vanas; igualmente, no pocas interpretaciones (no pertenecientes propiamente a la regla de la fe y las costumbres) fueron en otro tiempo propuestas de pasajes en que más tarde vio más rectamente una investigación más penetrante. En efecto, el tiempo borra las fantasías de las opiniones, pero “la verdad permanece y cobra fuerzas eternamente”.

De la uni(ci)dad de la Iglesia

[De la Encíclica Satis cognitum, de 29 de junio de 1896]

... A la verdad, que la auténtica Iglesia de Jesucristo es una, de tal modo consta para todos por claros y múltiples testimonios de las Sagradas Letras, que ningún cristiano puede atreverse a contradecirlo. Mas cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los errores que a muchos desvían del camino. Ciertamente, no sólo el origen, sino toda la constitución de la Iglesia pertenece al género de cosas que proceden de la libre voluntad ¡ por lo tanto, toda la cuestión está en saber lo que realmente se ha hecho, y lo que hay que averiguar no es precisamente de qué modo puede la Iglesia ser una, sino de qué modo quiso que fuera una Aquel que la fundó.

Ahora bien, si se mira lo que ha sido hecho, Jesucristo no concibió ni formó a la Iglesia de modo que comprendiera pluralidad de comunidades semejantes en su género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hicieran a la Iglesia indivisible y única, a la manera que profesamos en el Símbolo de la fe: Creo en una sola Iglesia... Y es así que cuando Jesucristo hablara de este místico edificio, sólo recuerda a una sola Iglesia, a la que llama suya: Edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18]. Cualquiera otra que fuera de ésta se imagine, al no ser fundada por Jesucristo, no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo... Así, pues, la salvación que nos adquirió Jesucristo, y juntamente todos los beneficios que de ella proceden, la Iglesia tiene el deber de difundirlos ampliamente a todos los hombres y propagarlos a todas las edades. Consiguientemente, por voluntad de su fundador, es necesario que sea única en todas las tierras en la perpetuidad de los tiempos... Es, pues, la Iglesia de Cristo única y perpetua. Quienquiera de ella se aparta, se aparta de la voluntad y prescripción de Cristo Señor y, dejado el camino de la salvación, se desvía hacia su ruina.

Mas el que la fundó única, la fundó también una, es decir, de tal naturaleza que cuantos habían de formar parte de ella habían de estar unidos entre sí por tan estrechísimos vínculos, que de todo punto formaran una sola nación, un sólo reino, un solo cuerpo: un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados en una sola esperanza de vuestro llamamiento [Eph. 4, 4]... Mas el necesario fundamento de tan grande y absoluta concordia entre los hombres es el acuerdo y unión de las inteligencias, de donde naturalmente se engendra la conspiración de las voluntades y la semejanza de las acciones... Consiguientemente, para aunar las inteligencias, para lograr y conservar la concordia del sentir, por más que existieran las Letras Divinas, era de todo punto necesario otro principio distinto...

Por lo cual instituyó Jesucristo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y juntamente perenne, al que dotó de su propia autoridad, le proveyó del Espíritu de la verdad, lo confirmó con milagros y quiso y severísimamente mandó que sus enseñanzas fueran recibidas como suyas... Este es consiguientemente sin duda alguna el deber de la Iglesia: conservar la doctrina de Cristo y propagarla íntegra e incorrupta...

Mas a la manera que la doctrina celeste jamás fue abandonada al arbitrio e ingenio de los particulares, sino que, enseñada al principio por Jesús, fue luego separadamente encomendada al magisterio de que hemos hablado; así tampoco a cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha sido divinamente conferida facultad de realizar y administrar los divinos misterios, juntamente con el poder de regir y gobernar...

Por lo cual Jesucristo llamó a los mortales todos, cuantos eran y cuantos habían de ser, para que le siguieran como guía y salvador, no sólo cada uno individualmente, sino también asociados y mutuamente unidos de hecho y de corazón, de suerte que de la muchedumbre se formara un pueblo legítimamente asociado: uno por la comunidad de fe, de fin y de medios conducentes al fin, y sujeto a una sola y misma potestad... Por tanto, la Iglesia es sociedad, por su origen, divina; por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin, sobrenatural; mas en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana...

Como el autor divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la fe, por el régimen y por la comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para que en ellos estuviera el principio y como el centro de la unidad... Mas, en cuanto al orden de los obispos, entonces se ha de pensar que está debidamente unido con Pedro, como Cristo mandó, cuando a Pedro está sometido y obedece; en otro caso, necesariamente se diluye en una muchedumbre confusa y perturbada. Para conservar debidamente la unidad de fe y comunión, no basta desempeñar una primacía de honor, no basta una mera dirección, sino que es de todo punto necesaria la verdadera autoridad y autoridad suprema, a que ha de someterse toda la comunidad... De ahí aquellas singulares denominaciones de los antiguos aplicadas al bienaventurado Pedro, que pregonan brillantemente estar él colocado en el más alto grado de dignidad y de poder. Llámanle a cada paso príncipe del colegio de los discípulos, príncipe de los santos Apóstoles, corifeo de su coro; boca de los Apóstoles todos; cabeza de aquella familia; puesto al frente del orbe de la tierra; primero entre los Apóstoles; cima de la Iglesia...

Pero es cosa que se aparta de la verdad y abiertamente repugna a la constitución divina, ser de derecho que los obispos estén individualmente sujetos a la jurisdicción de los Romanos Pontífices y no ser de derecho que lo estén todos juntos... Esta potestad de que hablamos, sobre el colegio mismo de los obispos, que tan abiertamente proclaman las Divinas Letras, la Iglesia no dejó de reconocerla y atestiguarla en ningún tiempo... Por estas causas, por el Decreto del Concilio Vaticano sobre la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice [v. 1826 ss], no se introdujo una opinión nueva, sino que se afirmó la fe, vieja y constante, de todos los siglos. Ni tampoco, en verdad, el que unos mismos súbditos estén sometidos a doble potestad, engendra confesión alguna en el gobierno. Sospechar nada semejante, nos lo prohibe en primer lugar la sabiduría de Dios, por cuyo designio se ha constituído esta suerte de régimen. Y hay que observar, en segundo lugar, que se perturbaría el orden de las cosas y las mutuas relaciones, si en un pueblo hubiera dos poderes de igual categoría, sin dependencia uno de otro. Pero la potestad del Romano Pontífice es suprema, universal y enteramente independiente; pero la de los obispos está circunscrita a ciertos límites y no es enteramente independiente...

Mas los Romanos Pontífices, acordándose de su deber, quieren más que nadie que se conserve cuanto en la Iglesia ha sido divinamente constituído; y por eso, así como defienden su propia autoridad con el cuidado y vigilancia que es debido; así se han esforzado y se esforzarán constantemente porque a los obispos quede a salvo la suya. Es más, cuanto honor, cuanta obediencia se tributa a los obispos, todo lo consideran ellos como tributado a sí mismos.

De las ordenaciones anglicanas

[De la Carta Apostolicae curae, de 13 de septiembre de 1896]

En el rito de realizar y administrar cualquier sacramento, con razón se distingue entre la parte ceremonial y la parte esencial, que suele llamarse materia y forma. Y todos saben que los sacramentos de la nueva Ley, como signos que son sensibles y que producen la gracia invisible, deben lo mismo significar la gracia que producen, que producir la que significan [v. 695 y 849]. Esta significación, si bien debe darse en todo el rito esencial, es decir, en la materia y la forma, pertenece, sin embargo, principalmente a la forma, como quiera que la materia es por sí misma parte no determinada, que es determinada por aquélla. Y esto aparece más manifiesto en el sacramento del orden, cuya materia de conferirlo, en cuanto aquí hay que considerarla, es la imposición de las manos, la que ciertamente por sí misma nada determinado significa y lo mismo se usa para ciertos órdenes que para la confirmación.

Ahora bien, las palabras que hasta época reciente han sido corrientemente tenidas por los anglicanos como forma propia de la ordenación presbiteral, a saber: Recibe el Espíritu Santo, en manera alguna significan definidamente el orden del sacerdocio o su gracia o potestad, que principalmente es la potestad de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor en aquel sacrificio, que no es mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz [v. 950]. Semejante forma se aumentó después con las palabras: para el oficio y obra del presbítero; pero esto más bien convence que los anglicanos mismos vieron que aquella primera forma era defectuosa e impropia. Mas esa misma añadidura, si acaso hubiera podido dar a la forma su legítima significación, fue introducida demasiado tarde, pasado ya un siglo después de aceptarse el Ordinal Eduardiano, cuando, consiguientemente, extinguida la jerarquía, no había ya potestad alguna de ordenar.

Lo mismo hay que decir de la ordenación episcopal. Porque a la fórmula: Recibe el Espíritu Santo, no sólo se añadieron más tarde las palabras: para el oficio y obra del obispo, sino que de ellas hay que juzgar, como en seguida diremos, de modo distinto que en el rito católico. Ni vale para nada invocar la oración de la prefación Omnipotens Deus, como quiera que también en ella se han cercenado las palabras que declaran el sumo sacerdocio. A la verdad, nada tiene que ver aquí averiguar si el episcopado es complemento del sacerdocio o un orden distinto de éste; o si conferido; como dicen, per saltum, es decir, a un hombre que no es sacerdote, produce su efecto o no. Pero de lo que no cabe duda es que él, por institución de Cristo, pertenece con absoluta verdad al sacramento del orden y es el sacerdocio de más alto grado, el que efectivamente tanto por voz de los Santos Padres, como por nuestra costumbre ritual, es llamado sumo sacerdote, suma del sagrado ministerio. De ahí resulta que, al ser totalmente arrojado del rito anglicano el sacramento del orden y el verdadero sacerdocio de Cristo, y, por tanto, en la consagración episcopal del mismo rito, no conferirse en modo alguno el sacerdocio, en modo alguno, igualmente, puede de verdad y de derecho conferirse el episcopado; tanto más cuanto que entre los primeros oficios del episcopado está el de ordenar ministros para la Santa Eucaristía y sacrificio...

Con este íntimo defecto de forma está unida la falta de intención, que se requiere igualmente de necesidad para que haya sacramento... Así, pues, asintiendo de todo punto a todos los decretos de los Pontífices predecesores nuestros sobre esta misma materia, confirmándolos plenísimamente y como renovándolos por nuestra autoridad, por propia iniciativa y a ciencia cierta, pronunciamos y declaramos que las ordenaciones hechas en rito anglicano han sido y son absolutamente inválidas y totalmente nulas...

De la fe e intención requerida para el bautismo

       [Respuesta del Santo Oficio, de 30 de marzo de 1898]

Se pregunta si puede el misionero administrar el bautismo en el artículo de la muerte a un mahometano adulto que se supone estar de buena fe en sus errores:

1. Si tiene todavía plena advertencia, exhortándole sólo al dolor y a la confianza, no hablándole para nada de nuestros misterios, por temor de que no los vaya a creer.

2. Cualquier advertencia que tenga, no diciéndole nada, ya que por una parte se supone que no le falta la contrición y por otra no es prudente hablar con él de nuestros misterios.

3. Si ha perdido la advertencia, no diciéndole absolutamente nada.

Respuestas: a 1 y 2, negativamente, es decir, que no es lícito administrar el bautismo a tales mahometanos... ni absoluta ni condicionalmente; y dénse los decretos del Santo Oficio al obispo de Quebec de 25 de enero y de 10 de mayo de 1703 [v. 1849 a s].

A 3: sobre los mahometanos moribundos y faltos ya de sentido, hay que responder como en el Decreto del Santo Oficio de 18 de septiembre de 1850 al obispo de Perth; esto es: “Si antes hubieren dado señales de quererse bautizar o en el estado presente manifestaren la misma disposición por señas o de otro modo, pueden ser bautizados bajo condición, en cuanto, sin embargo, atendidas todas las circunstancias, así lo juzgare prudente el misionero”... El Santísimo lo aprobó.

Del americanismo

[De la Carta Testem benevolentiae, al cardenal Gibbons, de 22 de enero de 1899]

El fundamento sobre que, en definitiva, se fundan las nuevas ideas que dijimos, es el siguiente: Con el fin de atraer más fácilmente a los disidentes a la doctrina católica, debe por fin la Iglesia acercarse algo más a la cultura de este siglo ya adulto y, aflojando la antigua severidad, condescender con los principios y modos recientemente introducidos entre los pueblos. Y muchos piensan que ello ha de entenderse no sólo de la disciplina de la vida, sino también de las enseñanzas en que se contiene el depósito de la fe. Pretenden, en efecto, que es oportuno para atraer las voluntades de los discordes, omitir ciertos puntos de doctrina, como si fueran de menor importancia, o mitigarlos de manera que no conserven el mismo sentido que constantemente mantuvo la Iglesia. Mas con cuán reprobable consejo haya sido todo eso excogitado... no hace falta largo discurso para demostrarlo, con que se recuerde la naturaleza y el origen de la doctrina que enseña la Iglesia. Dice a este propósito el Concilio Vaticano: “Y jamás hay que apartarse...” [v. 1800] .

Y la historia de todas las edades pretéritas es testigo de que esta Sede Apostólica, a quien fue concedido no sólo el magisterio, sino también el régimen supremo de toda }a Iglesia, se mantuvo constantemente adherida al mismo dogma, al mismo sentido, a la misma sentencia [Concilio Vaticano, v. 1800]; mas en cuanto a la disciplina de la vida, de tal manera acostumbró siempre moderarse que, mantenido incólume el derecho divino, jamás desatendió las costumbres y modos de tan varias gentes como ella comprende. ¿Y quién dudará de que también ahora lo ha de hacer, si así lo exige la salvación de las almas? Mas esto no ha de ser determinado al arbitrio de los individuos particulares, que de ordinario se engañan con apariencia de bien, sino que es menester dejarlo al juicio de la Iglesia...

En la causa, sin embargo, de que hablamos, querido Hijo Nuestro, lo que trae más peligro y es más perjudicial a la doctrina y disciplina católica es el consejo aquel de los seguidores de novedades por el que piensan que hay que introducir en la Iglesia una especie de libertad, de suerte que, restringida en cierto modo la fuerza y vigilancia del poder, sea lícito a los fieles entregarse algo más ampliamente a su natural y a la virtud activa...

Todo magisterio externo es rechazado como superfluo y hasta como menos útil por aquellos que se dedican a alcanzar la perfección cristiana: ahora —dicen— infunde el Espíritu Santo en las almas de los fieles más amplios y abundantes carismas que en los tiempos pasados, y les enseña y los conduce, sin intermedio de nadie, por cierto misterioso instinto...

Sin embargo, si se considera a fondo el asunto, quitado también todo director externo, apenas se ve en la sentencia de los innovadores a que debe referirse ese más abundante influjo del Espíritu Santo, que tanto exaltan. Ciertamente, es absolutamente necesario el auxilio del Espíritu Santo, sobre todo para cultivar las virtudes; pero los que gustan de seguir las novedades, alaban más de la medida las virtudes naturales, como si éstas respondieran mejor a las costumbres y necesidades de la época presente y valiera más estar adornado de ellas, pues preparan mejor y hacen al hombre más fuerte para la acción. Difícil ciertamente se hace de entender cómo quienes están imbuídos de la sabiduría cristiana, pueden anteponer las virtudes naturales a las sobrenaturales y atribuirles mayor eficacia y fecundidad...

Con esta sentencia sobre las virtudes naturales está estrechamente unida otra, por la que todas las virtudes cristianas se dividen como en dos géneros, en pasivas, como dicen, y en activas, y añaden que aquéllas convienen mejor a las edades pasadas, y que éstas se adaptan más a la presente... Ahora bien, sólo tendrá las virtudes cristianas por acomodadas unas a unos tiempos y otras a otros, quien no recuerde las palabras del Apóstol: A quienes de antemano conoció, a éstos predestinó para hacerse conformes a la imagen de su Hijo [Rom. 8, 29]. El maestro y ejemplar de toda santidad es Cristo, a cuya regla es preciso que se adapten todos los que han de ser colocados en los asientos de los bienaventurados. Ahora bien, Cristo no cambia con el curso de los siglos, sino que es el mismo ayer y hoy y por los siglos [Hebr. 13, 8]. A los hombres, pues, de todas las edades pertenece su palabra: Aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón [Mt. 11, 29]; y en todo tiempo se nos muestra Cristo hecho obediente hasta la muerte [Phil, 2, 8]; y en todo tiempo es válida la sentencia del Apóstol: Los que... son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias [Gal. 5, 24]...

En esta especie de menosprecio de las virtudes evangélicas que erróneamente se llaman pasivas, era natural consecuencia que también invadiera insensiblemente los ánimos el desprecio de la vida religiosa. Y que eso sea común a los fautores de las nuevas ideas, lo conjeturamos de algunas de sus sentencias sobre los votos que profesan las órdenes religiosas. Dicen, en efecto, que tales votos se apartan muchísimo del carácter de nuestra edad, como quiera que estrechan los límites de la libertad humana; que son más propios de ánimos débiles que de fuertes y que no valen mucho para el aprovechamiento cristiano ni para el bien de la sociedad humana, sino que más bien se oponen y dañan a lo uno y a lo otro. Mas cuán falsamente se dice todo eso, es bien evidente por la práctica y doctrina de la Iglesia, que aprobó siempre sobremanera el género de vida religiosa... Y en cuanto a lo que añaden, que la vida religiosa o no ayuda en absoluto o es poco lo que ayuda a la Iglesia, aparte denotar malquerencia para las órdenes religiosas, no habrá uno solo que así piense, si ha repasado los anales de la Iglesia...

Finalmente, para no detenernos en minucias, se proclama que el camino y método que hasta ahora han seguido los católicos para convertir a los disidentes, debe ser abandonado y empleado otro... Que si de las varias formas de predicar la palabra de Dios, parece alguna vez que haya de preferirse la de hablar a los disidentes no en los templos, sino en algún lugar particular honesto, y no como quien discute, sino como quien conversa amigablemente, la cosa no es ciertamente de reprender; a condición, sin embargo, que para este cargo se destinen por autoridad de los obispos quienes antes les hubieren probado su ciencia e integridad...

Así, pues, de cuanto aquí hemos disertado, resulta evidente, querido Hijo Nuestro, que Nos no podemos aprobar esas opiniones, cuyo conjunto designan algunos con el nombre de americanismo... Pues eso nos produce la sospecha que hay entre vosotros quienes se forjan y quieren una Iglesia distinta en América de la que está en todas las demás regiones.

La Iglesia es una por su unidad de doctrina, como por su unidad de gobierno y, a la vez, católica, y pues Dios estableció su centro y fundamento en la cátedra del bienaventurado Pedro, con razón se llama Romana; pues donde está Pedro, allí está la Iglesia. Por el cual, todo el que quiera honrarse con el nombre de católico, debe usar de verdad las palabras de Jerónimo a Dámaso Pontífice: “Yo, no siguiendo a nadie antes que a Cristo, me asocio por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro, yo sé que sobre esa piedra está edificada la Iglesia [Mt. 16, 18]; todo el que contigo no recoge, esparce”  [Mt. 12, .30].

De la materia del bautismo

     [Del Decreto del Santo Oficio de 21 de agosto de 1901]

El arzobispo de Utrecht (Holanda) expone:

“Varios médicos, en los nosocomios y en otras partes, suelen bautizar a los niños en caso de necesidad, sobre todo en el útero de la madre, con agua mezclada con cloruro mercúrico (sublimado corrosivo). Esta agua se compone aproximadamente de la solución de una parte de este cloruro de mercurio en mil partes de agua, y por esa solución el agua resulta venenosa para beber. La razón por que se usa de esta mezcla, es para evitar la infección del útero de la madre.

A las dudas, pues:

I. ¿El bautismo administrado con esa agua, es cierta o dudosamente válido?

II. ¿Es lícito administrar el sacramento del bautismo con esa agua, para evitar todo peligro de enfermedad?

III. ¿Es lícito usar también de esa agua, cuando sin ningún peligro de enfermedad puede emplearse el agua pura?

Se respondió (con aprobación de León XIII):

A lo I. Se proveerá en lo II.

A lo II. Es licito, cuando hay verdadero peligro de enfermedad.

A lo III. Negativamente.

Del uso de la Santísima Eucaristía

[De la Encíclica Mirae caritatis, de 28 de mayo de 1902]

... Lejos, pues, el error tan divulgado como pernicioso de los que opinan que el uso de la Eucaristía ha de relegarse casi exclusivamente a quienes libres de cuidados y apocados de ánimo, se proponen vivir tranquilos en un tenor de vida más religiosa.

Puesto que este asunto, a que ningún otro sobrepasa en excelencia y saludable eficacia, atañe a cuantos, sean del cargo y dignidad que fueren, quieran —y nadie debe dejar de quererlo— fomentar en sí mismos la vida de la gracia divina cuyo término último es la consecución de la vida bienaventurada con Dios.

SAN Pío X, 1903-1914

De la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias

[De la Encíclica Ad diem, de 2 de febrero de 1904]

Por esta comunión de dolores y de voluntad entre María y Cristo, “mereció” ella “ser dignísimamente hecha reparadora del orbe perdido”, y por tanto dispensadora de todos los dones que nos ganó Jesús con su muerte y su sangre... Puesto que aventaja a todos en santidad y en unión con Cristo y fue asociada por Cristo a la obra de la salvación humana, de congruo, como dicen, nos merece lo que Cristo mereció de condigno y es la ministra principal de la concesión de las gracias.

De las “citas implícitas” en la Sagrada Escritura

[De la Respuesta de la Comisión Bíblica, de 13 de febrero de 1905]

A la duda:

Si para resolver las dificultades que ocurren en algunos textos de la Sagrada Escritura que parecen referir hechos históricos, es lícito afirmar al exegeta católico tratarse en ellos de una cita tácita o implícita de un documento escrito por autor no inspirado, cuyos asertos todos en modo alguno intenta aprobar o hacer suyos el autor inspirado y que, por lo tanto, no pueden tenerse por inmunes de error.

 Se respondió (con aprobación de Pío X):

Negativamente, excepto en el caso en que, salvo el sentido y juicio de la Iglesia, se pruebe con sólidos argumentos:

1º que el hagiógrafo cita realmente dichos o documentos de otro, y

2º que ni los aprueba ni los hace suyos, de modo que con razón pueda pensarse que no habla en su propio nombre.

Del carácter histórico de la Sagrada Escritura

[De la Respuesta de la Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905]

A la duda:

Si puede admitirse como principio de la recta exégesis la sentencia según la cual los libros de la Sagrada Escritura que se tienen por históricos, ora totalmente, ora en parte, no narran a veces una historia propiamente dicha y objetivamente verdadera, sino que presentan sólo una apariencia de historia para dar a entender algo que es ajeno a la significación propiamente literal o histórica de las palabras.

Se respondió (con aprobación de Pío X):

Negativamente, excepto, sin embargo, el caso, que no ha de admitirse fácil ni temerariamente, en que, sin oponerse el sentido de la Iglesia y salvo su juicio, se pruebe con sólidos argumentos que el hagiógrafo quiso dar no una historia verdadera y propiamente dicha, sino proponer, bajo apariencia y forma de historia, una parábola, alegoría, o algún sentido alejado de la significación propiamente literal o histórica de las palabras.

De la recepción diaria de la Santísima Eucaristía

[Del Decreto de la congregación del Santo Concilio, aprobado por Pío X el 20 de diciembre de 1905]

... Mas el deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado convite, se cifra principalmente en que los fieles unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el Santo Concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto con que nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales” [v. 875].

Al invadir por doquiera la peste janseniana, se empezó a discutir sobre las disposiciones con que había que acercarse a la comunión frecuente y cotidiana y a porfía las exigieron mayores y más difíciles, como necesarias. Estas discusiones lograron que muy pocos se tuvieran por dignos de recibir diariamente la Santísima Eucaristía y sacar de este saludable sacramento más plenos frutos, contentándose los demás de confortarse con él una vez al año o cada mes o, a lo sumo, cada semana. Es más, se llegó a tal punto de severidad, que se excluyó de la frecuentación de la mesa celestial a clases enteras, como la de los mercaderes y de aquellos que estuviesen unidos por matrimonio.

... La Santa Sede no faltó en esto a su propio deber [v. 1147 ss y 1313]... Sin embargo, el veneno janseniano que, bajo apariencia del honor y reverencia debida a la Eucaristía, había inficionado hasta los ánimos de los buenos, no se desvaneció totalmente. La cuestión de las disputas sobre las disposiciones para frecuentar recta y legítimamente la Eucaristía, sobrevivió a las declaraciones de la Santa Sede, de lo que resultó que algunos teólogos, aun de buen nombre, pensaron que sólo raras veces y con muchas cortapisas, se podía permitir a los fieles la comunión diaria.

... Pero Su Santidad, que lleva en el corazón que... el pueblo cristiano sea invitado con la mayor frecuencia y hasta diariamente al sagrado convite, encomendó a esta Sacra Congregación examinar y definir la cuestión predicha.

[Del Decreto de la Congregación del Santo Concilio, 16 de diciembre de 1905]

1. La Comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.

2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.

3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales por lo menos de los plenamente deliberados y de apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...

4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.

5.... Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores, no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención...

9. Finalmente, después de la promulgación de este Decreto, absténganse todos los escritores eclesiásticos de cualquier disputa y contienda acerca de las disposiciones para la comunión frecuente y diaria...

De la ley tridentina de clandestinidad

[Del Decreto de Pío X Provida sapientique, de 18 de enero de 1906]

I. Aun cuando el capítulo Tametsi del Concilio Tridentino [v. 990 ss], no haya sido con certeza promulgado e introducido en varios lugares, ora por expresa publicación, ora por legítima observancia; sin embargo, a partir de la fiesta de Pascua (es decir, desde el 15 de abril) del presente año 1906, en todo el actual imperio alemán, ha de obligar a todos los católicos, aun a los que hasta ahora estaban exentos de guardar la forma tridentina, de suerte que no podrán contraer entre sí matrimonio válido de otro modo que delante del párroco y dos o tres testigos [cf. 2066 ss].

II. Los matrimonios mixtos que se contraen por católicos con herejes o cismáticos, están y siguen estando gravemente prohibidos, a no ser que con justa y grave causa canónica, dadas íntegramente y en forma por ambas partes las cautelas canónicas, fuere debidamente obtenida por la parte católica dispensa sobre el impedimento de religión mixta. Estos matrimonios, aun después de obtenida la dispensa, han de celebrarse absolutamente en faz de la Iglesia delante del párroco y de dos o tres testigos; de suerte que pecan gravemente quienes contraen delante del ministro acatólico o sólo ante el magistrado o de otro cualquier modo clandestino. Es más, si algún católico pide o admite la cooperación del ministro acatólico para la celebración de estos matrimonios mixtos, comete otro delito y está sometido a las censuras canónicas.

Sin embargo, todos los matrimonios mixtos que ya se han contraído o en adelante (lo que Dios no permita) se contrajeren en cualesquiera provincias y lugares del Imperio alemán, aun en aquellas que según las decisiones de las congregaciones romanas han estado hasta ahora ciertamente sometidas a la fuerza dirimente del capítulo Tametsi, queremos que sean tenidos absolutamente por válidos y expresamente lo declaramos, definimos y decretamos, con tal que no obste ningún otro impedimento canónico, ni hubiere sido dada legítimamente sentencia de nulidad por impedimento de clandestinidad antes del día de Pascua de este ano y durare hasta ese día el mutuo consentimiento de los cónyuges.

III. Y para que los jueces eclesiásticos tengan una norma segura, esto mismo y bajo las mismas condiciones y restricciones declaramos, estatuimos y decretamos de los matrimonios de los acatólicos, ora herejes, ora cismáticos, que hasta ahora se hayan contraído o en adelante se contraigan en esas regiones sin guardar la forma tridentina; de suerte que si uno de los cónyuges, o los dos se convirtieren a la fe católica o surgiere en el foro eclesiástico controversia sobre la validez del matrimonio de dos acatólicos, relacionada con la cuestión de validez del matrimonio contraído o por contraer por un acatólico, esos matrimonios, ceterir paribus, han de ser tenidos igualmente por absolutamente válidos...

De la separación de la Iglesia y el Estado

[De la Encíclica Vehementer nos al clero y pueblo de Francia, de 11 de febrero de 1906]

... Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la ley sancionada que separa de la Iglesia a la República Francesa, y ello por las razones que hemos expuesto: porque con la mayor injuria ultraja a Dios, de quien solemnemente reniega al declarar por principio a la República exenta de todo culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se opone a la constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la Iglesia, porque destruye la justicia, conculcando el derecho de propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo acuerdo, porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses. Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación y promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor para debilitar los derechos de la Iglesia, que no pueden cambiar por ninguna fuerza ni atropello de los hombres.

De la forma brevísima de la extremaunción

[Del Decreto del santo Oficio, de 25 de abril de 1906]

Decretaron: En caso de verdadera necesidad, basta la forma: Por esta santa unción, perdónete el Señor cuanto faltaste. Amén.

Sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco

[De la Respuesta de la Comisión Bíblica de 27 de junio de 1906]

Duda I: Si los argumentos, acumulados por los críticos para combatir la autenticidad mosaica de los libros sagrados que se designan con el nombre de Pentateuco son de tanto peso que, sin tener en cuenta los muchos testimonios de uno y de otro Testamento considerados en su conjunto, el perpetuo consentimiento del pueblo judío, la tradición constante de la Iglesia, así como los indicios internos que se sacan del texto mismo, den derecho a afirmar que tales libros no tienen a Moisés por autor, sino que fueron compuestos de fuentes en su mayor parte posteriores a la época mosaica.

Respuesta: Negativamente.

Duda II: Si la autenticidad mosaica del Pentateuco exige necesariamente una redacción tal de toda la obra que haya de pensarse en absoluto que Moisés lo escribió todo con todos sus pormenores por su propia mano o lo dictó a sus amanuenses; o bien, puede permitirse la hipótesis de los que opinan que Moisés encomendó la escritura de la obra, por él concebida bajo la divina inspiración, a otro u otros; de suerte, sin embargo, que expresaran fielmente sus pensamientos, nada escribieran contra su voluntad, nada omitieran, y que finalmente, la obra así compuesta, aprobada por Moisés su principal e inspirado autor, se publicara bajo su nombre.

Respuesta: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.

Duda III: Si puede concederse sin perjuicio de la autenticidad mosaica del Pentateuco que Moisés, para componer su obra, se valió de fuentes, es decir, de documentos escritos o de tradiciones orales, de las que, según el peculiar fin que se había propuesto y bajo el soplo de la inspiración divina, sacó algunas cosas y las insertó en su obra, ora literalmente, ora resumidas o ampliadas en cuanto al sentido.

Respuesta: Afirmativamente.

Duda IV: Si puede admitirse, salva la autenticidad mosaica esencial y la integridad del Pentateuco, que hayan podido introducirse en él algunas modificaciones, en tan prolongado transcurso de siglos, como: adiciones después de la muerte de Moisés, o apostillas de un autor inspirado o glosas y explicaciones insertadas en el texto, ciertos vocablos y formas de la lengua antigua trasladadas a lenguaje más moderno, en fin, lecciones mendosas atribuíbles a defecto de los amanuenses, acerca de las cuales es lícito discutir y juzgar de acuerdo con la crítica.

Respuesta: Afirmativamente, salvo el juicio de la Iglesia.

Errores de los modernistas acerca de la Iglesia, la revelación, Cristo y los sacramentos

[Del Decreto del Santo Oficio Lamentabili, de 3 de julio de 1907]

1. La ley eclesiástica que manda someter a previa censura los libros que tratan de las Escrituras divinas, no se extiende a los cultivadores de la crítica o exégesis científica de los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento.

2, La interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados no debe ciertamente despreciarse; pero está sujeta al más exacto juicio y corrección de los exegetas.

3. De los juicios y censuras eclesiásticas dadas contra la exégesis libre y más elevada, puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con los más verídicos orígenes de la religión cristiana.

4. El magisterio de la Iglesia no puede determinar el genuino sentido de las Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.

5. Como quiera que en el depósito de la fe sólo se contienen las verdades reveladas, no toca a la Iglesia bajo ningún respeto dar juicio sobre las aserciones de las disciplinas humanas.

6. En la definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia discente y la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las opiniones comunes de la discente.

7. Al proscribir los errores, la Iglesia no puede exigir a los fieles asentimiento interno alguno, con que abracen los juicios por ella pronunciados.

8. Deben considerarse inmunes de toda culpa los que no estiman en nada las reprobaciones de la Sagrada Congregación del Indice y demás Congregaciones romanas.

9. Excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es verdaderamente autor de la Sagrada Escritura.

10. La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas enseñaron las doctrinas religiosas bajo un peculiar aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles.

11. La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.

12. Si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante todo dar de mano a toda opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de la Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás documentos puramente humanos.

13. Las parábolas evangélicas, las compusieron artificiosamente los mismos evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación, y de este modo dieron razón del escaso fruto de la predicación de Cristo entre los judíos.

14. En muchas narraciones, los evangelistas no tanto refirieron lo que es verdad, cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso.

15. Los evangelios fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas hasta llegar a un canon definitivo y constituído; en ellos, por ende, no quedó sino un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.

16. Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio; los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica.

17. El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.

18. Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la Iglesia al final del siglo I.

19. Los exegetas heterodoxos han expresado el verdadero sentido de las Escrituras con más fidelidad que los exegetas católicos.

20. La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su relación para con Dios.

21. La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los Apóstoles.

22. Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados, no son verdades bajadas del cielo, sino una interpretación de hechos religiosos que la mente humana se elaboró con trabajoso esfuerzo.

23. Puede existir y de hecho existe oposición entre los hechos que se cuentan en la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; de suerte que el crítico puede rechazar, como falsos, hechos que la Iglesia cree verdaderísimos y certísimos.

24. No se debe desaprobar al exegeta que establece premisas de las que se sigue que los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que directamente no niegue los dogmas mismos.

25. El asentimiento de la fe estriba en último término en una suma de probabilidades.

26. Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es, como norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe.

27. La divinidad de Jesucristo no se prueba por los Evangelios; sino que es un dogma que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías.

28. Al ejercer su ministerio, Jesús no hablaba con el fin de enseñar que Él era el Mesías, ni sus milagros se enderezaban a demostrarlo.

29. Es lícito conceder que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe.

30. En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea verdadero y natural hijo de Dios.

31. La doctrina sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió la conciencia cristiana.

32. El sentido natural de los textos evangélicos no puede conciliarse con lo que nuestros teólogos enseñan sobre la conciencia y ciencia infalible de Jesucristo.

33. Es evidente para cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas que o Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento mesiánico o que la mayor parte de su doctrina contenida en los Evangelios sinópticos carece de autenticidad.

34. El crítico no puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por limite alguno, si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse históricamente y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con la posteridad el conocimiento de tantas cosas.

35. Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica.

36. La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni demostrable, que la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros hechos.

37. La fe en la resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el hecho mismo de la resurrección, cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en Dios.

38. La doctrina sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino solamente paulina.

39. Las opiniones sobre el origen de los sacramentos de que estaban imbuidos los Padres de Trento y que tuvieron sin duda influjo sobre sus cánones dogmáticos, distan mucho de las que ahora dominan con razón entre quienes investigan históricamente el cristianismo.

40. Los sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los Apóstoles y sus sucesores, por persuadirles y moverles las circunstancias y acontecimientos, interpretaron cierta idea e intención de Cristo.

41. Los sacramentos no tienen otro fin que evocar en el alma del hombre la presencia siempre benéfica del Creador.

42. La comunidad cristiana introdujo la necesidad del bautismo, adoptándolo como rito necesario y ligando a él las obligaciones de la profesión cristiana.

43. La costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos: el bautismo y la penitencia.

44. Nada prueba que el rito del sacramento de la confirmación fuera usado por los Apóstoles, y la distinción formal de dos sacramentos: bautismo y confirmación, nada tiene que ver con la historia del cristianismo primitivo.

45. No todo lo que Pablo cuenta sobre la institución de la Eucaristía [1 Cor. 11, 23-25], ha de tomarse históricamente.

46. En la primitiva Iglesia no existió el concepto del cristiano pecador reconciliado por autoridad de la Iglesia, sino que la Iglesia sólo muy lentamente se fue acostumbrando a este concepto; es más, aún después que la penitencia fue reconocida como institución de la Iglesia, no se llamaba con el nombre de sacramento, porque era tenida por sacramento ignominioso.

47. Las palabras de Cristo Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis le son retenidos [Ioh. 2, 22-23] no se refieren al sacramento de la penitencia, sea lo que fuere de lo que plugo afirmar a los Padres del Tridentino.

48. Santiago, en su carta [Iac. 5, 14 ss] no intenta promulgar sacramento alguno de Cristo, sino recomendar alguna piadosa costumbre, y si en esta costumbre ve tal vez algún medio de gracia, no lo toma con aquel rigor con que lo tomaron los teólogos que establecieron la noción y el número de los sacramentos.

49. Cuando la cena cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción litúrgica, los que acostumbraban presidir la cena, adquirieron carácter sacerdotal.

50. Los ancianos que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el cargo de vigilar, fueron instituidos por los Apóstoles presbíteros u obispos para atender a la necesaria organización de las crecientes comunidades, pero no propiamente para perpetuar la misión y potestad apostólica.

51. En la Iglesia, el matrimonio no pudo convertirse en sacramento de la nueva ley sino muy tardíamente. Efectivamente, para que el matrimonio fuera tenido por sacramento, era necesario que precediera la plena explicación teológica de la doctrina de los sacramentos y de la gracia.

52. Fue ajeno a la mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que había de durar por una larga serie de siglos sobre la tierra; más bien, en la mente de Cristo, el reino del cielo estaba a punto de llegar juntamente con el fin del mundo.

53. La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a perpetua evolución.

54. Los dogmas, los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en su realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron el exiguo germen oculto en el Evangelio.

55. Simón Pedro ni sospechó siquiera jamás que le hubiera sido encomendado por Cristo el primado de la Iglesia.

56. La Iglesia Romana se convirtió en cabeza de todas las Iglesias no por ordenación de la divina Providencia, sino por circunstancias meramente políticas.

57. La Iglesia se muestra hostil al progreso de las ciencias naturales y teológicas.

58. La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él.

59. Cristo no enseñó un cuerpo determinado de doctrina aplicable a todos los tiempos y a todos los hombres, sino que inició más bien cierto movimiento religioso, adaptado o para adaptar a los diversos tiempos y lugares.

60. La doctrina cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego joánica y finalmente helénica y universal.

61. Puede decirse sin paradoja que ningún capitulo de la Escritura, desde el primero del Génesis, hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina totalmente idéntica a la que sobre el mismo punto enseña la Iglesia; y por ende ningún capitulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el critico que para el teólogo.

62. Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen para los cristianos de nuestro tiempo.

63. La Iglesia se muestra incapaz de defender eficazmente la moral evangélica, pues obstinadamente se apega a doctrinas inmutables que no pueden conciliarse con los progresos modernos.

64. El progreso de las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la doctrina cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del Verbo Encarnado y la redención.

65. El catolicismo actual no puede conciliarse don la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal.

Censura: “Su Santidad aprobó y confirmó el decreto de los Eminentísimos Padres y mandó que todas y cada una de las proposiciones arriba enumeradas fueran por todos tenidas como reprobadas y proscritas” (v. 2114).

De los esponsales y del matrimonio

[Del Decreto Ne temere de la Congregación del Santo Concilio, de 2 de agosto de 1907]

De los esponsales. I. Sólo son tenidos por válidos y surten efectos canónicos aquellos esponsales que fueren contraidos por medio de escritura firmada por las partes y por el párroco o el Ordinario del lugar o, por lo menos, por dos testigos...

Del matrimonio. III. Sólo son válidos aquellos matrimonios que se contraen delante del párroco o del Ordinario del lugar o sacerdote delegado por uno u otro y dos testigos por lo menos.

VII. Si hay inminente peligro de muerte, cuando no se pueda tener al párroco o al Ordinario del lugar u otro sacerdote delegado por uno de ellos, para mirar por la conciencia, y, si hubiere caso, por la legitimación de la prole, el matrimonio puede válida y lícitamente contraerse delante de cualquier sacerdote y dos testigos.

VIII. Si sucediere que en alguna región no puede haberse ni párroco, ni Ordinario del lugar, ni sacerdote por ellos delegado ante quien se pueda celebrar el matrimonio, y esa situación se prolongare ya por un mes, el matrimonio puede lícita y válidamente contraerse emitiendo los esposos el consentimiento formal delante de dos testigos...

XI, § 1. A las leyes arriba establecidas están obligados todos los bautizados en la Iglesia Católica y que a ella se hayan convertido de la herejía y del cisma (aun cuando ora éstos ora aquéllos se hayan apartado posteriormente de ella), siempre que entre si contraigan esponsales o matrimonios.

§ 2. Vigen también para los mismos católicos de que se ha hablado arriba, si contraen esponsales o matrimonios con acatólicos ora bautizados ora no bautizados aun después de obtenida la dispensa del impedimento de religión mixta o disparidad de culto; a no ser que para algún lugar o región particular haya sido estatuido de otro modo por la Santa Sede.

§ 3. Los acatólicos, bautizados o no bautizados, si contraen entre sí, no están obligados en ninguna parte a guardar la forma católica de los esponsales y matrimonios.

El presente Decreto ha de tenerse por legítimamente publicado y promulgado por medio de su transmisión a los ordinarios de lugar; y lo que en él se dispone tendrá fuerza de ley en todas partes desde la fiesta de Pascua de resurrección de N.S.J.C. (19 de abril) del próximo año de 1908.

De las falsas doctrinas de los modernistas

[De la Encíclica Pascendi dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907]

Como es táctica muy astuta de los modernistas (con este nombre se les llama con razón vulgarmente) no proponer con orden metódico sus doctrinas ni formando un todo, sino como esparcidas y separadas entre si, evidentemente para que se los tenga por vacilantes y como indecisos, cuando por lo contrario son muy firmes y constantes, es preferible, Venerables Hermanos, presentar aquí primeramente en un solo cuadro esas doctrinas e indicar la unión con que entre si se enlazan, para escudriñar luego las causas de los errores y prescribir los remedios para apartar esa peste... Mas para proceder ordenadamente en materia tan abstrusa, hay que notar ante todo que cualquier modernista representa y, como si dijéramos, mezcla en si mismo varias personas: al filósofo [I], al creyente [II], al teólogo [III], al historiador [IV], al critico [V], al apologista [VI] y al reformador [VII]; todas ha de distinguirlas una por una el que quiera conocer debidamente su sistema y ver a fondo los principios y consecuencias de sus doctrinas.

[I] Pues ya, empezando por el filósofo, el fundamento de la filosofía religiosa lo ponen los modernistas en la doctrina que vulgarmente llaman agnosticismo. Según éste, la razón humana está absolutamente encerrada en los fenómenos, es decir, en las cosas que aparecen y en la apariencia en que aparecen, sin que tenga derecho ni poder para traspasar sus términos. Por tanto, ni es capaz de levantarse hasta Dios ni puede conocer su existencia ni aun por las cosas que se ven. De aquí se infiere que Dios no puede en modo alguno ser directamente objeto de la ciencia; y por lo que a la historia se refiere, Dios no puede en modo alguno ser considerado como sujeto histórico. Sentados estos principios, cualquiera puede ver fácilmente qué queda de la teología natural, qué de los motivos de credibilidad, qué de la revelación externa. Y es que todo eso lo suprimen los modernistas y lo relegan al intelectualismo: sistema —dicen— ridículo y de mucho tiempo muerto. Y no los detiene que semejantes monstruos de errores los haya clarísimamente condenado la Iglesia, pues el Concilio Vaticano definía así: Si alguno... [v. 1806 s y 1812].

Ahora, por qué razón pasan los modernistas del agnosticismo, que consiste sólo en la ignorancia, al ateísmo científico e histórico que, al contrario, se cifra todo en la negación; por tanto, por qué derecho de raciocinio del hecho de ignorar si Dios ha intervenido o no en la historia de las gentes humanas, se da el salto a explicar la misma historia desdeñando totalmente a Dios, como si realmente no interviniera, compréndalo quien pueda comprenderlo. No obstante, los modernistas dan por cosa averiguada y firme que la ciencia debe ser atea y lo mismo la historia, en cuyos dominios no puede haber lugar más que para los fenómenos, desterrado totalmente Dios y todo lo divino. Qué se sigue de esta doctrina absurdísima, qué haya de afirmarse sobre la persona santísima de Cristo, sobre los misterios de su vida y muerte, su resurrección y ascensión a los cielos, claramente lo veremos en seguida.

Sin embargo, este agnosticismo, en la enseñanza de los modernistas, ha de tenerse sólo como parte negativa; la positiva, según dicen, la constituye la inmanencia vital. El paso de una a otra se realiza así:

La religión, sea natural, sea sobrenatural, como otro hecho cualquiera, tiene que tener una explicación. Pero borrada la teología natural, cerrado el paso a la revelación por haber rechazado los argumentos de credibilidad, más aún, suprimida de todo punto cualquier revelación externa, en vano se busca fuera del hombre la explicación. Hay que buscarla, pues, dentro del hombre mismo, y como la religión es cierta forma de vida, se ha de encontrar necesariamente en la vida del hombre. De ahí la afirmación del principio de la inmanencia religiosa. Ahora pues, el primer, como si dijéramos, movimiento de cualquier fenómeno vital, cual ya hemos dicho que es la religión, hay que derivarlo de alguna indigencia o impulso; y los orígenes, si hemos de hablar más ceñidamente de la vida, hay que ponerlos en cierto movimiento del corazón que se llama sentimiento. Por lo cual, como quiera que el objeto de la religión es Dios, hay que concluir absolutamente que la fe, principio y fundamento de toda religión, debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino.

 Ahora bien, esta indigencia de lo divino, al no sentirse más que en determinados y aptos complejos, no puede de suyo pertenecer al ámbito de la conciencia, y está primeramente oculta por bajo de la conciencia o, como dicen con palabra tomada a la moderna filosofía, en la subconciencia, donde está también su raíz oculta e incomprendida. Alguien preguntará tal vez de qué modo finalmente se convierte en religión esta indigencia de lo divino que el hombre percibe en si mismo. A esto responden los modernistas: La ciencia y la historia están limitadas por doble barrera: una externa, que es el mundo visible, y otra interna, que es la conciencia. Apenas llegan a una u otra, no pueden pasar adelante; pues más allá de estos limites está lo incognoscible. Ante este incognoscible, ora esté fuera del hombre y más allá de la naturaleza visible de las cosas, ora se oculte dentro, en la subconciencia, la indigencia de lo divino excita un peculiar sentimiento en el alma inclinada a la religión, sin que preceda juicio alguno de la mente según los principios del fideísmo; este sentimiento implica en si mismo la realidad misma divina, ya como objeto, ya como causa íntima de sí mismo, y une en cierto modo al hombre con Dios. Ahora bien, este sentimiento es el que los modernistas llaman con el nombre de fe y es para ellos el principio de la religión.

Pero no termina aquí la filosofía o, mejor dicho, el delirio efectivamente, en tal sentimiento, no hallan los modernistas solamente la fe sino con la fe y en la misma fe, tal como ellos la entienden, afirman que tiene lugar la revelación. A la verdad, ¿qué más hay que pedir para la revelación? ¿Acaso no llamaremos revelación o por lo menos principio de revelación a ese mismo sentimiento religioso que aparece en la conciencia y hasta en Dios mismo que, aunque confusamente, se manifiesta a las almas en ese mismo sentimiento religioso? Añaden sin embargo: Como Dios es a la vez objeto y causa de la fe, aquella revelación juntamente versa sobre Dios y viene de Dios; es decir, que tiene a Dios a la vez por revelante y revelado. De aquí, venerables Hermanos, la afirmación sobremanera absurda de los modernistas, según la cual toda religión ha de ser llamada según aspecto diverso al mismo tiempo natural y sobrenatural. De ahí la confusa significación de conciencia y revelación. De ahí la ley por la que la conciencia religiosa se erige en regla universal, que ha de equipararse con la revelación, y a la que todos tienen que someterse, hasta la suprema potestad de la Iglesia, ora enseñe, ora estatuya sobre culto y disciplina.

Sin embargo, en todo este proceso, de donde, según los modernistas, nacen la fe y la revelación, hay que prestar suma atención a un punto de no escasa importancia ciertamente, por las consecuencias histórico-criticas que ellos sacan de ahí. Porque el incognoscible de que hablan no se presenta a la fe como algo desnudo o singular, sino, al contrario, íntimamente unido a algún fenómeno que, si bien pertenece al campo de la ciencia o de la historia, en cierto modo, sin embargo, lo traspasa, ora sea este fenómeno un hecho de la naturaleza que contiene en si algo misterioso, ora sea uno cualquiera de entre los hombres, cuyo carácter, hechos, palabras, parecen no poder conciliarse con las leyes ordinarias de la historia. Entonces la fe, atraída por lo incognoscible, que va unido al fenómeno, abraza al fenómeno mismo entero y lo penetra en cierto modo de su propia vida. Pero de aquí se siguen dos consecuencias. Primero, cierta trasfiguración del fenómeno levantándote por encima de sus verdaderas condiciones, por lo cual se haga materia más apta para revestirse de la forma de lo divino, que la fe ha de introducir. Segundo, una desfiguración llamemósla así, del mismo fenómeno, nacida de que la fe, después de despojarlo de las circunstancias de lugar y tiempo, le atribuye lo que realmente no tiene; esto sucede principalmente cuando se trata de fenómenos de tiempo pasado y, tanto más, cuanto más antiguos son. De este doble capítulo sacan los modernistas otros dos principios que, unidos al otro que el agnosticismo les ha proporcionado constituyen los fundamentos de la critica histórica. Aclararemos lo expuesto con un ejemplo y éste lo vamos a tomar de la persona de Cristo. En la persona de Cristo —dicen— la ciencia y la historia no descubren más que a un hombre. Luego, en virtud del primer principio deducido del agnosticismo, hay que borrar de su historia todo lo que huele a divino. Ahora bien, en virtud de la segunda regla, la persona histórica de Cristo ha sido trasfigurada por la fe; luego hay que ir quitando de ella cuanto la levanta por encima de las condiciones históricas. Por fin, en virtud de la tercera regla, la misma persona de Cristo ha sido desfigurada por la fe; luego hay que apartar de ella los discursos, hechos, cuanto, en una palabra, no responde en modo alguno a su carácter, estado y educación y al lugar y tiempo en que vivió. Maravillosa manera, por cierto, de raciocinar; pero tal es la crítica de los modernistas.

En conclusión, el sentimiento religioso que por medio de la inmanencia vital brota de los escondrijos de la subconciencia es el germen de toda la religión y juntamente la razón de cuanto ha habido o habrá en cualquier religión. Rudo, ciertamente, en sus principios y casi informe, ese sentimiento fue paulatinamente creciendo bajo el influjo de aquel arcano principio de donde tuvo origen, a par con el progreso de la vida humana, de la que, como hemos dicho, es una de las formas. He aquí, pues, el origen de toda religión, aun de la sobrenatural: son, efectivamente todas, mero desenvolvimiento del sentimiento religioso. Y nadie piense que se va a exceptuar a la católica, sino que se la pone absolutamente al nivel de las demás ¡ puesto que no nació de otro modo que por el proceso de la inmanencia vital en la conciencia de Cristo, hombre de naturaleza privilegiada, cual jamás le hubo ni le habrá...

[Luego se alega el canon del Concilio Vaticano sobre la revelación: v. 1808].

Hasta aquí, sin embargo, Venerables Hermanos, no hemos visto: Se dé cabida alguna a la inteligencia. Pero también ésta tiene su parte, según la doctrina de los modernistas, en el acto de fe. De qué manera, es conveniente advertirlo. En aquel sentimiento —dicen— tantas veces nombrado, puesto que es sentimiento y no conocimiento, Dios se presenta ciertamente al hombre, pero de modo tan confuso y revuelto que apenas o en absoluto se distingue del sujeto creyente. Es, por consiguiente, necesario ilustrar el mismo sentimiento con alguna luz para que Dios surja de ahí totalmente y sea discernido. Tal función corresponde al entendimiento a quien toca pensar y analizar y por quien el hombre reduce primero a ideas los fenómenos vitales que en él surgen y los expresa luego por palabras. De ahí la expresión corriente entre los modernistas de que el hombre religioso tiene que pensar su fe. La inteligencia, pues, sobreviniendo a aquel sentimiento, se inclina sobre él y en él trabaja a la manera de un pintor que restaura el dibujo ya desfigurado, de viejo, de un cuadro, para que resalte nítido: así en efecto, sobre poco más o menos, explica el caso uno de los maestros del modernismo. Ahora bien, en asunto de tal naturaleza, la inteligencia trabaja de dos maneras: primero, por un acto natural y espontáneo, por el que expresa la cosa con cierta sentencia sencilla y vulgar; segundo, reflexivamente y más a fondo o, como ellos dicen, elaborando un pensamiento, y expresando lo pensado por medio de sentencias secundarias, derivadas ciertamente de aquella primera concepción sencilla, pero más limadas y distintas. Estas sentencias secundarias, si finalmente fueren sancionadas por el supremo magisterio de la Iglesia, constituirán los dogmas.

De este modo, pues, hemos llegado en la doctrina de los modernistas a un punto principal, cual es el origen del dogma y la naturaleza misma del dogma. El origen, en efecto, del dogma, lo ponen en aquellas fórmulas sencillas primitivas que bajo cierto aspecto son necesarias a la fe; pues la revelación, para que realmente lo sea, requiere en la conciencia algún conocimiento claro de Dios. Sin embargo, el dogma mismo parecen afirmar que se contiene propiamente en las fórmulas secundarias. Ahora, pues, para averiguar su naturaleza, hay que averiguar ante todo qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del alma. Y esto lo entenderá fácilmente quien sepa que tales fórmulas no tienen otro fin que el de procurar al creyente un modo de darse razón de su fe. Por eso son intermedias entre el creyente y su fe: por lo que a la fe se refiere son notas inadecuadas de su objeto, que vulgarmente se llaman símbolos; por lo que al creyente se refiere, son meros instrumentos. De ahí que por ninguna razón se puede establecer que contengan la verdad absolutamente; porque en cuanto símbolos, son imágenes de la verdad y, por tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, tal como este se refiere al hombre; en cuanto instrumentos, son vehículos de la verdad y, por lo tanto, han de acomodarse a su vez al hombre, tal como éste se refiere al sentimiento religioso. Ahora bien, el sentimiento religioso, como quiera que está contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, de los que ahora puede aparecer uno, luego otro. Por semejante manera, el hombre creyente, puede hallarse en diversas situaciones. Luego también las fórmulas que llamamos dogmas tienen que estar sujetas a las mismas vicisitudes y, consiguientemente, sujetas a variación. Y así, a la verdad, queda expedito el camino para la íntima evolución del dogma. Amontonamiento, por cierto, infinito de sofismas, que arruinan y aniquilan toda religión.

Que el dogma no sólo puede, sino que debe evolucionar y cambiar, no sólo lo afirman en realidad desenfadadamente los modernistas, sino que es consecuencia que se sigue evidentemente de sus principios. Porque entre los puntos principales de la doctrina tienen ellos uno que deducen del principio de la inmanencia vital y es que las fórmulas religiosas, para que sean realmente religiosas y no puras elucubraciones del entendimiento, tienen que ser vitales y vivir la vida misma del sentimiento religioso. Lo cual no ha de entenderse como si estas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hubieran sido inventadas para el sentimiento mismo religioso, pues nada importa en absoluto de su origen ni tampoco de su número o cualidad, sino en el sentido de que el sentimiento religioso, aun imponiéndoles, si hace falta, alguna modificación, se las asimile vitalmente. Es decir, para expresarlo de otro modo, es menester que la fórmula primitiva sea aceptada por el corazón y que éste la sancione; y que, igualmente bajo la dirección del corazón, se realice el trabajo por el que se engendran las fórmulas secundarias. De ahí resulta que, para que estas fórmulas sean vitales, tienen que ser y permanecer acomodadas a la fe juntamente y al creyente. Consiguientemente, si por cualquier causa cesa esta acomodación, pierden aquéllas sus primitivas nociones y necesitan mudarse. Ahora bien, siendo inestable esta fuerza y fortuna de las fórmulas dogmáticas, no es de maravillar que los modernistas las hagan objeto de tanto escarnio y desprecio, mientras por lo contrario de nada hablan, nada exaltan tanto como el sentimiento religioso y la vida religiosa. De ahí también que ataquen con extrema audacia a la Iglesia de que anda por camino extraviado, pues, dicen, no distingue para nada la fuerza moral y religiosa, de la significación externa de las fórmulas y, adhiriéndose con vano trabajo y suma tenacidad a fórmulas que carecen de sentido, deja que se diluya la religión misma. Ciegos y guías de ciegos [Mt. 15, 14] que, hinchados con soberbio nombre de ciencia, llegan a extremo tal de locura que pervierten la eterna noción de la verdad y el genuino sentimiento de la religión, con la introducción de un sistema nuevo en que, por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde realmente se halla y, desdeñadas las santas tradiciones apostólicas, se invocan otras doctrinas vanas, fútiles e inciertas y que la Iglesia no ha aprobado, sobre las que hombres de todo en todo vanos se imaginan que se apoya y sostiene la verdad misma. Esto, Venerables Hermanos, por lo que se refiere al modernista como filósofo.

[II] Si pasando ahora al creyente, se quiere saber en qué se distingue éste del filósofo en los modernistas, es menester advertir que, si bien el filósofo admite la realidad de lo divino como objeto de la fe, esta realidad él no la encuentra más que en el alma del creyente, en cuanto es objeto del sentimiento y de la afirmación y, por lo tanto, no traspasa el ámbito de los fenómenos; ahora, si esa realidad existe en sí misma fuera del sentimiento y de tal afirmación, es cosa que el filósofo pasa por alto y la descuida. Por el contrario, para el modernista creyente es cosa cierta y averiguada que la realidad de lo divino existe realmente en sí misma y no depende en absoluto del creyente. Y si se les pregunta en qué se funda finalmente esta afirmación del creyente, responderán: En la experiencia particular de cada hombre. Afirmación por la que, si es cierto que se apartan de los racionalistas, vienen por otra parte a dar en la opinión de los protestantes y pseudomísticos [cf. 273].

Ellos lo explican así: En el sentimiento religioso hay que reconocer cierta intuición del corazón, por la que el hombre, sin intermedio alguno, alcanza la realidad de Dios y adquiere tan grande persuasión de la existencia de Dios y de su acción tanto dentro como fuera del hombre, que aventaja con mucho a toda persuasión que pueda venir de la ciencia. Ponen, pues, una verdadera experiencia y ésta superior a cualquier experiencia racional, y si algunos, como los racionalistas, la niegan, es —afirman los modernistas— que no quieren ponerse en las condiciones morales que se requieren para que surja aquella experiencia. Ahora bien, esta experiencia, cuando uno la adquiere, es la que propia y verdaderamente le hace creyente. ¡Cuán lejos estamos aquí de las enseñanzas católicas!

Ya vimos [v. 2072] cómo tales quimeras fueron condenadas por el Concilio Vaticano. Más adelante indicaremos, cómo admitidos estos postulados junto con los demás errores ya mencionados, queda abierta la puerta al ateísmo. Advirtamos por de pronto que de esta doctrina de la experiencia, junto con la otra del simbolismo, se sigue que toda religión, sin exceptuar el paganismo, ha de tenerse por verdadera. ¿Por qué, en efecto, no han de darse experiencias semejantes en cualquier religión? Más de uno afirma que se han dado. ¿Y con qué derecho negarán los modernistas la verdad de la experiencia que afirma un turco y reclamarán para solos los católicos las experiencias verdaderas? Pero, en realidad, los modernistas no lo niegan, antes bien, unos más o menos oscuramente, otros con toda claridad, pretenden que todas las religiones son verdaderas. Y es, por otra parte, evidente que no pueden pensar de otra manera. Pues ¿por qué capítulo habrá que atribuir falsedad a una religión cualquiera según los principios modernistas? Ciertamente, o por engaño del sentimiento religioso o por ser falsa la fórmula pronunciada por la inteligencia. Ahora bien, el sentimiento religioso es siempre uno y el mismo, aunque alguna vez quizá imperfecto, y para que la fórmula del entendimiento sea verdadera basta que responda al sentimiento religioso v al hombre creyente, sea lo que fuere de la perspicacia del ingenio de éste. Una cosa, a lo más, podrían acaso sostener los modernistas, en el conflicto de las diversas religiones y es que la católica por tener más vida, tiene más verdad, y que merece mejor el nombre cristiano, por ser la que mejor responde a los orígenes del cristianismo.

Otro punto hay en este capítulo de la doctrina, totalmente contrario a la verdad católica. Porque esta teoría de la experiencia Se traslada también a la tradición que la Iglesia ha afirmado hasta el presente, y totalmente la destruye. Efectivamente, los modernistas entienden la tradición de modo que sea cierta comunicación con otros de una experiencia original por medio de la predicación y con ayuda de la fórmula intelectiva. Por eso, a esta fórmula, aparte la virtud que llaman representativa, le atribuyen otra sugestiva, ora para excitar en el que ya cree el sentido religioso tal vez entorpecido y para restablecer la experiencia otrora habida, ora para producir en los que aún no creen por vez primera el sentimiento religioso y la experiencia. De este modo se propaga ampliamente la experiencia religiosa en los pueblos, no sólo en los que ahora son, por medio de la predicación, sino también en los por venir, por medio de libros y la trasmisión oral de unos a otros. Esta comunicación de la experiencia, hay veces que echa raíces y florece; otra se marchita inmediatamente y muere. Ahora bien, el florecimiento es para los modernistas argumento de la verdad, como quiera que toman promiscuamente verdad y vida. De lo que nuevamente será lícito inferir que todas las religiones que existen son verdaderas, pues de lo contrario tampoco vivirían.

Llegados aquí, Venerables Hermanos, tenemos sobrados elementos para conocer cabalmente qué relaciones establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo cuyo nombre comprenden también la historia. Y ante todo hay que pensar que el objeto de la una es totalmente externo al de la otra y separado de ella. Porque la fe mira únicamente a aquello que la ciencia declara serle incognoscible. De ahí, la diversa tarea de cada una: la ciencia versa sobre los fenómenos en que no hay lugar alguno para la fe; la fe, por su parte, versa sobre lo divino, que la ciencia de todo punto ignora. De donde, finalmente, resulta que entre la fe y la ciencia no puede darse jamás conflicto; pues, como cada una se mantenga en su puesto, no podrán encontrarse jamás y por ende tampoco contradecirse. Si a esto se objeta que hay en la naturaleza visible cosas que pertenecen también a la fe, como la vida humana de Cristo, lo negarán. Porque si bien estas cosas se cuentan entre los fenómenos; sin embargo, en cuanto están penetrados de la fe y por la fe fueron trasfigurados y desfigurados del modo que arriba se dijo [v. 2076], han sido arrebatados del mundo sensible y trasladados a la materia de lo divino. Por eso, si seguimos preguntando si Cristo realizó verdaderos milagros y realmente presintió lo por venir, si realmente resucitó y subió a los cielos, la ciencia agnóstica lo negará, la fe lo afirmará; pero de aquí no se seguirá contradicción alguna entre una y otra. Porque uno lo negará como filósofo que habla a filósofos, es decir, que ha contemplado a Cristo únicamente según su realidad histórica; otro lo afirmará como creyente que habla con creyentes, mirando la vida de Cristo en cuanto otra vez es vivida por la fe y en la fe.

Mucho se engañaría, sin embargo, quien pensara que podrá sacar de aquí la consecuencia de que la fe y la ciencia no han de estar absolutamente sometidas una a otra. De la ciencia, sí, podrá pensarlo recta y verdaderamente; pero no de la fe que tiene que estar sometida la ciencia no ya por uno, sino por triple motivo. Porque en primer lugar hay que advertir que en cualquier hecho religioso, quitada la realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás y particularmente las fórmulas religiosas no traspasa en modo alguno el ámbito de los fenómenos y, por lo tanto, caen bajo el dominio de la ciencia. Puede, si quiere, el creyente salirse de este mundo; pero mientras viva en el mundo, no escapará jamas, quiera que no quiera, las leyes, la observación y los juicios de la ciencia y de la historia. Además, si es cierto que se ha dicho que Dios es sólo objeto de la fe, eso ha de concederse de la realidad divina, pero no de la idea de Dios, pues ésta está sometida a la ciencia, que, filosofando en el orden que llaman lógico, alcanza también cuanto hay de absoluto e ideal. Por lo cual, la filosofía, esto es, la ciencia, tiene derecho a conocer acerca de la idea de Dios, moderarla en su desenvolvimiento y, si algo extraño se le mezclare, corregirlo. De ahí el axioma de los modernistas de que la evolución religiosa debe conciliarse con la moral e intelectual, es decir, como lo explica uno de sus maestros, debe someterse a ellas. Allégase finalmente que el hombre no sufre en sí mismo la dualidad, por lo que urge al creyente la necesidad íntima de conciliar su fe con la ciencia de manera que no discrepe de la idea general que la ciencia ofrece sobre el universo. De este modo, pues, se llega al resultado de que la ciencia se sienta absolutamente libre de la fe; pero la fe, por mucho que se pregone ser extraña a la ciencia, tiene que estar sujeta a ésta. Todo lo cual, Venerables Hermanos, es contrario a lo que Pío IX antecesor nuestro, enseñaba diciendo: “En las cosas que atañen a la religión, a la filosofía le toca servir, no mandar; no prescribir lo que hay que creer, sino abrazarlo con razonable deferencia; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarla piadosa y humildemente”. Los modernistas vuelven la cosa al revés y por eso puede aplicárseles lo que Gregorio IX, también antecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: Algunos de vosotros, hinchados como un odre por el espíritu de vanidad, se empeñan en traspasar con profana novedad los límites puestos por los Padres, inclinando la inteligencia de la página celeste... a la doctrina filosófica de la razón, para ostentación de ciencia y no para provecho alguno de los oyentes... Ellos arrastrados por doctrinas varias y peregrinas, reducen la cabeza a la cola y obligan a la reina a servir a la esclava.

Esto se pondrá más patentemente de manifiesto a quien observe la manera de obrar de los modernistas, que responde de todo en todo a sus enseñanzas. Muchos de sus escritos y dichos parecen, efectivamente, contradictorios, de suerte que fácilmente se los podría tener por vacilantes y dudosos; sin embargo, eso lo hacen de propósito y deliberadamente, es decir, de acuerdo con la idea que profesan sobre la mutua separación de la fe y de la ciencia, De ahí que en sus libros tropezamos con cosas que un católico puede aprobar punto por punto; y, pasando página, con otras que diríanse dictadas por un racionalista. De ahí que escribiendo de historia no mencionan para nada la divinidad de Jesucristo; predicando, empero, en los templos, la profesan firmísimamente. Así también, si cuentan la historia, no dan cabida alguna a los Padres y Concilios; pero si enseñan catecismo, a unas y a otros los alegan con honor. De ahí también el separar la exégesis teológica pastoral, de la científica e histórica. Igualmente, partiendo del principio de que la ciencia no depende para nada de la fe, sin horrorizarse de seguir las pisadas de Lutero [cf. 769], cuando disertan sobre filosofía, historia y crítica manifiestan de mil modos su desdén por las enseñanzas católicas por los Santos Padres, los Concilios ecuménicos y el magisterio de la Iglesia; y si por ello se los reprende, se quejan de que se les quita la libertad. Profesando, finalmente, la idea de que la fe ha de someterse a la ciencia, a cada paso y a cara descubierta censuran a la Iglesia porque con la mayor obstinación se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones de la filosofía; ellos, por su parte, suprimida para este fin la antigua teología, pretenden introducir otra nueva que siga dócilmente los delirios de los filósofos.

[III.] Aquí tenemos ya, Venerables Hermanos, abierto el camino para contemplar a los modernistas en la arena teológica. Tarea escabrosa, que hay que resumir brevemente. Trátase ni más ni menos que de conciliar la fe con la ciencia, y eso no de otro modo que sometiendo la una a la otra. En este terreno, el teólogo modernista usa de los mismos principios que vimos usaba el filósofo y los adapta al creyente: nos referimos a los principios de la inmanencia y del simbolismo. La cosa se logra con la mayor expedición de la siguiente manera: el filósofo enseña que el principio de la fe es inmanente; el creyente añade que este principio  es Dios; el teólogo concluye: Luego Dios es inmanente en el hombre. De ahí la inmanencia teológica. Por otra parte, para el filósofo es cierto que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente es igualmente cierto que el objeto de la fe es Dios en sí mismo; el teólogo consiguientemente colige que las representaciones de la realidad divina son simbólicas. De ahí el simbolismo teológico. Errores ciertamente grandísimos, y cuán perniciosos sean uno y otro, se hará patente examinando sus consecuencias. Porque, hablando ya del simbolismo, como quiera que los símbolos son tales respecto del objeto, pero respecto del creyente son instrumentos, el creyente ha de tener —dicen— ante todo buen cuidado de no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino que ha de usar de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta que la fórmula descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin conseguirlo jamás. Añaden además que tales fórmulas ha de emplearlas el creyente, tanto cuanto le ayuden, pues para su comodidad han sido dadas, no para su estorbo; eso sí, sin tocar para nada al honor que por respeto social se debe a las fórmulas que el público magisterio haya juzgado aptas para expresar la conciencia común, mientras, se entiende, el mismo magisterio no mandare otra cosa. Por lo que a la inmanencia se refiere, no es fácil indicar qué sientan realmente los modernistas, pues no todos son de la misma opinión. Hay quienes la ponen en que Dios, al obrar, está en el hombre más que el hombre en sí mismo, lo que, bien entendido, no tiene motivo de reprensión. Otros en que la acción de Dios es una con la acción de la naturaleza, y la de la causa primera una con la de ]a causa segunda; lo cual en realidad destruye el orden sobrenatural. otros lo explican de modo que ofrecen sospecha de sentido panteístico, cosa que responde mejor al resto de sus doctrinas.

A este postulado de la inmanencia se añade otro que podemos llamar de la permanencia divina. Los dos se diferencian entre sí, sobre poco más o menos, como la experiencia particular y la trasmitida por tradición. Un ejemplo lo aclarará, y sea tomado de la Iglesia y de los sacramentos. Que la Iglesia —dicen— y los sacramentos hayan sido instituídos por Cristo mismo, es cosa que no ha de creerse en modo alguno. Lo prohibe el agnosticismo, el cual no ve en Cristo más que a un hombre, cuya conciencia religiosa, como la de los otros hombres, se fue formando poco a poco; lo prohibe la ley de la inmanencia, que rechaza las que llaman aplicaciones externas; lo prohibe igualmente la ley de la evolución, que pide, para que los gérmenes se desenvuelvan, tiempo y una serie de circunstancias sucesivas; lo prohibe, en fin, la historia, que demuestra cómo fue en realidad el curso de los hechos. Sin embargo, hay que mantener que la Iglesia y los sacramentos fueron mediatamente instituídos por Cristo. ¿De qué modo? Los modernistas afirman que todas las conciencias cristianas estuvieron en cierto modo virtualmente incluídas en la conciencia de Cristo, como la planta en la semilla; y como los gérmenes viven la vida de la semilla, hay que decir que los cristianos todos viven la vida de Cristo. Ahora bien, la vida de Cristo según la fe es divina; luego también lo es la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida en el decurso de las edades dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con todo derecho se dirá que este principio viene de Cristo y que es divino. De modo enteramente semejante establecen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas. A esto, poco más o menos, se reduce la teología de los modernistas; pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante para quien sostenga que hay que obedecer siempre a la ciencia, en todo lo que mandare. La aplicación de todo esto a lo que vamos a decir, cualquiera la verá fácilmente por sí mismo.

Hasta aquí hemos tocado el origen y naturaleza de la fe. Mas como quiera que los brotes de la fe son muchos, principalmente la Iglesia, el dogma, las cosas sagradas y el culto, los Libros que llamamos santos, hay que examinar qué es lo que los modernistas enseñan sobre estos puntos. Y empezando por el dogma, ya quedó antes indicado cuál sea su origen y naturaleza [v. 2079 s]. El dogma nace de cierto impulso o necesidad, por la que el creyente trabaja en sus propios pensamientos, a fin de ilustrar más su conciencia y la de los otros. Este trabajo se ordena todo a penetrar y pulir la primitiva fórmula de la inteligencia, no ciertamente en sí misma según su desenvolvimiento lógico, sino según sus circunstancias o, según ellos dicen con menos claridad, vitalmente. De ahí resulta, como ya insinuamos [v. 2078], que en torno a la fórmula primitiva se van formando poco a poco otras secundarias, que juntándose en un cuerpo o construcción de doctrina, al ser aprobadas por el magisterio público, como expresión de la conciencia común, se llaman dogmas. Del dogma hay que separar cuidadosamente las especulaciones de los teólogos que, por otra parte, si bien no viven la vida del dogma, no son, sin embargo, del todo inútiles, ora para componer la religión con la ciencia y deshacer sus conflictos ora para ilustrar desde fuera la religión y defenderla; otra utilidad quizá tengan también para preparar la materia de un nuevo dogma futuro. Del culto no habría mucho que decir, si no fuera porque bajo ese nombre se comprenden también los sacramentos, acerca de los cuales versan los mayores errores de los modernistas. Del culto afirman que tiene su origen en un doble impulso o necesidad; pues, como vimos, todo en su sistema nos dicen que se engendra por íntimos impulsos o necesidades. Una es la de dar alguna forma sensible a la religión; otra, la de propagarla; lo que no sería posible sin cierta forma sensible y actos santificantes, que llamamos sacramentos. Ahora bien, los sacramentos son para los modernistas meros símbolos o signos, aunque no carentes de eficacia. Para indicar esta eficacia sí valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice han hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas ideas poderosas y que impresionan de modo extraordinario los ánimos. Como esas palabras se ordenan a dichas ideas, así los sacramentos al sentimiento religioso: nada más. Por cierto, hablarían más claro si dijeran que los sacramentos han sido instituídos únicamente para alimentar la fe; pero esto lo condenó el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que estos sacramentos han sido instituídos para el solo fin de alimentar la fe, sea anatema” [v. 848].

Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los Libros Sagrados. Éstos, conforme a los principios de los modernistas, pudieran muy bien definirse como una colección de experiencias, no de las que a cualquiera le ocurren a cada paso, sino de las extraordinarias e insignes, que se han dado en toda religión. Así absolutamente lo enseñan los modernistas sobre nuestros Libros lo mismo del Antiguo que del Nuevo Testamento. Con miras, sin embargo, a sus opiniones notan con suma astucia: Aun cuando la experiencia se refiere al presente, puede no obstante tomar su materia de lo pasado, lo mismo que de lo por venir, en cuanto el creyente vuelve a vivir lo pasado al modo de lo presente por medio del recuerdo, o lo por venir, por anticipación. Y esto explica por qué entre los Libros Sagrados pueden contarse los históricos y los apocalípticos. Así, pues, Dios habla ciertamente en estos libros por medio del creyente; pero, como enseña la teología de los modernistas, sólo habla por la inmanencia y la permanencia vital. Preguntaremos: ¿Qué se hace entonces de la inspiración? Ésta —responden—si no es tal vez por su grado de vehemencia, no se distingue en nada del impulso por el que el creyente se siente movido a comunicar su fe de palabra o por escrito. Algo semejante tenemos en la inspiración poética por lo que alguien dijo: “Está Dios en nosotros, y agitados por Él nos encendemos”. De esta inspiración añaden los modernistas que nada hay absolutamente en los Sagrados Libros que carezca de ella. Al afirmar esto, pudiera creérselos más ortodoxos que otros modernos que limitan en parte la inspiración, como por ejemplo, cuando introducen las que se llaman citas tácitas. Pero aquéllos hablan así sólo de boca y simuladamente. Porque si juzgamos la Biblia por los principios del agnosticismo, es decir, como obra humana compuesta por hombres, aunque se le conceda al teólogo el derecho de proclamarla divina por la inmanencia, ¿cómo puede, en definitiva, coartarse más la inspiración? Los modernistas afirman realmente la inspiración universal de los Libros Sagrados; pero en sentido católico, no admiten ninguna.

Más abundante cosecha nos ofrece lo que la escuela de los modernistas imagina sobre la Iglesia. Para empezar, sientan que la Iglesia tiene su origen en una doble necesidad, una que se da en cualquier creyente, en aquel sobre todo que ha alcanzado alguna experiencia primera y singular, la de comunicar con otros su fe; otra, una vez que la fe se ha hecho común entre varios, en la colectividad, para crecer en la sociedad, y conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué es, pues, la Iglesia? La Iglesia es el parto de la conciencia colectiva, o reunión de las conciencias individuales, que, en virtud de la permanencia vital, dependen de algún primer creyente, en caso de los católicos, de Cristo. Ahora bien, toda sociedad necesita de una autoridad moderadora, cuyo oficio es dirigir a todos los asociados a un fin común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una asociación religiosa se reducen a la doctrina y al culto. De aquí una triple autoridad en la Iglesia Católica: disciplinar, dogmática y cultural. Ahora, la naturaleza de esta autoridad hay que colegirla de su origen, y de su naturaleza han de derivarse sus derechos y deberes. En las edades pretéritas, fue vulgar error que la autoridad venía a la Iglesia desde fuera, es decir, inmediatamente de Dios, por lo que con razón se la tenía por autocrática. Pero semejante idea está hoy día envejecida. Al modo que la Iglesia se dice haber emanado de la colectividad de las conciencias; por igual manera, la autoridad emana vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, como la Iglesia, nace de la conciencia religiosa y, por ende, a ella está sujeta; si desprecia esta sujeción, cae en la tiranía. Ahora bien, vivimos en una época en que el sentido de la libertad ha alcanzado su más alta cima. En el Estado, la conciencia pública ha introducido el régimen popular. Mas la conciencia, lo mismo que la vida, es una en el hombre. Si, pues, no quiere levantar y fomentar en las conciencias de los hombres una guerra intestina, la autoridad de la Iglesia tiene el deber de usar de las formas democráticas, tanto más cuanto que, de no hacerlo, le amenaza la ruina Porque tiene que ser ciertamente un loco quien imagine que puede jamás darse vuelta atrás en el sentido de la libertad que hoy está en vigor. Forzado y detenido violentamente, se derramaría con más ímpetu, arrasando juntamente la Iglesia y la religión. Todo esto raciocinan los modernistas, cuyos esfuerzos todos se dirigen a indagar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.

Pero no sólo dentro de sus domésticas paredes tiene la Iglesia gentes con quienes es menester que se las entienda amigablemente, sino fuera también. Porque no es ella sola la que habita el mundo; lo ocupan también otras asociaciones, con quienes tiene por fuerza que mantener comunicación y trato. Consiguientemente, hay que determinar también qué derechos, qué deberes tiene la Iglesia con las sociedades civiles, y no de otro modo hay que determinarlo, sino por la naturaleza de la Iglesia, tal, se entiende, como los modernistas nos la han descrito. En este terreno, usan enteramente de las mismas reglas que arriba se alegaron para las relaciones entre la ciencia y la fe. Allí se hablaba de objetos; aquí de fines. Así, pues, a la manera que por razón de su objeto vimos que la fe y la ciencia eran extrañas una a otra; así la Iglesia y el Estado son extraños entre sí por razón de los fines que persiguen, temporal éste, y espiritual aquélla. Pudo ciertamente otras veces someterse lo temporal a lo espiritual; pudo hablarse de materias mixtas, en que la Iglesia intervenía como reina y señora, pues se la tenía por instituída directamente por Dios en cuanto es autor del orden sobrenatural. Pero todo esto se rechaza ya por filósofos e historiadores. El Estado, consiguientemente, ha de separarse de la Iglesia, lo mismo que el católico del ciudadano. Por lo tanto, cualquier católico, por ser también ciudadano, tiene el derecho y el deber de llevar a cabo lo que juzgue conviene a la autoridad del Estado, despreciando la autoridad de la Iglesia, sin tener para nada en cuenta sus deseos, consejos y mandatos, y sin hacer caso alguno de sus reprensiones. Señalar bajo cualquier pretexto a un ciudadano la línea de conducta, es un abuso de la autoridad eclesiástica que ha de rechazarse a todo trance. Los principios, Venerables Hermanos, de donde todo esto dimana, son ciertamente los mismos que solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en la Constitución Apostólica Auctorem fidei [cf. 1502 s].

Pero no le basta a la escuela modernista imponer el deber de la separación de la Iglesia y del Estado. A la manera que la fe, en los elementos que llaman fenoménicos, tiene que someterse a la ciencia, así, en los asuntos temporales, la Iglesia tiene que depender del Estado. Esto quizá no lo digan aún ellos abiertamente; pero la fuerza del razonamiento les fuerza a admitirlo. Efectivamente, sentado que en lo temporal el único poder es el del Estado, si se da un creyente que, no contento con los actos íntimos de la religión, quiere pasar a los externos, por ejemplo, la administración o recepción de los sacramentos, fuerza será que también éstos caigan bajo el poder del Estado. ¿Qué será entonces de la autoridad eclesiástica? Como ésta no se desenvuelve sino por actos externos, tendrá que estar toda entera sometida al Estado. Forzados por esta consecuencia, muchos protestantes liberales suprimen todo culto religioso externo y hasta toda asociación religiosa externa y se empeñan en introducir la que llaman religión individual. Si los modernistas todavía no llegan descubiertamente hasta tal extremo, piden entre tanto que la Iglesia espontáneamente se incline hacia donde ellos la empujan y se adapte a las formas civiles. Esto en cuanto a la autoridad disciplinar. Porque lo que sienten de la potestad doctrinal y dogmática es mucho peor y más pernicioso. Sobre el magisterio de la Iglesia fantasean de este modo. Una asociación religiosa no puede en modo alguno tener unidad, si no hay una sola conciencia de los asociados y una fórmula única de que se valgan. Ahora bien, una y otra unidad exige una especie de inteligencia común, a quien toque hallar y determinar la fórmula que más exactamente responda a la conciencia común, y esa inteligencia es menester que tenga suficiente autoridad para imponer a la comunidad la fórmula que hubiere estatuído. Pues bien, en esta conjunción y como fusión, tanto de la inteligencia que elige la fórmula como de la potestad que la prescribe, ponen los modernistas la noción del magisterio eclesiástico. Así, pues, como en definitiva el magisterio nace de las conciencias individuales y tiene encomendado su público deber para comodidad de las mismas conciencias, síguese necesariamente que depende de esas conciencias y debe doblegarse a las formas populares. Por tanto, prohibir a las conciencias de los individuos que profesen pública y abiertamente los impulsos que sienten, así como cerrarle el camino a la crítica para que impulse el dogma hacia sus necesarias evoluciones, no es uso, sino abuso de una potestad que le fue encomendada para utilidad. De modo semejante debe guardarse templanza en el uso mismo de la autoridad. Censurar y prohibir un libro cualquiera sin conocimiento del autor, sin admitir explicación ni discusión alguna, es ciertamente cosa que linda con la tiranía. Por lo cual también aquí hay que hallar un camino medio, a fin de que queden intactos los derechos juntamente de la autoridad y de la libertad. Entre tanto, el católico ha de obrar de modo que públicamente se muestre obedientísimo a la autoridad, pero no por eso deje de seguir su propio genio. En cuanto a la Iglesia en general prescriben así: Puesto que el fin de la potestad eclesiástica se dirige únicamente a lo espiritual, hay que quitar todo el aparato externo con que se muestra adornada con demasiada magnificencia a los ojos de quienes la contemplan. En lo cual olvidan seguramente una cosa, y es que la religión, aunque se dirige a las almas, no se encierra únicamente en las almas, y que el honor que a su potestad se tributa recae sobre Cristo su fundador.

Para terminar toda esta materia acerca de la fe y de sus varios brotes, réstanos, Venerables Hermanos, que oigamos en último lugar lo que los modernistas enseñan acerca de su desenvolvimiento. El principio general aquí es: En una religión que vive, nada hay que no sea variable y que, por ende, no deba variarse. De aquí pasan a lo que en sus doctrinas es casi lo principal: la evolución: Consiguientemente, el dogma, la Iglesia, el culto, los libros que veneramos como santos, y hasta la fe misma, si no queremos que todo eso se cuente entre lo muerto, tiene que someterse a las leyes de la evolución. Cosa que no puede parecer maravillosa a quien tenga ante los ojos lo que de cada uno de esos puntos enseñan los modernistas. Sentada, pues, la ley de la evolución, el modo como se cumple ésta lo tenemos descrito por los mismos modernistas. Y, ante todo, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe —dicen— fue ruda y común a todos los hombres, como quiera que nacía de la naturaleza y vida misma de los hombres. La evolución vital trajo el progreso y éste no porque se agregaran nuevas formas desde fuera, sino porque el sentimiento religioso fue invadiendo cada vez con más fuerza la conciencia. Ahora bien, el progreso mismo se cumplió de doble modo, primero, negativamente, eliminando todo elemento extraño, por ejemplo, el que viniere de la familia o nación; luego, positivamente, por el desarrollo intelectual y moral del hombre, que hizo que la noción de lo divino se tornara más amplia y clara y el sentimiento religioso más exquisito. Para el progreso de la fe, hay que alegar las mismas causas antes dichas para explicar su origen; a ellas, no obstante, hay que añadir ciertos hombres extraordinarios, a los que llamamos profetas, el más grande de los cuales es Cristo.

 Y esto, no sólo porque mostraron en su vida y palabras algo misterioso que la fe atribuía a la divinidad, sino porque alcanzaron nuevas y antes no habidas experiencias que respondían a la indigencia religiosa de cada época. Pero la evolución del dogma nace principalmente de la necesidad de superar los impedimentos de la fe, de vencer a sus enemigos y de refutar las contradicciones. Añádase a esto un empeño constante por penetrar mejor los arcanos que la fe encierra. Así, dejando aparte los demás ejemplos, ha sucedido con Cristo: lo que en él admitía la fe de divino —fuérase lo que se fuere— de tal modo se fue paso a paso y gradualmente ampliando, que por fin fue tenido por Dios. A la evolución del culto contribuye sobre todo la necesidad de adaptarse a las costumbres y tradiciones de los pueblos, así como la de gozar de la virtud que el uso o práctica ha prestado a determinados actos. Finalmente, la causa de la evolución de la Iglesia nace de su necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas de régimen civil públicamente introducidas. Así ellos de cada cosa. Aquí, empero, antes de seguir adelante, quisiéramos que se notara bien su doctrina de las necesidades o indigencias (italiano: dei bisogni, como más expresivamente las llaman); porque, aparte de cuanto hemos ya visto, es como la base y fundamento del famoso método que llaman histórico.

Insistiendo todavía en la doctrina de la evolución, debe advertirse además que, si bien las necesidades o indigencias impelen a la evolución, ésta, por ellas únicamente empujada, traspasarla fácilmente los límites de la tradición y, por ende, arrancada del primitivo principio vital conduciría más bien a la ruina que al progreso. De ahí que siguiendo más de lleno la mente de los modernistas, diremos que la evolución surge del conflicto de dos fuerzas, de las que una tira hacia el progreso, otra retrae hacia la conservación. La fuerza conservadora reside en todo su vigor en la Iglesia y se contiene en la tradición; la ejerce, empero, la autoridad religiosa, y eso, tanto de derecho, puesto que entra en la naturaleza de la autoridad salvaguardar la tradición, como de hecho, pues la autoridad, limitada por los cambios de la vida no se siente nada o apenas nada urgida por los estímulos que impelen al progreso. Aquí vemos, Venerables Hermanos, cómo levantó su cabeza una doctrina perniciosísima que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos, como elementos de progreso. De una especie de convenio y pacto entre estas dos fuerzas, la conservadora y la progresiva, es decir, entre la autoridad y las conciencias individuales, nacen los progresos y los cambios. Porque las conciencias de los individuos, o algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva, y ésta sobre los representantes de la autoridad, obligándoles a pactar y atenerse a lo pactado. De aquí es fácil entender cómo se maravillan tanto los modernistas, cuando saben que se los reprende o castiga. Lo que se les echa en cara como pecado, ellos lo tienen por deber de su conciencia. Nadie conoce mejor que ellos las necesidades de las conciencias, pues llegan a ellas más de cerca que no la autoridad eclesiástica. Ellos recogen en sí, pues, como si dijéramos, todas esas necesidades, y por eso se sienten ligados por el deber de hablar y escribir públicamente. Repréndalos, si quiere, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia de su deber y por íntima experiencia saben que se les deben no reprensiones, sino alabanzas. No se les oculta ciertamente que no se da progreso sin lucha, ni lucha sin víctimas; sean, pues, ellos las víctimas como los profetas y Cristo. No por ser maltratados, miran con malos ojos a la autoridad; de buena gana conceden que ésta cumple con su deber. Sólo se quejan de que no se les oye para nada; pues de este modo se retarda el curso de las almas; pero vendrá certísimamente la hora de romper todas las trabas, pues las leyes de la evolución pueden reprimirse, pero no totalmente infringirse. Ellos continúan el camino emprendido; ]o continúan aun después de reprendidos y condenados, cubriendo una audacia increíble con el velo de una sumisión fingida. Simulan doblar sus cervices; con la mano empero y el alma prosiguen con más audacia la obra emprendida. Y así obran a ciencia y conciencia, ora porque opinan que a la autoridad hay que estimularla, no destruirla, ora porque necesitan permanecer dentro del recinto de la Iglesia para cambiar insensiblemente la conciencia colectiva; mas al hablar así, no caen en la cuenta que están confesando serles adversa la conciencia colectiva y que, por tanto, no tienen derecho a venderse por sus intérpretes... [Alégase y explícase seguidamente lo que se contiene en 1636, 1703 y 1800]. Pero después que hemos examinado en los secuaces del modernismo al filósofo, al creyente y al teólogo, réstanos ya ahora mirar igualmente al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.

[IV] Algunos modernistas que se dedican a escribir historia parecen demostrar cuidado extremo por que no se los tenga por filósofos, antes bien proclaman hallarse totalmente ayunos de filosofía. Astucia suma, para que nadie piense que se hallan imbuídos de prejuicios filosóficos y que no son, por ende, como dicen, absolutamente objetivos. La verdad es, sin embargo, que su historia o su crítica respira pura filosofía y que lo que ellos infieren, se deduce de sus principios filosóficos, por exacto raciocinio, lo que fácilmente resultará patente para quien reflexione. Las tres primeras reglas o cánones de tales historiadores o críticos, como dijimos, son aquellos mismos principios que arriba adujimos de los filósofos: el agnosticismo, el teorema de la trasfiguración de las cosas por la fe, y otro que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Señalemos ya las consecuencias de cada uno. En virtud del agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, únicamente se ocupa en los fenómenos. Luego Dios, lo mismo que cualquier intervención divina en lo humano, deben relegarse a la fe, como cosa que pertenece a ella sola. Por tanto, si se presenta algo que consta de doble elemento, divino y humano, como son Cristo y la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas a este tenor, hay que partirlo y distribuirlo de manera que lo humano se dé a la historia y lo divino a la fe. De ahí la distinción corriente entre los modernistas del Cristo, histórico y el Cristo de la fe, la Iglesia de la historia y la Iglesia de la fe, los sacramentos de la historia y los sacramentos de la fe, y otras cosas semejantes a cada paso. Luego, ese mismo elemento humano que vemos toma el historiador para sí, tal como aparece en los monumentos, hay que decir que ha sido elevado por la fe en fuerza de la trasfiguración más allá de las condiciones históricas. Es menester, pues, separar nuevamente las adiciones hechas por la fe y relegarlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, cuanto sobrepasa la condición de hombre, ora la natural, tal como la psicología la presenta, ora la que resulta del lugar y tiempo en que vivió. Además, en virtud del tercer principio de su filosofía, las cosas mismas que no exceden el ámbito de la historia, las pasan como por una criba y relegan igualmente a la fe todo lo que, a su juicio, no entra en la que llaman lógica de los hechos o no se adapta a las personas. Así quieren que Cristo no dijera nada que parezca sobrepasar la capacidad del vulgo que le oía. De aquí que de su historia real borran y pasan a la fe todas las alegorías que ocurren en sus discursos. Se preguntará tal vez en qué ley se funda tal discernimiento. Se funda en el carácter del hombre, en ]a condición que ocupó en su patria, en su educación, en el complejo de circunstancias de un hecho cualquiera: en una palabra, si es que lo hemos comprendido bien, en una norma que, en definitiva, viene a parar en puramente subjetiva. Es decir, que se esfuerzan en tomar y casi representar ellos la figura de Cristo y, lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes, eso todo se lo pasan a Cristo. Así, pues, para concluir, a priori y llevados de determinados principios de filosofía que ciertamente profesan, pero que afectan ignorar, en la historia que llaman real afirman que Cristo no fue Dios ni hizo nada divino; como hombre, empero, sólo hizo o dijo lo que ellos, en relación a los tiempos de Cristo, le conceden hacer o decir.

[V] Mas como la historia recibe sus conclusiones de la filosofía, así la crítica las recibe de la historia. El crítico, en efecto, siguiendo los indicios que le da el historiador divide los monumentos en dos grupos. Lo que queda después de la triple desmembración ya dicha, lo asigna a la historia real; lo demás lo relega a la historia de la fe o historia interna. Estas dos especies de historia las distinguen cuidadosamente; y la historia de la fe —cosa que queremos se note bien— la oponen a la historia real, en cuanto es real. De ahí, como ya dijimos, un doble Cristo: uno real, otro que no existió jamás realmente, sino que pertenece a la fe; uno que vivió en determinado lugar y en determinada edad, otro que sólo se halla en las pías imaginaciones de la fe, como es, por ejemplo, el que presenta el Evangelio de Juan, que ciertamente, todo cuanto es, es especulación.

Pero no termina aquí el dominio de la filosofía sobre la historia. Distribuídos, como dijimos, en dos grupos los monumentos, se presenta nuevamente el filósofo con su dogma de la inmanencia vital; y manda que todo lo que hay en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Ahora bien, la causa o condición de cualquier emanación vital hay que ponerla en la necesidad o indigencia; luego también hay que concebir el hecho después de la necesidad, e históricamente aquél es posterior a ésta. ¿Qué hace entonces el historiador? Escudriñando de nuevo los monumentos, ora los que se contienen en los Libros Sagrados, ora los que se traen de dondequiera, traza por ellos un índice de las necesidades particulares, referentes ya al dogma, ya al culto o a lo demás, que tuvieron unas tras otras lugar en la Iglesia. El índice compuesto se lo entrega al crítico. Éste por su parte pone mano sobre los monumentos que se destinan a la historia de la fe y los va disponiendo por cada edad de la Iglesia de modo que cada uno responda al índice trazado, con el precepto constantemente en la memoria que la necesidad antecede al hecho y el hecho a la narración. A la verdad, puede darse alguna vez el caso, que ciertas partes de la Biblia, por ejemplo, las Epístolas, son el hecho mismo creado por la necesidad. Fuere, sin embargo, lo que fuere, es de ley que la edad de un monumento cualquiera no ha de determinarse de otro modo que por la edad en que cada una de las necesidades surgieron en la Iglesia. Hay que distinguir además entre los comienzos de un hecho cualquiera y su desenvolvimiento; puesto que lo que puede nacer en un día, sólo al correr del tiempo crece. Por esta razón, los monumentos que ya están distribuídos por edades, tiene el crítico que partirlos en dos otra vez, separando los que pertenecen a su desenvolvimiento, y ordenarlos nuevamente por tiempos.

Entra nuevamente el filósofo en escena y manda al historiador que lleve a cabo sus estudios tal como prescriben los preceptos y leyes de la evolución. A esto, vuelve el historiador a escudriñar los monumentos, inquiere curiosamente las circunstancias y condiciones en que se ha encontrado la Iglesia en cada edad, su fuerza conservadora, las necesidades tanto internas como externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que se le opusieron, en una palabra, todo lo que ayude a determinar de qué modo se cumplieron las leyes de la evolución. Después de esto, finalmente,  nos traza como por rasgos extremos la historia de la evolución o desenvolvimiento. Viene en ayuda el crítico y acomoda el resto de los documentos. Se pone manos a la obra y la historia queda terminada. ¿A quién —preguntamos ahora— hay que atribuir la historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de los dos, ciertamente, sino al filósofo. Todo es aquí apriorismo, y apriorismo por cierto que está chorreando herejías. Lástima dan, a la verdad, estos hombres, de quienes diría el Apóstol: Se desvanecieron en sus pensamientos... diciendo ser sabios, se hicieron necios [Rom. l, 21-22]; nos irritan, sin embargo, cuando acusan a la Iglesia de que mezcla y dispone los documentos de manera que hablen a su favor. Es decir, que achacan a la Iglesia lo que sienten que su conciencia les reprocha a ellos con toda evidencia.

Ahora bien, de esta distribución y repartición de los monumentos por edades, se sigue espontáneamente que los Libros Sagrados no pueden atribuirse a los autores cuyos nombres llevan realmente. Por lo cual, los modernistas no vacilan en afirmar a cada paso que esos mismos libros, particularmente el Pentateuco y los tres primeros Evangelios, de una breve narración primitiva, fueron gradualmente acrecentándose con añadiduras, es decir, con interpolaciones a modo de interpretación, ora teológica ora alegórica, o también con inserciones destinadas sólo a unir entre sí las diversas partes. Sin duda, para decirlo con mayor brevedad y claridad, hay que admitir una evolución vital de los Libros Sagrados, que nace de la evolución de la fe y a ella responde. Añaden por otra parte que los rastros de esta evolución son tan manifiestos que casi puede escribirse su historia. Es más, la escriben realmente con tanta seguridad, que creyérase han visto con sus ojos a cada uno de los escritores que en cada edad han puesto mano en la amplificación de los Libros Sagrados. Para confirmar todo esto, llaman en su auxilio a la que llaman crítica textual y se empeñan en persuadirnos que este o el otro hecho o dicho no está en su lugar, o traen otras razones por el estilo. Diríase realmente que se han preestablecido unos como tipos de narraciones o discursos y de ahí juzgan con absoluta certeza qué está en su lugar, qué en el ajeno. Cómo por este método puedan ser aptos para discernirlo, júzguelo el que quiera. Sin embargo, quien les oiga haciendo afirmaciones sobre sus trabajos acerca de los Libros Sagrados, trabajos en que tantas incongruencias se pueden sorprender, tal vez creerá que apenas hombre alguno hojeó esos libros antes que ellos, como si no los hubiera investigado en todos sus sentidos una muchedumbre poco menos que infinita de Doctores, muy superiores a ellos en ingenio, en erudición y en santidad de vida. Estos Doctores sapientísimos tan lejos estuvieron de reprender bajo ningún concepto las Escrituras Sagradas, que más bien, cuanto más profundamente las penetraban, más gracias daban a la Divinidad que se hubiera así dignado hablar con los hombres. Mas ¡ay! que nuestros Doctores no se inclinaron sobre los Sagrados Libros con los mismos instrumentos o auxilios de los modernistas, es decir, que no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que partiera de la negación de Dios ni tampoco se erigieron a sí mismos en norma de juicio. Pensamos, pues, que queda ya patente cuál sea el método histórico de los modernistas. Va delante el filósofo, a éste le sigue el historiador, y por sus pasos contados viene luego la crítica tanto interna como textual. Y pues compete a la primera causa comunicar su virtud a las siguientes, es evidente que esta crítica no es una crítica cualquiera, sino que se llama con razón, agnóstica, inmanentista, evolucionista, y, por tanto, quien la sigue y de ella se vale, profesa los errores en ella implícitos y se opone a la doctrina católica. Por eso, pudiera parecer en sumo grado maravilloso que tal linaje de crítica tenga hoy día tanta autoridad entre católicos. La cosa tiene doble causa: en primer lugar la alianza con que historiadores y críticos de este jaez están entre si estrechísimamente ligados por encima de la variedad de pueblos y diferencia de religiones; luego la audacia máxima con que exaltan a una voz cuanto cualquiera de ellos fantasea, y lo atribuyen al progreso científico. Y si alguno pretende examinar por si mismo el nuevo portento, le acometen en cerrado escuadrón; si lo niega, le tachan de ignorante; si lo abraza y defiende, le cubren de alabanzas. De ahí quedan engañados no pocos que si consideraran más atentamente de qué se trata, se horrorizarían. De este prepotente dominio de los que yerran, de este incauto asentimiento de almas ligeras, se engendra una especie de corrupción del ambiente que por todas partes penetra y difunde la peste.

[VI] Pero pasemos al apologista. También éste depende doblemente del filósofo entre los modernistas. Primero, indirectamente, tomando por materia la historia escrita, como hemos visto, al dictado del filósofo; luego, directamente, tomando de él sus dogmas y juicios. De ahí el precepto difundido en la escuela de los modernistas sobre que la nueva apologética tiene que dirimir las controversias sobre la religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por eso, los apologistas modernistas acometen su obra, advirtiendo a los racionalistas que ellos no defienden la religión por los Libros Sagrados ni por las historias vulgarmente empleadas en la Iglesia, escritas por el viejo método; sino por la historia real, compuesta de acuerdo con los preceptos y método modernos. Y esto lo aseguran, no como si argumentasen ad hominen, sino porque realmente piensan que sólo esta historia enseña la verdad. Lo que no necesitan es afirmar su sinceridad al escribirla: ya son conocidos entre los racionalistas, ya han sido alabados como soldados que militan bajo la misma bandera; y de estas alabanzas, que un verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia. Pues veamos ya cómo cualquiera de ellos compone la apología. El fin que se propone conseguir es éste: llevar al hombre que carece todavía de fe a que alcance aquella experiencia de la fe católica que, según los principios de los modernistas, es el único fundamento de la fe. Doble camino se abre para ello: uno objetivo y otro subjetivo. El primero procede del agnosticismo y se endereza a mostrar que en la religión y particularmente en la católica, existe aquella fuerza vital que convence a cualquier psicólogo, y también a cualquier historiador de buena fe, de que en su historia ha de ocultarse necesariamente algo incógnito. Para esto es menester demostrar que la religión católica, tal como hoy existe, es absolutamente la misma que fundó Cristo, o sea, no otra cosa que el progresivo desenvolvimiento del germen que Cristo sembró. Hay, pues, que determinar ante todo de qué naturaleza sea ese germen. Es lo que quieren hacer ver con la siguiente fórmula: Cristo anunció el advenimiento del reino de Dios que había de establecerse muy en breve, y del que él sería el Mesías, es decir, su autor y organizador dado por Dios. Después hay que demostrar de qué manera este germen, siempre inmanente y permanente en la religión católica, se fue desenvolviendo paso a paso y de acuerdo con la historia, y se adaptó a las sucesivas circunstancias, tomando de ellas para sí vitalmente cuanto le era útil de las formas doctrinales, culturales y eclesiásticas, superando entre tanto los obstáculos que tal vez se le oponían, venciendo a sus adversarios y sobreviviendo a cualesquiera persecuciones y luchas. Pero después de haber demostrado que todo esto, es decir, los impedimentos, los adversarios, las persecuciones, las luchas, y no menos la vida y fecundidad de la Iglesia fueron tales que, si bien en la historia de la Iglesia aparecen incólumes las leyes de la evolución, no bastan, en cambio, para explicar dicha historia plenamente; subsistirá, sin embargo, lo incógnito y se ofrecerá espontáneamente ante nosotros. Así ellos. Pero, en todo este razonamiento, una cosa no advierten: que aquella determinación del germen primitivo se debe únicamente al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que el germen mismo está por ellos gratuitamente definido de modo que convenga con su tesis.

Sin embargo, mientras los apologistas de nuevo cuño trabajan por afirmar y persuadir la religión católica con los citados argumentos, conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que chocan a los ánimos. Es más, con mal disimulado placer van diciendo abiertamente que aun en materia dogmática hallan ellos errores y contradicciones; pero añaden a renglón seguido que ello no sólo admite excusa, sino que fue justa y legítimamente introducido: afirmación, a la verdad, maravillosa. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchísimas cosas viciadas de error en materia histórica y científica. Pero no se trata allí —dicen— de ciencias o de historia, sino sólo de religión y moral. La ciencia y la historia son allí ciertas envolturas con que se cubren experiencias religiosas y morales, para que más fácilmente se propagaran entre el vulgo; como éste no había de entenderlo de otra manera, una ciencia o una historia más perfecta, no le hubiera servido de utilidad, sino de daño. Por lo demás —añaden— como los Libros Sagrados son por su naturaleza religiosos, viven necesariamente de la vida; ahora bien, la vida tiene también su verdad y su lógica, distinta ciertamente de la verdad y lógica racional y hasta de un orden totalmente distinto, es decir, la verdad de adaptación y proporción, ora al medio, como ellos dicen, en que se vive, ora al fin para que se vive. En fin, llegan al extremo de afirmar sin atenuante alguno, que lo que se desenvuelve por medio de la vida, es todo verdadero y legítimo. Nosotros, Venerables Hermanos, para quienes la verdad es una y única y que de los Libros Sagrados juzgamos que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor [v. 1787]; afirmamos que eso equivale a atribuir a Dios mismo una mentira oficiosa o de utilidad, y con palabras de Agustín decimos: Una vez admitida en cumbre tan alta de autoridad una mentira oficiosa, no quedará ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla, al propósito y condescendencia del autor que miente. De donde resultará lo que añade el mismo santo doctor: En ellas (es decir, en las Escrituras) cada uno creerá lo que quiera y no creerá, lo que no quiera. Mas los apologistas modernistas prosiguen impávidos. Conceden además que en los Sagrados Libros ocurren a veces razonamientos para probar alguna doctrina, que no se rigen por fundamento racional ninguno, como son los que se apoyan en las profecías. Sin embargo, también defienden esos razonamientos como una especie de artificio de la predicación que la vida hace legítimo. ¿Qué más? Consienten y hasta afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios; lo cual —dicen— no debe parecer extraño, como quiera que también Él estaba sujeto a las leyes de la vida. ¿Qué decir después de esto de los dogmas de la Iglesia? También estos están llenos de manifiestas contradicciones; pero aparte que éstas son admitidas por la lógica vital no se oponen a la verdad simbólica, puesto que en ellos se trata del Infinito y éste tiene aspectos infinitos. En fin, hasta punto tal aprueban y defienden todo esto, que no vacilan en afirmar que ningún honor más excelente se le puede tributar al Infinito que afirmar de Él cosas contradictorias. Ahora bien, admitida la contradicción ¿qué no se admitirá?

Por otra parte, el que todavía no cree, no sólo puede disponerse a la fe con argumentos objetivos, sino también con subjetivos. Para lo cual los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. Se esfuerzan, efectivamente, en persuadir al hombre que en él mismo y en los más recónditos pliegues de su naturaleza y de su vida, se oculta el deseo y la exigencia de alguna religión y no de una religión cualquiera, sino absolutamente tal cual es la católica; pues dicen que ésta es exigida de todo punto por el perfecto desenvolvimiento de la vida. Aquí tenemos que lamentarnos otra vez vehementemente de que no falten entre los católicos quienes, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina, se valen luego de ella para fines apologéticos, y ello lo hacen tan incautamente que parece admiten en la naturaleza humano no sólo cierta capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural, cosa que demostraron siempre los apologistas católicos con las oportunas limitaciones; sino una auténtica y propiamente dicha exigencia. Sin embargo, hablando con rigor, esta exigencia de la religión católica la introducen los modernistas que quieren pasar por más moderados; pues los que pudiéramos llamar integrales quieren demostrar que en el hombre todavía no creyente se halla latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo y por éste fue transmitido a los hombres. Reconocemos, pues, Venerables Hermanos, que el método apologético de los modernistas someramente descrito, conviene de todo en todo con sus doctrinas; método, a la verdad, como también sus doctrinas, lleno de errores, propio no para edificar, sino para destruir; no para hacer a otros católicos, sino para arrastrar a los católicos mismos a la herejía y hasta para destruir de todo punto cualquier religión.

[VII] Réstanos finalmente añadir algo sobre el modernista en cuanto reformador. Ya lo que hasta aquí hemos dicho pone de manifiesto de cuán grande y vivo afán innovador están animados estos hombres. Y este afán se extiende a las cosas todas absolutamente que hay entre los católicos. Quieren que se innove la filosofía, sobre todo en los sagrados Seminarios, de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía entre los demás sistemas que ya están envejecidos, se enseñe a los adolescentes la filosofía moderna que es la sola verdadera y que responde a nuestra época. Para innovar la teología, quieren que la que llamamos teología racional tenga por fundamento la filosofía moderna, y la teología positiva, piden que se funde sobre todo en la historia de los dogmas. La historia reclaman también que se escriba según su método y las prescripciones modernas. Decretan que los dogmas y su evolución se concilien con la ciencia y la historia. Por lo que a la catequesis se refiere, exigen que en los libros catequéticos sólo se consignen los dogmas innovados y que estén al alcance del vulgo. Acerca del culto dicen que deben disminuirse las devociones exteriores y prohiben que se aumenten; si bien otros, que son más partidarios del simbolismo, se muestran aquí más indulgentes. El régimen de la Iglesia gritan que ha de reformarse en todos sus aspectos, sobre todo en el disciplinar y dogmático; y, por tanto, que ha de conciliarse por dentro y por fuera con la conciencia moderna que tiende toda a la democracia: hay que dar, por ende, al clero inferior y a los mismos laicos su parte en el régimen, y distribuir una autoridad que está demasiado recogida y centralizada. Quieren igualmente que se cambien las congregaciones romanas, y ante todo las que se llaman del Santo Oficio y del Indice. Igualmente pretenden que se varíe la acción del régimen eclesiástico en asuntos políticos y sociales, para que juntamente se destierre de las ordenaciones civiles y se adapte, no obstante, a ellas para imbuirlas de su espíritu. En materia moral, aceptan el principio de los americanistas de que las virtudes activas han de anteponerse a las pasivas y promover preferentemente su ejercicio [v. 1967]. Piden que el clero se forme de manera que muestre su antigua humildad y pobreza y se adapte por pensamiento y obras a los preceptos o enseñanzas del modernismo. Hay finalmente quienes, dando de muy buena gana oídos a los maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la Iglesia, que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus proclamas?

En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables Hermanos, tal vez parezca a alguno que nos hemos detenido demasiado; ello, sin embargo, era de todo punto necesario, ora para que no nos tacharan, como suelen, de ignorancia de sus cosas; ora para poner en claro que cuando se trata del modernismo, no es cuestión de doctrinas vagas, sin nexo alguno entre ellas, sino de un como cuerpo único y compacto, en que admitido un principio, todo lo demás se sigue de necesidad. Por eso nos hemos valido de un método casi didáctico y no hemos alguna vez rehuído los vocablos no latinos que emplean los modernistas.

Contemplando ahora como en una sola mirada el sistema entero, nadie se admirará si lo definimos como un conjunto de todas las herejías. A la verdad, si alguien se propusiera juntar, como si dijéramos el jugo y la sangre de cuantos errores acerca de la fe han existido, jamás lo hubiera hecho mejor de como lo han hecho los modernistas. Es más, han llegado éstos tan lejos que, como ya insinuamos, no sólo han destruído la religión católica, sino toda religión en absoluto. De ahí los aplausos de los racionalistas; de ahí que quienes entre éstos hablan más libre y abiertamente, se felicitan de que no han hallado auxiliares más eficaces que los modernistas.

Volvamos, en efecto, Venerables Hermanos, por un momento a la perniciosísima doctrina del agnosticismo. Por ella, sabemos, se le cierra al hombre todo camino hacia Dios por parte del entendimiento, mientras creen depararse uno más apto por parte de cierto sentimiento y acción del alma. ¿Pero quién no ve cuán erróneamente? Porque el sentimiento del alma responde a la acción de la cosa que el entendimiento o los sentidos externos han propuesto. Quitado el entendimiento, el hombre seguirá con más fuerza a los sentidos externos, a los que ya de sí se inclina. Erróneamente además, porque todas las fantasías sobre el sentimiento religioso no expugnarán el sentido común, y el sentido común nos enseña que una perturbación o preocupación cualquiera del ánimo, lejos de ayudarnos a la investigación de la verdad, nos la impide; de la verdad, decimos, como es en sí misma; porque la otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento y de la acción interna, si se presta ciertamente al juego, para nada le sirve al hombre en orden a saber lo que más le interesa: si hay fuera de él mismo o no un Dios en cuyas manos caerá un día. Cierto que para tamaña obra llaman en su auxilio a la experiencia. Pero, ¿qué es lo que ésta añade al sentimiento? Nada, si no es hacerlo más vehemente y que de esta vehemencia resulte proporcionalmente más firme la persuasión sobre la verdad del objeto. Y ciertamente estas dos cosas no logran que el sentimiento deje de ser sentimiento, ni cambiar su naturaleza, expuesta siempre al engaño, si no se rige por el entendimiento; más bien la confirman y ayudan, pues el sentimiento, cuanto más intenso es, con mayor derecho es sentimiento.

Mas como aquí tratamos del sentimiento religioso y de la experiencia que en él se contiene, bien sabéis, Venerables Hermanos, de cuanta prudencia sea menester en esta materia, y de cuanta ciencia también que rija a la prudencia misma. Lo sabéis por el trato de las almas, de algunas señaladamente en que predomina el sentimiento; lo sabéis por vuestra frecuentación de los libros ascéticos, que, si no merecen estima alguna a los modernistas, no por ello dejan de ofrecer doctrina mucho más sólida y más fina sagacidad de observación que la que ellos a sí mismos se arrogan. A la verdad, cosa de un demente o, por lo menos, de imprudencia suma nos parece tener, sin averiguación alguna, por verdaderas, experiencias íntimas del linaje de las que venden los modernistas. Pero si tanta es, digámoslo de pasada, la fuerza y firmeza de estas experiencias, ¿por qué no se atribuye la misma a la que millares de católicos afirman tener del extraviado camino que siguen los modernistas? ¿Sólo ésta es falsa y engañosa? Pero la mayoría absoluta de los hombres mantiene y mantendrá siempre que, por solo el sentimiento y la experiencia, sin guía ni luz alguna de la inteligencia, no se puede jamás llegar a la noticia de Dios. Queda pues de nuevo el ateísmo y ninguna religión.

Tampoco se prometan mejores consecuencias de la doctrina del simbolismo que profesan. Porque si cualesquiera elementos intelectuales, como dicen, no son otra cosa que símbolos de Dios, ¿por qué no ha de serlo el nombre mismo de Dios o de la personalidad divina? Y si así es, ya puede dudarse de la divina personalidad y queda abierto el camino para el panteísmo. Al mismo término, es decir, al puro y descarado panteísmo conduce la otra doctrina sobre la inmanencia divina. Porque preguntamos: ¿Esta inmanencia distingue a Dios del hombre o no lo distingue? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica y por qué rechaza la doctrina sobre la revelación externa? Si no lo distingue, tenemos el panteísmo. Es así que esta inmanencia de los modernistas quiere y admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto es hombre; luego, el legítimo raciocinio concluye de ahí que Dios es una sola y misma cosa con el hombre: De ahí el panteísmo.

La distinción, en fin, que pregonan entre la ciencia y la fe, no admite otra consecuencia. El objeto de la ciencia lo ponen, efectivamente, en la realidad de lo cognoscible; el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Ahora bien, lo incognoscible resulta, en su totalidad, de que entre la materia propuesta y el entendimiento no hay proporción alguna. Es así que esta falta de proporción no puede ser eliminada nunca ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible permanecerá incognoscible lo mismo para el creyente que para el filósofo. Luego si ha de haber alguna religión, ésta será siempre de la realidad incognoscible; ahora bien, por qué esta realidad no pueda ser el alma del mundo, como lo admiten algunos racionalistas, a la verdad que no lo vemos. Pero basta por ahora esto para que quede sobradamente patente por cuán múltiple camino la doctrina de los modernistas lleva al ateísmo y a destruir toda religión. A la verdad, el primer paso por esta senda lo dio el error de los protestantes; sigue el error de los modernistas y próximamente vendrá el ateísmo.

[Señaladas finalmente las causas de estos errores —la curiosidad, la soberbia, la ignorancia de la verdadera filosofía— se dan algunas reglas para fomentar y ordenar los estudios filosóficos, teológicos y profanos, sobre la cautela en elegir a los maestros, etc.]

Sobre el autor y la verdad histórica del cuarto Evangelio

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 29 de mayo de 1907]

Duda I. Si por la constante, universal y solemne tradición de la Iglesia que viene ya del siglo II, como principalmente se deduce: a) de los testimonios y alusiones de los Santos Padres y escritores eclesiásticos y hasta heréticos, que por tener que derivarse de discípulos de los Apóstoles o sus primeros sucesores, se enlazan con nexo necesario a los orígenes del libro; b) de haberse siempre y en todas partes aceptado el nombre del autor del cuarto Evangelio en el canon y catálogo de los Libros Sagrados; c) de los más antiguos manuscritos, códices y versiones a otros idiomas de los mismos Libros; d) del público uso litúrgico que desde los comienzos de la Iglesia se extendió por todo el orbe; prescindiendo del argumento teológico, por tan sólido argumento histórico se demuestra que debe reconocerse por autor del cuarto Evangelio a Juan Apóstol y no á otro, de suerte que, las razones de los críticos aducidas en contra, no debilitan en modo alguno esta tradición.

Respuesta: Afirmativamente.

Duda II. Si también las razones internas que se sacan del texto del cuarto Evangelio, considerado dicho texto separadamente, del testimonio del escritor y del parentesco manifiesto del mismo Evangelio con la Epístola I de Juan Apóstol, se ha de considerar que confirman la tradición que atribuye sin vacilación al mismo Apóstol el cuarto Evangelio. Y si las dificultades que se toman de la comparación del mismo Evangelio con los otros tres, pueden racionalmente resolverse, teniendo presente la diversidad de tiempo, de fin y de oyentes para los cuales o contra los cuales escribió el autor, como corrientemente las han resuelto los Santos Padres y exegetas católicos.

Respuesta: Afirmativamente a las dos partes.

Duda III. Si, no obstante la práctica que estuvo constantísimamente en vigor desde los primeros tiempos de la Iglesia universal de argumentar por el cuarto Evangelio como por documento propiamente histórico; considerando, sin embargo, la índole peculiar del mismo Evangelio y la intención manifiesta del autor de ilustrar y vindicar la divinidad de Cristo por los mismos hechos y discursos del Señor, puede decirse que los hechos narrados en el cuarto Evangelio están total ó parcialmente inventados con el fin de que sean alegorías o símbolos doctrinales, y los discursos del Señor no son propia y verdaderamente discursos del Señor mismo, sino composiciones teológicas del escritor, aunque puestas en boca del Señor.

Respuesta: Negativamente.

De la autoridad de las sentencias de la Comisión Bíblica

[Del Motu proprio Praestantia Scripturae, de 18 de noviembre de 1907]

... Después de largas deliberaciones sobre las materias y de consultas diligentísimas, la Pontificia Comisión Bíblica ha emitido felizmente algunas sentencias, sumamente útiles para promover genuinamente los estudios bíblicos y dirigirlos por una norma cierta. Pero vemos que no faltan en modo alguno quienes... no han recibido ni reciben con la debida obediencia tales sentencias, por más que han sido aprobados por el Sumo Pontífice.

Por eso vemos que ha de declararse y mandarse, como al presente lo declaramos y expresamente mandamos que todos absolutamente están obligados por deber de conciencia a someterse a las sentencias de la Pontificia Comisión Bíblica, ora a las que ya han sido emitidas, ora a las que en adelante se emitieren, del mismo modo que a los Decretos de las Sagradas Congregaciones, referentes a cuestiones doctrinales y aprobados por el Sumo Pontífice; y no pueden evitar la nota de desobediencia y temeridad y, por ende, no están libres de culpa grave, cuantos de palabra o por escrito impugnen estas sentencias; y esto aparte del escándalo con que desedifican y lo demás de que puedan ser culpables delante de Dios, por lo que sobre estas materias, como suele suceder, digan temeraria y erróneamente.

Además, con el fin de reprimir los espíritus cada día más audaces de los modernistas que con sofismas y artificios de todo género se empeñan en quitar fuerza y eficacia no sólo al Decreto Lamentabili sane exitu, que el 3 de julio del presente año publicó por mandato nuestro la S. R. y U. Inquisición [v. 2001 s], sino también a nuestra Carta Encíclica Pascendi Dominici gregis, fecha a 8 de septiembre de este mismo año [v. 2071 ss], por nuestra autoridad apostólica reiteramos y confirmamos tanto el Decreto de la Congregación de la Sagrada Suprema Inquisición, como dicha Carta Encíclica nuestra, añadiendo la pena de excomunión contra los contradictores, y declaramos y decretamos que si alguno, lo que Dios no permita, llegare a tanta audacia que defendiere cualquiera de las proposiciones, opiniones y doctrinas reprobadas en uno u otro de los documentos arriba dichos, queda ipso facto herido por la censura irrogada por el capitulo Docentes de la Constitución Apostolicae Sedis que es la primera de las excomuniones latae sententiae, sencillamente reservadas al Romano Pontífice. Esta excomunión ha de entenderse a reserva de las penas en que puedan incurrir quienes falten contra los citados documentos como propagadores y defensores de herejías, si alguna vez sus proposiciones, opiniones o doctrinas son heréticas, cosa que sucede más de una vez con los enemigos de ese doble documento y, sobre todo, cuando propugnan los errores de los modernistas, es decir, la reunión de todas las herejías.

Del carácter y autor del libro de Isaías

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 29 de junio de 1908]

Duda I. Si puede enseñarse que los vaticinios que se leen en el libro de Isaías —y a cada paso en las Escrituras— no son profecías propiamente dichas, sino o narraciones compuestas después del suceso, o, si hay que reconocer que el profeta anunció algo antes del suceso, lo anunció no por revelación sobrenatural de Dios conocedor de lo futuro, sino conjeturándolo de lo que ya antes había acontecido, gracias a cierta sagacidad afortunada y a la agudeza del ingenio natural.

   Resp.: Negativamente.

Duda II. Si la sentencia que afirma que Isaías y demás profetas no pronunciaron vaticinios sino de lo que había de suceder inmediatamente o no después de largo espacio de tiempo, puede conciliarse con los vaticinios, los mesiánicos y escatológicos ante todo, ciertamente pronunciados de lejos por los mismos profetas así como con la sentencia de los santos Padres que afirman concordemente haber predicho también los profetas cosas que habían de cumplirse después de muchos siglos.

   Resp.: Negativamente.

Duda III. Si puede admitirse que los profetas, no sólo como correctores de la maldad humana y pregoneros de la palabra divina para provecho de los oyentes, sino también como anunciadores de sucesos futuros, constantemente tenían que dirigirse no a oyentes futuros, sino presentes y contemporáneos suyos, de modo que pudieran ser plenamente entendidos por ellos; por tanto, que la segunda parte del Libro de Isaías (cap. 40-46), en que el profeta no se dirige y consuela a los judíos contemporáneos de Isaías, sino a los judíos que lloran en el destierro de Babilonia como si viviera entre ellos, no puede tener por autor al mismo Isaías, de tanto tiempo atrás muerto, sino que se debe atribuir a algún profeta desconocido que viviera entre los desterrados.

Resp.: Negativamente.

Duda IV. Si para impugnar la identidad de autor del libro: de Isaías ha de considerarse de tal fuerza el argumento filológico tomado de la lengua y estilo que obligue a un hombre serio y diestro en la crítica y en la lengua hebrea, a reconocer en dicho libro pluralidad de autores.

Resp.: Negativamente.

Duda V. Si hay sólidos argumentos, aun tomados cumulativamente, para demostrar victoriosamente que el libro de Isaías no se ha de atribuir a un solo autor, sino a dos y hasta más de dos autores.

Resp.: Negativamente.

De la relación entre la filosofía y la teología

[De la Encíclica Communium rerum, de 21 de abril de 1909]

... El principal oficio, pues, de la filosofía es poner en claro la sumisión racional de nuestra fe [Rom. 12, 1], y, consiguientemente, el deber de prestarla a la autoridad divina que nos propone misterios altísimos, los cuales, atestiguados por muchísimos indicios de verdad, se han hecho sobremanera creíbles [Ps. 92, 5]. Muy distinto de éste es el oficio de la teología que se apoya en la divina revelación, y hace más sólidos en la fe a quienes confiesan gozarse en el honor del nombre cristiano. Ningún cristiano, en efecto, debe disputar cómo no es lo que la Iglesia Católica cree con el corazón y confiesa con la boca; sino manteniendo siempre indubitablemente la misma fe y amándola y viviendo conforme a ella, buscar humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo es. Si logra entender, dé gracias a Dios; si no puede, no saque sus cuernos para impugnar [1 Mac. 7, 46], sino baje su cabeza para venerar.

Del carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 30 de junio de 1909]

Duda I. Si se apoyan en sólido fundamento los varios sistemas exegéticos que se han excogitado y con apariencia de ciencia propugnado para excluir el sentido literal de los tres primeros capítulos del libro del Génesis.

Resp.: Negativamente.

Duda II. Si, no obstante el carácter y forma histórica del libro del Génesis, el peculiar nexo de los tres primeros capítulos entre sí y con los capítulos siguientes, el múltiple testimonio de las Escrituras tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, el sentir casi unánime de los santos Padres y el sentido tradicional que, trasmitido ya por el pueblo de Israel, ha mantenido siempre la Iglesia, puede enseñarse que: los tres predichos capítulos del Génesis contienen, no narraciones de cosas realmente sucedidas, es decir, que respondan a la realidad objetiva y a la verdad histórica; sino fábulas tomadas de mitologías y cosmogonías de los pueblos antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteística, una vez expurgadas de todo error de politeísmo; o bien alegorías y símbolos, destituidos de fundamento de realidad objetiva, bajo apariencia de historia, propuestos para inculcar las verdades religiosas y filosóficas; o en fin leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, libremente compuestas para instrucción o edificación de las almas.

Resp.: Negativamente.

Duda III. Si puede especialmente ponerse en duda el sentido literal histórico donde se trata de hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros, la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo; la peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer hombre; la unidad del linaje humano; la felicidad original de los primeros padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia; la transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres del primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro.

Resp.: Negativamente.

Duda IV. Si en la interpretación de aquellos lugares de estos capítulos que los Padres y Doctores entendieron de modo diverso, sin enseñar nada cierto y definido, sea licito a cada uno seguir y defender la sentencia que prudentemente aprobare, salvo el juicio de la Iglesia y guardada la analogía de la fe.

Resp.: Afirmativamente.

Duda V. Si todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos predichos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea licito apartarse nunca de él, aun cuando las locuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente, y la razón prohiba mantener o la necesidad obligue a dejar el sentido propio.

Resp.: Negativamente.

Duda VI. Si, presupuesto el sentido literal e histórico, puede sabia y útilmente emplearse la interpretación alegórica y profética de algunos pasajes de los mismos capítulos, siguiendo el brillante ejemplo de los Santos Padres y de la misma Iglesia.

Resp.: Afirmativamente.

Duda VII. Si dado el caso que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capitulo del Génesis, enseñar de modo científico la intima constitución de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común del tiempo, ha de buscarse en la interpretación de estas cosas exactamente y siempre el rigor de la lengua científica.

Resp.: Negativamente.

Duda VIII. Si en la denominación y distinción de los seis días de que se habla en el capítulo I del Génesis se puede tomar la voz Yôm (día) ora en sentido propio, como un día natural, ora en sentido impropio, como un espacio indeterminado de tiempo, y si es licito discutir libremente sobre esta cuestión entre los exegetas.

Resp.: Afirmativamente.

De los autores y tiempo de composición de los Salmos

    [Respuestas de la comisión Bíblica, de 1 de mayo de 1910]

Duda I. Si las denominaciones de salmos de David, Himnos de David, Libro de los salmos de David, Salterio davídico, usadas en las antiguas colecciones y en los Concilios mismos para designar el Libro de ciento cincuenta salmos del Antiguo Testamento; como también la sentencia de varios Padres que sostuvieron que todos los salmos absolutamente habían de atribuirse a David solo, tengan tanta fuerza que haya de tenerse a David por autor único de todo el Salterio.

Resp.: Negativamente.

Duda II. Si de la concordancia del texto hebreo con el texto griego alejandrino y con otras viejas versiones se puede con razón argüir que los títulos de los salmos puestos al frente del texto hebreo son más antiguos que la llamada versión de los LXX; y que, por lo tanto, derivan si no directamente de los autores mismos de los salmos, si por lo menos de la antigua tradición judaica.

Resp.: Afirmativamente.

Duda III. Si los predichos títulos de los salmos, testigos de la tradición judaica, pueden ponerse prudentemente en duda, cuando no haya razón alguna grave en contra de su genuinidad.

Resp.: Negativamente.

Duda IV. Si teniendo en cuenta los frecuentes testimonios de la Sagrada Escritura sobre la natural pericia de David, ilustrada por carisma del Espíritu Santo, en componer cantos religiosos, las instituciones por él fundadas para el canto litúrgico de los salmos, las atribuciones a él de salmos hechas ora en el Antiguo, ora en el Nuevo Testamento, ora en los títulos, que de antiguo están antepuestos a los salmos, aparte del consentimiento de los judíos, de los Padres y Doctores de la Iglesia, puede prudentemente negarse ser David el autor principal de los cantos del salterio o afirmarse, por lo contrario, que sólo unos pocos salmos han de atribuirse al regio cantor.

Resp.: Negativamente a las dos partes.

Duda V. Si puede especialmente negarse el origen davídico de aquellos salmos que en el Antiguo o en el Nuevo Testamento se citan expresamente con el nombre de David, entre los que hay que contar sobre todo el salmo 2 Quare fremuerunt gentes; el salmo 15 Conserva me, Domine; el salmo 17 Diligam te, Domine, fortitudo mea; el salmo 31 Beati, guorum remissae sunt iniquitates; el salmo 68 Salvum me fac, Deus; el salmo 109 Dixit Dominus Domino meo?.

Resp.: Negativamente.

Duda VI. Si puede admitirse la sentencia de aquellos que sostienen que entre los salmos del salterio hay algunos de David o de otros autores que por razones litúrgicas o musicales, por la somnolencia de los amanuenses o por otras no descubiertas causas han sido divididos en varios o juntados en uno; igualmente, que hay otros salmos, como el Miserere mei, Deus, que para adaptarlos mejor a las circunstancias históricas o a las solemnidades del pueblo judaico, han sido levemente retocados o modificados con la sustracción o adición de algún que otro versículo, salva, sin embargo, la inspiración de todo el texto sagrado.

Resp.: Afirmativamente a las dos partes

Duda VII. Si puede sostenerse con probabilidad la sentencia de aquellos de entre los escritores modernos que, apoyados sólo en indicios internos o en una interpretación menos recta del texto sagrado, se han esforzado en demostrar que no pocos salmos fueron compuestos después de la época de Esdras y Nehemías y hasta en tiempo de los ¿Macabeos.

Resp.: Negativamente.

Duda VIII. Si por el múltiple testimonio de los Libros Sagrados del Nuevo Testamento y el unánime sentir de los Padres, de acuerdo también con los escritores de la nación judaica, han de reconocerse varios salmos proféticos y mesiánicos que han vaticinado la venida, reino, sacerdocio, pasión, muerte y resurrección del Libertador futuro; y que, por ende, debe ser totalmente rechazada la sentencia de los que pervirtiendo la índole profética y mesiánica de los salmos limitan esos mismos oráculos sobre Cristo a anunciar sólo el futuro destino del pueblo elegido.

Resp.: Afirmativamente a las dos partes.

De la edad de los que han de ser admitidos a la primera Comunión Eucarística

[Del Decreto Quam singulari, de la congr. de Sacramentos,de 8 de agosto de 1910]

I. La edad de discreción, tanto para la confesión como para la comunión, es aquella en que el niño empieza a razonar, es decir, hacia los siete años, bien sea más, bien sea también menos. Desde este tiempo empieza la obligación de satisfacer a uno y a otro mandamiento de la confesión y comunión [v. 437].

II. Para la primera confesión y primera comunión, no es necesario un conocimiento pleno y cabal de la doctrina cristiana. El niño, sin embargo, deberá luego aprender gradualmente todo el catecismo, según la medida de su inteligencia.

III El conocimiento de la religión que se requiere en el niño para prepararse convenientemente a la primera comunión, es aquel en que perciba, según su capacidad, los misterios de la fe necesarios con necesidad de medio y distinga el pan eucarístico del pan corporal y común, para que se acerque a la Eucaristía can la devoción que su edad permite.

IV. La obligación del precepto de la confesión y comunión: que grava al niño, recae principalmente sobre aquellos que deben tener cuidado de él, esto es, sobre sus padres, confesor, educadores y párroco. Sin embargo, al padre o a quienes hagan sus veces, y al confesor, les toca, según el Catecismo Romano, admitir al niño a la primera comunión.

V. Una o varias veces al año, procuren los párrocos anunciar y celebrar comunión general de los niños y admitan a ella no sólo a los noveles sino también a los otros que, con consentimiento de los padres y del confesor, como antes se ha dicho, participaron ya por vez primera del sacramento del altar. Para unos y otros, han de preceder algunos días de instrucción y de preparación.

VI. Los que tienen cuidado de los niños han de procurar con todo empeño que después de la primera comunión los mismos niños se acerquen con frecuencia a la sagrada mesa y, a ser posible, hasta diariamente, como lo desean Cristo Jesús y la madre Iglesia [v 1891 ss], y que lo hagan con aquella devoción que permite su edad. Recuerden también quienes están a su cuidado el gravísimo deber que les obliga a procurar que los niños continúen asistiendo a las públicas instrucciones de la catequesis, o de suplir de otro modo su instrucción religiosa.

VII. La costumbre de no admitir los niños a la confesión o de no absolverlos nunca, una vez que han llegado al uso de la razón, es totalmente reprobable. Por eso los Ordinarios de lugar procurarán que de todo en todo se suprima, hasta empleando los remedios de derecho.

VIII. Es absolutamente detestable el abuso de no administrar el viático y la extremaunción a los niños después del uso de la razón y enterrarlos por el rito de los párvulos. Los Ordinarios de lugar han de castigar severamente a quienes no se aparten de esta costumbre.

Juramento contra los errores del modernismo

[Del Motu proprio Sacrorum Antistitum de 1º de septiembre de 1910]

Yo... abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido definidas, afirmadas y declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia, principalmente aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen a los errores de la época presente. Y en primer lugar: profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido y, por tanto, también demostrado, como la causa por sus efectos, por la luz natural de la razón mediante las cosas que han sido hechas [cf. Rom. 1, 20], es decir, por las obras visibles de la creación. En segundo lugar: admito y reconozco como signos certísimos del origen divino de la religión cristiana los argumentos externos de la revelación, esto es, hechos divinos, y en primer término, los milagros y las profecías, y sostengo que son sobremanera acomodados a la inteligencia de todas las edades y de los hombres, aun los de este tiempo. En tercer lugar: creo igualmente con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, fue próxima y directamente instituida por el mismo, verdadero e histórico, Cristo, mientras vivía entre nosotros, y que fue edificada sobre Pedro, principe de la jerarquía apostólica, y sus sucesores para siempre. Cuarto: acepto sinceramente la doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y por tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia; igualmente condeno todo error, por el que al depósito divino, entregado a la Esposa de Cristo y que por ella ha de ser fielmente custodiado, sustituye un invento filosófico o una creación de la conciencia humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de perfeccionarse por progreso indefinido. Quinto: Sostengo con toda certeza y sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión que brota de los escondrijos de la subconciencia, bajo presión del corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por oído, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz.

También me someto con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a las condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se contienen en la Carta Encíclica Pascendi [v. 2071] y en el Decreto Lamentabili, particularmente en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas. Asimismo repruebo el error de los que afirman que la fe propuesta por la Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas católicos en el sentido en que ahora son entendidos, no pueden conciliarse con los más exactos orígenes de la religión cristiana. Condeno y rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el cristiano erudito se reviste de doble personalidad, una de creyente y otra de historiador, como si fuera licito al historiador sostener lo que contradice a la fe del creyente, o sentar premisas de las que se siga que los dogmas son falsos y dudosos, con tal de que éstos no se nieguen directamente. Repruebo igualmente el método de juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta la tradición de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica, sigue los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema. Rechazo además la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia de la teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un lado la opinión preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la tradición católica, ora sobre la promesa divina de una ayuda para la conservación perenne de cada una de las verdades reveladas, y que además los escritos de cada uno de los Padres han de interpretarse por los solos principios de la ciencia, excluida toda autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que suelen investigarse cualesquiera monumentos profanos. De manera general, finalmente, me profeso totalmente ajeno al error por el que los modernistas sostienen que en la sagrada tradición no hay nada divino, o, lo que es mucho peor, lo admiten en sentido panteístico, de suerte que ya no quede sino el hecho escueto y sencillo, que ha de ponerse al nivel de los hechos comunes de la historia, a saber: unos hombres que por su industria, ingenio y diligencia continúan en las edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles. Por tanto, mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad, que está, estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado desde los Apóstoles; no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la cultura de cada edad, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles.

Todo esto prometo que lo he de guardar íntegra y sinceramente y custodiar inviolablemente sin apartarme nunca de ello, ni enseñando ni de otro modo cualquiera de palabra o por escrito. Así lo prometo, así lo juro, así me ayude Dios...

Acerca de algunos errores te los orientales

[De la Carta Ex quo a los arzobispos delegados apostólicos de Bizancio, en Grech, en Egipto, en Mesopotamia, en Persia, en Siria y en las Indias orientales, de 26 de diciembre de 1910]

No menos temeraria que falsamente se da entrada a esta opinión: que el dogma de la procesión del Espíritu Santo por parte del Hijo no dimana en modo alguno de las palabras mismas del Evangelio ni se prueba por la fe de los antiguos Padres; —igualmente con la mayor imprudencia se pone en duda si los sagrados dogmas del purgatorio y de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María fueron conocidos por los santos varones de los primeros siglos;— ... sobre la constitución de la Iglesia... en primer lugar se renueva el error tiempo ha condenado por nuestro predecesor Inocencio X [v. 1091], por el que se persuade se tenga a San Pablo como hermano totalmente igual a San Pedro; —luego con no menor falsedad se introduce la persuasión de que la Iglesia Católica no fue en los primeros siglos mando de uno solo, es decir, monarquía, o que el primado de la Iglesia Romana no se apoya en ningún argumento válido.— Mas ni siquiera... queda intacta la doctrina católica sobre el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, al enseñarse audazmente poderse aceptar la sentencia que defiende que entre los griegos las palabras de la consagración no surten efecto sino después de pronunciada la oración que llaman epiclesis, cuando, por lo contrario, es cosa averiguada que a la Iglesia no le compete derecho alguno de innovar nada acerca de la sustancia misma de los sacramentos, y no es menos disonante que haya de tenerse por válida la confirmación conferida por cualquier presbítero.

Estas opiniones están notadas como “errores graves”.

 Del autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica del Evangelio según San Mateo

    [Respuestas de la Comisión Bíblica, de 18 de junio de 1911]

1. Si atendiendo el universal y constante consentimiento de la Iglesia ya desde los primeros siglos, que luminosamente muestran los expresos testimonios de los Padres, los títulos de los códices de los Evangelios, las versiones, aun las más antiguas, de los Sagrados Libros y los catálogos trasmitidos por los Santos Padres, por los escritores eclesiásticos, por los Sumos Pontífices y por los Concilios, y finalmente el uso litúrgico de la Iglesia oriental y occidental, puede y debe afirmarse con certeza que Mateo, Apóstol de Cristo, es realmente el autor del Evangelio publicado bajo su nombre.

Resp.: Afirmativamente.

II. Si ha de considerarse como suficientemente apoyada en la tradición la sentencia que sostiene que Mateo precedió a los demás Evangelistas en escribir y que escribió el primer Evangelio en la lengua patria usada entonces por los judíos palestinenses, a quienes fue dirigida la obra.

Resp.: Afirmativamente, en cuanto a las dos partes.

III. Si la redacción de este texto original puede aplazarse más allá de la fecha de la ruina de Jerusalén, de suerte que los vaticinios que en el se leen sobre la misma ruina, hayan sido escritos después del suceso; o si el testimonio que suele alegarse de Ireneo [Adv. haer. 3, 1, 2], de interpretación incierta y controvertida, haya de considerarse de tanto peso que obligue a rechazar la sentencia de aquellos que creen, más conformemente con la tradición, que dicha redacción estaba ya terminada antes de la venida de Pablo a Roma.

Resp.: Negativamente a las dos partes.

IV. Si puede sostenerse, siquiera con probabilidad, la opinión de algunos modernos, según la cual, Mateo no habría compuesto propia y estrictamente el Evangelio cual nos ha sido trasmitido, sino solamente cierta colección de dichos o discursos de Cristo de los que se habría valido como de fuente otro autor anónimo, a quien hacen redactor del Evangelio mismo.

Resp.: Negativamente.

V. Si por el hecho de que los Padres y escritores eclesiásticos todos, más aún, hasta la Iglesia misma ya desde su cuna, han usado únicamente como canónico el texto griego del Evangelio conocido bajo el nombre de Mateo, sin exceptuar siquiera aquellos que expresamente enseñaron que Mateo Apóstol habría escrito en lengua patria, puede probarse con certeza que el mismo Evangelio griego es idéntico en cuanto a la sustancia con el Evangelio compuesto por el mismo Apóstol en su lengua patria.

   Resp.: Afirmativamente.

VI. Si por el hecho de que el autor del primer Evangelio persigue principalmente un fin apologético y dogmático, es decir, demostrar a los judíos que Jesús es el Mesías anunciado de antemano por los profetas y nacido de la estirpe de David, y que además no siempre guarda el orden cronológico en la disposición de los hechos y dichos que narra y refiere, puede de ahí deducirse que no han de tomarse como verdaderos tales dichos y hechos; o si puede también afirmarse que los relatos de los hechos y discursos de Cristo que se leen en el mismo Evangelio, han sufrido alguna alteración y adaptación bajo el influjo de las profecías del Antiguo Testamento y del más adelantado estado de la Iglesia, y que, por ende, no están conformes con la verdad histórica.

   Resp.: Negativamente a las dos partes.

VII. Si deben especialmente considerarse con razón destituidas de sólido fundamento las opiniones de aquellos que ponen en duda la autenticidad histórica de los dos primeros capítulos en que se narran la genealogía e infancia de Cristo, así como la de algunas sentencias de grande importancia en materia dogmática, como son las que se refieren al primado de Pedro [Mt. 16, 17-19], a la forma del bautismo con la universal misión de predicar confiada a los Apóstoles [Mt. 28, 19-20], a la profesión de fe de los Apóstoles en la divinidad de Jesucristo [Mt. 14, 33] y a otros puntos por el estilo que aparecen en Mateo enunciados de modo peculiar.

   Resp.: Afirmativamente.

Del autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica de los Evangelios según Marcos                  y según Lucas

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 26 de junio de 1912]

I. Si el sufragio luminoso de la tradición, maravillosamente unánime desde los comienzos de la Iglesia y confirmado por múltiples argumentos, a saber, por los testimonios expresos de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, por las citas y alusiones que ocurren en lo escritos de los mismos, por el uso de los antiguos herejes, por las versiones de los libros del Nuevo Testamento, por casi todos los códices manuscritos más antiguos, y también por las razones internas sacadas del texto mismo de los Libros Sagrados, obliga a afirmar con certeza que Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, y Lucas, médico, auxiliar y compañero de Pablo, son realmente los autores de los Evangelios que respectivamente se les atribuyen.

Resp.: Afirmativamente.

II. Si las razones con que algunos críticos se esfuerzan en demostrar que los doce últimos versículos del Evangelio de Marcos [Mc. 16, 9-20], no han sido escritos por el mismo Marcos, sino añadidos por mano ajena, son tales que den derecho a afirmar que no han de recibirse como canónicos e inspirados; o por lo menos demuestren que no es Marcos el autor de los mismos versículos.

Resp.: Negativamente a las dos partes.

III. Si es igualmente licito dudar de la inspiración y canonicidad de las narraciones de Lucas sobre la infancia de Cristo [Lc. 1-2]; o de la aparición del ángel que conforta a Jesús y del sudor de sangre [Lc. 22, 43 ss]; o si puede por lo menos demostrarse con sólidas razones —tesis grata a los antiguos herejes y que gusta también a algunos críticos recientes— que esas narraciones no pertenecen al auténtico Evangelio de Lucas.

Resp.: Negativamente a ambas partes.

IV. Si aquellos documentos, rarísimos y totalmente singulares en que el cántico del Magnificat no se atribuye a la Bienaventurada Virgen María, sino a Isabel, pueden y deben prevalecer en algún modo contra el testimonio concorde de casi todos los códices, tanto del texto griego original como de las versiones, así como contra la interpretación que manifiestamente exigen no menos el contexto que el ánimo de la misma Virgen y la constante tradición de la Iglesia.

Resp.: Negativamente.

V. Si en cuanto al orden cronológico de los Evangelios, es lícito apartarse de aquella sentencia que, robustecida por antiquísimo y constante testimonio de la tradición, atestigua que después que Mateo, que escribió el primero de todos su Evangelio en lengua patria, Marcos escribió el segundo en orden y Lucas el tercero; o si hay que pensar que a esta sentencia se opone a su vez la opinión de aquellos que afirman que el segundo y tercer Evangelio fueron compuestos antes que la traducción griega del primer Evangelio.

Resp.: Negativamente a las dos partes.

VI. Si es lícito diferir el tiempo de la composición de los Evangelios de Marcos y Lucas hasta la destrucción de la ciudad de Jerusalén, o si puede sostenerse, por el hecho de que la profecía del Señor acerca de la destrucción de esta ciudad parece más determinada en Lucas, que por lo menos su Evangelio fue escrito cuando ya estaba iniciado el cerco de la ciudad.

Resp.: Negativamente a las dos partes.

VII. Si debe afirmarse que el Evangelio de Lucas precedió al libro de los Hechos de los Apóstoles y que, como este libro, que tiene al mismo Lucas por autor [Act. 1, 15], fue terminado hacia el fin de la cautividad romana del Apóstol, su Evangelio no fue compuesto después de este tiempo.

Resp.: Afirmativamente.

VIII. Si teniendo presente tanto los testimonios de la tradición como los argumentos internos en cuanto a las fuentes de que ambos Evangelistas se valieron para escribir su Evangelio, puede ponerse prudentemente en duda la sentencia que afirma haber escrito Marcos según la predicación de Pedro, y Lucas según la predicación de Pablo, y juntamente afirma que los mismos Evangelistas, tuvieron también a mano otras fuentes fidedignas, tanto orales, como ya también consignadas por escrito.

Resp.: Negativamente.

IX. Si los dichos y hechos que Marcos narra diligentemente y como gráficamente conforme a la predicación de Pedro, y Lucas expone sincerísimamente, después de seguirlo todo diligentemente, desde el principio, por medio de testigos totalmente fidedignos como que desde el principio lo vieron por sí mismos y fueron ministros de la palabra [Lc. 1, 2 s], reclaman con razón para si aquella plena fe histórica que siempre les prestó la Iglesia; o, por el contrario, hay que considerar tales dichos y hechos como desprovistos, por lo menos en parte, de verdad histórica, ora porque los escritores no fueron testigos oculares, ora porque en uno y otro Evangelista se sorprende no raras veces defecto de orden y discrepancia en la sucesión de los hechos, ora porque, habiendo venido y escrito más tarde, hubieron forzosamente de referir concepciones extrañas a la mente de Cristo y los Apóstoles o hechos ya más o menos contaminados por la imaginación popular, ora, finalmente, porque cada uno según su fin condescendió con ideas dogmáticas preconcebidas.

Resp.: Afirmativamente a la primera parte; negativamente a la segunda.

De la cuestión sinóptica, o sea, de las mutuas relaciones entre los tres primeros Evangelios

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 26 de junio de 1912]

I. Si guardado lo que de todo punto ha de guardarse conforme a lo precedentemente estatuido, particularmente sobre la autenticidad e integridad de los tres Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, sobre la identidad sustancial del Evangelio griego de Mateo con su original primitivo, así como sobre el orden de tiempo en que fueron escritos; para explicar sus reciprocas semejanzas y desemejanzas, entre tan varias y opuestas opiniones de los autores, es lícito a los exegetas disputar libremente, y apelar a las hipótesis de la tradición oral o escrita, o también de la dependencia de uno respecto a su precedente o precedentes.

Resp.: Afirmativamente.

II. Si debe considerarse que guardan lo que arriba ha sido estatuído quienes, sin apoyarse en testimonio alguno de la tradición ni en ningún argumento histórico, fácilmente abrazan la hipótesis vulgarmente llamada de las dos fuentes, que pretende explicar la composición del Evangelio griego de Mateo y del Evangelio de Lucas por su dependencia sobre todo del Evangelio de Marcos y de la llamada colección de discursos del Señor, y si por lo tanto pueden defenderla libremente.

Resp.: Negativamente a las dos partes.

Del autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica del libro de los Hechos de los Apóstoles

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 12 de junio de 1913]

I. Si considerando principalmente la tradición de la Iglesia universal que se remonta hasta los primeros escritores eclesiásticos y atendidas las razones internas del libro de los Hechos ora en sí mismo considerado, ora en relación con el tercer Evangelio y, sobre todo, la mutua afinidad y conexión de ambos prólogos [Lc. 1, 1-4; Act. 1, 1 s], ha de tenerse por cierto que el volumen que se titula Hechos de los Apóstoles o lIpd~6~ 'A7roaróA~ov tiene por autor a Lucas Evangelista.

Resp.: Afirmativamente.

II. Si por razones críticas tomadas ora de la lengua y estilo,; ora del modo de contar, ora de la unidad de fin y de doctrina, puede demostrarse que el libro de los Hechos de los Apóstoles debe se atribuído a un solo autor; y si, por tanto, la sentencia de los modernos escritores, según la cual Lucas no es el autor único del libro, sino que hay que reconocer diversos autores del mismo libro, está destituída de todo fundamento.

Resp.: Afirmativamente a las dos partes.

III. Si especialmente las perícopes famosas en los Hechos, en que interrumpido bruscamente el uso de la tercera persona se introduce la primera plural (Wir-Stücke), debilitan la unidad de composición y la autenticidad; o si, consideradas histórica y filológicamente, más bien hay que deducir que la confirman.

Resp.: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.

IV. Si del hecho de que el libro mismo, apenas hecha mención del bienio de la primera cautividad romana de Pablo, se cierra bruscamente, es lícito inferir que el autor escribió un segundo volumen perdido o que lo intentó escribir y, por tanto, que la fecha de composición del libro de los Hechos puede atrasarse mucho después de dicha cautividad; o si más bien hay que sostener con derecho y razón que Lucas terminó su libro hacia el fin de la cautividad romana del Apóstol Pablo.

Resp.: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.

V. Si considerando juntamente, ora la frecuente y fácil comunicación que sin género de duda tuvo Lucas con los palestinenses así como con Pablo, Apóstol de las naciones, de quien fue auxiliar en la predicación evangélica y compañero de viajes, ora su acostumbrada industria y diligencia en buscar testigos y observar las cosas por sus propios ojos, ora finalmente la concordia muchas veces evidente y admirable del libro de los Hechos con las Epístolas de Pablo y con los más sinceros monumentos de la historia, debe sostenerse con certeza que Lucas tuvo a mano fuentes dignas de toda fe y que las empleó cuidadosa, proba y fielmente, de suerte que puede reclamar para si, con razón, la plena autoridad histórica.

Resp.: Afirmativamente.

VI. Si las dificultades que corrientemente suelen objetarse, tomadas, ya de los hechos sobrenaturales narrados por Lucas, ya de la referencia de ciertos discursos que, al estar trasmitidos compendiosamente, se consideran fingidos y adaptados a las circunstancias, ya de ciertos pasajes que por lo menos aparentemente disienten de la historia bíblica o profana, ya finalmente de ciertos resultados que parecen pugnar con el autor mismo de los Hechos o con otros autores sagrados, son tales que puedan inducir a poner en duda la autoridad histórica de los Hechos o, por lo menos disminuirla de algún modo.

Resp.: Negativamente.

Del autor, integridad y tiempo de composición de las Epístolas pastorales de Pablo Apóstol

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 12 de junio de 1913]

I. Si teniendo presente la tradición de la Iglesia que persevera universal y firmemente desde sus orígenes, tal como de muchos modos la atestiguan vetustos monumentos eclesiásticos, debe sostenerse con certeza que las Epístolas que se llaman pastorales, a saber, las dos a Timoteo y una a Tito, no obstante el atrevimiento de ciertos herejes, los cuales, por ser éstas contrarias a su doctrina, las borraron sin alegar razón alguna del número de las Epístolas paulinas, fueron escritas por el mismo Apóstol Pablo y perpetuamente contadas entre las auténticas y canónicas.

Resp.: Afirmativamente.

II. Si la hipótesis llamada fragmentaria, introducida y de diverso modo propuesta por algunos críticos modernos, quienes, por lo demás, sin razón probable alguna, sino más bien pugnando entre sí, pretenden que las Epístolas pastorales, en tiempo posterior, fueron entretejidas y notablemente aumentadas con fragmentos de cartas o con cartas paulinas perdidas, por obra de autores desconocidos, puede acarrear algún perjuicio, siquiera leve, al testimonio claro y firmísimo de la tradición.

Resp.: Negativamente.

III. Si las dificultades que de modos varios se suelen oponer, tomadas, ora del estilo y lengua del autor, ora de los errores particularmente gnósticos que se describen como ya introducidos, ora del estado de la jerarquía eclesiástica, que se supone ya desarrollada, y otras razones por el estilo en contra, debilitan de algún modo la sentencia, que sostiene como probada y cierta la genuinidad de las Epístolas pastorales.

Resp.: Negativamente.

IV. Si, como quiera que no menos por razones históricas que por la tradición eclesiástica, concorde con los testimonios de los Padres orientales y occidentales, así como por los indicios mismos que se sacan fácilmente, ya de la brusca conclusión del libro de los Hechos, ya de las Epístolas paulinas escritas en Roma, y principalmente de la segunda a Timoteo, debe tenerse por cierta la sentencia de la doble cautividad romana del Apóstol Pablo, puede afirmarse con seguridad que las Epístolas pastorales fueron escritas en el espacio de tiempo que media entre la liberación de la primera cautividad y la muerte del Apóstol.

Resp.: Afirmativamente.

Del autor y modo de composición de la Epístola a los Hebreos

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 24 de junio de 1914]

I. Si a las dudas que en los primeros siglos, debidas ante todo al abuso de los herejes, retuvieron los ánimos de algunos en Occidente acerca de la divina inspiración y origen paulino de la carta a los hebreos, ha de atribuírseles tanta fuerza que, atendida la perpetua, unánime y constante afirmación de los Padres orientales, a la que después del siglo IV se añadió el pleno consentimiento de la Iglesia occidental; consideradas también las actas de los Sumos Pontífices y de los sagrados Concilios, particularmente del Tridentino, así como el perpetuo uso de la Iglesia universal, es lícito dudar que la Epístola a los Hebreos haya de contarse con certeza no sólo entre las canónicas —cosa que está definida de fe—, sino entre las genuinas Epístolas del Apóstol Pablo.

Resp.: Negativamente.

II. Si los argumentos que suelen tomarse, ora de la insólita ausencia del nombre de Pablo y de la omisión del acostumbrado exordio y saludo en la Epístola a los Hebreos, ora de la pureza de su lengua griega, de la elegancia y perfección de la dicción y del estilo, ora del modo como en ella se alega el Antiguo Testamento y de él se argüye, ora de ciertas diferencias que se pretende existen entre la doctrina de esta carta y la de las demás epístolas de Pablo, tienen fuerza para debilitar de algún modo su origen paulino; o si, más bien, la perfecta armonía de doctrina y sentencias, la semejanza de avisos y exhortaciones, así como la consonancia de locuciones y palabras mismas, que hasta algunos acatólicos han celebrado, que se observan entre ella y los demás escritos del Apóstol de las gentes, demuestran y confirman el mismo origen paulino.

Resp.: Negativamente a la primera parte, afirmativamente la segunda.

III. Si el Apóstol Pablo de tal modo ha de considerarse como autor de esta Epístola que deba necesariamente afirmarse no sólo haberla concebido y expresado toda ella por inspiración del Espíritu Santo, sino que le dio también la forma en que se conserva

Resp.: Negativamente, salvo ulterior juicio de la Iglesia.

BENEDICTO XV, 1914-1922

De la “Parusía” o del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo en las Epístolas del Apóstol San Pablo

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 18 de junio de 1915]

I. Si para resolver las dificultades que ocurren en las Epístolas de San Pablo y en las de otros Apóstoles cuando se habla de la que llaman “Parusía”, o sea, del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, esté permitido al exegeta católico afirmar que los Apóstoles, si bien bajo la inspiración del Espíritu Santo no enseñan error alguno, expresan no obstante sus propios sentimientos humanos, en los que puede deslizarse error o engaño.

Resp.: Negativamente.

II. Si teniendo en cuenta la auténtica noción del cargo apostólico y la indudable fidelidad de San Pablo a la doctrina del Maestro, y también el dogma católico sobre inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, por el que todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia e insinúa debe tenerse como afirmado, enunciado e insinuado por el Espíritu Santo, bien pesados también los textos de las Epístolas del Apóstol, en si mismos considerados, perfectamente acordes con el modo de hablar del Señor mismo, es menester afirmar que el Apóstol Pablo nada absolutamente dijo en sus escritos que no concuerde perfectamente con aquella ignorancia del tiempo de la Parusía que el mismo Cristo proclamó ser propia de los hombres.

Resp.: Afirmativamente.

III. Si atendida la locución griega i1,u~s OL 'S~V7~S OL ~r6pLA~- 2] 7rO,U~VOL; pasada también la exposición de los Padres y ante todo la de San Juan Crisóstomo, versadísimo igualmente en su lengua patria, como en las Epístolas de San Pablo, es lícito rechazar, como traída de muy lejos y desprovista de sólido fundamento, la interpretación tradicional en las escuelas católicas (mantenida también por los innovadores del siglo XVI) que explica las palabras de San Pablo en el cap. 4 de la Epístola 1 a los tesalonicenses [v. 15-17], sin que en modo alguno implique la afirmación de una Parusía tan próxima que el Apóstol se cuente a sí mismo y a sus lectores entre los fieles que han de salir, sobrevivientes, al encuentro de Cristo.

Resp.: Negativamente.

De los cismáticos moribundos y muertos

[Respuestas del Santo Oficio a varios Ordinarios, de 17 de mayo de 1916]

I. Si a los cismáticos materiales que se hallan en el artículo de la muerte y piden de buena fe la absolución o la extremaunción, se les pueden conferir esos sacramentos sin abjuración de los errores.

Resp.: Negativamente; antes bien, se requiere que del modo mejor posible rechacen sus errores y hagan la profesión de fe.

II. Si a los cismáticos que se hallan en artículo de muerte y destituídos de sus sentidos, se les puede dar la absolución y la extremaunción.

Resp.: Bajo condición, afirmativamente, sobre todo si por las circunstancias es lícito conjeturar que por lo menos implícitamente rechazan sus errores; excluido, sin embargo, eficazmente, el escándalo, manifestando, por ejemplo, a los circunstantes que la Iglesia supone que en el último momento han vuelto a la unidad.

III. En cuanto a la sepultura eclesiástica, debe seguirse el Ritual Romano.

Del espiritismo

[Respuesta del Santo Oficio, de 24 de abril de 1917]

Si es licito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos.

Resp.: Negativamente a todo.

Código de Derecho Canónico

Del Código de Derecho Canónico, promulgado el 19 de mayo de 1918, citamos varios cánones en el Indice sistemático.

Acerca de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo

[Decreto del Santo Oficio, de 5 de junio de 1918]

Propuesta por la sagrada Congregación de Seminarios y Universidades la duda: Si pueden enseñarse con seguridad las siguientes proposiciones:

I. No consta que en el alma de Cristo, mientras Éste vivió entre los hombres, se diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores.

II. Tampoco puede decirse cierta la sentencia que establece no haber ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por ciencia de visión.

III. La opinión de algunos modernos sobre la limitación de la ciencia del alma de Cristo, no ha de aceptarse menos en las escuelas católicas que la sentencia de los antiguos sobre la ciencia universal.

Los Emmos. y Revmos. Sres. Cardenales Inquisidores Generales en materias de fe y costumbres, previo sufragio de los Señores Consultores, decretaron que debía responderse: Negativamente.

De la inerrancia de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de septiembre de 1920]

Con la doctrina de Jerónimo se confirman e ilustran de una manera egregia aquellas palabras con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, solemnemente declaró la antigua y constante fe de la Iglesia acerca de la absoluta inmunidad de las Escrituras respecto a cualesquiera errores: “Tan lejos está..” [véase 1951]. Y después de alegar las definiciones de los Concilios de Florencia y Trento, confirmadas en el del Vaticano, añade además lo siguiente: “Por eso poco importa... pues en otro caso no sería Él mismo el autor de la Sagrada Escritura entera” [v. 1952].

Aun cuando estas palabras de nuestro predecesor no dejan lugar a duda ni tergiversación alguna, doloroso es, sin embargo, Venerables Hermanos, que no hayan faltado no sólo de entre los que están fuera, sino también de entre los hijos de la Iglesia Católica y hasta —cosa que con más vehemencia desgarra nuestro corazón— de entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas disciplinas, quienes apoyados orgullosamente en su propio juicio han rechazado abiertamente u ocultamente combatido el magisterio de la Iglesia en esta materia. Cierto que aprobamos el designio de aquellos que para salir ellos y sacar a los demás de las dificultades del Sagrado Libro, buscan nuevos métodos y modos de resolverlas, apoyándose en todos los auxilios de los estudios y de la crítica; pero míseramente se descaminarán de su intento, si descuidaren las enseñanzas de nuestro antecesor y traspasaren las fronteras ciertas y los límites establecidos por los Padres [Prov. 22, 28]. A la verdad, no se encierra en esas enseñanzas y límites la opinión de aquellos modernos que, introduciendo la distinción entre el elemento primario o religioso de la Escritura, y el secundario o profano, quieren, en efecto, que la inspiración misma se extienda a todas las sentencias y hasta a cada palabra de la Biblia, pero coartan o limitan sus efectos y, ante todo, la inmunidad de error y absoluta verdad, al elemento primario o religioso. Sentencia suya es, en efecto, que sólo lo que a la religión se refiere es por Dios intentado y enseñado en las Escrituras; pero lo demás, que pertenece a las disciplinas profanas y sólo sirve a la doctrina revelada como de una especie de vestidura exterior de la verdad divina, eso solamente lo permite y lo deja a la flaqueza del escritor. Nada tiene, pues, de extraño que en materias físicas e históricas y otras semejantes, haya en la Biblia muchas cosas que no puedan en absoluto componerse con los adelantos de nuestra edad en las buenas artes. Hay quienes pretenden que estos delirios de opiniones no pugnan en nada contra las prescripciones de nuestro predecesor, como quiera que declaró éste que en las cosas naturales el hagiógrafo habla según la apariencia externa, ciertamente falaz [v. 1947]. Pero cuán temeraria, cuán falsamente se afirme eso, manifiestamente aparece por las palabras mismas del Pontífice...

No disienten menos de la doctrina de la Iglesia... quienes piensan que las partes históricas de las Escrituras no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa y en la opinión concorde del vulgo; y esto no temen deducirlo de las palabras mismas del Pontífice León, como quiera que éste dijo poderse trasladar a las disciplinas históricas los principios establecidos sobre las cosas naturales [v. 1949]. Consiguientemente pretenden que, así como en lo físico hablaron los hagiógrafos según lo que aparece; así refieren sucesos sin conocerlos, tal como parecia que constaban por la común sentencia del vulgo o por los falsos testimonios de los otros, y que ni indicaron las fuentes de su conocimiento ni hicieron suyos los relatos de los otros. ¿A qué prodigarnos en refutar una cosa que es patentemente injuriosa a nuestro antecesor, falsa y llena de error? Porque, ¿qué tiene que ver la historia con las cosas naturales, cuando la física versa sobre lo que “sensiblemente aparece” y debe por tanto concordar con los fenómenos, y la ley principal de la historia es, por lo contrario, que lo escrito ha de convenir con los hechos, tal como realmente se realizaron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo permanecerá incólume aquella verdad inmune de toda falsedad en la narración sagrada, verdad que nuestro predecesor en todo el contexto de su Carta declara debe mantenerse? Y si afirma que puede provechosamente trasladarse a la historia y disciplinas afines lo que tiene lugar en lo físico, eso no lo estableció ciertamente de modo general, sino que aconseja solamente que usemos de método semejante para refutar las falacias de nuestros adversarios y defender de sus ataques la fe histórica de la Sagrada Escritura...

No le faltan a la Escritura Santa otros detractores; nos referimos a quienes de tal manera abusan de principios de suyo rectos, con tal de que se contengan dentro de ciertos límites, que destruyen los fundamentos de la verdad de la Biblia y socavan la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres.

Si aun viviera, sobre ellos dispararía Jerónimo aquellos acérrimos dardos de su palabra, pues, sin tener en cuenta el sentir y juicio de la Iglesia, acuden con demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las narraciones sólo aparentemente históricas; o pretenden encontrar en los Sagrados Libros ciertos géneros literarios, con los que no puede componerse la integra y perfecta verdad de la palabra divina; o tales opiniones profesan sobre el origen de la Biblia que se tambalea o totalmente se destruye su autoridad. Pues, ¿qué sentir ahora de aquellos que en la exposición de los mismos Evangelios, de la fe a ellos debida, la humana la disminuyen y la divina la echan por tierra? En efecto, lo que nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo, no creen haya llegado a nosotros integro e inmutable, por aquellos testigos que religiosamente pusieron por escrito lo que ellos mismos vieron y oyeron; sino que —particularmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere— parte procedió de los Evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, parte se compuso de la narración de los fieles de otra generación...

Pues ya, Venerables Hermanos, no vaciléis en llevar a vuestro clero y pueblo lo que en este décimoquinto centenario de la muerte del Doctor máximo hemos comunicado con vosotros, a fin de que todos, bajo la guía y patronazgo de Jerónimo, no sólo mantengan y defiendan la doctrina católica sobre la inspiración divina de las Escrituras, sino que sigan también cuidadosísimamente los principios que en la Carta Encíclica Providentissimus Deus y esta nuestra están prescritos...

De las doctrinas teosóficas

     [Respuesta del Santo Oficio, de 18 de julio de 1919]

Si las doctrinas que llaman hoy día teosóficas pueden conciliarse con la doctrina católica, y por tanto, si es licito dar su nombre a las sociedades teosóficas, asistir a sus reuniones y leer sus libros, revistas, diarios y escritos. Resp.: Negativamente en todo.

 

PIO XI 1922-1939

De la relación entre la Iglesia y el Estado

[De la Encíclica Ubi arcano, de 23 de diciembre de 1922]

Y si la Iglesia mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo de estos negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con propio derecho se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto, o para oponerse de cualquier manera a aquellos bienes más elevados en que se cifra la salvación eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con leyes y mandatos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de la Iglesia misma o finalmente para conculcar los sagrados derechos de Dios mismo en la sociedad civil.

De la ley y modo de seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino

[De la Encíclica Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923]

Nos, empero, queremos que todo cuanto nuestros predecesores y, ante todo, León XIII y Pío X decretaron, y Nos mismo el año pasado mandamos, cuidadosamente lo atiendan e inviolablemente lo guarden aquellos señaladamente que en las escuelas de los clérigos desempeñan el magisterio de las disciplinas superiores. Y persuádanse estos mismos que no sólo cumplirán con su deber, sino que llenarán también nuestros votos, si empezaren ellos por amar ardientemente al Doctor Aquinatense, a fuerza de revolver día y noche sus escritos, y comunicaren luego ese ardiente amor a sus alumnos, al interpretar al mismo Doctor, y los vuelven idóneos para excitar también en otros esa misma afición.

Es decir, que entre los amadores de Santo Tomás, cual es bien que lo sean todos los hijos de la Iglesia que se dedican a los mejores estudios, Nos deseamos que se dé aquella honesta emulación dentro de la justa libertad, de donde procede el progreso de los estudios; pero no detracción alguna que no favorece a la verdad y únicamente vale para romper los lazos de la caridad. Sea, pues, cosa santa para cada uno lo que en el Código de derecho canónico se manda, a saber, que “los profesores traten absolutamente los estudios de la filosofía racional y de la teología, y la instrucción de los alumnos en estas disciplinas según el método, doctrina y principios del Doctor Angélico y sosténganlos religiosamente”; y aténganse todos de modo tal a esta norma, que puedan llamarle verdaderamente su maestro. Pero no exijan unos de otros más de lo que de todos exige la Iglesia, maestra y madre de todos; pues en aquellas materias en que se disputa en contrario sentido en las escuelas católicas entre los autores de mejor nota, a nadie se le ha de prohibir que siga aquella sentencia que le pareciere más verosímil.

De la reviviscencia de los méritos y de los dones

[De la Bula del jubileo Infinita Dei misericordia, de 2 de mayo de 1924]

Lo que se daba entre los hebreos el año sabático, que, recuperados sus bienes, que habían pasado a propiedad de otros, volvían a su antigua posesión, y que los siervos volvían libres a la familia primitiva [Lev. 25, 10] y que se perdonaban las deudas a quienes debían, todo eso sucede y se cumple con más facilidad entre nosotros en el año de expiación. Todos aquellos, en efecto, que con espíritu de penitencia, cumplan, durante el magno jubileo, los saludables mandatos de la Sede Apostólica, reparan y recuperan integramente aquella abundancia de méritos y dones que pecando perdieron y se eximen del aspérrimo dominio de Satanás, para adquirir nuevamente aquella libertad con que Cristo nos liberó [Gal. 4, 31], y finalmente quedan absueltos plenamente, en virtud de los méritos copiosísimos de Jesucristo, de la B. Virgen Maria y de los Santos, de todas las penas que habían de pagar por sus culpas y pecados.

De la realeza de Cristo

[De la Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925]

Ahora bien, en qué fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro Señor, convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: “De todas las criaturas, para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación, no por haberla arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino por su misma esencia y naturaleza”; es decir, su realeza se funda en aquella maravillosa unión que llaman hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino que también ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, es decir: aun por el solo título de la unión hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas. Mas por otra parte, ¿qué pensamiento más grato ni más dulce podemos tener que el de que Cristo impere sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho adquirido, es decir, por el de redención? ¡Ojalá, en efecto, los hombres todos, tan olvidadizos, recordaran cuánto le hemos costado a nuestro Salvador: Porque no habréis sido comprados con oro o plata corruptibles, sino con la sangre de Cristo, como de cordero inmaculado y sin tacha [1 Petr. 1, 18-19]. Ya no somos nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a alto precio [1 Cor. 6, 20]; nuestros mismos cuerpos, son miembros de Cristo [Ibid. 15].

Ahora bien, para declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este principado, apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder, careciendo del cual apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más que sobradamente los testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras acerca del imperio universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con fe católica que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en quien confíen y, al mismo tiempo, como legislador a quien obedezcan [Concilio de Trento, sesión n, Can. 21; v. 831]. Ahora bien, los Evangelios no tanto nos cuentan que Él dio leyes, cuanto nos lo presentan dándolas; y quienes esos preceptos guardaren, esos dice el divino Maestro, unas veces con unas, otras con otras palabras, que le probarán el amor que le tienen y que permanecerán en su amor [Ioh. 14, 15; 15, 10]. Que la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el mismo Jesús lo proclama ante los judíos que le echan en cara la violación del descanso del sábado por la maravillosa curación de un hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga a nadie, sino que todo juicio lo dio al Hijo [Ioh. 5, 22]. Y en él se comprende, por ser cosa inseparable del juicio, el imponer por propio derecho premios y castigos a los hombres, aun mientras viven. Y hay, en fin, que atribuir a Cristo el poder que llaman ejecutivo, como quiera que a su imperio es menester que obedezcan todos, y ese poder justamente unido a la promulgación, contra los contumaces, de suplicios a que nadie puede escapar.

Sin embargo, que este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual pertenezca muéstranlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos alegado de la Biblia, y confirmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo Señor mismo. Porque fue así que en más de una ocasión, como los judíos y hasta los mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de reivindicar la libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, Él les quitó y arrancó esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser proclamado rey por la confusa muchedumbre de los que le admiraban, Él rehusó ese nombre y honor, huyendo y escondiéndose; y ante el presidente romano proclamó que su reino no era de este mundo [Ioh. 18, 36]. Tal se nos propone ciertamente en los Evangelios este reino, para entrar en el cual los hombres han de prepararse haciendo penitencia, y no pueden de hecho entrar si no es por la fe y el bautismo, sacramento este que, si bien es un rito externo, significa y produce, sin embargo, la regeneración interior; opónese únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus seguidores no sólo que, desprendido su corazón de las riquezas y de las cosas terrenas, ostenten mansedumbre de costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Y habiendo Cristo adquirido la Iglesia, como Redentor, con su sangre, y habiéndose, como Sacerdote, ofrecido a si mismo como victima por los pecados y siguiendo perpetuamente ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia dignidad ha de revestir y participar la naturaleza de aquellos dos cargos de Redentor y Sacerdote?

Torpemente, por lo demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio sobre cualesquiera cosas civiles, como quiera que Él tiene de su Padre un derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas bajo su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se abstuvo en absoluto de ejercer semejante dominio y, como entonces despreció la posesión y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus posesores y se las deja ahora. Y aquí puede muy bellamente aplicarse aquello de que: “No quita los reinos mortales, quien da los celestiales” [Himno Crudelis Herodes del oficio de la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro Redentor comprende a todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente nuestras las palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII: “Es decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico, ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen ciertamente de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus opiniones los lleve extraviados, o la disensión los separe de la caridad; sino que comprende también cuantos entran en el número de los que carecen de fe cristiana, de suerte que con toda verdad está en la potestad de Cristo toda la universidad del género humano” [Encíclica Annum sacrum, de 25 de mayo de 1899]. Y en este punto no hay diferencia alguna entre los individuos y las sociedades domésticas y civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no están menos en poder de Cristo que individualmente.

La misma es, a la verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no hay en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 12]; el mismo es, tanto para los ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el autor de la prosperidad y de la auténtica felicidad: “Porque no es el Estado feliz de otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es el Estado que la concorde muchedumbre de los hombres.” No rehusen, pues, los rectores de las naciones prestar al imperio de Cristo, por si y por su pueblo, público homenaje de reverencia y sumisión, si es que de verdad quieren, mantenida incólume su autoridad, promover y acrecentar la prosperidad de la patria.

Del laicismo

   [De la misma Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1935]

Pues ya, al mandar que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del nombre católico, por ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos presentes y pondremos un remedio principal a la peste que ha inficionado a la sociedad humana.

Peste de nuestra edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y criminales intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas las naciones; se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo de Cristo, de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden, ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a poco, fue igualada la religión de Cristo con las falsas religiones y puesta con absoluto indecoro en su mismo género; se la sometió después al poder civil y se la dejó casi al arbitrio de gobernantes y magistrados. Aún pasaron más allá quienes pensaron que la religión divina debía ser sustituida por una religión natural, por una especie de movimiento natural del alma. Y no han faltado Estados que han creído podían pasar sin Dios, y que su religión consistía en la impiedad y en el abandono de Dios.

Del “Comma lohanneum”

[Del Decreto del Santo Oficio, de 13 de enero de 1897 y la Declaración del Santo Oficio,                        de 2 de junio de 1927]

A la pregunta: “Si puede negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en duda que sea auténtico el texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5, vers. 7, que dice así: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: El Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una sola cosa”; se respondió el 13 de enero de 1897: Negativamente.

Sobre esta respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración, dada ya desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego muchas veces repetida, la cual se ha hecho de derecho público por autorización del mismo Santo Oficio en el EB 121:

“Este decreto fue dado para reprimir la audacia de los doctores particulares que se arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en duda en último juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum. Pero no quiso en manera alguna impedir que los escritores católicos investigaran más a fondo el asunto, y pesados cuidadosamente los argumentos de una y otra parte con la moderación y templanza que requiere la gravedad de la cosa, se inclinaran a la sentencia contraria a la genuinidad, con tal que declararan que están dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia, a la que fue por Jesucristo encomendado el cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras, sino también el de custodiarlas fielmente.

De las reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos

[Del Decreto del Santo Oficio, de 8 de julio de 1927]

Si es licito a los católicos asistir o favorecer las reuniones, asociaciones, congresos o sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos reclaman para sí de un modo u otro el nombre de cristianos se unan en una sola alianza religiosa.

Resp.: Negativamente, y hay que atenerse totalmente al Decreto publicado por esta misma Suprema S. Congregación el día 4 de julio de 1919 Sobre la participación de los católicos en la sociedad “para procurar la unidad de la cristiandad”.

Del nexo de la sagrada Liturgia con la Iglesia

[De la Constitución Apostólica Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]

Habiendo la Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la santidad del culto divino, a ella le toca ciertamente —salvo la sustancia del sacrificio y de los sacramentos—, mandar aquellas cosas, a saber: ceremonias, ritos, fórmulas, preces, canto, por las que ha de regirse de la mejor manera aquel augusto y público ministerio, cuyo nombre peculiar es Liturgia, como si dijéramos, la acción sagrada por excelencia. Y cosa, a la verdad, sagrada es la Liturgia, pues por ella nos levantamos a Dios y con Él nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos obligamos a Él con gravísimo deber por los beneficios y auxilios recibidos, de los que perpetuamente estamos necesitados. De ahí el intimo parentesco entre la sagrada Liturgia y el dogma, así como entre el culto cristiano y la santificación del pueblo. Por eso Celestino I creía ver expresado el canon o regla de la fe en las fórmulas venerandas de la Liturgia. Dice efectivamente: “La ley de creer ha de establecerla la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de los pueblos santos desempeñan la delegación que les ha sido encomendada, representan ante la clemencia divina la causa del género humano, y piden y suplican, a par que con ellos gime la Iglesia entera” [v. 139].

De la masturbación procurada directamente

[Del Decreto del Santo Oficio, de 2 de agosto de 1929]

Si es licita la masturbación directamente procurada para obtener esperma con que se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la blenorragia.

Resp.: Negativamente.

De la educación cristiana de la juventud

[De la Encíclica Divini illius magistri, de 31 de diciembre de 1929]

Puesto que toda la razón de la educación se dirige a aquella formación del hombre que éste debe conseguir en esta vida mortal para alcanzar el fin supremo a que fue destinado por su Creador, es evidente que, como no puede haber educación verdadera alguna que no se enderece toda al fin último; así, en el presente orden de las cosas, establecido por la providencia de Dios, es decir, después que Él mismo se reveló en su Unigénito, único que es camino, verdad y vida [Ioh. 14, 6], no puede darse educación plena y perfecta, sino la que se llama cristiana..

La misión de educar pertenece necesariamente a la sociedad, no a los individuos en particular. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas entre sí, pero, por voluntad de Dios, armónicamente unidas, en que el hombre queda inscrito desde su nacimiento: dos de ellas, es decir, la doméstica y la civil, de orden natural, la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. El primer lugar lo ocupa la sociedad doméstica, que por haber sido instituída y dispuesta por Dios mismo para este fin propio, que es la procreación y educación de los hijos, antecede por su naturaleza y, consiguientemente, por derechos a ella propios, a la sociedad civil.

Sin embargo, la familia es sociedad imperfecta, precisamente porque no está dotada de todos los medios para conseguir, de modo perfecto, su fin nobilísimo; en cambio, la sociedad civil, por disponer de todo lo necesario para el fin a que está destinada, que es el bien común de esta vida terrena, es sociedad en todos aspectos absoluta y perfecta, y, por esta causa, aventaja a la comunidad familiar que precisamente sólo en la sociedad civil alcanza segura y debidamente su objeto. En fin, la tercera sociedad en que los hombres entran, por el lavatorio del bautismo y la vida de la gracia divina, es la Iglesia, sociedad ciertamente sobrenatural, que abraza a todo el género humano, y es en si misma perfecta, por disponer de todos los medios para alcanzar su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y, por ende, suprema en su orden.

Síguese de aquí que la educación que abarca a todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia divina, pertenece igualmente a estas tres sociedades necesarias, en una medida proporcional y correspondiente al fin propio de cada una, según el orden actual de la providencia, por Dios establecido.

Y en primer lugar y de manera eminente, la educación pertenece a la Iglesia, por doble titulo de orden sobrenatural que Dios le concedió exclusivamente a ella y, por tanto, absolutamente superior y más fuerte que cualquier otro títuIo de orden natural.

La primera razón de este derecho se funda en la suprema autoridad y misión del magisterio que su divino Fundador confió a la Iglesia por estas palabras: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la Tierra. Marchad, pues, y enseñad... hasta la consumación del tiempo [Mt. 28, 18-20]. A este magisterio otorgó Cristo Señor la inmunidad de todo error, juntamente con el mandato de enseñar su doctrina a todos los hombres; por lo cual, “la Iglesia ha sido constituida por su divino Autor columna y fundamento de la verdad, para enseñar a todos los hombres la fe divina y guardar su depósito, a ella confiado, integro e inviolado, y formar y dirigir a los hombres, sus asociaciones y acciones, a la honestidad de costumbres e integridad de la vida, conforme a la norma de la doctrina revelada”.

La segunda razón de su derecho nace de aquel sobrenatural oficio de madre, por el que la Iglesia, esposa purísima de Cristo, reparte a los hombres la vida de la gracia y la alimenta y acrece con sus sacramentos y enseñanzas. Con razón, pues, afirma San Agustín: “No tendrá a Dios por padre, quien no quisiere tener a la Iglesia por madre”...

La Iglesia, consiguientemente promueve las letras, las ciencias y las artes, en cuanto son necesarias o útiles para la educación cristiana y para toda su labor de la salud de las almas, aun fundando y sosteniendo escuelas e instituciones propias, donde se enseñe toda disciplina y se dé entrada a todo grado de erudición. Ni ha de tenerse por ajena a su maternal magisterio la que llaman educación física, como quiera que también ella es tal que puede aprovechar o dañar a la educación cristiana.

Esta acción de la Iglesia en todo género de cultura, así como cede en sumo provecho de las familias y naciones, que sin Cristo caminan a su ruina —como rectamente observa San Hilario: “¿Qué hay más peligroso para el mundo que no recibir a Cristo?”—, así no trae inconveniente alguno a las ordenaciones civiles de estas cosas; pues la Iglesia, como madre que es prudentísima, no sólo no se opone a que sus escuelas e instituciones para la educación de los seglares se conformen en cada nación a las legitimas disposiciones de los gobernantes, sino que está dispuesta en todo caso a ponerse de acuerdo con éstos y resolver, de común consejo, las dificultades que pudieran surgir.

Tiene además la Iglesia no sólo el derecho, de que no puede abdicar, sino el deber, que no puede abandonar, de vigilar sobre toda educación que a sus hijos, los fieles, se dé en cualquier institución pública o privada, no sólo en cuanto a la doctrina religiosa que en ellas se enseñe, sino también respecto a toda otra disciplina y reglamentación de las cosas, en cuanto están relacionadas con la religión y la moral...

Con este principal derecho de la Iglesia, no sólo no discrepan, sino que absolutamente están de acuerdo los derechos de la familia y del Estado y hasta los mismos derechos que cada ciudadano tiene en lo que atañe a la justa libertad de la ciencia y de los métodos de investigación científica y, finalmente, de cualquier cultura profana. Efectivamente, para declarar desde luego la causa y origen de esta armonía, tan lejos está el orden sobrenatural, en que se fundan los derechos de la Iglesia, de destruir o mermar el orden natural a que pertenecen los otros derechos que hemos mencionado, que, por lo contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de los dos órdenes presta al otro un auxilio y como complemento, proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, como quiera que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo: Las obras de Dios son perfectas y todos sus caminos justicia [Deut. 32, 4].

Lo mismo se verá más claramente si consideramos separadamente y más de cerca la misión que en orden a la educación incumbe a familia y a Estado.

Y ante todo, con la misión de la Iglesia concuerda maravillosamente la misión de la familia, como quiera que una y otra proceden de Dios de modo muy semejante. Porque Dios, en el orden natural, comunica can la familia de modo inmediato su fecundidad, principio de vida y, por ende, principio de educación para la vida, juntamente con la autoridad, principio de orden.

A este propósito, dice el Doctor Angélico con la perspicacia y la precisión que acostumbra: “El padre carnal participa particularmente de la razón de principio, que de modo universal se halla en Dios... El padre es principio de la generación, de la educación, de la disciplina y de todo lo que atañe a la perfección de la vida humana”.

Tiene consiguientemente la familia inmediatamente del Creador la misión, y por ende, el derecho, de educar a la prole; derecho, ciertamente, que no puede por una parte renunciarse, por ir unido a un gravísimo deber, y es por otra anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y, por esta causa, a ninguna potestad de la tierra es licito infringirlo...

De esta misión educativa que compete en primer término a la Iglesia y a la familia, no sólo dimanan, como hemos visto, máximas ventajas a la sociedad entera, sino que ningún daño puede venir a los verdaderos y propios derechos del Estado en orden a la educación de los ciudadanos. Estos derechos se conceden por el autor mismo de la naturaleza a la sociedad civil, no por titulo de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, sino por razón de la autoridad que tiene para promover el bien común en la tierra, que es ciertamente su propio fin.

De aquí se sigue que la educación no pertenece de manera igual a la sociedad civil que a la Iglesia y a la familia, sino manifiestamente de otra manera, que responda a su fin propio. Ahora bien, este fin, que es el bien común en el orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada ciudadano gozan en el ejercicio de sus derechos, y juntamente en la máxima abundancia que sea posible en esta vida mortal, de las cosas, espirituales y perecederas, que se debe alcanzar con el esfuerzo y acuerdo de todos. Doble es, pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y promover, pero en manera alguna absorber y suplantar a la familia y a los individuos.

Por tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor decir, es deber del Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la familia, que antes hemos recordado, es decir, el de educar cristianamente a la prole, y, consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en orden a esa educación cristiana.

Toca igualmente al Estado proteger ese mismo derecho en la prole, si alguna vez llegase a faltar física o moralmente la obra de los padres, por negligencia, incapacidad o indignidad; porque, como antes hemos dicho, el derecho educativo de los padres, no es absoluto y despótico, sino que depende de la ley natural y divina, y está, por ende, sujeto no sólo a la autoridad y juicio de la Iglesia, sino también, por razón del bien común, a la vigilancia y tutela del Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad perfecta que tenga en si misma todo lo necesario para su cabal y pleno perfeccionamiento. En este caso, por lo demás, excepcional, ya no suplanta el Estado a la familia, sino que atiende y provee a una necesidad con oportunos remedios, siempre en conformidad con los derechos naturales de la prole y los sobrenaturales de la Iglesia.

De modo general, es derecho y misión del Estado proteger la educación moral y religiosa de la juventud, conforme a las normas de la recta razón y de la fe, apartando aquellas causas públicas que a ella se oponen. Pero toca principalmente al Estado, como lo exige el bien común, promover de muchos modos la educación e instrucción misma de la juventud. Ante todo y directamente, favoreciendo y ayudando a la acción de la Iglesia y de las familias, cuya eficacia se demuestra por la historia y la experiencia; luego complementando esa misma acción, donde falta o no es suficiente; fundando también escuelas e instituciones propias; pues el Estado dispone de recursos superiores a los de los particulares y como le fueron entregados para las comunes necesidades de todos, es justo y conveniente que los emplee en utilidad de los mismos de quienes los ha recibido. Puede además mandar el Estado, y por ende procurar, que todos los ciudadanos no sólo aprendan sus derechos civiles y nacionales, sino que también reciban aquel grado de cultura científica, moral y física que conviene y realmente exige el bien común en nuestros tiempos. Sin embargo, es evidente que en todos estos modos de promover la educación e instrucción pública y privada, el Estado tiene el deber no sólo de respetar los derechos nativos de la Iglesia y la familia en orden a la educación cristiana, sino que ha de obedecer a la justicia que da a cada uno lo suyo. Por consiguiente, no es licito que el Estado de tal modo monopolice toda la educación e instrucción, que las familias, contra los deberes de su conciencia cristiana, o contra sus legitimas preferencias, se vean forzadas física o moralmente a mandar sus hijos a las escuelas del mismo Estado.

Pero esto no quita que para la recta administración de la cosa pública o para la defensa interior y exterior de la paz, todo lo cual, así como es tan necesario para el bien común, así exige peculiar pericia y especial preparación, el Estado instituya escuelas que pudieran llamarse preparatorias para algunos cargos, especialmente militares, con tal que, en lo que a ellas se refiere, se abstenga de violar los derechos de la Iglesia y de la familia...

A la sociedad civil y al Estado pertenece la que puede llamarse educación cívica, no sólo de la juventud, sino de todas las edades y condiciones, y que en la parte que llaman positiva, consiste en proponer públicamente a los hombres pertenecientes a tal sociedad las cosas que imbuyendo sus mentes e hiriendo sus sentidos con conocimientos e imágenes, inviten la voluntad hacia lo honesto y a ello la conduzcan por una especie de necesidad moral; y en su parte negativa, en precaver e impedir lo que a ella se opone. Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que abarca casi toda la obra del Estado por el bien común, como haya de conformarse a las leyes de la equidad, no puede oponerse a la doctrina de la Iglesia que está divinamente constituída maestra de esas leyes...

Tampoco... ha de perderse jamás de vista que el sujeto de la educación cristiana es el hombre todo entero, es decir, el hombre que se compone de una sola naturaleza por medio del espíritu y del cuerpo y dotado de todas las facultades de alma y cuerpo que o proceden de la naturaleza o la sobrepasan; tal, finalmente, como le conocemos por la recta razón y los divinos oráculos; es decir, el hombre a quien, después de caer de su prístina nobleza, redimió Cristo y le restituyó a la sobrenatural dignidad de ser hijo adoptivo de Dios, sin devolverle, no obstante, aquellos privilegios preternaturales en virtud de los cuales era antes su cuerpo inmortal y su alma equilibrada e integra. De donde resultó que sobreviven en el hombre las fealdades que a la naturaleza humana fluyeron de la culpa de Adán, particularmente la debilidad de la voluntad y las desenfrenadas concupiscencias del alma.

Y a la verdad, pegada está la necedad al corazón del niño, y la vara de la disciplina la arrojará fuera [Prov. 22, 15]. Desde la niñez, por lo tanto, hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son malas, y fomentarlas si son buenas, y, sobre todo, es menester imbuir la mente de los niños con las doctrinas que de Dios vienen y fortalecer su voluntad con los auxilios de la gracia divina, en faltando los cuales, ni podrá nadie moderar sus concupiscencias, ni podrá la Iglesia llevar a término y perfección la disciplina y formación, no obstante haberla Cristo provisto de celestes doctrinas y sacramentos divinos, para que ella fuese maestra eficaz de todos los hombres.

Por lo tanto, toda pedagogía, cualquiera que sea, que se contente con las meras fuerzas de la naturaleza y rechace o descuide lo que por institución divina contribuye a la debida formación de la vida cristiana, es falsa y llena de error, y todo método y procedimiento educativo de la juventud que no tenga apenas para nada en cuenta la mancha trasmitida por los primeros padres a toda su posteridad, ni tampoco la gracia divina, y que, por ende, se funde toda entera en las solas fuerzas de la naturaleza, se desvía totalmente de la verdad. Tales son, sobre poco más o menos sistemas que con nombres varios se propalan públicamente en nuestros tiempos, los cuales se reducen a poner casi totalmente el fundamento de cualquier educación en que sea permitido a los niños formarse ellos a sí mismos, según su plena inclinación y arbitrio, aun repudiando los consejos de los mayores y maestros, y sin tener para nada en cuenta ley alguna, ni ayuda humana, ni divina. Todo esto, si de tal manera se circunscribiera en sus propios límites, que estos nuevos maestros quisieran que los adolescentes colaboraran también en su educación con su propio trabajo e industria, tanto más cuanto más adelantan en edad y conocimiento de las cosas, o bien, que de la educación de los niños se apartara toda violencia y aspereza (con la que no ha, sin embargo, de confundirse la justa corrección), la cosa sería verdadera, pero en modo alguno nueva, como quiera que eso mismo ha enseñado la Iglesia y lo han mantenido por tradición de sus mayores los educadores cristianos, imitando a Dios, el cual quiere que todas las criaturas y señaladamente todos los hombres, colaboren con Él, conforme a la propia naturaleza de ellos, pues la divina sabiduría se extiende poderosa de confín a confín y lo dispone todo suavemente [Sap. 8,1]...

Pero mucho más perniciosas son las ideas y doctrinas sobre seguir absolutamente como guía a la naturaleza, que tocan una parte delicadísima de la educación humana, aquella —decimos— que atañe a la integridad de las costumbres y a la castidad. Corrientemente, en efecto, se hallan muchos que, tan necia como peligrosamente, defienden y proponen aquel método educativo que con afectación llaman educación sexual, estimando falsamente que podrán precaver a los jóvenes contra el placer de la lujuria por medios puramente naturales y sin ayuda alguna de la religión y de la piedad; a saber, iniciándolos e instruyéndolos a todos, sin distinción de sexo, y hasta públicamente, en doctrinas resbaladizas, y aun —lo que es peor— exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, a fin de que su espíritu, acostumbrado, como ellos dicen, a estas cosas, quede como curtido para los peligros de la pubertad.

Pero yerran gravemente esos hombres al no reconocer la nativa fragilidad de la naturaleza humana ni la ley ínsita en nuestros miembros, la cual, para valernos de las palabras del Apóstol Pablo, combate contra la ley de la mente [Rom. 1, 23], y al negar temerariamente lo que sabemos por la diaria experiencia, que los jóvenes más que nadie caen frecuentemente en los pecados torpes, no tanto por falta de conocimiento de la inteligencia, cuanto por debilidad de la voluntad, expuesta a los halagos y desprovista de los auxilios divinos.

En este asunto, de verdad difícil, si, atendidas todas las circunstancias, se hace necesario dar oportunamente a algún joven alguna instrucción de parte de quienes han recibido de Dios el deber de educar a los niños juntamente con las gracias oportunas, hay que emplear aquellas cautelas y artes que no son desconocidos de los educadores cristianos...

Igualmente ha de tenerse por erróneo y pernicioso para la educación cristiana aquel método de formación de la juventud que llaman vulgarmente coeducación... Uno y otro sexo han sido constituídos por la sabiduría de Dios para que en la familia y en la sociedad se completen mutuamente y formen una conveniente unidad, y eso justamente por su misma diferencia de cuerpo y alma, que los distingue entre sí, diferencia que, por tanto, debe mantenerse en la educación y formación, y hasta favorecerse por la conveniente distinción y separación, adecuada a las edades y condiciones. Y estos preceptos, que dicta la prudencia cristiana, han de guardarse en su tiempo y ocasión, no sólo en todas las escuelas, señaladamente durante los años inquietos de la adolescencia, de los que depende totalmente la marcha de casi toda la vida futura, sino también en los ejercicios de gimnasia y deporte, en los que debe atenderse de modo peculiar a la cristiana modestia de las niñas, de las que gravemente desdice cualquier exhibición y publicidad a los ojos de todos...

Mas para procurar una perfecta educación es menester procurar que cuanto a los niños rodee durante el periodo de su formación, corresponda bien al fin que se pretende.

Y, a la verdad, como primer ambiente que por necesidad rodea al niño para su recta formación, hay que considerar su propia familia, destinada por Dios precisamente para esta misión. De ahí que con razón tendremos por más constante y segura educación, la que se recibe en la familia bien ordenada y morigerada, y tanto más eficaz y firme cuanto los padres principalmente y los demás domésticos más vayan con su ejemplo de virtud delante de los niños...

Mas a las débiles fuerzas de la naturaleza humana, decaída por la culpa originaria, Dios por su bondad atendió con los auxilios abundantes de su gracia y con aquella copiosidad de medios de que dispone la Iglesia para purificar a las almas y levantarlas a la santidad; la Iglesia, decimos, aquella gran familia de Cristo, la cual es por ello la educadora que se adapta y une como ninguna con las familias particulares...

Mas como era necesario que las nuevas generaciones se instruyeran en aquellas artes y disciplinas por las que prospera y florece la sociedad civil, y para ello no bastaba por sí sola la familia; de ahí tuvieron principio los públicos institutos, primero —nótese bien— por la acción mancomunada de la Iglesia y de la familia, y mucho después por la del Estado. Por eso las instituciones literarias y las escuelas, si a la luz de la historia se examinan sus orígenes, fueron por su naturaleza como un subsidio  y casi complemento de la Iglesia y de la familia juntamente; de donde consiguientemente se sigue que las escuelas públicas no sólo no pueden oponerse a la familia y a la Iglesia, sino que deben, en la medida de lo posible, estar de acuerdo con una y otra, de suerte que las tres —escuela, familia e Iglesia— formen como un santuario único de la educación cristiana, si es que no queremos que la escuela se desvíe totalmente de sus fines y se convierta en peste y ruina de los adolescentes...

De ahí se sigue necesariamente que las escuelas que llaman neutras o laicas, socavan y trastornan todo fundamento de educación cristiana, como quiera que de ellas se excluye de todo punto la religión; escuelas, por lo demás, que sólo en apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en enemigas declaradas de la religión.

Largo fuera, y tampoco es necesario, repetir lo que nuestros predecesores, señaladamente Pío IX y León XIII, declararon abiertamente, como quiera que fue principalmente en sus tiempos, cuando esta peste del laicismo invadió las escuelas públicas. Nos reiteramos y confirmamos sus protestas, así como las prescripciones de los sagrados cánones en que se prohibe a los niños católicos frecuentar por ninguna causa las escuelas, ora neutras, ora mixtas, es decir, aquellas en que se reúnen sin distinción educadores católicos y acatólicos; a las cuales, sin embargo, será lícito asistir, sólo según el prudente juicio del Ordinario, en determinadas circunstancias de lugares y de tiempos, con tal que se pongan las convenientes cautelas. Tampoco puede tolerarse aquella escuela (y menos si es “única”, y a ella tienen que acudir todos los niños) en que, si bien se da separadamente a los católicos la instrucción religiosa, no son, sin embargo, católicos los maestros que instruyen promiscuamente a niños católicos y acatólicos en las letras y en las artes.

Porque tampoco basta que en una escuela se dé instrucción religiosa (frecuentemente con harta parsimonia), para que satisfaga a los derechos de la Iglesia y de la familia y se haga digna de ser frecuentada por alumnos católicos; pues para que una escuela cualquiera logre esto realmente, es de todo punto preciso que la educación y enseñanza toda, la organización toda de la escuela, es decir, maestros, métodos, libros, en lo que atañe a cualquier disciplina, de tal modo estén imbuídos y penetrados de espíritu cristiano, bajo la dirección y maternal vigilancia de la Iglesia, que la religión misma constituya no sólo el fundamento, sino la cúspide de toda la educación; y esto no sólo en las escuelas elementales, sino también en aquellas en que se dan las disciplinas superiores. “Menester es —para valernos de palabras de León XIII— que no sólo se enseñe en determinadas horas a los jóvenes la religión, sino que todo el resto de la formación respire sentimientos de piedad. Si esto falta, si este hábito sagrado no penetra y calienta los corazones de maestros y discípulos, exiguos frutos se sacarán de cualquier doctrina, y con frecuencia se seguirán danos no exiguos...”

Mas todo cuanto hacen los fieles para promover y defender la escuela católica para sus hijos, es sin género de duda obra de religión y por ello misión principalísima de la Acción Católica; de suerte que son particularmente gratas a nuestro corazón de padre y dignas de especiales alabanzas aquellas asociaciones todas que en múltiples formas trabajan de modo peculiar y con todo empeño en obra tan necesaria.

Por eso, hay que proclamar muy alto y por todos ha de ser bien advertido y reconocido que, al procurar los fieles la escuela católica para sus hijos, no hacen en nación alguna obra de partido político, sino que cumplen un deber de religión que imperiosamente les exige su conciencia; y tampoco pretenden separar a sus hijos de la disciplina y espíritu del Estado, antes bien, educarlos en él del modo más perfecto y más conducente a la prosperidad de la nación, puesto que el verdadero católico, formado precisamente en la doctrina católica, es por ello mismo el mejor ciudadano y el mejor patriota, que obedece a la pública autoridad con sincera lealtad bajo cualquier forma legítima de gobierno.

Sin embargo, la saludable eficacia de las escuelas, no ha de atribuirse tanto a las buenas leyes, cuanto a los buenos maestros, que especialmente preparados y bien impuestos cada uno en la disciplina que ha de enseñar, dotados de aquellas cualidades intelectuales y morales que su cargo, a la verdad gravísimo, reclama, ardan en pura y divina caridad para con los jóvenes que les han sido confiados, del mismo modo que aman a Jesucristo y a su Iglesia —de quienes aquéllos son hijos carísimos—, y por lo mismo buscan con todo empeño el verdadero bien de las familias y de la patria. Llénasenos, pues, el alma de consuelos preclaros, y damos gracias a la divina Bondad, cuando vemos que a los religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza de niños y adolescentes, se agregan tantos y tan excelentes maestros de ambos sexos —unidos también ellos para cultivar más santamente su espíritu en congregaciones y asociaciones especiales, que han de alabarse y promoverse como el más noble y poderoso auxiliar de la Acción Católica— los cuales, olvidados de su propio interés, trabajan con celo y constancia en lo que San Gregorio Nacianceno llama “el arte de las artes y la ciencia de las ciencias”, es decir, en la obra de dirigir y formar a los jóvenes. Sin embargo, como sea cierto que también a ellos se aplica el dicho del divino maestro: La mies es mucha, pero los obreros pocos [Mt. 9, 37], roguemos con humildes preces al Señor de la mies que envíe más y más tales operarios de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el corazón los pastores de las almas y los supremos moderadores de las órdenes religiosas.

Es menester además dirigir y vigilar la educación del joven, como que es “de cera para doblarse al vicio”, en cualquier ambiente de vida en que se halle, apartándole de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las buenas, en las recreaciones y en la selección de sus compañías, porque corrompen las buenas costumbres las conversaciones malas [1 Cor. 15, 33].

Sin embargo, esta guardia y vigilancia que hemos dicho es menester emplear, no exige en modo alguno que los jóvenes hayan de estar separados de la sociedad humana en la que han de vivir y atender a la salvación de su alma, sino que se armen y cristianamente fortalezcan, hoy más que nunca, contra los halagos y errores del mundo que, como dice San Juan, es todo concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida [1 Ioh. 2, 16]; de suerte que, como de los primeros cristianos escribió Tertuliano, sean tales los nuestros cuales en todo tiempo es bien sean los cristianos: “coposeedores del mundo, pero no del error”.

Fin propio e inmediato de la educación cristiana es, con la cooperación de la gracia divina, hacer al hombre auténtico y perfecto cristiano, es decir, expresar y formar a Cristo mismo en aquellos que han renacido por el bautismo, conforme a la viva expresión de San Pablo: Hijitos míos, por quienes otra vez estoy de parto, hasta que se forme Cristo en vosotros [Gal. 4, 19]. Vida, en efecto, sobrenatural debe vivir en Cristo el auténtico cristiano —Cristo vida vuestra [Col. 8, 4]— y esa misma ha de poner de manifiesto en todas sus acciones, de suerte que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal [2 Cor. 4, 11].

Siendo esto así, el conjunto mismo de los actos humanos, lo mismo en la acción de los sentidos que del espíritu, lo mismo en cuanto a la inteligencia que a las costumbres, los individuos y la sociedad, sea esta doméstica, sea civil, todo lo abarca la educación cristiana, pero no para menoscabarlo en lo mas mínimo, sino para levantarlo, dirigirlo y perfeccionarlo conforme a los ejemplos y doctrina de Jesucristo.

Así, pues, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, no es otro que el hombre sobrenatural que siente, juzga y obra de modo constante y congruente consigo mismo, conforme a la recta razón, sobrenaturalmente ilustrada por los ejemplos y doctrina de Jesucristo; es decir, el hombre que se distingue por su auténtica firmeza de carácter. Porque no todo el que obra de acuerdo consigo mismo y es tenaz en su propio y personal intento, es el hombre de sólido carácter, sino sólo aquel que sigue las eternas razones de la justicia, como lo reconoció el mismo poeta pagano, al exaltar “al varón justo” y juntamente •tenaz en su propósito”; razones, por lo demás, de justicia que no pueden ser íntegramente guardadas, si no se da a Dios, como hace el verdadero cristiano, lo que a Dios es debido...

El verdadero cristiano está tan lejos de abdicar de la gestión de las cosas de la vida y de amenguar sus facultades naturales, que, por el contrario, las desarrolla y perfecciona, armonizándolas con la vida sobrenatural de modo que ennoblece la misma vida natural y la dota de más eficaces auxilios no sólo en orden a lo espiritual y eterno, sino también a las necesidades de la misma vida natural...

Del matrimonio cristiano

[De la Carta Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por ende, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de las Sagradas Letras [Gen. 1, 27 s; 2, 22 s; Mt. 19; 3 ss; Eph. 5, 23 ss]; ésta, la constante y universal tradición de la Iglesia; ésta, la solemne definición del sagrado Concilio de Trento, que predica y confirma con las palabras mismas de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vinculo del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor (sesión 24; v. 969 ss].

Mas, aun cuando el matrimonio sea por su naturaleza de institución divina, también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo; y este acto libre de la voluntad, por el que una y otra parte entrega y acepta el derecho propio del matrimonio, es tan necesario para constituir verdadero matrimonio, que no puede ser suplido por potestad humana alguna. Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieren o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraido, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales. Pues, tratando el Doctor Angélico de la fidelidad y de la prole: “Éstas —dice—s e originan en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de suerte que si en el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio”.

Por obra, pues, del matrimonio, se unen y funden las almas antes y más estrechamente que los cuerpos y no por pasajero afecto de los sentidos o del espíritu, sino por determinación firme y deliberada de las voluntades. Y de esta unión de las almas surge, porque Dios así lo ha establecido, el vinculo sagrado e inviolable.

La naturaleza absolutamente propia y señera de este contrato lo hace totalmente diverso, no sólo de los ayuntamientos de las bestias realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vinculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica.

De ahí se desprende ya que la legitima autoridad tiene el derecho y está, por ende, obligada por el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes, que se oponen a la razón y a la naturaleza; mas como se trata de cosa que se sigue de la naturaleza misma del hombre, no consta con menor certidumbre lo que claramente advirtió nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII: “No hay duda ninguna que en la elección del género de vida está en la potestad y albedrío de cada uno tomar uno de los dos partidos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vinculo del matrimonio. Ninguna ley humana puede privar al hombre del derecho natural y originario de casarse ni de modo alguno circunscribir la causa principal de las nupcias, constituida al principio por autoridad de Dios: Creced y multiplicaos [Gen. 1, 28]”.

Ahora bien, al disponernos, Venerables Hermanos, a exponer cuáles y cuán grandes sean los bienes dados por Dios al verdadero matrimonio, se nos ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien no ha mucho, con ocasión del XV centenario de su muerte, exaltamos en nuestra Carta Encíclica Ad Salutem: “Tres son los bienes —dice San Agustín— por los que las nupcias son buenas: la prole, la fidelidad y el sacramento”. De qué modo estos tres capítulos puede con razón decirse que contienen una luminosa síntesis de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, el mismo santo Doctor lo declara expresamente cuando dice: “En la fidelidad se atiende que fuera del vinculo conyugal no se unan con otro o con otra; en la prole, a que se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, en fin, a que la unión no se rompa y el repudiado o repudiada, ni aun por razón de la prole, se una con otro. Ésta es como la regla de las nupcias, por la que se embellece la fecundidad de la naturaleza o se reprime el desorden de la incontinencia”.

[1.] Así pues, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y a la verdad, el mismo Creador del género humano que quiso por su benignidad valerse de los hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así, cuando en el paraiso, al instituir el matrimonio, les dijo a los primeros padres y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra [Gen. 1, 28]. Lo mismo deduce bellamente San Agustín de las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: Así, pues, que por causa de la generación se hagan las nupcias, el mismo Apóstol lo atestigua: Quiero —dice— que las que son jóvenes se casen, y como si le preguntaran: ¿Para qué? añade seguidamente: para que engendren hijos, para que sean madres de familia [1 Tim. 5,14]...

Mas los padres cristianos han de entender que no están ya destinados solamente a propagar y conservar en la tierra el género humano; más aún, ni siquiera a producir cualesquiera adoradores del Dios verdadero, sino a dar descendencia a la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios [Eph. 2, 19], a fin de que cada día se aumente el pueblo dedicado al culto de Dios y de nuestro Salvador. Porque, si bien es cierto que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no son capaces de transmitir la santificación a la prole, antes bien la natural generación de la vida se convirtió en camino de la muerte, por el que pasa a la prole el pecado original; en algo, sin embargo, participan de algún modo en aquel primitivo enlace del paraíso, como quiera que a ellos les toca ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, a fin de que esta madre fecundísima de los hijos de Dios, la regenere por el lavatorio del bautismo para la justicia sobrenatural, y quede hecha miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y heredera, finalmente, de la gloria eterna que todos de todo corazón anhelamos...

Mas no termina el bien de la prole con el beneficio de la procreación, sino que es menester se añada otro que se contiene en la debida educación de la prole. Insuficientemente en verdad hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho de engendrar, no les hubiera también atribuído el derecho y el deber de educar. A nadie, efectivamente, se le oculta que la prole no puede bastarse y proveerse a sí misma, ni siquiera en las cosas que atañen a la vida natural, y mucho menos en las que atañen a la vida sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, instrucción y educación de los otros. Ahora bien, es cosa averiguada que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y de todo punto se les veda que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Ahora bien, en el matrimonio se proveyó del mejor modo posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y otro...

Tampoco hay, finalmente, que pasar en silencio que por ser de tan grande dignidad y de tan capital importancia esta doble función encomendada a los padres para el bien de la prole, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios para procrear nueva vida, por imperativo del Creador mismo y de la misma ley de la naturaleza, es derecho y privilegio del solo matrimonio y debe absolutamente encerrarse dentro del santuario de la vida conyugal.

[2.] El segundo bien del matrimonio, recordado, como dijimos, por San Agustín, es el bien de la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de suerte que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, se debe únicamente al otro cónyuge, ni a éste le sea negado ni a ningún otro permitido; ni tampoco al cónyuge mismo se conceda lo que, por ser contrario a los derechos y leyes divinas y ajeno en sumo grado a la fe conyugal, no puede jamás concederse.

Por lo tanto, esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio, que el Creador mismo preestableció en el matrimonio de nuestros primeros padres, al no querer que se diera sino entre un solo hombre y una sola mujer. Y si bien más tarde, Dios, legislador supremo, mitigó un tanto, temporalmente, esta ley primitiva, no hay, sin embargo, duda alguna de que la Ley evangélica restableció íntegramente aquella prístina y perfecta unidad y derogó toda dispensación, como evidentemente lo manifiestan las palabras de Cristo y la constante enseñanza y práctica de la Iglesia... [v. 969].

Mas no sólo quiso Cristo Señor nuestro condenar toda forma de la llamada poligamia o poliandria sucesiva o simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar absolutamente inviolado el recinto sagrado del matrimonio: Yo empero os digo, que todo el que mirare a una mujer para codiciarla, ya cometió con ella adulterio en su corazón [Mt. 5, 28]. Palabras de Cristo nuestro Señor que ni siquiera con el consentimiento del otro de los cónyuges pueden anularse, como quiera que expresan una ley de Dios y de la naturaleza, que nunca es capaz de invalidar o desviar ninguna voluntad de los hombres.

Más aún, las mutuas relaciones familiares de los cónyuges deben distinguirse por la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todo según la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren seguir siempre la voluntad del Creador sapientísimo y santísimo con grande reverencia a la obra de Dios.

Ahora bien, esta que San Agustín con suma propiedad llama “la fidelidad de la castidad”, florecerá no sólo más fácil, sino también más grata y noblemente por otro motivo excelentísimo, es decir, por el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de nobleza en el matrimonio cristiano. “Pide además la fidelidad del matrimonio que el marido y la mujer estén unidos por un singular, santo y puro amor; y no se amen como los adúlteros, sino del modo como Cristo amó a la Iglesia, pues esta regla prescribió el Apóstol cuando dijo: Varones, amad a vuestras esposas, como también Cristo amó a la Iglesia [Eph. 5, 25; cf. Col. 3, 19]; y ciertamente Él la abrazó con aquella caridad inmensa, no por su interés, sino mirando sólo el provecho de la Esposa”.

Caridad, pues, decimos, que no estriba solamente en la inclinación carnal que con harta prisa se desvanece, ni totalmente en las blandas palabras, sino que radica también en el íntimo afecto del alma y, “puesto que la prueba del amor es la muestra de la obra” se comprueba también por obras exteriores. Ahora bien, esta obra en la sociedad doméstica no sólo comprende el mutuo auxilio, sino que es necesario que se extienda, y hasta que éste sea su primer intento, a la recíproca ayuda entre los cónyuges en orden a la formación y a la perfección más cabal cada día del hombre interior; de suerte que por el mutuo consorcio de la vida, adelanten cada día más y más en las virtudes y crezcan sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y con el prójimo, de la que, en definitiva, depende toda la ley y los profetas [Mt. 22, 40]. Es decir, que todos, de cualquier condición que fueren y cualquiera que sea el género honesto de vida que hayan abrazado, pueden y deben imitar al ejemplar más absoluto de toda santidad, propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Señor, y llegar también, con la ayuda de Dios, a la más alta cima de la perfección cristiana, como se comprueba por los ejemplos de muchos santos.

Esta mutua formación interior de los cónyuges, este asiduo cuidado de su mutuo perfeccionamiento, puede también llamarse en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo romano, causa y razón primaria del matrimonio, cuando no se toma estrictamente como una institución para procrear y educar convenientemente a la prole, sino, en sentido más amplio, como una comunión, estado y sociedad para toda la vida.

Con esta misma caridad es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del matrimonio, de suerte que sea no sólo ley de justicia, sino norma también de caridad aquello del Apóstol: El marido preste a la mujer el débito; e igualmente, la mujer al marido [1 Cor. 7, 3].

Fortalecida, en fin, con el vínculo de esta caridad la sociedad doméstica, por necesidad ha de florecer en ella el que San Agustín llama orden del amor. Este orden comprende tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos, cuanto la pronta y no forzada sumisión y obediencia de la mujer, que el Apóstol encarece por estas palabras: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, como al Señor porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza dé la Iglesia [Eph. 5, 22 ss].

Tal sumisión ho niega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez con la razón misma y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con las personas que en el derecho se llaman menores, a las que, por falta de madurez de juicio o inexperiencia de las cosas humanas, no se les suele conceder el libre ejercicio de sus derechos; sino que veda aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia, veda que en este cuerpo de la familia el corazón se separe de la cabeza, con daño grandísimo de todo el cuerpo y con peligro máximo de ruina. Porque si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y como aquél tiene la primacía del gobierno, esta puede y debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor.

Por otra parte, el grado y modo de esta sumisión de la mujer al marido puede ser diverso, según las diversas condiciones de personas, de lugares y de tiempos; más aún, si el marido faltare a su deber, a la mujer toca hacer sus veces en la dirección de la familia; mas trastornar y atentar contra la estructura de la familia y a su ley fundamental constituída y confirmada por Dios, no es lícito en ningún tiempo ni en ningún lugar.

Sobre este orden que ha de guardarse entre marido y mujer, enseña muy sabiamente nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano, de que hemos hecho mención: “El varón es el rey de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, ha de someterse y obedecer al marido, no a manera de esclava, sino de compañera; es decir, de forma que a la obediencia que se presta no le falte ni la honestidad ni la dignidad. En el que manda, empero, y en la que obedece, puesto que uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, la caridad divina sea moderadora perpetua del deber...”

[3.] Sin embargo, la suma de tan grandes beneficios se completa y llega como a su colmo por el bien aquel del matrimonio cristiano que, con palabra de San Agustín hemos llamado sacramento, por el que se indica tanto la indisolubilidad del vínculo, como la elevación y consagración del contrato, hecha por Cristo, a signo eficaz de la gracia. Y cierto, ante todo, Cristo mismo urge la indisolubilidad de la alianza nupcial, cuando dice: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]; y: Todo aquel que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18].

En esta indisolubilidad pone San Agustín lo que él llama el bien del sacramento con estas claras palabras: “En el sacramento, empero, se atiende a que no se rompa el enlace, y ni el repudiado ni la repudiada, ni aun por causa de la prole, se una con otro”.

Y esta inviolable firmeza, si bien no a cada uno en la misma y tan perfecta medida, compete, sin embargo, a todos los verdaderos matrimonios; puesto que habiendo dicho el Señor de la unión de los primeros padres, prototipo de todo futuro enlace: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, fuerza es que se refiera absolutamente a todos los matrimonios verdaderos. Así, pues, aun cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y severidad de la ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de Dios por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por determinadas causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de legislador supremo, revocó este permiso de mayor licencia, y restableció íntegramente la ley primitiva por aquellas palabras que nunca hay que olvidar: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Por lo cual, sapientísimamente, nuestro predecesor de feliz memoria, Pío VI, escribiendo al obispo de Eger, dice: “Por lo que resulta patente que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, a la verdad, mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue de tal suerte instituído por Dios, que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, que no puede, por ende, ser desatado por ley civil alguna. En consecuencia, aunque la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como acontece entre infieles; sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el momento que es verdadero matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste aquel perpetuo lazo que, desde el origen primero, de tal modo por derecho divino se une al matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil. Y, por tanto, todo matrimonio que se diga contraerse, o se contrae de modo que sea verdadero matrimonio, y en ese caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se supone contraído sin aquel perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino unión ilegítima, que por su objeto repugna a la ley divina; unión, por tanto, que ni puede contraerse ni mantenerse”.

Y si esta firmeza parece estar sujeta a alguna excepción, aunque muy rara, como en ciertos matrimonios naturales contraidos solamente entre infieles, y también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos, pero no consumados; tal excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera meramente humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola guardiana e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podrá esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital; así también, por voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e indisolubilidad, que por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada.

Y si queremos... investigar reverentemente la razón íntima de esta voluntad divina, fácilmente la hallaremos en la mística significación del matrimonio cristiano, que se da de manera plena y perfecta en el matrimonio entre fieles consumado. Porque, según testimonio del Apóstol, en su Epístola a los Efesios (a la que desde el comienzo aludimos), el matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión que media entre Cristo y su Iglesia: Este sacramento es grande; pero yo lo digo en Cristo y la Iglesia [Eph. 5, 32]. Y esta unión, mientras Cristo viva, y por Él la Iglesia, jamás a la verdad podrá deshacerse por separación alguna...

Mas en este bien del sacramento se encierran, aparte la indisoluble firmeza, provechos mucho más excelsos, aptísimamente designados por la misma voz de sacramento, pues para los cristianos no es éste un nombre vano y vacío, como quiera que Cristo Señor, “instituidor y perfeccionador de los sacramentos”, al elevar el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia interior, por la que “se perfeccionara el amor natural, se confirmara su indisoluble unidad y se santificará a los cónyuges”.

Y puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno entre bautizados “que no sea por el mero hecho sacramento”.

Desde el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal consentimiento, abren para si mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y funciones fiel y santamente y con perseverancia hasta la muerte.

Porque este sacramento, a los que no ponen lo que se llama óbice, no sólo aumenta el principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia santificante, sino que añade también dones peculiares, buenas mociones del alma, gérmenes de la gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza a fin de que los cónyuges puedan no sólo por la razón entender, sino íntimamente sentir, mantener firmemente, eficazmente querer y de obra cumplir cuanto atañe al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin, concédeles derecho para alcanzar auxilio actual de la gracia, cuantas veces lo necesiten para cumplir las obligaciones de su estado.

Sin embargo, como sea ley de la divina providencia en el orden sobrenatural, que los hombres no recojan pleno fruto de los sacramentos que reciben después del uso de la razón, si no cooperan a la gracia; la gracia del matrimonio quedará en gran parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y no cultivan y desarrollan los gérmenes de la gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán llevar las cargas y cumplir los deberes de su estado y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan gran sacramento. Porque, como enseña San Agustín, así como por el bautismo y el orden, es el hombre diputado y ayudado ora para vivir cristianamente, ora para ejercer el ministerio sacerdotal, y nunca está destituído del auxilio de aquellos sacramentos; casi por modo igual (si bien no en virtud de carácter sacramental), los fieles que una vez se han unido por el vínculo del matrimonio, nunca pueden estar privados de la ayuda y lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, aun después que se hayan hecho adúlteros, arrastran consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no para la gloria de la gracia, sino para la culpa del crimen, “del mismo modo que el alma apóstata, como si se apartara del matrimonio de Cristo, aun después de perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la regeneración recibiera”.

Pero los mismos cónyuges, no ya constreñidos, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados por el lazo de oro del matrimonio, han de esforzarse con todas sus fuerzas para que su unión, no sólo por virtud y significación del sacramento, sino también por su mente y costumbres de su vida, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia que es el misterio venerable de la más perfecta caridad...

Del abuso del matrimonio

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Hay que hablar de la prole que muchos se atreven a llamar carga pesada del matrimonio, y estatuyen que ha de ser cuidadosamente evitada por los cónyuges, no por medio de la honesta continencia (que también en el matrimonio se permite, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto de la naturaleza. Esta criminal licencia, unos se la reivindican, porque, aburridos de la prole, desean procurarse el placer solo sin la carga de la prole; otros, diciendo que ni son capaces de guardar la continencia, ni pueden tampoco admitir la prole, por sus propias dificultades, las de la madre o las de la hacienda.

Pero ninguna razón, aun cuando sea gravísima, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza, se convierta en conveniente con la naturaleza y honesto. Ahora bien, como el acto del matrimonio está por su misma naturaleza destinado a la generación de la prole, quienes en su ejercicio lo destituyen adrede de esta su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción intrínsecamente torpe y deshonesta.

Por lo cual no es de maravillar que las mismas Sagradas Letras nos atestigüen el aborrecimiento sumo de la Divina Majestad contra ese nefando pecado, y que alguna vez lo haya castigado de muerte, como lo recuerda San Agustín: “Porque ilícita y torpemente yace aun con su legítima esposa, el que evita la concepción de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él le mató Dios”.

Habiéndose, pues, algunos separado abiertamente de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y jamás interrumpida, y creyendo ahora que sobre tal modo de obrar se debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan torpe mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su legación divina, levanta su voz por nuestra boca y nuevamente promulga: Que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, por industria de los hombres, queda destituido de su natural virtud procreativa, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y los que tal cometen se mancillan con mancha de culpa grave.

Así, pues, según pide nuestra suprema autoridad y el cuidado por la salvación de todas las almas, advertimos a los sacerdotes dedicados al ministerio de oir confesiones y a cuantos tienen cura de almas, que no consientan en los fieles a ellos encomendados error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios; y mucho más, que se conserven ellos mismos inmunes de estas falsas opiniones y no condesciendan en manera alguna con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujere a esos errores a los fieles que le están encomendados o por lo menos los confirmare en ellos, ya con su aprobación, ya con silencio doloso, sepa que ha de dar estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de haber traicionado a su deber, y tenga por dichas a sí mismo las palabras de Cristo: ciegos y guías de ciegos son; mas si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo [Mt. 15, 14].

Muy bien sabe la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges más bien sufre que no comete el pecado, cuando por causa absolutamente grave permite la perversión del recto orden, que él no quiere, y que, por lo tanto, no tiene él culpa, con tal que también entonces recuerde la ley de la caridad y no se descuide de apartar al otro del pecado. Ni hay que decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho de modo recto y natural, aunque por causas naturales ya del tiempo, ya de determinados defectos, no pueda de ello originarse una nueva vida. Hay, efectivamente, tanto en el matrimonio como en el uso del derecho conyugal, otros fines secundarios, como son, el mutuo auxilio y el fomento del mutuo amor y la mitigación de la concupiscencia, cuya prosecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su debida ordenación al fin primario...

Se ha de evitar a todo trance que las funestas condiciones de las cosas externas den ocasión a un error mucho más funesto. En efecto, no puede surgir dificultad alguna que sea capaz de derogar la obligación de los mandamientos de Dios que vedan los actos malos por su naturaleza intrínseca; sino que en todas las circunstancias, fortalecidos por la gracia de Dios, pueden los cónyuges cumplir fielmente su deber y conservar en el matrimonio su castidad limpia de tan torpe mancha; porque firme está la verdad de fe cristiana, expresada por el magisterio del Concilio de Trento: “Nadie... para que puedas” [v. 804]. Y la misma doctrina ha sido nueva y solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia, al condenar la herejía janseniana, que se habla atrevido a proferir esta blasfemia contra la bondad de Dios: “Algunos mandamientos... con que se hagan posibles” [v. 1092].

De la muerte del feto provocada

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Todavía hay que recordar otro crimen gravísimo con el que se atenta a la vida de la prole, escondida aún en el seno materno. Hay quienes pretenden que ello está permitido y dejado al arbitrio del padre y de la madre; otros, sin embargo, lo tachan de ilícito a no ser que existan causas muy graves, a las que dan el nombre de indicación médica, social y eugénica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales del Estado que prohiben dar muerte a la prole concebida, pero no dada aún a luz, exigen que la indicación que cada uno defiende, unos una y otros otra, sea también reconocida por las leyes públicas y declarada exenta de toda pena. Es más, no faltan quienes reclaman que los públicos magistrados presten su concurso para estas mortíferas operaciones, lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.

Por lo que atañe a “la indicación médica y terapéutica” —para emplear sus palabras—, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto nos mueve a compasión el estado de la madre a quien, por razón de su deber de naturaleza, amenazan graves peligros a la salud y hasta a la vida; pero, ¿qué causa podrá jamás tener fuerza para excusar de algún modo la muerte del inocente directamente procurada? Porque de ella tratamos en este lugar. Ya se cause a la madre, ya a la prole, siempre será contra el mandamiento de Dios y la voz de la naturaleza que clama: No matarás [Ex. 20, 13]. Porque cosa igualmente sagrada es la vida de entrambos y nadie, ni la misma autoridad pública, podrá tener jamás facultad para atentar contra ella. Muy ineptamente, por otra parte, se quiere deducir este poder contra los inocentes del ius gladii o derecho de vida y muerte, que sólo vale contra los reos; no hay aquí tampoco derecho alguno de defensa cruenta contra injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará agresor injusto a un niño inocente?), ni el que llaman “derecho de extrema necesidad”, por el que pueda llegarse hasta la muerte directa del inocente. Laudablemente, pues, se esfuerzan los médicos honrados y expertos en defender y salvar ambas vidas, la de la madre y la de la prole; y se mostrarían, por lo contrario, muy indignos del noble nombre y de la gloria de médicos quienes, so pretexto de medicinar, o movidos de falsa compasión, procuraran la muerte de uno de ellos.

Lo que suele aducirse en favor de la indicación social y eugénica, puede y debe tenerse en cuenta, con medios lícitos y honestos, y dentro de los debidos límites; pero querer proveer a las necesidades en que aquéllas se fundan, por medio de la muerte de inocentes, es cosa absurda y contraria al precepto divino, promulgado también por las palabras del Apóstol: Que no hay que hacer el mal, para que suceda el bien [Rom. 3, 83.

Finalmente, no es licito que quienes gobiernan las naciones y dan las leyes, echen en olvido que es función de la autoridad pública defender con leyes y penas convenientes la vida de los inocentes, y eso tanto más cuanto menos pueden defenderse a sí mismos aquellos cuya vida peligra y es atacada, entre los cuales ocupan ciertamente el primer lugar los niños encerrados aún en las entrañas maternas. Y si los públicos magistrados no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenaciones los abandonan, y, aún más, los entregan a manos de médicos u otros para ser muertos, acuérdense que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que de la tierra clama al cielo [Gen. 4, 10].

Del derecho al matrimonio y de la esterilización

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Es, finalmente, necesario reprobar aquel otro uso pernicioso que inmediatamente se refiere, sin duda, al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero toca también en un sentido verdadero, al bien de la prole. Hay, en efecto, quienes demasiado solícitos de los fines eugénicos, no sólo dan ciertos saludables consejos para procurar con más seguridad la salud y vigor de la prole futura —lo cual, a la verdad, no es contrario a la recta razón—, sino que anteponen el fin eugénico a cualquier otro, aun de orden superior, y pretenden que por pública autoridad se prohiba contraer matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su ciencia, creen que han de engendrar, por la transmisión hereditaria, prole defectuosa y tarada, aun cuando de suyo sean aptos para contraer matrimonio. Más aún, llegan a pretender que por pública autoridad se los prive de aquella facultad natural, aun contra su voluntad, por intervención médica; y esto no para solicitar de la autoridad pública un castigo cruento de un crimen cometido ni para precaver futuros crímenes de los reos, sino atribuyendo contra todo derecho y licitud a los magistrados civiles un poder que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener.

Quienesquiera que así obran, olvidan perversamente que la familia es más santa que el Estado y que los hombres no se engendran ante todo para la tierra y para el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y no es ciertamente licito que hombres, capaces, por lo demás, del matrimonio, los cuales, aun empleada toda diligencia y cuidado se conjetura no han de engendrar sino prole tarada; no es lícito —decimos— cargarlos con grave delito por contraer matrimonio, si bien frecuentemente, haya que disuadírseles de que lo contraigan.

Los públicos magistrados, empero, no tienen potestad directa alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego, ni por razones eugénicas, ni por otra causa alguna podrán jamás atentar o dañar a la integridad misma del cuerpo, donde no mediare culpa alguna ni motivo de castigo cruento. Lo mismo enseña Santo Tomás de Aquino, cuando inquiriendo si los jueces humanos, para precaver futuros males, pueden irrogar algún mal a un hombre, lo concede, en efecto, en cuanto a algunos otros males, pero con razón y justicia lo niega en cuanto a la lesión corporal: “Jamás —dice— según el juicio humano se debe castigar a nadie, sin culpa, con pena corporal: muerte, mutilación, azotes”.

Por lo demás, la doctrina cristiana establece y ello consta absolutamente por la luz misma de la razón humana, que los individuos mismos no tienen sobre los miembros de su cuerpo otro dominio que el que se refiere a los fines naturales de aquellos, y no pueden destruirlos o mutilarlos o de cualquier otro modo hacerlos ineptos para las funciones naturales, a no ser en el caso que no se pueda por otra vía proveer a la salud de todo el cuerpo.

De la emancipación de la mujer

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Cuantos... de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan por tierra la confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más audazmente algunos de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna esclavitud de un cónyuge respecto del otro; que todos los derechos son iguales entre los dos; y pues estos derechos se violan por la sujeción de uno de los dos, proclaman con toda soberbia haberse logrado o haberse de lograr no sabemos qué emancipación de la mujer. Tal emancipación establecen ser triple, ora en el régimen de la sociedad doméstica, ora en la administración del patrimonio familiar, ora en la facultad de evitar o suprimir la vida de la prole, y así la llaman social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su arbitrio estén libres o se libren de las cargas conyugales o maternales (emancipación ésta, como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni quererlo el marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a toda la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los cuidados domésticos, lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que, sin preocuparse de ellos, pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los negocios y a cargos, incluso públicos.

Mas ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la razonable y dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la esposa cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y de la dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el marido se ve privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la familia toda de su guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad e igualdad no natural con el varón, se convierte en ruina de la mujer misma; pues si ésta desciende del trono, en verdad regio, a que fue levantada por el Evangelio dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a la antigua servidumbre (si no en la apariencia, si en la realidad) y se convertirá, como entre los paganos era, en mero instrumento del varón.

Aquella igualdad de derechos que tanto se exagera y de que tanto se alardea, ha de reconocerse ciertamente en lo que es propio de la persona y de la dignidad humana y en lo que se sigue al pacto conyugal y es inherente al matrimonio; en todo eso, ciertamente, ambos cónyuges gozan del mismo derecho y ambos están ligados por las mismas obligaciones; en lo demás, tiene que haber cierta desigualdad y templanza, que exigen de consuno el bien de la familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad y orden doméstico.

Sin embargo, si en alguna parte, deben de algún modo cambiarse las condiciones económicas y sociales de la mujer casada, por haber cambiado los usos y costumbres del trato humano, a la pública autoridad le toca adaptar los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de esta época, teniendo bien en cuenta lo que exige la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la familia; con tal también que permanezca incólume el orden esencial de la sociedad doméstica, fundado por más alta autoridad que la humana, es decir, la divina autoridad y sabiduría, y que no puede mudarse ni por las leyes públicas ni por los caprichos particulares.

Del divorcio

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Los favorecedores del nuevo paganismo, no aleccionados para nada por la triste experiencia, se desatan cada día con más violencia contra la sagrada indisolubilidad del matrimonio y contra les leyes que la protegen, y pretenden que se declare lícito el divorció, a fin —dicen— que una ley más humana sustituya a leyes ya anticuadas. Muchas son, ciertamente, y muy varias las causas que aquéllos alegan en favor del divorcio: unas, que llaman subjetivas, nacidas de vicio o culpa de las personas; otras, objetivas, que dependen de la condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más áspera e ingrata la indivisible comunidad de vida...

Por esto vociferan que las leyes han de conformarse en absoluto a todas estas necesidades, al cambio de condiciones de los tiempos, a las opiniones de los hombres, a las instituciones y costumbres de los Estados; todo lo cual, aun separadamente y, sobre todo, reunido todo en haz, prueba, según ellos, de la manera más evidente, que debe absolutamente concederse por determinadas causas la facultad de divorciarse.

Otros, pasando más adelante con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio, como contrato que es puramente privado, ha de dejarse totalmente al consentimiento y arbitrio privado de cada contrayente, como se hace en los demás contratos privados, y que, por ende, puede disolverse por cualquier causa.

Pero también frente a todos estos desvaríos se levanta... la sola certísima ley de Dios, amplísimamente confirmada por Cristo, que no puede debilitarse por decreto alguno de los hombres, ni convención de los pueblos, ni por voluntad alguna de los legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]. Y si por injusticia el hombre lo separa, su acción será absolutamente nula. Por eso, con razón, como más de una vez hemos visto, afirmó Cristo mismo: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18]. Y estas palabras de Cristo miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la disolución del vinculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular.

De la “educación sexual” y de la “eugénica”

[Del Decreto del Santo Oficio, de 21 de marzo de 1931]

I) Si puede aprobarse el método que llaman de “la educación sexual” y también de la “iniciación sexual”.

Resp.: Negativamente; y ha de guardarse absolutamente en la educación de la juventud el método que por la Iglesia y por hombres santos ha sido hasta el presente empleado y que S. S. ha recomendado en su Carta Encíclica De christiana inventae educatione, fecha el día 31 de diciembre de 1929 [v. 2214]. Ha de procurarse ante todo una plena, firme y nunca interrumpida formación religiosa de la juventud de uno y de otro sexo; hay que excitar en ella la estima, el deseo y el amor de la virtud angélica e inculcarle con sumo interés que inste en la oración, que sea asidua en la recepción de los sacramentos de la penitencia y de la Santísima Eucaristía, que profese filial devoción a la Bienaventurada Virgen, madre de la santa pureza y se encomiende totalmente a su protección; que evite cuidadosamente las lecturas peligrosas, los espectáculos obscenos, las malas compañías y cualesquiera ocasiones de pecar.

Por tanto, en modo alguno puede aprobarse lo que, particularmente en estos últimos tiempos, se ha escrito y publicado, aun por parte de algunos autores católicos, en defensa del nuevo método.

II) ¿Qué debe sentirse de la llamada teoría “eugénica” tanto positiva como negativa, y de los medios por ella indicados para promover el mejoramiento de la especie humana, sin tener para nada en cuenta las leyes naturales ni divinas, ni eclesiásticas que se refieren al matrimonio y al derecho de los individuos?

Resp.: Que debe ser totalmente reprobada y tenida por falsa y condenada, como se enseña en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano Casti connubii, fecha el día 31 de diciembre de 1930 [v. 2245 s].

De la autoridad de la Iglesia en materia social y económica

[De la Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Como principio previo hay que sentar lo que brillantemente confirmó tiempo ha León XIII, a saber, que tenemos derecho y deber de juzgar con autoridad suprema sobre estas cuestiones sociales y económicas... Porque si bien es cierto que la economía y la moral, cada una en su ámbito, usan de principios propios; es, sin embargo, un error afirmar que el orden moral y el económico están tan alejados y son entre sí tan extraños, que éste no depende, bajo ningún aspecto, de aquél.

Del dominio o derecho de propiedad

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Su carácter individual y social. Así, pues, téngase ante todo por cosa cierta y averiguada que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado guiados por la dirección y el magisterio de la Iglesia, negaron jamás ni pusieron en duda el doble carácter de la propiedad, que llaman individual y social, según mire a los individuos o al bien común; sino que siempre afirmaron unánimemente que el derecho de la propiedad privada fue dado a los hombres por la naturaleza, es decir, por el Creador mismo, no sólo para que cada uno proveyera a sus necesidades y a las de la familia, sino también para que con ayuda de esta institución, los bienes que el Creador destinó para toda la familia humana, sirvieran verdaderamente para este fin, todo lo cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de cierto y determinado orden...

Obligaciones inherentes a la propiedad. Para señalar con certeza los términos de las controversias que han empezado a agitarse en torno a la propiedad y a sus deberes inherentes, hay que sentar previamente, a modo de fundamento, lo que León XIII estableció, a saber, que el derecho de la propiedad se distingue de su uso. Efectivamente, respetar religiosamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno, traspasando los limites del propio dominio, cosa es que manda la justicia que se llama conmutativa; mas que los dueños no usen de lo suyo sino honestamente, no es objeto de esta justicia, sino de otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes “no puede reclamarse por acción legal”. Por lo cual, sin razón proclaman algunos que la propiedad y el uso honesto de ella se encierran en unos mismos limites, y mucho más se desvía de la verdad afirmar que por el abuso mismo o por el no-uso caduca o se pierde el derecho de la propiedad.

Qué es lo que puede el Estado. En realidad, que los hombres en este asunto no han de tener sólo en cuenta su propio provecho, sino también el común, dedúcese del carácter mismo, como ya dijimos, individual y social juntamente de la propiedad. Ahora bien, determinar por menudo estos deberes, cuando la necesidad lo exige y la misma ley natural no lo ha hecho ya, cosa es que pertenece a los que presiden el Estado. Por tanto, la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina, y considerada la verdadera necesidad del bien común, puede determinar más concretamente que sea licito a los que poseen y qué ilícito en el uso de sus propios bienes. Es más, León XIII había sabiamente entendido que “Dios dejó al cuidado de los hombres y a las instituciones de los pueblos la delimitación de los bienes particulares”... Sin embargo, es evidente que el Estado no puede desempeñar esa función suya arbitrariamente, pues es necesario que quede siempre intacto e inviolado el derecho de poseer privadamente y de trasmitir por la herencia los bienes; derecho que el Estado no puede abolir, como quiera que “el hombre es anterior al Estado” y también “la sociedad doméstica tiene prioridad lógica y real sobre la sociedad civil”. De ahí que ya el sapientísimo Pontífice había declarado que no es licito al Estado agotar los bienes privados por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Pues como el derecho de propiedad privada no ha sido dado a los hombres por la ley, sino por la naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo atemperar su uso y conciliarlo con el bien común...

Obligaciones sobre la renta libre. Tampoco se dejan al omnimodo arbitrio del hombre sus rentas libres; aquéllas, se entiende que no necesita para sustentar conveniente y decorosamente su vida; antes bien, la Sagrada Escritura y los Santos Padres de la Iglesia con palabras clarísimas declaran a cada paso que los ricos están gravísimamente obligados a ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia.

Ahora bien, el que emplea grandes cantidades, a fin de que haya abundante facilidad de trabajo remunerado, con tal que ese trabajo se ponga en obras de verdadera utilidad; ése hay que decir que practica una ilustre obra de la virtud de la magnificencia, muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos, como lógicamente deducimos de los principios sentados por el Doctor Angélico.

Los títulos de adquisición de la propiedad. Ahora, la tradición de todos los tiempos y la doctrina de León XIII, nuestro predecesor, atestiguan con evidencia que la propiedad se adquiere originariamente por la ocupación de la cosa de nadie (res nullius) y por el trabajo o la que llaman especificación. Contra nadie, en efecto, se comete injusticia alguna, por más que algunos charlataneen en contrario, cuando se ocupa una cosa que está a disposición de todos, o sea, que no es de nadie; el trabajo, por otra parte, que el hombre ejerce en su propio nombre y por cuya virtud surge una nueva forma o un aumento de valor de la cosa, es el único que adjudica estos frutos al que trabaja.

Del capital y del trabajo

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Muy otra es la condición del trabajo que, contratado con otros, se ejerce sobre cosa ajena. A éste señaladamente se aplica lo que León XIII dice ser cosa “verdaderísima”, “que las riquezas de los Estados, no de otra parte nacen, sino del trabajo de los obreros”.

Ninguno de los dos puede nada sin el otro. De aquí resulta, que si uno no ejerce su trabajo sobre cosa propia, deberán unirse el trabajo de uno y el capital del otro, pues ninguno de los dos puede lograr nada sin el otro. Esto tenía ciertamente presente León XIII cuando escribía: “Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital”. Por lo tanto, es completamente falso atribuir al capital solo o al trabajo solo lo que se ha obtenido por la eficaz colaboración de entrambos; y totalmente injusto que uno de los dos, negada la eficacia del otro, se arrogue todo lo logrado...

Principio directivo de la justa atribución. Indudablemente, para que con estos falsos principios no se cerraran mutuamente el paso a la justicia y a la paz, unos y otros debieron haberse precavido con las sapientísimas palabras de nuestro predecesor: “Por varia que sea la forma en que la tierra esté distribuida entre los particulares, ella no cesa de servir a la utilidad de todos...”. Por lo tanto, las riquezas, que constantemente se acrecen por el desarrollo económico social, de tal modo han de distribuirse entre los individuos y las clases sociales, que quede a salvo aquella común utilidad de todos que León XIII preconiza, o, en otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad. En efecto, la viola la clase de los ricos, cuando libres de cuidados en la abundancia de sus fortunas, piensan que el justo orden de las cosas consiste en que todo el provecho sea para ellos, y nada para el obrero, no menos que la clase proletaria, cuando vehementemente encendida por la violación de la justicia, y demasiado pronta a reivindicar su solo derecho, de que tiene conciencia, lo reclama todo para si como producto de sus manos, y, por ende, combate y pretende abolir la propiedad y las rentas o intereses, que no hayan sido adquiridos por el trabajo, de cualquier género que sean y cualquiera que sea la función que en la sociedad humana desempeñen, no por otra causa, sino porque son tales [es decir, no adquiridos por el trabajo]. Ni hay que pasar por alto en esta materia cuán ineptamente y sin razón apelan algunos al dicho del Apóstol: Si alguno no quiere trabajar, no coma tampoco [2 Thess. 3, 10]. Porque el Apóstol condena a aquellos que, pudiendo y debiendo trabajar, no lo hacen y avisa que aprovechemos diligentemente el tiempo y las fuerzas de cuerpo y alma, y no gravemos a los demás, cuando nosotros podemos proveernos a nosotros mismos. Mas que el trabajo sea el título único de recibir sustento o ganancias, en modo alguno lo enseña el Apóstol [cf. 2 Thess. 3, 8-10],

Debe, pues, darse a cada uno su parte de bienes y ha de lograrse que la distribución de los bienes creados se ajuste y conforme a las normas del bien común o de la justicia social.

De la justa retribución del trabajo o salario

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Tratemos, pues, la cuestión del salario, que León XIII dijo ser de “muy grande importancia”, declarando y desenvolviendo, donde fuere preciso, su doctrina y preceptos.

El contrato de salario no es por su naturaleza injusto. En primer lugar, los que afirman que el contrato de trabajo es por su naturaleza injusto y que debe, por ende, sustituirse por el contrato de sociedad, sostienen ciertamente un absurdo y torcidamente calumnian a nuestro predecesor, cuya Encíclica no sólo admite el salario, sino que se extiende largamente explicando las normas de justicia que han de regirlo...

[Norma de la justa retribución.] Ahora bien, que la cuantía justa del salario no se debe deducir de la consideración de un solo capitulo, sino de varios, sabiamente le había ya declarado León XIII con estas palabras: “Para establecer con equidad la medida del salario, hay que tener presentes muchos puntos de vista...”.

Carácter individual y social del trabajo. Como en la propiedad, así en el trabajo, y principalmente en el trabajo contratado, se comprende evidentemente que hay que considerar no sólo su carácter personal o individual, sino también el social; porque, si no se forma cuerpo verdaderamente social y orgánico, si el orden social y jurídico no protege el ejercicio del trabajo, si las varias profesiones, que dependen unas de otras, no se conciertan entre sí y mutuamente se completan, y si, lo que es más importante, no se asocian y se unen para un mismo fin la dirección, el capital y el trabajo, el quehacer de los hombres no puede rendir sus frutos. Éste, pues, no se podría estimar justamente ni retribuir conforme a la equidad, si no se tiene en cuenta su naturaleza social e individual.

Tres factores que hay que considerar. De este doble aspecto que es intrínseco por naturaleza al trabajo humano, brotan consecuencias gravísimas, por las que debe regirse y determinarse el salario.

a) El sustento del obrero y su familia. Y en primer lugar, hay que dar al obrero un salario que sea suficiente para su propio sustento y el de su familia. Justo es, a la verdad, que el resto de la familia contribuya según sus fuerzas al sostenimiento común de todos, como es de ver particularmente en las familias de campesinos y también en muchas de artesanos y comerciantes al por menor; pero es un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En casa y en lo que se refiere de cerca a la casa es donde principalmente las madres de familia han de desarrollar su trabajo, entregándose a los quehaceres domésticos. Pero es un abuso gravísimo y con todo empeño ha de ser extirpado que la madre, por causa de la escasez del salario del padre, se vea forzada a ejercer fuera de las paredes domésticas un arte productivo abandonando sus cuidados y deberes peculiares y, sobre todo, la educación de los niños pequeños. Debe, consiguientemente, ponerse todo empeño, para que los padres de familia reciban un salario suficiente para atender convenientemente las necesidades ordinarias de una casa. Y si las presentes circunstancias no siempre permiten hacerlo así, la justicia social exige que cuanto antes se introduzcan aquellas reformas, por las que pueda asegurarse tal salario a todo obrero adulto. No será aquí inoportuno tributar las merecidas alabanzas a cuantos con sapientísimo y muy útil consejo han experimentado e intentado diversos medios para acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de la familia, de manera que, aumentadas éstas, sea aquélla más amplia; y hasta, si fuere menester, haga frente a las necesidades extraordinarias.

b) La situación de la empresa. Para determinar la cuantía, del salario, debe también haberse cuenta de la situación de la empresa y del empresario, porque sería injusto reclamar salarios desmesurados que la empresa no podría soportar sin ruina suya y consiguiente daño de los obreros. Aunque si la ganancia es menor por causa de pereza o negligencia, o por descuidar el progreso técnico o económico; ésta no debe reputarse causa justa de rebajar el salario a los obreros. Mas si las empresas mismas no disponen de entradas suficientes para pagar un salario equitativo a los obreros, ora por estar oprimidas por cargas injustas, ora por verse obligadas a vender sus productos a precio inferior al justo, quienes de tal suerte las oprimen son reos de grave delito, al privar a los obreros del justo salario, pues, forzados de la necesidad, tienen que aceptar uno inferior al justo...

c) La necesidad del bien común. Finalmente, la cuantía del salario ha de atemperarse al bien público económico. Ya hemos anteriormente expuesto cuanto contribuye a este bien público que obreros y empleados, ahorrada alguna parte que sobre de los gastos necesarios, vayan formando poco a poco un modesto capital; pero tampoco ha de pasarse por alto otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos altamente necesario y es que a cuantos pueden y quieren trabajar, se les dé oportunidad de trabajo... Es, consiguientemente, ajeno a la justicia social que con miras al propio interés y sin tener en cuenta el bien común, se rebajen o eleven demasiado los salarios de los obreros; y la misma justicia pide que, con acuerdo de consejos y voluntades, en cuanto sea hacedero se regulen los salarios de modo que el mayor número posible logren trabajo y puedan ganarse el necesario sustento de la vida.

También al capital favorecen oportunamente la justa proporción de los salarios, con la que se enlaza estrechamente la justa proporción de los precios a que se vende lo que produzcan las diversas artes, como son la agricultura, la industria y otras. Si todo esto se guarda convenientemente, las diversas artes se unirán y fundirán como en un solo cuerpo, y, a manera de miembros, se prestarán mutua ayuda y perfección. A la verdad, sólo entonces estará sólidamente establecida la economía social y alcanzará sus fines, cuando a todos y a cada uno se les procuren los bienes todos que se les pueden procurar por las riquezas y subsidios de la naturaleza, por la técnica y por la organización social y económica, y estos bienes han de ser tantos cuantos son necesarios para satisfacer las necesidades y honestas comodidades de la vida y también para elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz, que, prudentemente administrada, no sólo no empece a la virtud, sino que en gran manera la favorece.

Del recto orden social

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

[La función del Estado.] Al aludir la reforma de las instituciones, tenemos principalmente presente el Estado, no porque toda la salvación haya de esperarse de su acción, sino porque el vicio que hemos dicho del individualismo, ha reducido la situación a que, abatida y casi extinguida la rica vida social que en otros tiempos se desarrolló armónicamente por medio de asociaciones o gremios de toda clase, casi han quedado solos frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño daño de éste, pues perdida aquella forma de régimen social y recayendo sobre el Estado todas las cargas que antes sostenían las antiguas cooperaciones, se ve abrumado y oprimido por asuntos y obligaciones poco menos que infinitos...

Es, pues, menester que la suprema autoridad del Estado deje a las corporaciones los asuntos y cuidados de menor importancia, que por otra parte la entorpecerían, de donde resultará que ejecutará con más libertad, fuerza y eficacia lo que sólo a ella pertenece, como quiera que sola ella está en condiciones de hacerlo: dirigir, vigilar, urgir y reprimir, según se presente el caso y la necesidad lo exija. Persuádanse, por tanto, los gobernantes que cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, guardando el principio de la función supletiva del Estado, tanto más excelente será la autoridad y eficiencia social y tanto más próspera y feliz la situación del Estado.

Aspiración concorde de profesiones. Ahora bien, lo que ante todo ha de mirar, lo que debe intentar tanto el Estado como todo buen ciudadano es que, suprimida la lucha de clases opuestas, se suscite y promueva una concorde aspiración de profesiones...

La política social ha de dedicarse, por ende, a la reconstrucción de las profesiones... profesiones, decimos, en que se agrupen los hombres no por la función que tienen en el mercado del trabajo, sino según las diversas partes sociales que cada uno desempeña. Porque así como por instinto de la naturaleza, los que están unidos por la vecindad del lugar, forman un municipio; así quienes se dedican a la misma arte o profesión —tanto si es económica como de algún otro género— formen ciertos gremios o cuerpos, de tal suerte que estas corporaciones que tienen su propio derecho, han sido por muchos tenidas si no por esenciales, por lo menos como naturales a la sociedad civil...

Apenas hace falta recordar que lo que León XIII enseñó acerca de la forma de gobierno, lo mismo, guardada la debida proporción, se aplica a los gremios o corporaciones profesionales: es decir, que los hombres son libres de elegir la forma que quisieren, con tal que se atienda a las exigencias de la justicia y del bien común.

  Libertad de asociación. Ahora bien, como los habitantes de un municipio suelen fundar asociaciones para los más varios fines, en los que cada uno tiene amplia libertad de inscribirse o no; así los que ejercen la misma profesión formarán asociaciones igualmente libres unos con otros para los fines de algún modo conexos con el ejercicio de su profesión. Como estas libres asociaciones, las explica distinta y lúcidamente nuestro predecesor, de gloriosa memoria, nos contentamos con inculcar un solo punto: que el hombre tiene libre facultad no sólo de fundar estas asociaciones que son de derecho y orden privado, sino “de adoptar libremente en ellas aquella disciplina y aquellas leyes que se juzgue mejor han de conducir al fin que se propone”. La misma libertad hay que afirmar, de instituir asociaciones que excedan los límites de las profesiones particulares. Ahora bien, aquellas de las asociaciones libres que estén ya en estado floreciente y se gocen de sus saludables frutos, traten de preparar el camino para aquellas agrupaciones u órdenes más perfectos de los que antes hemos hecho mención y procuren con varonil denuedo realizarlas, según la mente de la doctrina social cristiana.

Restauración del principio directivo de la economía. Otro punto hay que procurar todavía, muy enlazado con el anterior. A la manera que la sociedad humana no puede basarse en la lucha de clases, así tampoco el recto orden económico puede quedar abandonado al libre juego de la concurrencia... Hay que buscar, pues, más altos y más nobles principios por los que este poder sea severa e íntegramente gobernado: a saber, la justicia social y la caridad social. Por tanto, las mismas instituciones de los pueblos y, por ende, de la vida social entera, han de estar imbuídas de aquella justicia y ello es sobremanera necesario para que resulte verdaderamente eficaz, es decir, que constituya un orden jurídico y social del que esté como impregnada toda la economía. En cuanto a la caridad social, ha de ser como el alma de ese orden, a cuya defensa y vindicación efectiva es menester que se entregue denodadamente la autoridad pública; y le será menos difícil lograrlo, si echa de si aquellas cargas que antes hemos declarado no competirle.

Es más, convendría que varias naciones, puesto que en el orden económico dependen en gran parte unas de otras y necesitan de la mutua cooperación, unieran sus esfuerzos y trabajos para promover, por sabios convenios e instituciones, la fausta y feliz cooperación de los pueblos en materia económica.

Del socialismo

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Declaramos lo siguiente: el socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya como “acción”, si realmente sigue siendo socialismo, aun después de las concesiones a la verdad y a la justicia que hemos dicho, es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, pues concibe la misma sociedad como totalmente ajena a la verdad cristiana.

Su concepción de la sociedad y del carácter social del hombre, es absolutamente ajena a la verdad cristiana. En efecto, según la doctrina cristiana, el hombre, dotado de naturaleza socia], ha sido puesto por Dios en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada por Dios [cf. Rom. 13, 1], cultive y desenvuelva plenamente todas sus facultades a gloria y alabanza de su Creador y, cumpliendo fielmente el deber de su profesión u otra vocación, alcance su felicidad, temporal y eterna juntamente. El socialismo, en cambio, totalmente ignorante y descuidado de este fin sublime tanto del hombre como de la sociedad, pretende que el consorcio humano ha sido instituido por causa del solo bienestar...

Católico y socialista son términos antitéticos. Y si el socialismo, como todos los errores, tiene en si algo de verdad (lo que ciertamente nunca han negado los Sumos Pontífices), se apoya, sin embargo, en una doctrina sobre la sociedad humana —doctrina que le es propia—, que disuena del verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, son términos contradictorios. Nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista...

De la maternidad universal de la Bienaventurada Virgen María

[De la Encíclica Lux Veritatis, de 20 de diciembre de 1931]

Es decir, que ella, por el hecho mismo de haber dado a luz al Redentor del género humano, es también, en cierto modo, madre benignísima de todos nosotros, a quienes Cristo Señor quiso tener por hermanos. “Tal—dice nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII— nos la dio Dios, quien por el hecho mismo de haberla elegido para madre de su Unigénito, le infundió sentimientos verdaderamente maternales que no respiran sino amor y misericordia; tal, con su modo de obrar, nos la mostró Jesucristo, al querer estar voluntariamente sometido y obedecer a María como hijo a su madre; tal nos la proclamó desde la cruz, cuando en el discípulo Juan encomendó a su cuidado y amparo a todo el género humano [Ioh. 19, 26 s]; tal, finalmente, se dio ella misma, cuando al abrazar generosamente aquella herencia de inmenso trabajo que su hijo moribundo le dejaba, empezó inmediatamente a cumplir para todos sus oficios de madre”.

De la falsa interpretación de algunos textos bíblicos

[Respuesta de la Comisión Bíblica, de 1º de julio de 1933]

I. Si es licito a un católico, sobre todo dada la interpretación: auténtica del Principe de los Apóstoles [Act. 2, 24-33; 13, 35-37], interpretar las palabras del salmo 15, 10-11: No abandonarás a mi alma en lo profundo, ni permitirás que tu santo vea la corrupción. Me diste a conocer los senderos de la vida, como si el autor sagrado no hubiera hablado de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Resp.: Negativamente.

II. Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se: leen en San Mateo 16, 26: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre daño en su alma? O, ¿qué cambio dará el hombre por su alma? Y juntamente las que trae San Lucas, 9, 25: Porque ¿qué adelanta el hombre con ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo y a sí mismo causa daño?, no se refieren en su sentido literal a la salvación eterna del alma, sino sólo a la vida temporal del hombre, no obstante el tenor de las mismas palabras y su contexto, así como la unánime interpretación católica.

Resp.: Negativamente.

De la necesidad y misión del sacerdocio

[De la Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]

En ningún tiempo ha dejado de sentir el género humano la necesidad de sacerdotes, es decir, de hombres, que por oficio legítimamente conferido, fueran los conciliadores de Dios y los hombres, la función de los cuales durante toda su vida comprendiera los menesteres que dicen relación con la eterna Divinidad y que ofrecieran plegarias, expiaciones y sacrificios en nombre de la sociedad misma, que tiene realmente obligación de practicar públicamente la religión, de reconocer a Dios como dueño supremo y primer principio, de proponérselo como su último fin, rendirle gracias inmortales y hacérselo propicio. A la verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres se tiene noticia, si no se los fuerza a obrar contra las leyes más santas de la naturaleza humana, siempre se hallan ministros de las cosas sagradas, aun cuando con harta frecuencia estén al servicio de la superstición; e igualmente, dondequiera los hombres profesan alguna religión, dondequiera erigen un altar, no sólo no carecen de sacerdotes, sino que se les rodea de peculiar veneración.

Sin embargo, cuando brilló la divina revelación, la función sacerdotal fue distinguida con dignidad ciertamente mucho mayor, dignidad que por cierta misteriosa manera, anticipadamente anuncia aquel Melquisedec, sacerdote y rey [Gen. 14, 18], cuyo símbolo relaciona el Apóstol Pablo con la persona y el sacerdocio de Jesucristo [cf. Hebr. 5, 10; 16, 20; 7, 1-11 y 15].

Y si el ministro de lo sagrado, según la preclara sentencia del mismo Pablo, es tomado de entre los hombres; no obstante, está constituído en favor de los hombres en aquellas cosas que atañen a Dios [Hebr. 5, 1], es decir: su ministerio no mira a las cosas humanas y perecederas, por más dignas que puedan parecer de estimación y alabanza, sino a las divinas y juntamente eternas...

En las Sagradas Letras del Antiguo Testamento se atribuyen peculiares oficios, cargos y ritos al sacerdote, constituido según las normas que Moisés por inspiración y voluntad de Dios promulgara...

Mas el sacerdocio del Antiguo Testamento, no de otra parte tomaba sus glorias y majestad sino de que anticipadamente anunciaba el del Nuevo y eterno Testamento dado por Jesucristo, es decir, instituido por la sangre del verdadero Dios y Hombre.

El Apóstol de las gentes, tratando sumaria y rápidamente de la grandeza, dignidad y misión del sacerdocio cristiano, esculpe como a cincel su sentencia con estas palabras: Así nos ha de mirar el hombre, como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 9, 1].

De los efectos del orden del presbiterado

[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]

El sacerdote es ministro de Cristo: es, por consiguiente, como un instrumento del divino Redentor para poder proseguir a lo largo de los tiempos aquella obra suya admirable que, reintegrando con superior eficacia a toda la sociedad humana, la condujo a un culto más excelso. Más aún, él es, como solemos decir con toda razón, “otro Cristo”, puesto que representa su persona, según aquellas palabras: Como el Padre me ha enviado, así también yo os envío [Ioh. 20, 21]; y del mismo modo que su Maestro por voz de los ángeles, así él canta Gloria a Dios en las alturas y persuade la paz a los hombres de buena voluntad [cf. Lc. 2, 14]...

Tales poderes, conferidos al sacerdote por un peculiar sacramento, no son caducos y pasajeros, sino estables y perpetuos, como quiera que proceden del carácter indeleble, impreso en su alma por el que, a semejanza de Aquel, de cuyo sacerdocio participa se ha hecho Sacerdote para siempre [Ps. 109, 4]. Y aun cuando por fragilidad humana, cayere en error o en infamias morales; jamás, sin embargo, podrá borrar de su alma este carácter sacerdotal. Además, por el sacramento del orden, no recibe el sacerdote solamente este carácter sacerdotal, ni sólo aquellos poderes excelsos, sino que se le concede también una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, a condición de que fielmente secunde con su libre cooperación la virtud de los celestes dones divinamente eficaces, podrá responder de manera ciertamente digna y con ánimo levantado a los arduos deberes del ministerio recibido...

De estos sagrados retiros [los ejercicios espirituales], podrá también resultar alguna vez la utilidad de que, quien ha entrado “en la herencia del Señor”, no llamado por Cristo mismo, sino guiado por sus propios consejos terrenos, pueda resucitar la gracia de Dios [cf. 2 Tim. 1, 6]; pues, como quiera que también ése está adscrito a Cristo y a la Iglesia por vínculo perpetuo, no podrá menos de abrazar el consejo de San Bernardo: “Haz en adelante buenos tus caminos, tus intentos y tu santo ministerio: si la santidad de la vida no precedió, que siga al menos”. La gracia que Dios da comúnmente y que da por peculiar razón al que recibe el sacramento del orden, sin duda le ayudará también a él, con tal que en verdad quiera, no sólo para corregir lo que en un principio fue tal vez viciosamente puesto, sino para entender y cumplir los deberes de su vocación.

Del oficio divino, como oración pública de la Iglesia

[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]

El sacerdote, finalmente, continuando también en esto la misión de Jesucristo que pasaba la noche en la oración de Dios [Lc. 6, 12] y vive siempre para interceder por nosotros [Hebr. 7, 25], es de oficio el público intercesor ante Dios en favor de todos, y tiene mandamiento de ofrecer a la Divinidad celeste en nombre de la Iglesia no sólo el verdadero y propio sacrificio del altar, sino también el sacrificio de alabanza [Ps. 49, 14] y las comunes oraciones; es decir, que el sacerdote, con salmos, súplicas y cánticos, tomados en gran parte de las Sagradas Letras, una y otra vez a diario rinde a Dios el debido tributo de adoración, y cumple este necesario deber de impetración en favor de los hombres...

Si la oración, aun privada, goza de tan solemnes y magnificas promesas, como las que le hizo Jesucristo [Mt. 7, 7-11; Mc. 11, 24; Lc. 11, 9-13] indudablemente, mayor fuerza y virtud tienen las súplicas que se hacen oficialmente en nombre de la Iglesia, es decir, de la esposa querida del Redentor.

De la justicia social

[De la Encíclica Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937]

[51] Pero aparte de la justicia que llaman conmutativa, hay que practicar también la justicia social, la que ciertamente impone deberes a que ni obreros ni patronos pueden sustraerse. Ahora bien, a la justicia social toca exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Mas así como, tratándose de cualquier organismo de cuerpo viviente, no se provee al todo, si no se da a cada miembro cuanto necesita para desempeñar su función; así, en lo que atañe a la organización y gobierno de la comunidad, no puede mirarse por el bien de la sociedad entera, si no se distribuye a cada miembro, es decir, a los hombres adornados de la dignidad de personas, todo aquello que necesitan para cumplir cada uno su función social. Consiguientemente, si se hubiere atendido a la justicia social, la economía dará los copiosos frutos de una actividad intensa, que madurarán en la tranquilidad del orden y pondrán de manifiesto la fuerza y firmeza del Estado, a la manera que la salud del cuerpo humano se conoce por su inalterado, pleno y fructuoso trabajo.

[52] Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social, si los obreros no tienen asegurado su sustento y el de sus familias con un salario proporcionado a este fin; si no se les facilita alguna ocasión de una modesta fortuna para prevenir la plaga del pauperismo, que tan ampliamente se difunde; si no se toman precauciones en su favor con instituciones públicas o privadas de seguros para el tiempo de la vejez, de la enfermedad o del paro. Y sobre este punto, nos es grato referir lo que dijimos en nuestra Carta Encíclica Quadragesimo anno: “A la verdad, sólo entonces la economía social... favorece” [v. 2265].

De la resistencia contra el abuso del poder

[De la Encíclica Firmissimam constantiam a los Obispos de Méjico, de 28 de marzo de 1937]

Hay que conceder ciertamente que para el desenvolvimiento de la vida cristiana son también necesarios los auxilios externos, que se perciben por los sentidos, y juntamente que la Iglesia, como sociedad humana que es, necesita absolutamente para su vida e incremento, de una justa libertad de acción, y los fieles mismos gozan del derecho de vivir en la sociedad civil de acuerdo con los dictámenes de la razón y la conciencia.

Síguese de ahí que cuando se atacan las libertades originarias del orden religioso y civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos católicos. Sin embargo, aun la vindicación de estos derechos y libertades, puede ser, según las diversas circunstancias, más o menos oportuna, más o menos vehemente. Pero vosotros mismos, Venerables Hermanos, habéis repetidas veces enseñado a vuestros fieles, que la Iglesia, aun a costa de graves sacrificios de su parte, es favorecedora de la paz y del orden y condena toda rebelión injusta, es decir, la violencia contra los poderes constituidos. Por lo demás, también es vuestra la afirmación que si alguna vez los poderes mismos atacan manifiestamente la verdad y la justicia, de suerte que destruyen los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo pudiera condenarse a aquellos ciudadanos que Se coaligaran para la propia defensa y para salvar la nación, empleando medios lícitos y adecuados contra quienes abusan del mando para ruina del Estado.

Y si bien la solución de esta cuestión depende necesariamente de las circunstancias particulares; sin embargo, hay que poner en clara luz algunos principios:

1. Estas reivindicaciones tienen razón de medio o bien de fin relativo, no de fin último y absoluto.

2. Que en su razón de medios, deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente malas.

3. Como tienen que ser convenientes y adecuadas al fin, han de emplearse en la medida en que, total o parcialmente, conducen al fin propuesto, de tal modo, sin embargo, que no acarreen a la comunidad y a la justicia daños mayores que los que tratan de reparar.

4. El uso, empero, de tales medios y el pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos, como quiera que comprende también los casos de orden puramente temporal y técnico, y de defensa violenta, no pertenece directamente a la función de la Acción Católica, aunque sea deber de ésta instruir a los católicos sobre el recto ejercicio de sus propios derechos, y la reivindicación de los mismos por justos medios, en cuanto así lo exige el bien común.

5. El Clero y la Acción Católica, como quiera que por la misión de paz y amor a ellos encomendada, están obligados a unir a todos los hombres en el vínculo de la paz [Eph. 4, 3], deben en gran manera contribuir a la prosperidad de las naciones, ora señaladamente fomentando la reconciliación de las clases y de los ciudadanos, ora secundando todas las iniciativas sociales que no estén en desacuerdo con la doctrina y la ley moral de Cristo.

PIO XII, 1939

De la ley natural

[De la Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]

Es cosa de todo punto averiguada que la fuente primera y más profunda de los males que afligen a la moderna sociedad, tiene su hontanar en el hecho de negarse y rechazarse la norma universal de moralidad, ya en la vida privada de los individuos, ya en el mismo Estado y en las mutuas relaciones que ligan a los pueblos y naciones; es decir, que se niega y echa en olvido la misma ley natural. Esta ley natural estriba, como en su fundamento, en Dios, omnipotente, creador y padre de todos, y juntamente supremo y perfectísimo legislador y juez sapientísimo y justísimo de las acciones humanas. Cuando temerariamente se reniega de la eterna Divinidad, al punto cae vacilante el principio de toda honestidad, al punto calla la voz de la naturaleza o se debilita poco a poco; aquella voz que enseña aun a los indoctos y a las mismas tribus salvajes qué es bueno y qué es malo, qué licito y qué ilícito, y les avisa que un día habrán de dar cuenta ante el Supremo Juez del bien y del mal que hubieren hecho.

De la unidad natural del género humano

[De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]

Ese pernicioso error se cifra en el olvido de aquella mutua unión y caridad humana que piden de consuno el común origen y la igualdad de la naturaleza racional de todos los hombres, a cualesquiera naciones pertenezcan...

Los Libros Sagrados... nos cuentan cómo de la primera pareja de hombre y mujer, tuvieron origen todos los demás hombres, y nos refieren cómo se diferenciaron en varias tribus y gentes, diseminados por partes varias del orbe de la tierra... [cita del texto de Act. 17, 26]. Maravillosa visión que nos hace contemplar al género humano uno por su origen común en el Creador, según aquello: Un solo Dios y Padre de todos, el cual está sobre todos y por todos y habita en todos nosotros [Eph. 4, 6]; uno también por naturaleza, que consta igualmente en todos los hombres de cuerpo material y alma inmortal y espiritual.

Del derecho de gentes

[De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]

Aquella concepción, Venerables Hermanos, que atribuye al Estado un poder casi infinito, resulta un error pernicioso no sólo para la vida interna de las naciones y para su próspero desenvolvimiento, sino que daña también a las mutuas relaciones entre los pueblos, como quiera que rompe aquella unidad con que es menester que todos los Estados estén entre sí enlazados, despoja al derecho de gentes de su fuerza y su firmeza y, abriendo el camino a la violación de los derechos ajenos, hace en extremo difícil la pacífica y tranquila convivencia.

Porque es así que, si bien el género humano, por ley de orden natural establecida por Dios, se divide en clases de ciudadanos y también en naciones y Estados que, en lo que atañe a la organización de su régimen interno, son independientes unos de otros; todavía está ligado por mutuos vínculos en materia jurídica y moral, y viene a unirse en una universal y grande comunidad de pueblos que se destina a conseguir el bien de todas las naciones y se rige por las normas peculiares que protegen la unidad y promueven su prosperidad.

Ahora bien, no hay quien no vea que estos supuestos derechos del Estado absolutísimos, y que a nadie absolutamente han de sujetarse, están en abierta contradicción con esta ley inmanente y natural, y fundamentalmente la destruyen; y no es menos evidente que aquel poder Absoluto deja al arbitrio de los gobernantes los legítimos pactos con que las naciones se unen entre sí, e impide la concordia de todos los ánimos y la entrega mutua a una eficaz colaboración. Esto ciertamente exigen, Venerables Hermanos, las armónicas y duraderas relaciones de los Estados, exígenlo los vínculos de la amistad, de los que sólo bienes han de nacer, que los pueblos reconozcan debidamente y debidamente obedezcan a los principios y normas del derecho natural, que ha de regir las relaciones entre las naciones. Por manera semejante, esos mismos principios mandan que a cada uno se le respete su libertad y a todos se les concedan aquellos derechos por los que han de vivir y llegar, por el camino del progreso civil, a una prosperidad cada día mayor; y mandan, finalmente, que los pactos estipulados y sancionados conforme al derecho de gentes, se guarden íntegra e inviolablemente.

No hay duda alguna que sólo podrán convivir pacíficamente las naciones, sólo podrán regirse por relaciones públicas y jurídicamente estatuídas, cuando exista mutua confianza, cuando todos estén persuadidos de que por una y otra parte se ha de guardar incólume la fe dada, cuando todos tengan por axioma que es mejor la sabiduría que las armas bélicas [cf. Eccl. 9, 18]; y además, cuando estén todos dispuestos a inquirir y discutir mejor todo asunto, y no dirimir la cuestión por la violencia o la amenaza, caso que surgieren dilaciones, controversias, dificultades y cambios, todo lo cual puede originarse no solamente de mala voluntad, sino de un cambio de circunstancias y de un conflicto real de intereses.

Por otra parte, separar el derecho de gentes del derecho divino para que estribe como único fundamento en el arbitrio de los rectores del Estado, no otra cosa significa que derrocar al mismo derecho del trono de su honor y de su firmeza, y entregarlo al excesivo y apasionado afán del interés privado y público, únicamente preocupado de hacer valer los propios derechos, desconociendo los ajenos.

Cierto que en el decurso del tiempo, por un cambio sustancial de las circunstancias que al firmar el pacto no se preveían y quizá ni podían preverse, puede un pacto integro o algunas de sus cláusulas resultar o parecer injusto para una de las partes estipulantes o, por lo menos, serle demasiado gravosas o no poderse, en fin, llevar a la práctica. Si esto sucede, no hay duda que debe oportunamente acudirse a una leal y honrada discusión para modificar oportunamente el pacto o sustituirlo por otro. Mas tenerlos por cosas transitorias y caducas y atribuirse tácitamente el poder de rescindirlos siempre que así parezca exigirlo el propio interés, por propia cuenta, sin consultar y hasta despreciando al otro pactante, es procedimiento que destruye infaliblemente la debida fe mutua entre los Estados y, por tanto, se trastorna fundamentalmente el orden de la naturaleza, y pueblos y naciones se separan entre sí por abismos enormes, imposibles de llenar.

De la esterilización

[Decreto del Santo Oficio, de 24 de febrero de 1940]

Propuesta a la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio la duda:

“Si es lícita la esterilización directa, ya temporal, ya perpetua, tanto del hombre como de la mujer”, los Emmos. y Rvmos. Padres Sres. Cardenales, encargados de la defensa de las cosas de la fe y costumbres, el miércoles, día 21 de febrero de 1940, decretaron debía responderse:

Negativamente y que está prohibida por la ley natural y que en cuanto a la esterilización eugénica fue reprobada por Decreto de esta Congregación, el día 21 de marzo de 1931.

Del origen corporal del hombre

[De la alocución de Pío XII el 90 de noviembre de 1941, en la inauguración de curso de la Pontificia Academia de Ciencias]

El hombre, dotado de alma espiritual, fue colocado por Dios en la cima de la escala de los vivientes, como príncipe y soberano del reino animal.

Las múltiples investigaciones, tanto de la paleontología como de la biología y morfología, sobre estos problemas tocantes a los orígenes del hombre, no han aportado hasta ahora nada de positivamente claro y cierto. No queda, por tanto, sino dejar al porvenir la respuesta a la pregunta de si un día la ciencia, iluminada y guiada por la revelación, podrá ofrecer resultados seguros y definitivos sobre punto tan importante.

De los miembros de la Iglesia

[De la Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

Pero entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas. Porque todos nosotros —dice el Apóstol— hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres [1 Cor. 12, 13]. Así, pues, como en la verdadera congregación de los fieles, hay un solo cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo; así no puede haber más que una sola fe [cf. Eph. 4, 5]; y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano [cf. Mt. 18, 17]. Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno, no pueden vivir en este cuerpo único ni de este su único Espíritu divino.

De la jurisdicción de los obispos

[De la misma Encíclica Mistici corporis, de 29 de junio de 1943]

Por lo cual, los obispos, no sólo han de ser considerados como los miembros principales de la Iglesia universal, como quienes están ligados por vínculo especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo, por lo que con razón son llamadas “partes primeras de los miembros del Señor”, sino que, por lo que a su propia diócesis se refiere, apacientan y rigen en nombre de Cristo como verdaderos pastores la grey que a cada uno le ha sido confiada [Concilio Vaticano, Constitución de la Iglesia, cap. 3; v. 1828]; sin embargo, al hacer esto, no son completamente independientes, sino que están puestos bajo la debida autoridad del Romano Pontífice, aun cuando gozan de jurisdicción ordinaria, que el mismo Sumo Pontífice les ha inmediatamente comunicado. Por lo cual, han de ser venerados por los fieles como sucesores de los Apóstoles por divina institución [cf. CIC 329, 1], y más que a los gobernantes de este mundo, aun los más elevados, conviene a los obispos adornados como están con el crisma del Espíritu Santo, aquel dicho: No toquéis a mis ungidos [1 Par. 16, 22; Ps. 104, 15].

Del Espíritu Santo como alma de la Iglesia

  [De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

Y si atentamente consideramos este divino principio de vida y eficacia, dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, fácilmente entenderemos no ser otro que el Espíritu Paráclito que procede del Padre y del Hijo y que de modo peculiar es llamado “Espíritu de Cristo” o “Espíritu del Hijo” [Rom. 8, 9; 2 Cor. 3, 17; Gal. 4, 6]. Porque con este Espíritu de gracia y de verdad adornó su alma el Hijo de Dios en el mismo seno incontaminado de la Virgen; este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su templo amadísimo; este Espíritu nos mereció Cristo con su sangre derramada en la cruz; éste, finalmente, alentando sobre los Apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados [cf. Ioh. 20, 22]; y mientras solamente Cristo recibió este Espíritu sin medida [cf. Ioh. 3, 34], a los miembros de su Cuerpo místico se les reparte la plenitud de Cristo mismo sólo en la medida de la donación de Cristo [cf. Eph. 1, 8; 4, 7]. Y después que Cristo fue glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con ubérrima efusión, a fin de que ella cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos ha hecho hijos adoptivos de Dios [Rom. 8, 14-17; Gal. 4, 6-7], para que contemplando algún día todos nosotros la gloria del Señor a cara descubierta, nos transformemos en su misma imagen, de claridad en claridad [2 Cor. 3, 18].

Ahora bien, a este Espíritu de Cristo, como principio invisible, hay que atribuir también que todas las partes del Cuerpo estén íntimamente unidas tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, como quiera que Él está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de sus miembros, en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras, según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. Él, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y realmente saludable en todas las partes del cuerpo. Él es el que, aunque por sí mismo se halle presente en todos los miembros y en ellos obre por su divino influjo, en los inferiores, sin embargo, obra también por el ministerio de los superiores. Él es, finalmente, quien a par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehusa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Esta presencia y acción del Espíritu de Jesucristo, la significó breve y concisamente nuestro sapientísimo predecesor León XIII, de inmortal memoria, en su Carta Encíclica Divinum lllud con estas palabras: “Baste afirmar que mientras Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma”.

De la ciencia del alma de Cristo

[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

Mas aquel amorosísimo conocimiento que desde el primer momento de la Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.

De la inhabitación del Espíritu Santo en las almas

[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

No ignoramos ciertamente que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo peculiar a la inhabitación del Espíritu Santo en el alma, se interponen muchos velos en los que la misma misteriosa doctrina queda como envuelta en una especie de niebla por la flaqueza de la mente de quienes la investigan. Pero sabemos también que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las varias opiniones y de coincidencias de pareceres, cuando el amor a la verdad y debido acatamiento a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos de luz, con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por tanto, a quienes usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de esta admirable unión nuestra con Cristo. Sin embargo, tengan por norma general e inconcusa, los que no quieran apartarse de la doctrina genuina y del verdadero magisterio de la Iglesia, que han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma de ella que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas, e invadir erróneamente lo divino, de suerte que pudiera decirse de ellos, como propio, uno solo de los atributos de la sempiterna Divinidad. Y además sostendrán firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a la suprema causa eficiente.

También es menester que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras vivamos en este destierro terrestre, jamás puede ser totalmente penetrado, descubierto todo velo, ni expresado por lengua humana. Se dice ciertamente que las divinas Personas inhabitan, en cuanto, estando ellas presentes de manera inescrutable en las almas creadas dotadas de inteligencia, son alcanzadas por ellas por medio del conocimiento y el amor; de modo, sin embargo, que trasciende toda la naturaleza, y totalmente íntimo y singular. Para acercarnos por lo menos un tanto a contemplarla, no ha de descuidarse aquel método que en estas materias mucho encarece el Concilio Vaticano [Ses. 8, Const. de fide Cath. cap. 4; v. 1795]; método que, tratando de adquirir alguna luz, con que conocer siquiera un poco los arcanos de Dios, lo consigue comparando los misterios mismos entre sí y con el fin a que están enderezados. Oportunamente, pues, al hablar nuestro sapientísimo antecesor, León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y el divino Paráclito, que en nosotros habita, vuelve sus ojos a aquella visión beatífica, por la que esta misma trabazón mística alcanzará un día su consumación y perfección en los cielos: “Esta maravillosa unión —dice— que por propio nombre se llama inhabitación, sólo por su condición y estado difiere de aquella por la que Dios abraza a los bienaventurados beatificándolos”. Por esta visión será posible, por modo absolutamente inefable, contemplar con los ojos adornados de sobrenatural luz al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las divinas Personas y ser bienaventurados por gozo muy semejante al que hace bienaventurada a la santísima e individua Trinidad.

Del parentesco entre la Bienaventurada Virgen María y la Iglesia

[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

Ella [la Virgen Madre de Dios] fue la que, libre de toda mancha personal u original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán, manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era madre corporalmente de nuestra Cabeza, fuera hecha espiritualmente por un nuevo titulo de dolor y de gloria, madre de todos sus miembros. Ella fue la que por sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del divino Redentor que ya habla sido dado en la cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés, Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles cumplió lo que falta a los padecimientos de Cristo... por su Cuerpo, que es la Iglesia [Col. 1, 24], y prodigó al Cuerpo místico de Cristo, nacido del corazón abierto de nuestro Salvador, el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.

Ella, pues, Madre Santísima de todos los miembros de Cristo, a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente a todos los hombres, y que ahora brilla en el cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma y reina juntamente con su Hijo, obtenga de Él con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción copiosos raudales de gracias sobre todos los miembros de su místico Cuerpo.

De la autenticidad de la Vulgata

[De la Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]

En cuanto al hecho de que el Concilio de Trento quiso que la Vulgata fuera la versión latina, “que todos usasen como auténtica”, ello a la verdad, como todos saben, sólo se refiere a la Iglesia latina y al uso público de la Escritura, y, sin género de duda, no disminuye en modo alguno la autoridad y valor de los textos originales. Porque no se trataba en aquella ocasión de textos originales, sino de las versiones latinas que en aquella época corrían, entre las cuales el mismo Concilio decretó con razón que debía ser preferida aquella que “ha sido aprobada en la Iglesia misma por el largo uso de tantos siglos”.

Así, pues, esta privilegiada autoridad o, como dicen, autenticidad de la Vulgata, no fue establecida por el Concilio por razones principalmente críticas, sino más bien por su uso legítimo en las Iglesias, durante el decurso de tantos siglos; uso a la verdad, que demuestra que la Vulgata, tal como la entendió y entiende la Iglesia, está totalmente inmune de todo error en materias de fe y costumbres; de suerte que, por testimonio y confirmación de la misma Iglesia, se puede citar con seguridad y sin peligro de errar en las disputas, lecciones y predicaciones; y, por tanto, este género de autenticidad no se llama con nombre primario crítica, sino más bien jurídica. Por lo cual, esta autoridad de la Vulgata en materias de doctrina no veda en modo alguno —antes, por lo contrario, hoy más bien exige— que esta misma doctrina se compruebe y confirme también por los textos primitivos; ni tampoco que corrientemente se invoque el auxilio de esos mismos textos, con los que dondequiera y cada día más se patentice y exponga el recto sentido de las Sagradas Letras. Y ni siquiera prohibe el decreto del Concilio de Trento que, para uso y provecho de los fieles y para más fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en las lenguas vulgares, y eso aun tomándolas de los textos originales, como sabemos haberse hecho laudablemente en muchas partes, con aprobación de la autoridad de la Iglesia.

Del sentido literal y místico de la Sagrada Escritura

[De la misma Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]

Armado egregiamente con el conocimiento de las lenguas antiguas y con los recursos de la crítica, pase el exegeta católico a aquella tarea que es la suprema que se le impone, a saber: hablar y exponer el genuino sentido de los Sagrados Libros. Al llevar a cabo esta obra, tengan presente los intérpretes que su máximo cuidado ha de dirigirse a ver y determinar con claridad cuál es el sentido de las palabras bíblicas que se llama literal. Este sentido literal han de averiguar con toda diligencia por medio del conocimiento de las lenguas, con ayuda del contexto y de la comparación con pasajes semejantes; a todo lo cual suele también apelarse en la interpretación de los escritores profanos, a fin de que aparezca patente y claro el pensamiento del autor. Sólo que los exegetas de las Sagradas Letras, acordándose que aquí se trata de una palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación fue por Dios mismo confiada a la Iglesia, no han de tener menos diligentemente en cuenta las explicaciones y declaraciones del magisterio de la Iglesia, así como la interpretación dada por los Santos Padres y la “analogía de la fe”, como sapientísimamente advierte León XIII en su Carta Encíclica Providentissimus Deus. Traten también con singular empeño de no exponer solamente —cosa que con dolor vemos se hace en algunos comentarios— las cosas que atañen a la historia, arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo; sino que, sin dejar de alegarlas oportunamente, en cuanto pueden contribuir a la exégesis, muestren sobre todo cuál es la doctrina teológica de cada uno de los libros o textos sobre la fe y las costumbres, de suerte que esta su exposición no sólo sirva a los maestros de teología para proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino que ayude también a los sacerdotes para explicar ante el pueblo la doctrina cristiana y, en fin, a todos los fieles, para llevar una vida santa y digna del hombre cristiano.

Como den tal interpretación, ante todo, como hemos dicho, teológica, eficazmente reducirán a silencio a quienes, afirmando que en los comentarios bíblicos apenas hallan nada que eleve la mente a Dios, nutra el espíritu y promueva la vida interior, andan repitiendo que hay que acudir a no sabemos qué interpretación espiritual que ellos llaman mística. Cuán poco acertado sea su sentir, enséñalo la misma experiencia de muchos que, meditando y considerando una y otra vez la palabra de Dios, han perfeccionado su espíritu y se han sentido movidos de vehemente amor a Dios, y lo mismo ponen de manifiesto la constante instrucción de la Iglesia y los avisos de los más grandes Doctores.

 A la verdad, no se excluye de la Sagrada Escritura todo sentido espiritual. Porque las cosas dichas o hechas en el Antiguo Testamento, de tal manera fueron sapientísimamente dispuestas y ordenadas por Dios, que las pasadas significaran de manera espiritual anticipadamente las que estaban por venir en la Nueva Alianza de la gracia. Por ello, el exegeta, así como debe hallar y exponer el que llaman sentido literal de las palabras, cual el hagiógrafo lo intentara y expresara, así también ha de hacer con el espiritual, con tal que debidamente conste que éste fue dado por Dios. Puesto que solamente Dios pudo conocer y revelarnos este sentido espiritual. Ahora bien, en los Santos Evangelios nos indica y enseña este sentido el mismo Salvador divino lo profesan también los Apóstoles de palabra y por escrito, imitando el ejemplo de su Maestro; lo demuestra la doctrina perpetuamente enseñada por la Iglesia, y nos lo declara, finalmente, el uso antiquísimo de la Liturgia, dondequiera que pueda debidamente aplicarse el conocido axioma: “La ley de orar es la ley de creen”. Así, pues, este sentido espiritual intentado y ordenado por el mismo Dios, descúbranlo y propónganlo los exegetas católicos con aquella diligencia que la dignidad de la palabra divina reclama; pero guarden religiosa cautela de no proponer, como genuino sentido de la Sagrada Escritura, otros sentidos traslaticios.

De los géneros literarios en la Sagrada Escritura

[De la misma Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]

Así, pues, el intérprete, con todo empeño y sin descuidar luz alguna que hayan aportado las investigaciones modernas, esfuércese por averiguar cuál fue el carácter y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales y qué formas de decir empleó. Porque así podrá conocer más plenamente quién haya sido el hagiógrafo y qué haya querido significar al escribir. Porque a nadie se le oculta que la norma suprema de la interpretación es aquella por la que se averigua y define qué es lo que el escritor intentó decir, como egregiamente lo advierte San Atanasio: “Aquí, como conviene hacerlo en todos los otros pasajes de la Sagrada Escritura, hay que observar con qué ocasión habló el Apóstol; hay que atender cuidadosa y fielmente cuál es la persona y cuál el asunto que le movió a escribir, no sea que ignorándolo o entendiendo otra cosa distinta, nos descaminemos de su verdadero sentir”.

Por otra parte, cuál sea el sentido literal, no está muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos orientales, como en los escritores de nuestra época. Y efectivamente, qué quisieron ellos dar a entender con sus palabras, no se determina solamente por las leyes de la gramática y de la filología, ni sólo por el contexto del discurso; sino que es de todo punto necesario que el intérprete se traslade, como si dijéramos, mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente a fin de que, debidamente ayudado por los recursos de la historia, de la arqueología, de la etnología y de otras disciplinas, discierna y claramente vea qué géneros literarios, como dicen, quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella vetusta edad. Porque los antiguos orientales no siempre empleaban, para expresar sus conceptos, las mismas formas y el mismo estilo que nosotros hoy, sino más bien aquellas que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exegeta no lo puede establecer como de antemano, sino solamente por la cuidadosa investigación de las antiguas literaturas de Oriente. Ahora bien, esta investigación, llevada a cabo en estos últimos decenios con mayor cuidado y diligencia que antes, ha manifestado con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos antiguos tiempos, ora en la descripción poética de las cosas, ora en el establecimiento de las normas y leyes de la vida, ora, en fin, en la narración de los hechos y acontecimientos. Esta misma investigación ha probado lúcidamente que el pueblo israelítico se aventajó singularmente entre las demás naciones de Oriente a escribir bien la historia tanto por su antigüedad, como por la fiel relación de los hechos, lo cual, a la verdad, se deduce del carisma de la divina inspiración y del fin peculiar de la historia bíblica que pertenece a la religión. Sin embargo, que también en los escritores sagrados, como en los demás antiguos, se hallan artes determinadas de exponer y de narrar, idiotismos especiales, propios particularmente de las lenguas semíticas, las que se llaman aproximaciones, determinadas hipérboles de lenguaje, y hasta a veces también paradojas con que las cosas se imprimen mejor en la mente, cosa es que no puede ciertamente sorprender a quienquiera sienta rectamente de la inspiración bíblica. Porque ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre los antiguos, y señaladamente entre los orientales, se valía el lenguaje humano para expresar el pensamiento, es ajena a los Libros Sagrados, con la condición, sin embargo, que el genero de decir empleado no repugne en modo alguno a la santidad ni a la verdad de Dios, como lo advierte con su peculiar sagacidad el mismo Angélico Doctor con estas palabras: “En la Escritura las cosas divinas se nos dan al modo como suelen usar los hombres”. Porque a la manera como el Verbo sustancial de Dios, se hizo semejante a los hombres en todo “excepto el pecado” [Hebr. 4, 15], así las palabras de Dios expresadas por lenguas humanas, se han hecho en todo semejantes al humano lenguaje, excepto en el error; y esto fue lo que ya San Juan Crisóstomo exaltó con suma alabanza como una ~rVyK~I, d/3a.o'~S O condescendencia de Dios providente, y afirmó que se da una y muchas veces en los Libros Sagrados.

Por esto, para satisfacer debidamente a las necesidades actuales de la ciencia bíblica en la exposición de la Sagrada Escritura y en la demostración y comprobación de su inmunidad de todo error, válgase también prudentemente el exegeta católico del subsidio de averiguar hasta qué punto la forma de decir o género literario empleado por el hagiógrafo, pueda contribuir a su verdadera y genuina interpretación; y persuádase que no puede descuidar esta parte de su oficio sin gran menoscabo de la exégesis católica. Porque no raras veces —para no tocar más que este punto— cuando algunos en son de reproche cacarean que los autores sagrados se descarriaron de la fidelidad histórica o que contaron las cosas con menos exactitud, se averigua no tratarse de otra cosa que de los acostumbrados y originales modos de hablar y narrar que corrientemente solían emplearse en el mutuo trato humano y que de hecho se empleaban por lícita y general costumbre. Conocidas, pues, y exactamente apreciadas las maneras y artes de hablar de los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad históricas de las Divinas Letras, y no menos aptamente conducirá tal estudio a un más pleno y luminoso conocimiento de la mente del Autor sagrado.

De los fines del matrimonio

      [Decreto del Santo Oficio, de 1º de abril de 1944]

Sobre los fines del matrimonio y su relación y orden, han aparecido en estos últimos años algunos escritos que afirman o que el fin primario del matrimonio no es la procreación de los hijos o que los fines secundarios no están subordinados al primario, sino que son independientes del mismo.

En estas elucubraciones, unos asignan un fin primario al matrimonio; otros, otro; por ejemplo: el complemento y perfección personal de los cónyuges por medio de la omnímoda comunión de vida y acción; el fomento y perfección del mutuo amor y unión de los cónyuges por medio de la entrega psíquica y somática de la propia persona, y otros muchos por el estilo. En estos escritos, se atribuye a veces a palabras que ocurren en documentos de la Iglesia (como son, por ejemplo, fin primario y secundario), un sentido que no conviene a estas voces según el uso común de los teólogos. Este nuevo modo de pensar y de hablar es propio para fomentar errores e incertidumbres; mirando de apartarlas, los Emmos. y Rvmos. Padres de esta Suprema Sagrada Congregación encargados de la tutela de las cosas de fe y costumbres, en sesión plenaria habida el miércoles, día 29 de marzo de 1944, habiéndose propuesto la duda: “Si puede admitirse la sentencia de algunos modernos que niegan que el fin primario del matrimonio sea la procreación y educación de los hijos, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin primario, sino que son igualmente principales e independientes”, decretaron debía responderse:

Negativamente.

Del milenarismo (quiliasmo)

[Decreto del Santo Oficio, de 21 de julio de 1944]

En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio qué haya de sentirse del sistema del milenarismo mitigado, es decir, del que enseña que Cristo Señor, antes del juicio final, previa o no la resurrección de muchos justos, ha de venir visiblemente para reinar en la tierra.

Resp.: El sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad.

De la presencia de Cristo en los misterios de la Iglesia

   [De la Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

En toda acción litúrgica Juntamente con la Iglesia está presente su divino Fundador; presente está Cristo en el augusto Sacrificio del altar, ora en la persona de sus ministros, ora sobre todo bajo las especies eucarísticas; presente está en los sacramentos por su virtud, la cual trasfunde en ellos, como instrumentos para producir. la santidad; presente está finalmente en las alabanzas y súplicas elevadas a Dios, según su palabra: Dondequiera hay dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos [Mt. 18, 20]...

Por eso el año litúrgico, al que alimenta y acompaña la piedad de la Iglesia, no es fría e inerte representación de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni mero y desnudo recuerdo de una edad anterior. Sino que es más bien Cristo mismo que sigue en su Iglesia y continúa aquel camino de su inmensa misericordia que Él mismo inició en esta vida mortal, cuando pasaba haciendo bien, con el piadosísimo designio de que las almas de los hombres se pusiesen en contacto con sus misterios, y por ellos, en cierto modo, vivieran. Los cuales misterios, por cierto, están constantemente presentes y obran a la manera no indeterminada y medio oscura de que hablan neciamente algunos escritores modernos, sino de la manera que nos enseña la doctrina católica; pues, según sentir de los Doctores de la Iglesia, son no solamente ejemplos eximios de cristiana perfección, sino fuentes también de la divina gracia, por los méritos y oraciones de Cristo, y por su efecto perduran en nosotros, como quiera que cada uno, según su índole, es a su modo causa de nuestra salvación.

De la genuina noción de la Liturgia

[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

La sagrada Liturgia, consiguientemente, constituye el culto público que nuestro Redentor, Cabeza de la Iglesia, tributa al Padre celestial y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y por Él al eterno Padre; y, para decirlo todo brevemente, constituye el culto público íntegro del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros...

Por eso, totalmente se desvían de la verdadera y genuina noción e idea de la Liturgia, quienes la consideran sólo como la parte externa y sensible del culto divino o un bello aparato de ceremonias; y no yerran menos quienes la reputan como un conjunto de leyes y preceptos con que la jerarquía eclesiástica manda que se cumplan y ordenen los ritos sagrados.

De la relación entre la vida ascética y la piedad de la Liturgia

[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

Consiguientemente, en la vida espiritual, no puede darse discrepancia ni oposición alguna entre la acción divina que infunde la gracia en las almas para perpetuar nuestra redención y la simultánea y laboriosa cooperación del hombre, que no ha de hacer vano el don de Dios [cf. 2 Cor. 6, l]; tampoco entre la eficacia del rito externo de los sacramentos que proviene ex opere operato y el acto meritorio de aquellos que los administran o reciben, acto que llamamos opus operantis, y por modo semejante, entre las súplicas públicas y las oraciones privadas; entre la recta manera de obrar y la contemplación de las cosas de arriba; entre la vida ascética y la piedad de la Liturgia, ni, finalmente, entre la jurisdicción y legítimo magisterio de la jerarquía eclesiástica y aquella potestad que propiamente se llama sacerdotal y que se ejerce en el sagrado ministerio.

Por graves motivos, la Iglesia prescribe a los que por cargo oficial sirven al altar y a los que han abrazado la vida religiosa que en determinados tiempos se den a la piadosa meditación, al diligente examen y enmienda de su conciencia y demás espirituales ejercicios, pues ellos de modo peculiar están destinados a desempeñar las funciones litúrgicas del sacrificio y de la alianza divina. Indudablemente, la oración litúrgica, por ser la pública plegaria de la ínclita esposa de Jesucristo, aventaja en excelencia a las oraciones privadas. Pero esta superior excelencia no significa en modo alguno que haya discrepancia o repugnancia entre estas dos especies de oración. En efecto, como uno solo y mismo sentimiento anima a las dos, juntamente confluyen y se concilian conforme a la palabra: Todo y en todas las cosas Cristo [Col. 3, 11]; y a un mismo fin se enderezan. a que Cristo se forme en nosotros [Gal. 4, 19].

De la participación de los fieles en el sacerdocio de Cristo

[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

Conviene... que todos los fieles se den cuenta de que su deber supremo, a par que su suprema dignidad, es participar del sacrificio eucarístico...

Sin embargo, del hecho de que los fieles participan del sacrificio eucarístico, no se sigue que gocen también de dignidad sacerdotal. Esto es de todo punto necesario que lo pongáis bien claro ante los ojos de vuestra grey.

Porque hay en la actualidad quienes volviendo a errores ya de antiguo condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento solamente se entiende por sacerdocio lo que atañe a todos los que han sido purificados por las aguas del bautismo y que el mandato de Jesús a los Apóstoles de que hicieran lo mismo que Él había hecho, pertenece directamente a toda la comunidad de los fieles y, consiguientemente, que sólo posteriormente se constituyó el sacerdocio jerárquico. De ahí que opinan que el pueblo goza de verdadera potestad sacerdotal y que el sacerdote solamente obra por función delegada de la comunidad. Por eso tienen el sacrificio eucarístico por verdadera concelebración y opinan que vale más que los sacerdotes “concelebren” juntamente con el pueblo presente que no que ofrezcan el sacrificio sin la presencia del pueblo.

Es ocioso explicar cuánto contradicen estos capciosos errores a las verdades que ya antes hemos dejado asentadas al tratar del grado de que goza el sacerdote en el cuerpo místico de Cristo. Una cosa, sin embargo, creemos oportuno recordar y es que el sacerdote solamente representa al pueblo porque representa la persona de Nuestro Señor Jesucristo en cuanto es Cabeza de todos los miembros y por ellos se ofrece a sí mismo, y que se acerca, por ende al altar como ministro de Cristo, inferior ciertamente a Cristo, pero superior al pueblo. El pueblo, en cambio, puesto que por ningún concepto representa la persona del divino Redentor ni es mediador entre si mismo y Dios, de ningún modo puede gozar de derecho sacerdotal. Todo esto consta por certeza de fe; sin embargo, fuera de eso, hay que afirmar que también los fieles ofrecen la divina víctima, aunque de diverso modo.

Así lo declararon ya luminosamente algunos de nuestros antecesores y doctores de la Iglesia. “No sólo —dice Inocencio III, de inmortal memoria— ofrecen los sacerdotes, sino todos los fieles: porque lo que especialmente se cumple por ministerio de los sacerdotes, se hace universalmente por deseo de los fieles”. Y nos place aducir uno siquiera de los muchos dichos de San Roberto Belarmino a este propósito: “El sacrificio —dice— se ofrece principalmente en la persona de Cristo; así, pues, esta oblación que sigue a la consagración es como una testificación de que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha por Cristo y de que juntamente con Él la ofrece”. No menos claramente indican y manifiestan también los ritos y oraciones del sacrificio eucarístico que la oblación de la victima es hecha por los sacerdotes juntamente con el pueblo...

Ni es de maravillar que los fieles sean elevados a semejante dignidad. Porque por el lavatorio del bautismo, son hechos los cristianos por título general, en el Cuerpo místico, miembros de Cristo sacerdote y en virtud del carácter que queda como esculpido en su alma, son diputados para el culto divino y, consiguientemente, participan, según su condición, del sacerdocio de Cristo...

Pero hay también una razón íntima para que pueda decirse que también los fieles, mayormente los que asisten al altar, ofrecen el Sacrificio.

Para que en materia tan grave no se deslice un pernicioso error, es preciso circunscribir la voz “ofrecer” dentro de los límites de su propia significación. Efectivamente, aquella incruenta inmolación, por la que, pronunciadas las palabras de la consagración, Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, se realiza por solo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto representa a los fieles. Mas por el hecho de que el sacerdote pone sobre el altar la victima divina, preséntala como oblación a Dios Padre para gloria de la Santísima Trinidad y en bien de toda la Iglesia. Ahora bien, en esta oblación, estrictamente dicha, los fieles participan a su modo y por doble razón: porque no sólo por manos del sacerdote, sino con él en cierto modo ofrecen también el sacrificio: por esta participación, también la oblación del pueblo forma parte del culto litúrgico mismo.

Ahora, que los fieles ofrecen el sacrificio por manos del sacerdote es evidente por el hecho de que el ministro del altar representa la persona de Cristo, y como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; de donde resulta que con razón se dice que toda la Iglesia presenta por medio de Cristo la oblación de la victima. Mas que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote, no se establece por razón de que los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, cosa que atañe sólo al ministro divinamente diputado para ello; sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias con los votos o intención de la mente del sacerdote y hasta del mismo Sumo Sacerdote, con el fin de que sean presentados a Dios Padre en la misma oblación de la victima, aun por el rito externo del sacerdote. En efecto, es menester que el rito externo del sacrificio, por su misma naturaleza, manifieste el culto interno; y el sacrificio de la nueva Ley significa aquel supremo acatamiento con que el mismo principal oferente que es Cristo, y por Él todos sus miembros místicos, honran y veneran a Dios con el debido honor.

De la materia y forma del sacramento del orden

[Constitución Apostólica Sacramentum ordinis,  de 30 de noviembre de 1947]

1. La fe católica profesa que el sacramento del orden instituído por Cristo Señor, y por el que se da el poder espiritual y se confiere gracia para desempeñar debidamente los deberes eclesiásticos, es uno y el mismo para toda la Iglesia... Ni tampoco en el decurso de los siglos sustituyó o pudo la Iglesia sustituir con otros sacramentos los instituidos por Cristo Señor, como quiera que, según la doctrina del Concilio de Trento, los siete sacramentos de la nueva Ley han sido todos instituídos por Jesucristo nuestro Señor y ningún poder compete a la iglesia sobre “la sustancia de los sacramentos”, es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en el signo sacramental...

3. Ahora bien, es sentir constante de todos que los sacramentos de la nueva Ley, como signos que son sensibles y eficientes de la gracia invisible, no sólo deben significar la gracia que producen, sino producir la que significan. Ahora bien, los efectos que deben producirse y, por ende, significarse, por la sagrada ordenación del diaconado, del presbiterado y del episcopado, que son la potestad y la gracia, en todos los ritos de la Iglesia universal de todos los tiempos y regiones se ve que están suficientemente significados por la imposición de manos y las palabras que la determinan. Y además, nadie hay que ignore que la Iglesia Romana tuvo siempre por válidas las órdenes conferidas por el rito griego sin la entrega de los instrumentos, de suerte que en el mismo Concilio de Florencia en que se hizo la unión de los griegos con la Iglesia Romana, en modo alguno se impuso a los griegos que cambiaran el rito de la ordenación o le añadieran la entrega de los instrumentos; es más, la Iglesia quiso que en la misma Urbe los griegos se ordenaran según su propio rito. De donde se colige que ni siquiera, según la mente del Concilio de Florencia, se requiere por voluntad del mismo Señor nuestro Jesucristo la entrega de los instrumentos para la validez y sustancia de este sacramento. Y si alguna vez por voluntad y prescripción de la Iglesia aquélla ha sido también necesaria para la validez, todos saben que la Iglesia tiene poder para cambiar y derogar lo que ella ha estatuído.

4. Siendo esto así, después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema potestad apostólica y a ciencia cierta, declaramos y, en cuanto preciso sea, decretamos y disponemos: Que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos sacramentales —es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo— y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales. De aquí se sigue que declaremos, como, para cerrar el camino a toda controversia y ansiedad de conciencia, con nuestra autoridad apostólica realmente declaramos y, si alguna vez legítimamente se hubiere dispuesto otra cosa, estatuimos que, por lo menos en adelante, la entrega de los instrumentos no es necesaria para la validez de las sagradas órdenes de diaconado, presbiterado y episcopado.

5. En cuanto a la materia y forma en la colación de cada una de las órdenes, por nuestra misma suprema autoridad apostólica decretamos y constituimos lo que sigue: En la ordenación diaconal, la materia es la imposición de manos del obispo que en el rito de esta ordenación sólo ocurre una sola vez. La forma consta de las palabras “del Prefacio” de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez las siguientes: “Envía sobre él, te rogamos, Señor, al Espíritu Santo por el que sea robustecido con el don de tu gracia septiforme para cumplir fielmente la obra de tu ministerio”. En la ordenación presbiteral, la materia es la primera imposición de manos del obispo que se hace en silencio, pero no la continuación de la misma imposición por medio de la extensión de la mano derecha, ni la última a que se añaden las palabras: “Recibe el Espíritu Santo: a quien perdonares los pecados, etc.”. La forma consta de las palabras del “Prefacio” de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez, las siguientes: “Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo la dignidad del Presbiterio; renueva en sus entrañas el espíritu de santidad para que alcance recibido de ti, oh Dios, el cargo del segundo mérito y muestre con el ejemplo de su conducta la severidad de las costumbres”. Finalmente, en la ordenación o consagración episcopal, la materia es la imposición de las manos que se hace por el Obispo consagrante. La forma consta de las palabras del “Prefacio” de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez, las siguientes: “Completa en tu Sacerdote la suma de tu ministerio y, provisto de los ornamentos de toda glorificación, santifícalo con el rocío del ungüento celeste...

6. Y para que no se dé lugar a dudas, mandamos que en la colación de cualquier orden, se haga la imposición de manos tocando físicamente la cabeza del ordenando, si bien el contacto moral basta para conferir válidamente el sacramento... Las disposiciones de esta nuestra constitución no tienen fuerza retroactiva...

Del tiempo de los documentos del Pentateuco y del genero literario de los once primeros                  capítulos del Génesis

[Carta del Secretario de la Comisión Bíblica al Cardenal Suhard, arzobispo de París,                              fecha a 16 de enero de 1948]

El Padre Santo se ha dignado confiar al examen de la Pontificia Comisión Bíblica, dos cuestiones que fueron recientemente sometidas a Su Santidad acerca de las fuentes del Pentateuco y de la historicidad de los once primeros capítulos del Génesis. Estas dos cuestiones, con sus considerandos y votos, han sido objeto del más atento estudio por parte de los Rvmos. Consultores y de los Eminentísimos Cardenales, miembros de dicha Comisión. Como resultado de sus deliberaciones, Su Santidad se ha dignado aprobar la respuesta siguiente en la audiencia concedida al que suscribe con fecha de 16 de enero de 1948.

La Pontificia Comisión Bíblica se complace en rendir homenaje al sentimiento de filial confianza que ha inspirado este paso y desea corresponder a él por un esfuerzo sincero de promover los estudios bíblicos, asegurándoles, dentro de los limites de la enseñanza tradicional de la Iglesia, la más completa libertad. Esta libertad ha sido explícitamente afirmada por la Encíclica Divino afflante Spiritu del soberano Pontífice gloriosamente reinante en estos términos: “El exegeta católico, llevado de activo y fuerte amor de su propia ciencia, y sinceramente adicto a la Santa Madre Iglesia, por nada ha de cejar en su empeño de acometer una y otra vez las cuestiones difíciles que hasta el presente no han sido resueltas, no sólo para rechazar las objeciones de los adversarios, sino para tratar de hallar una sólida explicación que, por una parte, esté fielmente de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, señaladamente con lo que enseña sobre la inmunidad de todo error en la Sagrada Escritura, y, por otra, satisfaga del modo debido a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas.

Ahora bien, recuerden todos los demás hijos de la Iglesia que los esfuerzos de estos denodados obreros de la viña del Señor, han de ser juzgados no sólo con ánimo de justicia y equidad, sino con suma caridad; y apártense de aquel afán nada prudente por el que se cree que todo lo nuevo, por el hecho de ser nuevo, ha de ser condenado o tenido por sospechoso”.

Si a la luz de esta recomendación del soberano Pontífice se entienden e interpretan las tres respuestas oficiales dadas antaño por la Comisión Bíblica a propósito de las antes mentadas cuestiones; a saber, el 23 de junio de 1905 sobre los relatos que sólo tendrían apariencia histórica en los libros históricos de la Sagrada Escritura (EB 154), el 27 de junio de 1906 sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco (EB 174-177), y el 30 de junio de 1939 sobre el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis (EB 332-339), se concederá que estas respuestas no se oponen en modo alguno a un examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas, según los resultados obtenidos durante estos últimos cuarenta años. En consecuencia, la Comisión Bíblica no cree que haya lugar a promulgar, por lo menos de momento, nuevos decretos a propósito de estas cuestiones.

En lo que a la composición del Pentateuco se refiere, la Comisión Bíblica reconocía ya en el mentado Decreto de 27 de junio de 1906 que se podía afirmar que Moisés “para componer su obra se sirvió de documentos escritos o de tradiciones orales” y admitir también modificaciones y adiciones posteriores a Moisés (EB 176-177). Hoy no hay nadie que ponga en duda la existencia de estas fuentes y no admita un acrecimiento progresivo de las leyes mosaicas, debido a las condiciones sociales y religiosas de los tiempos posteriores, progresión que se manifiesta también en los relatos históricos.

Sin embargo, aun en el campo de los exegetas no católicos, se profesan hoy día opiniones muy divergentes respecto a la naturaleza y el número de tales documentos, su denominación y su fecha. Ni siquiera faltan en diferentes países, autores que, por razones puramente críticas e históricas, y sin intención alguna apologética, rechazan resueltamente las teorías más en boga hasta ahora, y buscan la explicación de ciertas particularidades redaccionales del Pentateuco, no tanto en la diversidad de los supuestos documentos, cuanto en la psicología especial, en los procedimientos particulares, mejor conocidos hoy día, del pensamiento y de la expresión de los orientales, o también en el diferente género literario postulado por la diversidad de materias. Por eso, invitamos a los sabios católicos a estudiar estos problemas sin prejuicio alguno, a la luz de una sana crítica y de los resultados de las otras ciencias interesadas en estas materias, y este estudio establecerá sin duda la gran parte y la profunda influencia de Moisés como autor y como legislador.

La cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis es mucho más oscura y compleja. Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios grecolatinos o modernos. No puede consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles indebidamente las normas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a todos los problemas que plantea... Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría fácilmente entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo escogido...

De la fecundación artificial

[De la alocución de Pío XII, de 29 de septiembre de 1949, ante el Cuarto Congreso Internacional             de Médicos Católicos]

1. La práctica de esta fecundación artificial desde el momento que se trata del hombre, no puede ser considerada ni exclusiva ni principalmente desde el punto de vista biológico y médico, dejando a un lado el de la moral y del derecho.

2. La fecundación artificial fuera del matrimonio debe condenarse pura y simplemente como inmoral.

Tal es, en efecto, la ley natural y la ley divina positiva, que la procreación de una nueva vida no puede ser fruto más que del matrimonio. El matrimonio solo salvaguarda la dignidad de los esposos (de la mujer principalmente en el caso presente) y su bien personal. De suyo, sólo él provee al bien y a la educación del infante. Por consiguiente, sobre la condenación de una fecundación artificial fuera de la unión conyugal, no es posible entre católicos divergencia alguna de opiniones. El hijo, concebido en estas condiciones, sería, por el mero hecho, ilegitimo.

3. La fecundación artificial dentro del matrimonio, pero hecha con elemento activo de un tercero, es igualmente inmoral y, como tal, ha de reprobarse sin distingo.

Sólo los esposos tienen derecho reciproco sobre sus cuerpos para engendrar una nueva vida, derecho exclusivo, intransferible e inajenable. Y esto ha de ser también en consideración del hijo. A quienquiera da la vida a un niñito, la naturaleza le impone, en virtud misma de este lazo, la obligación de su conservación y educación. Mas entre el esposo legitimo y el niño, fruto del elemento activo de un tercero (aun con consentimiento del esposo), no existe lazo alguno de origen, ningún lazo moral y jurídico de procreación conyugal.

4. En cuanto a la licitud de la fecundación artificial dentro del matrimonio bástenos recordar de momento estos principios de derecho natural: el simple hecho de que el resultado que se intenta es conseguido por este medio, no justifica el empleo del medio mismo; ni basta el deseo, en si muy legítimo, de los esposos de tener un hijo, para probar la legitimidad del recurso a la fecundación artificial, que realizaría este deseo.

Sería falso pensar que la posibilidad de recurrir a este medio podría hacer válido el matrimonio, entre personas inaptas para contraerlo por razón del impedimentum impotentiae.

Por otra parte, superfluo es observar que el elemento activo no puede jamás ser procurado lícitamente por actos antinaturales.

Si bien es cierto que no pueden a priori rechazarse nuevos métodos por el sólo hecho de su novedad; sin embargo, por lo que a la fecundación artificial se refiere, no solamente hay que ser por extremo reservado, sino que debe ser absolutamente rechazada. Al hablar así, no se proscribe necesariamente el empleo de ciertos medios artificiales destinados únicamente ora a facilitar el acto natural, ora a hacer alcanzar su fin al acto natural normalmente cumplido.

No ha de olvidarse que sólo la procreación de una nueva vida según la voluntad y designio del Creador, lleva consigo, en grado sorprendente de perfección, la realización de los fines perseguidos. Ella es a par conforme a la naturaleza corporal y espiritual y a la dignidad de los esposos, así como al normal y feliz desenvolvimiento del niño,

De la intención que ha de tenerse en el bautismo

[Respuesta del Santo Oficio, de 28 de diciembre de 1949]

A esta Suprema Sagrada Congregación le fue propuesta la duda:

Si en los juicios sobre causas matrimoniales, el bautismo conferido en las sectas de los Discípulos de Cristo, Presbiterianos Congregacionalistas, Baptistas y Metodistas, puesta la necesaria materia y forma, ha de presumirse inválido por falta de la intención requerida en el ministro de hacer lo que hace la Iglesia o lo que Cristo instituyó o por lo contrario ha de presumirse válido, a no ser que en caso particular se pruebe lo contrario.

Resp.: Negativamente a la primera parte, afirmativamente a la segunda.

De algunas falsas opiniones que amenazan destruir los fundamentos de la doctrina católica

[De la Encíclica Humani generis, de 12 de agosto de 1950]

La discordia y extravío, fuera de la verdad, del género humano en las cosas religiosas y morales fueron siempre fuente y causa de muy vehemente dolor para todos los buenos y principalmente para los fieles y sinceros hijos de la Iglesia, y lo son hoy señaladamente, cuando vemos de todas partes combatidos los principios mismos de la cultura cristiana.

No es de maravillar ciertamente que tal discordia y extravío se haya dado siempre fuera del redil de Cristo. Porque si bien es cierto que la razón humana, sencillamente hablando, puede realmente con solas sus fuerzas y luz natural alcanzar conocimiento verdadero y cierto de un solo Dios personal, que con su providencia conserva y gobierna al mundo, así como de la ley natural impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, muchos son los obstáculos que se oponen a que la razón use eficaz y fructuosamente de esta su nativa facultad. En efecto, las verdades que a Dios se refieren y atañen a las relaciones que median entre Dios y el hombre, trascienden totalmente el orden de las cosas sensibles y, cuando se llevan a la práctica de la vida e informan a ésta, exigen la entrega y abnegación de si mismo. Ahora bien, el entendimiento humano halla dificultad en la adquisición de tales verdades, ora por el impulso de los sentidos y de la imaginación, ora por las desordenadas concupiscencias nacidas del pecado original. De lo que resulta que los hombres se persuaden con gusto ser falso o, por lo menos, dudoso lo que no quisieran fuera verdadero.

Por eso hay que decir que la “revelación” divina es moralmente necesaria para que, aun en el estado actual del género humano, todos puedan conocer con facilidad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno, aquellas verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón.

Más aún, la mente humana puede a veces sufrir dificultades hasta para formar un juicio cierto sobre la “credibilidad” de la fe católica, no obstante ser tantos y tan maravillosos los signos externos divinamente dispuestos, por los que, aun con la sola luz natural de la razón, puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana. El hombre, en efecto, ora llevado de sus prejuicios, ora instigado de sus pasiones y mala voluntad, no sólo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en nuestras almas.

A quienquiera mire en torno suyo a los que se hallan fuera del redil de Cristo, fácilmente se le descubrirán las principales direcciones que han emprendido los hombres doctos. Hay, efectivamente, quienes, admitido sin prudencia y discreción el sistema que llaman de la evolución, que todavía no está probado de modo indiscutible en el campo mismo de las ciencias naturales, pretenden extenderlo al origen de todas las cosas, y audazmente sostienen la opinión monística y panteística de un universo sujeto a continua evolución; opinión que los fautores del comunismo aceptan con fruición, para defender y propagar más eficazmente su “materialismo dialéctico”, arrancando de las almas toda noción teística.

Los delirios de semejante evolución por los que se repudia todo lo que es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a la nueva filosofía aberrante que, en concurrencia con el “idealismo”, “inmanentismo” y “pragmatismo”, ha recibido el nombre de “existencialismo”, como quiera que, desdeñadas las esencias de las cosas, sólo se preocupa de la existencia de cada una singularmente.

Añádese un falso “historicismo”, que ateniéndose sólo a los acontecimientos de la vida humana, socava los fundamentos de toda verdad y ley absoluta, lo mismo en el terreno de la filosofía que en el de los dogmas cristianos.

En medio de tan grande confusión de ideas, algún consuelo nos trae contemplar a los que, abandonando las doctrinas del “racionalismo” en que antaño se formaran, no es hoy raro el caso que desean volver a los manantiales de la verdad divinamente revelada y reconocer y profesar la palabra de Dios conservada en la Sagrada Escritura, como fundamento de las enseñanzas sagradas. Pero juntamente es de lamentar que no pocos de éstos, cuanto más firmemente se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el valor de la razón humana, y cuanto con más entusiasmo enaltecen la autoridad de Dios revelante, tanto más ásperamente desprecian el magisterio de la Iglesia, instituído por Cristo Señor para custodiar e interpretar las verdades divinamente reveladas; conducta que no solamente está en abierta contradicción con las Sagradas Letras, sino que la experiencia misma demuestra ser falsa. Con frecuencia, en efecto, los mismos disidentes de la verdadera Iglesia, públicamente se quejan de la discordia dogmática que reina entre ellos, de suerte que, contra su voluntad, confiesan la necesidad de un magisterio vivo.

Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad, y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas.

Ahora bien, si nuestros teólogos y filósofos se esforzaran en sacar sólo ese fruto de estas doctrinas estudiadas con cautela, no habría razón alguna de intervenir por parte del magisterio de la Iglesia. Pero, si bien sabemos que los doctores católicos evitan en general esos errores, nos consta, sin embargo, que no faltan hoy día, lo mismo que en los tiempos apostólicos, quienes aficionados más de lo justo a las novedades, o temiendo también sentar plaza de ignorantes de los progresos de la ciencia, tratan de sustraerse a la dirección del sagrado magisterio, y se hallan consiguientemente en peligro de irse insensiblemente desviando de la misma verdad divinamente revelada y de arrastrar a otros consigo hacia el error.

Todavía se observa otro peligro, y éste tanto más grave cuanto más cubierto se presenta so capa de virtud. Hay, en efecto, muchos que, deplorando la discordia del género humano y la confusión de las inteligencias, llevados de imprudente celo de las almas, se sienten movidos de una especie de ímpetu e inflamados de vehemente deseo de romper las barreras por las que están separados los hombres buenos y honrados, y abrazan un “irenismo” tal que, dando de mano a las cuestiones que separan a los hombres, no sólo intentan rechazar con fuerzas unidas el arrollador ateísmo, sino que tratan de conciliar las oposiciones aun en materias dogmáticas. Y a la manera que hubo antaño quienes preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia no constituiría más bien un obstáculo que una ayuda para ganar las almas para Cristo, así no faltan hoy tampoco quienes se atreven a plantear en serio la cuestión de si la teología y sus métodos, tal como con aprobación de la autoridad de la Iglesia se dan en las escuelas, no sólo hayan de perfeccionarse, sino ser de todo en todo reformados, a fin de que el reino de Cristo se propague con más eficacia por todos los lugares de la tierra, entre los hombres de cualquier cultura y de cualesquiera ideas religiosas.

Ahora bien, si estos hombres no intentaran otra cosa que adaptar mejor la ciencia eclesiástica y su método a las actuales condiciones y necesidades, con la introducción de algún nuevo procedimiento, apenas habría razón alguna de temer; pero es el caso que algunos, arrebatados de un imprudente “irenismo” parecen considerar como óbices para la restauración de la unidad fraterna lo que se funda en las leyes y principios mismos dados por Cristo y en las instituciones por Él fundadas, o constituye la defensa o sostén de la fe, cayendo lo cual, todo seguramente se uniría, pero solamente para la ruina...

Por lo que a la teología se refiere, es intento de algunos atenuar lo más posible la significación de los dogmas y librar al dogma mismo de la terminología de tiempo atrás recibida por la Iglesia, así como de las nociones filosóficas vigentes entre los doctores católicos, para volver en la exposición de la doctrina católica al modo de hablar de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. Ellos abrigan la esperanza de que despojado el dogma de los elementos que dicen ser extraños a la divina revelación podrá fructuosamente compararse con las ideas dogmáticas de los que están separados de la unidad de la Iglesia y que por este camino vengan paulatinamente a equilibrarse el dogma católico y las opiniones de los disidentes.

Además, reducida la doctrina católica a esta condición, piensan que queda así abierto el camino por el que satisfaciendo a las exigencias actuales pueda expresarse también el dogma por las nociones de la filosofía moderna, ya del inmanentismo, ya del idealismo, ya del existencialismo, ya de cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que ello puede y debe hacerse, porque, según ellos, los misterios de la fe jamás pueden significarse por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones “aproximativas”, como ellos las llaman, y siempre cambiantes, por las cuales, efectivamente, la verdad se indica, en cierto modo, pero forzosamente también se deforma. De ahí que no tienen por absurdo, sino por absolutamente necesario, que la teología, al hilo de las varias filosofías de que en el decurso de los tiempos se vale como de instrumento, vaya sustituyendo las antiguas nociones por otras nuevas, de suerte que por modos diversos y hasta en algún modo opuestos, pero, según ellos, equivalentes, traduzca a estilo humano las mismas verdades divinas. Añaden en fin que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas sucesivas que la verdad revelada ha ido tomando, conforme a las varias doctrinas e ideas que han aparecido en el decurso de los siglos.

Pero es evidente, por lo que llevamos dicho, que tales conatos no sólo conducen al llamado “relativismo” dogmático, sino que ya en si mismos lo contienen, y, por cierto, más que sobradamente lo favorece el desprecio de la doctrina comúnmente enseñada y de los términos con que se expresa. Nadie hay ciertamente que no vea que los términos empleados tanto en las escuelas como por el magisterio de la Iglesia para expresar tales conceptos, pueden ser perfeccionados y aquilatados, y es también notorio que la Iglesia no ha sido siempre constante en el empleo de las mismas voces. Evidente es además que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico; los conceptos y términos que en el decurso de muchos siglos fueron elaborados con unánime consentimiento por los doctores católicos, indudablemente no se fundan en tan deleznable fundamento. Fúndanse, efectivamente, en los principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas creadas, deducción realizada a la luz de la verdad revelada que, por medio de la Iglesia iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso, no hay que maravillarse de que algunos de esos conceptos hayan sido no sólo empleados, sino sancionados por los Concilios ecuménicos, de suerte que no sea licito separarse de ellos.

Por eso, descuidar, rechazar o privar de su valor a tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de talento y santidad no comunes, con esfuerzo multisecular, bajo la vigilancia del sagrado magisterio y no sin la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado para expresar cada día con mayor exactitud las verdades de la fe, a fin de sustituirlas por nociones hipotéticas y expresiones fluctuantes y vagas de una nueva filosofía, las cuales, como la flor del campo, hoy son y mañana caerán, no sólo es imprudencia suma, sino que convierte al dogma mismo en caña agitada por el viento. Y el desprecio de los términos y conceptos que suelen emplear los teólogos escolásticos, lleva naturalmente a enervar la llamada teología especulativa, la cual, por fundarse en la razón teológica, opinan que carece de verdadera certeza.

Por desgracia, estos amadores de novedades fácilmente pasan del desprecio de la teología escolástica a descuidar y hasta despreciar también el magisterio mismo de la Iglesia, que en tan alto grado aprueba con su autoridad aquella teología. Y es que este magisterio es por ellos presentado como rémora del progreso y obstáculo de la ciencia y ya por muchos acatólicos es considerado como un injusto freno que impide a algunos teólogos más cultos la renovación de su ciencia. Y aunque este sagrado magisterio ha de ser para cualquier teólogo en materias de fe y costumbres la norma próxima y universal de la verdad, como quiera que a él encomendó Cristo Señor el depósito entero de la fe, es decir, la Sagrada Escritura y la “Tradición” divina, para custodiarlo, defenderlo o interpretarlo; sin embargo, el deber que tienen todos los fieles de evitar también aquellos errores que más o menos se aproximan a la herejía y, por ende, “de guardar también las constituciones y decretos con que esas erróneas opiniones han sido prohibidas y proscritas por la Santa Sede”; ese deber, decimos, de tal modo es a veces ignorado, como si no existiera. Hay quienes expresamente suelen dar de mano a cuanto en las Encíclicas de los Pontífices Romanos se expone sobre la naturaleza y constitución de la Iglesia, a fin de que prevalezca un concepto vago que afirman haber ellos sacado de los antiguos Padres, particularmente griegos. Porque los Sumos Pontífices, como ellos andan diciendo, no quieren juzgar de las cuestiones que se disputan entre los teólogos y hay que volver, por ende, a las fuentes primitivas, y explicar por los escritos de los antiguos las constituciones y decretos modernos del magisterio.

Esto, si bien parece estar dicho con conocimiento de causa, no carece sin embargo de falacia. Porque es cierto que generalmente los Pontífices dejan libertad a los teólogos en las cuestiones que se discuten con diversidad de pareceres entre los doctores de mejor nota, pero la historia enseña que muchas cosas que antes estuvieron dejadas a la libre discusión, luego no pueden admitir discusión de ninguna especie.

Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las Encíclicas se expone, por el hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices la suprema potestad de su magisterio; puesto que estas cosas se enseñan por el magisterio ordinario, al que también se aplica lo de quien a vosotros oye, a mí me oye [Lc. 10, 16], y las más de las veces, lo que en las Encíclicas se propone y se inculca, pertenece ya por otros conceptos a la doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de propósito sentencia sobre alguna cuestión hasta entonces discutida, es evidente que esa cuestión, según la mente y voluntad de los mismos Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los teólogos.

También es verdad que los teólogos han de volver constantemente a las fuentes de la divina revelación, pues a ellos toca indicar de qué modo se halle en las Sagradas Letras y en la “tradición“, explicita o implícitamente, lo que por el magisterio vivo es enseñado. Añádase a esto que ambas fuentes de la doctrina divinamente revelada contienen tantos y tan grandes tesoros de verdad, que realmente jamás se agotan. De ahí que, con el estudio de las sagradas fuentes, las ciencias sagradas se rejuvenecen constantemente; mientras por experiencia sabemos que la especulación que descuida la ulterior investigación del depósito sagrado, se hace estéril. Mas no por esto puede la teología, ni la que llaman positiva, equipararse a una ciencia puramente histórica. Porque juntamente con estas fuentes, Dios dio a su Iglesia el magisterio vivo, aun para ilustrar y declarar lo que en el depósito de la fe se contiene sólo oscura e implícitamente. El divino Redentor no encomendó la auténtica interpretación de ese depósito a cada uno de los fieles ni a los mismos teólogos, sino sólo al magisterio de la Iglesia. Ahora bien, si la Iglesia ejerce esta función suya, como en el decurso de los siglos lo ha hecho muchas veces, ora por el ejercicio ordinario, ora por el extraordinario de la misma, es de todo punto evidente ser método falso el que trata de explicar lo claro por lo oscuro, y es preciso que todos sigan justamente el contrario. De ahí que enseñando nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, que el oficio nobilísimo de la teología es manifestar como la doctrina definida por la Iglesia está contenida en las fuentes de la revelación, no sin grave causa añadió estas palabras: “en el mismo sentido en que ha sido definida”.

Volviendo a las nuevas teorías que hemos tocado antes, muchas cosas proponen o insinúan algunos en detrimento de la divina autoridad de la Sagrada Escritura. Efectivamente, empiezan por tergiversar audazmente el sentido de la definición del Concilio Vaticano sobre Dios autor de la Sagrada Escritura y renuevan la sentencia ya muchas veces reprobada, según la cual la inmunidad de error en las Sagradas Letras sólo se extiende a aquellas cosas que se enseñan sobre Dios y materias de moral y religión.

Es más, erróneamente hablan de un sentido humano de los Sagrados Libros, bajo el cual se ocultaría su sentido divino que es el único que declaran infalible. En las interpretaciones de la Sagrada Escritura no quieren que se tenga cuenta alguna de la analogía de la fe ni de la “tradición” de la Iglesia; de suerte que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado magisterio debe pasarse, por así decir, por el rasero de la Sagrada Escritura, explicada por los exegetas de modo puramente humano, más bien que exponer la misma Sagrada Escritura según la mente de la Iglesia, que ha sido constituida por Cristo Señor guardiana e intérprete de todo el depósito de la verdad divinamente revelada.

Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición, elaborada por tantos y tan eximios exegetas bajo la vigilancia de la Iglesia, debe ceder, según sus fantásticas opiniones, a la nueva exégesis que llaman simbólica y espiritual, y por la que los Sagrados Libros del Antiguo Testamento, que estarían hoy ocultos en la Iglesia, como una fuente sellada, se abrirían por fin a todos. De este modo —afirman— se desvanecen todas las dificultades que solamente son traba para quienes se pegan al sentido literal de las Escrituras.

Nadie hay que no vea cuán ajeno es todo esto a los principios y normas hermenéuticas debidamente estatuidos por nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII, en su Encíclica Providentissimus Deus, Benedicto XV, en su Encíclica Spiritus Paraclitus, e igualmente por Nos mismo, en la Encíclica Divino afflante Spiritu.

Y no es de maravillar que tales novedades hayan ya dado sus venenosos frutos casi en todas las partes de la teología. Se pone en duda que la razón humana, sin el auxilio de la revelación y de la gracia divina, pueda demostrar la existencia de un Dios personal por argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido principio y se pretende que la creación del mundo es necesaria, como quiera que procede de la liberalidad necesaria del amor divino; niégase igualmente a Dios la eterna e infalible presciencia de las acciones libres de los hombres; todo lo cual es contrario a las declaraciones del Concilio Vaticano.

Algunos plantean también la cuestión de si los ángeles son criaturas personales y si la materia difiere esencialmente del espíritu. Otros desvirtúan el concepto de “gratuidad” del orden sobrenatural, como quiera que opinan que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatifica. Y no es eso solo, porque se pervierte el concepto de pecado original, sin atención alguna a las definiciones tridentinas, y lo mismo el de pecado en general, en cuanto es ofensa de Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros. Tampoco faltan quienes pretenden que la doctrina de la transustanciación, como apoyada que está en una noción filosófica de sustancia ya anticuada, ha de ser corregida en el sentido de que la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía se reduzca a una especie de simbolismo, en cuanto las especies consagradas sólo son signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su intima unión con los fieles miembros de su Cuerpo místico.

Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación, según la cual el Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna. Otros finalmente atacan el carácter racional de la “credibilidad” de la fe cristiana...

Es cosa sabida cuán gran estima hace la Iglesia de la razón humana para demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, para probar invenciblemente, por los signos divinos, los fundamentos de la misma fe cristiana, igualmente que para expresar de manera conveniente la ley que el Creador grabó en las almas de los hombres y, finalmente, para alcanzar algún conocimiento de los misterios y, por cierto, muy provechoso. Mas la razón sólo podrá desempeñar este servicio de modo apto y seguro si ha sido debidamente cultivada; es decir, cuando estuviere imbuida de aquella sana filosofía, que es ya, de tiempo atrás, como un patrimonio legado por las generaciones cristianas de pasadas edades y que, por ende, goza de una autoridad de orden superior, puesto que el magisterio mismo de la Iglesia ha pesado con el fiel de la revelación los principios y principales asertos de aquél, lentamente esclarecidos y definidos por hombres de grande inteligencia. Esta filosofía, reconocida y aceptada por la Iglesia, no sólo defiende el verdadero y auténtico valor del conocimiento humano, sino también los principios metafísicos inconcusos —a saber, los de razón suficiente, de causalidad y finalidad— y, finalmente, la consecución de la verdad cierta e inmutable.

En esta filosofía se exponen ciertamente muchas cosas que ni: directamente ni indirectamente tocan las materias de fe y costumbres, y que, por tanto, la Iglesia deja a la libre discusión de los entendidos; pero no vige la misma libertad en muchas otras cosas, señaladamente acerca de los principios y asertos principales que arriba hemos recordado. Aun en estas cuestiones esenciales, se puede vestir a la filosofía con más propias y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de ciertos arreos menos aptos, propios de las escuelas, y enriquecerla también cautamente con ciertos elementos de la especulación humana en sus avances; pero nunca es lícito derribarla o contaminarla con falsos principios o considerarla, en verdad, como un gran monumento, pero ya envejecido. Porque ni la verdad ni toda exposición filosófica de ella pueden estar cambiando cada día, sobre todo cuando se trata de los principios por sí evidentes para la mente humana o de aquellas doctrinas que se apoyan ora en la sabiduría de los siglos, ora en la conformidad y apoyo de la divina “revelación”. Toda verdad que la mente humana, investigando sinceramente, puede encontrar, no puede ciertamente oponerse a la verdad ya adquirida, puesto que Dios, Verdad Suma, creó y rige el entendimiento humano, no para que diariamente oponga a lo debidamente adquirido contrarias novedades, sino para que, eliminados los errores que hubieran podido deslizarse, construya la verdad sobre la verdad con aquel orden y trabazón con que aparece constituida la naturaleza misma de donde la verdad se extrae. De ahí que el cristiano, tanto filósofo como teólogo, no ha de abrazar de prisa y ligeramente cualquier novedad que de día en día se excogitare, sino que ha de sopesarla con toda diligencia y ponerla sobre la balanza exacta, no sea que pierda la verdad ya alcanzada, o la corrompa, con peligro o daño ciertamente grave de la misma fe.

Considerando bien todo lo dicho, se verá patente la razón por que la Iglesia exige que los futuros sacerdotes se formen en las disciplinas filosóficas “según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico”, pues sabe ella muy bien por la experiencia de muchos siglos que el método y sistema del Aquinate descuella con singular excelencia tanto para la instrucción de los principiantes, como para la investigación de las más recónditas verdades; que su doctrina resuena como al unisono con la revelación divina y es eficacísima para asegurar los fundamentos de la fe y recoger con provecho y seguridad los frutos de un sano progreso.

Por eso, es altamente lamentable que una filosofía recibida y reconocida en la Iglesia, sea hoy despreciada por algunos y motejada impudentemente de anticuada en su forma y racionalista, como ellos dicen, en sus procedimientos. Van diciendo, en efecto, que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la opinión de que puede existir una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos por lo contrario afirman que las cosas, señaladamente las trascendentes, no pueden expresarse con mayor propiedad que por medio de doctrinas dispares, que mutuamente se completen, aun cuando en cierto modo se opongan unas a otras. Por eso conceden que la filosofía que se enseña en nuestras escuelas con su lúcida exposición y solución de las cuestiones, con su exacta precisión de conceptos y sus claras distinciones, puede ciertamente ser útil como propedéutica de la teología escolástica, maravillosamente acomodada a las inteligencias de los hombres de la Edad Media; pero que no presenta un estilo filosófico que responda a nuestra actual cultura y exigencias. Objetan además que la filosofía perenne es solamente una filosofía de las esencias inmutables, mientras la mente actual tiene que considerar la “existencia” de cada cosa y la vida en su perenne fluencia. Ahora bien, mientras desprecian esta filosofía, exaltan otras, antiguas o modernas, de Oriente u Occidente, con lo que parecen insinuar que cualquier filosofía o doctrina, con algunas añadiduras o correcciones, si fuere menester, puede compaginarse con el dogma católico. No hay católico que pueda poner en duda que ello es absolutamente falso, sobre todo tratándose de engendros como los que llaman inmanentismo, idealismo o materialismo, histórico éste o dialéctico, no menos que del existencialismo, ora profese el ateísmo, ora por lo menos se oponga al valor del raciocinio metafísico.

Achacan, finalmente, a la filosofía enseñada en nuestras escuelas que en el proceso del conocimiento atiende solamente al entendimiento, descuidando la función de la voluntad y de los sentimientos. Lo que ciertamente no es verdad. Nunca, en efecto, negó la filosofía cristiana la utilidad y eficacia de las buenas disposiciones del alma entera para conocer y abrazar plenamente las verdades religiosas y morales; más bien enseñó siempre que el defecto de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento, dominado por la concupiscencia y mala voluntad, de tal modo quede oscurecido, que no vea rectamente. Y hasta piensa el Doctor Común que el entendimiento puede de algún modo percibir los bienes más altos que pertenecen al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto experimenta en el alma cierta “connaturalidad” afectiva, con los mismos bienes, ya natural, ya añadida por don de la gracia; y es evidente de cuán grande auxilio pueda ser aún este mismo semioscuro conocimiento para las investigaciones de la razón. Sin embargo, una cosa es reconocer su fuerza a la disposición afectiva de la voluntad para ayudar a la razón a un conocimiento más cierto y firme de las verdades morales, y otra lo que pretenden estos innovadores: a saber, atribuir a las facultades volitiva y afectiva cierta fuerza de intuición y que el hombre, cuando por el discurso de la razón no pueda determinar qué es lo que deba abrazar como verdadero, se incline a la voluntad, por la que decidiendo libremente elija entre opiniones opuestas, en una confusa mezcla de conocimiento y acto de voluntad.

No es de de maravillar que con estas nuevas ideas se ponga en peligro a dos disciplinas filosóficas que por su naturaleza están estrechamente unidas con la doctrina de la fe, cuales son la teodicea y la ética. Su oficio —opinan éstos— no es demostrar nada cierto de Dios ni de ningún otro ente trascendente, sino mostrar más bien que lo que la fe enseña de un Dios personal y de sus mandamientos, está en perfecto acuerdo con las exigencias de la vida y debe, por ende, abrazarse por todos, para evitar la desesperación y obtener la salvación.

Todo esto no sólo se opone abiertamente a los documentos de nuestros predecesores León XIII y Pío X, sino que no puede conciliarse con los decretos del Concilio Vaticano. No tendríamos que lamentar estas desviaciones de la verdad, si aun en las materias filosóficas atendieran todos con la reverencia que conviene al magisterio de la Iglesia, a quien incumbe, por divina institución, no sólo custodiar e interpretar el depósito de la verdad divinamente revelada, sino también vigilar sobre las mismas disciplinas filosóficas, a fin de que los dogmas católicos no sufran daño alguno por las ideas no rectas.

Réstanos decir algo de algunas cuestiones que si bien se refieren a las ciencias que llaman ordinariamente “positivas”, se relacionan más o menos con las verdades de la fe. No pocos piden insistentemente que la religión católica tenga lo más posible en cuenta tales ciencias; cosa ciertamente digna de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados; pero que ha de recibirse con cautela cuando es más bien cuestión de “hipótesis”, aunque de algún modo fundadas en la ciencia humana, por las que se roza la doctrina contenida en las Sagradas Letras o en la “tradición”. Y si tales hipotéticas opiniones se oponen directa o indirectamente a la doctrina por Dios revelada, entonces semejante postulado no puede ser admitido en modo alguno.

Por eso el magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del “evolucionismo”, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente —pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios—; pero de manera que con la debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la evolución, y con tal de que todos estén dispuestos a obedecer al juicio de la Iglesia, a quien Cristo encomendó el cargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe. Algunos, empero, con temerario atrevimiento, traspasan esta libertad de discusión al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera que exija en esta materia máxima moderación y cautela.

Mas cuando se trata de otra hipótesis, la del llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad. Porque los fieles no pueden abrazar la sentencia de los que afirman o que después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que no procedieron de aquél como del primer padre de todos por generación natural, o que Adán significa una especie de muchedumbre de primeros padres. No se ve por modo alguno cómo puede esta sentencia conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que, transfundido a todos por generación, es propio a cada uno.

Y lo mismo que en las ciencias biológicas y antropológicas, así hay también quienes en las históricas traspasan audazmente los límites y cautelas establecidas por la Iglesia. Y de modo particular hay que deplorar cierto método demasiado libre de interpretar los libros históricos del Antiguo Testamento, cuyos secuaces en defensa de su causa, alegan sin razón la carta no ha mucho escrita por la Pontificia Comisión Bíblica al arzobispo de París. Esta carta, en efecto, abiertamente enseña que los once primeros capítulos del Génesis, si bien no convienen propiamente con los métodos de composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y latinos o los eruditos de nuestro tiempo; sin embargo, en un sentido verdadero, que a los exegetas toca investigar y precisar más, pertenecen al género de la historia; y que esos capítulos contienen en estilo sencillo y figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las principales verdades en que se funda la eterna salvación que debemos procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del pueblo elegido. Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos, de las narraciones populares (lo que puede ciertamente concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacia inmunes de todo error en la elección y juicio de aquellos documentos.

Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros Santos, en modo alguno debe ser equiparado con las mitologías o creaciones de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de aquel amor a la verdad y sencillez que tanto brilla aun en los libros del Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente por encima de los antiguos escritores profanos.

 Definición de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María

[De la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, de 1º de noviembre de 1950]

Todos estos argumentos y razones de los Santos Padres y teólogos se apoyan, como en su fundamento último; en las Sagradas Letras, las cuales, ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios en estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte. Por ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, le dio a luz, le alimentó con su leche, le tuvo entre sus brazos y le estrechó contra su pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el alma, si al menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía menos de honrar, además de su Padre eterno, a su Madre queridísima. Luego, pudiendo adornarla de tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que realmente lo hizo.

Pues debe sobre todo recordarse que, ya desde el siglo II, la Virgen María es presentada por los Santos Padres como la nueva Eva, aunque sujeta, estrechísimamente unida al nuevo Adán en aquella lucha contra el enemigo infernal; lucha que, como de antemano se significa en el protoevangelio [Gen. 3, 15], había de terminar en la más absoluta victoria sobre la muerte y el pecado, que van siempre asociados entre sí en los escritos del Apóstol de las gentes [Rom. 5 y 6; 1 Cor. 15, 21-26; 54, 57].

Por eso, a la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de esta victoria; así la lucha de la Bienaventurada Virgen común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; pues, como dice el mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal se revistiere de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que fue escrita: absorbida fue la muerte en la victoria [1. Cor. 15, 54].

Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, “por un solo y mismo decreto” de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos [1 Tim. 1, 17].

En consecuencia, como quiera que la Iglesia universal, en la que muestra su fuerza el Espíritu de verdad, que la dirige infaliblemente a la consecución del conocimiento de las verdades reveladas, ha puesto de manifiesto de múltiples maneras su fe en el decurso de los siglos, y puesto que todos los obispos de la redondez de la tierra piden con casi unánime consentimiento que sea definida como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la Beatísima Virgen María a los cielos —verdad que se funda en las Sagradas Letras, está grabada profundamente en las almas de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde los tiempos más antiguos, acorde en grado sumo con las demás verdades reveladas y espléndidamente explicada y declarada por el estudio, ciencia y sabiduría de los teólogos—, creemos que ha llegado ya el momento preestablecido por el consejo de Dios providente en que solemnemente proclamemos este singular privilegio de la misma Virgen María...

Por eso, después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu de Verdad, para gloria de Dios omnipotente que otorgó su particular benevolencia a la Virgen María, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.

Por eso, si alguno, lo que Dios no permita, se atreviese a negar o voluntariamente poner en duda lo que por Nos ha sido definido, sepa que se ha apartado totalmente de la fe divina y católica.

Del estudio psicológico de la humanidad de Cristo

[De la Encíclica Sempiternus Rex, de 8 de septiembre de 1951]

Aun cuando nada prohiba que se hagan más profundas indagaciones acerca de la humanidad de Cristo por método y procedimiento psicológico; no faltan, sin embargo, en estos arduos estudios quienes abandonan más de lo debido lo antiguo, a fin de sentar nuevas teorías, y usan mal de la autoridad y definición del Concilio de Calcedonia, para apoyar sus propias elucubraciones. Éstos presentan el estado y condición de la humana naturaleza de Cristo de modo que parece considerársela como determinado sujeto sui iuris, como si no subsistiera en la persona del mismo Verbo. Ahora bien, el Concilio Calcedonense, en perfecto acuerdo con el de Éfeso, lúcidamente afirma que una y otra naturaleza de nuestro Redentor “concurren en una sola persona y subsistencia” [v. 148], y veda poner en Cristo dos individuos, de modo que se pusiera en el Verbo “cierto hombre asumido”, dueño de su total autonomía.

Del uso del matrimonio en tiempo de infecundidad

[De la alocución de Pío XII, de 29 de octubre de 1951, ante el Congreso de la Unión Católica Italiana      de Comadronas]

Cumple ante todo examinar dos hipótesis. Si la práctica de aquella teoría no quiere decir otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial aun en los días de esterilidad natural, nada hay que oponer a ello; con ello, en efecto, no impiden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Aun en esto la aplicación de la teoría de que hablamos, se distingue esencialmente del abuso ya señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si se va, empero, más lejos, es decir, si se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.

Y aquí nuevamente dos hipótesis se presentan a nuestra reflexión. Si ya en la celebración del matrimonio, uno por lo menos de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el derecho mismo matrimonial y no solamente su uso, de modo que los otros días no tendría el otro cónyuge ni siquiera el derecho de reclamar el acto, ello implicaría un defecto esencial en el consentimiento matrimonial, que llevaría consigo la invalidez del matrimonio, como quiera que el derecho que deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente e ininterrumpido. Si, en cambio, la limitación del acto a los días de esterilidad natural se refiere no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio está fuera de toda discusión. Sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según que la intención de observar constantemente aquellos tiempos esté basada o no en motivos morales suficientes y seguros. El solo hecho de que los cónyuges no ofenden la naturaleza del acto y están también dispuestos a aceptar y educar al hijo que, no obstante sus precauciones, viniera a la luz, no bastará por sí solo para garantizar la rectitud de la intención y la moralidad sin reservas de los motivos mismos

La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, así como confiere ciertos derechos, así también impone el cumplimiento de una obra positiva, que mira al estado mismo. En tal caso, se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida, si graves motivos, independientemente de la buena voluntad de quienes están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna, o prueban que no puede ser equitativamente pretendida por el reclamante, que en este caso es el género humano.

El contrato matrimonial que confiere a los esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la naturaleza, los constituye en un estado de vida, que es el estado matrimonial. Ahora bien, a los cónyuges que hacen uso del acto especifico de su estado, la naturaleza, el Creador, les impone la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica, que constituye el valor propio de su estado el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden por Dios establecido, del matrimonio fecundo. De ahí que abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad propia suya y sólo en él lícita, y, por otra parte, sustraerse siempre y deliberadamente, sin grave motivo, a su deber primario, seria un pecado contra el sentido mismo de la vida conyugal.

De aquella prestación positiva obligatoria pueden eximir, aun por largo tiempo, hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que se dan no raras veces en la llamada “indicación” médica, eugénica, económica y social. De ahí se sigue que la observación de los tiempos infecundos puede ser lícita bajo el aspecto moral, y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Mas si no se dan, según juicio razonable y justo, semejantes razones graves personales o derivadas de las condiciones exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de su unión, aun persistiendo en satisfacer plenamente su sensualidad, no puede derivar más que de una falsa estimación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas.

Del “abrazo reservado”

[Del aviso del Santo Oficio, de 30 de junio de 1953]

Los sacerdotes, empero, en la cura de almas, y en la dirección de las conciencias, no pretendan nunca, ni espontáneamente ni preguntados, hablar acerca del “abrazo reservado”, como si por parte de la ley cristiana nada pudiera objetarse contra el mismo.

Del matrimonio y de la virginidad

[De la alocución de Pío XII, de 15 de septiembre de 1952, a las Moderadoras supremas de las Congregaciones e Institutos religiosos]

Hoy queremos dirigirnos únicamente a aquellos que, sacerdotes o laicos, predicadores, oradores o escritores, no tienen ya una palabra de aprobación o de alabanza para la virginidad consagrada a Cristo. Desde hace años, a pesar de los avisos de la Iglesia y contra su pensamiento, conceden al matrimonio una preferencia de principio sobre la virginidad y llegan incluso a presentarlo como el único medio de asegurar a la persona humana su desenvolvimiento y perfección natural. Que quienes así hablan y escriben se den cuenta de su responsabilidad delante de Dios y de la Iglesia.

Misas vespertinas y ayuno eucarístico

[Del Motu proprio Sacram Communionem, de 19 de marzo de 1957]

I. Los ordinarios de lugar, excluídos los vicarios generales sin mandato especial, pueden permitir a diario la celebración de la santa misa en las horas posmeridianas, con tal que el bien espiritual de un considerable número de fieles así lo aconseje.

II. Los sacerdotes y los fieles vienen obligados a abstenerse durante tres horas antes de la misa o de la sagrada comunión, respectivamente, de alimentos sólidos y de bebidas alcohólicas, y durate una hora, de bebidas no alcohólicas; el agua no rompe el ayuno.

III. De ahora en adelante deberán observar el ayuno durante el tiempo señalado en el número 2 incluso aquellos que celebran o reciben la sagrada comunión a medianoche o en las primeras horas del día.

IV. Los enfermos, incluso los que no guardan cama, pueden tomar bebidas no alcohólicas y verdaderas y propias medicinas, tanto liquidas como sólidas, antes de la misa o de la comunión, respectivamente, sin limitación de tiempo.

Exhortamos, sin embargo, vivamente a los sacerdotes y a los fieles que estén en condiciones de hacerlo, a observar antes de la misa o de la sagrada comunión la vieja y venerable forma del ayuno eucarístico.

De la amputación de miembros sanos del cuerpo humano

[De la alocución de Pío XII, de 8 de octubre de 1953, ante el XXVI Congreso celebrado por la Sociedad Italiana de Urología]

La primera cuestión nos la habéis propuesto bajo la forma de un caso particular, típico, sin embargo, de la categoría a que pertenece, es decir la amputación de un miembro sano, para suprimir el mal que afecta a otro órgano o, por lo menos, para detener su desenvolvimiento ulterior, con todos los sufrimientos y peligros que lleva consigo. Nos preguntáis si eso está permitido.

No nos toca tratar de lo que atañe a vuestro diagnóstico y a vuestro pronóstico. Respondemos a vuestra cuestión suponiendo que uno y otro son exactos.

Tres cosas condicionan la licitud moral de una intervención quirúrgica que lleva consigo una mutilación anatómica o funcional. Ante todo, que el mantenimiento o funcionamiento de un órgano particular en el conjunto del organismo provoque en éste un daño serio o constituya una amenaza. Luego, que este daño no pueda ser evitado, o, por lo menos, notablemente disminuído sino por la mutilación en cuestión, y que la eficacia de ésta éste bien asegurada. Finalmente, que pueda razonablemente darse por descontado que el efecto negativo, es decir, la mutilación y sus consecuencias, será compensado por el efecto positivo: supresión del peligro para el organismo entero, mitigación de los dolores, etc. El punto decisivo aquí no es que el órgano amputado o que se deja incapaz de funcionar esté él mismo enfermo, sino que su mantenimiento o funcionamiento lleve consigo directa o indirectamente una amenaza seria para todo el cuerpo. Es muy posible que, por su funcionamiento normal, un órgano sano ejerza sobre el órgano enfermo una acción nociva, propia para agravar el mal y sus repercusiones en todo el cuerpo. Puede también suceder que la ablación de un órgano sano y el cese de su funcionamiento normal quite al mal, al cáncer por ejemplo, su terreno de expansión, o, en todo caso, altere esencialmente sus condiciones de existencia. Si no se dispone de ningún otro medio, la intervención quirúrgica está permitida en ambos casos.

Del matrimonio y de la virginidad

[De la Encíclica Sacra virginitas, de 25 de marzo de 1954]

Más recientemente hemos condenado con ánimo dolorido la opinión de los que llegan al extremo de afirmar que sólo el matrimonio es el que puede asegurar el natural desenvolvimiento y perfección de la persona humana [v. 2341]. Y es así que algunos afirman que la gracia dada ex opere operato por el sacramento del matrimonio, hace de tal modo santo el uso del mismo que se convierte en instrumento más eficaz que la misma virginidad para unir las almas con Dios, como quiera que el matrimonio cristiano y no la virginidad, es sacramento. Esta doctrina la denunciamos por falsa y dañosa. Cierto que este sacramento concede a los esposos gracia para cumplir santamente su deber conyugal; cierto que refuerza el lazo de mutuo amor con que están ellos entre sí unidos; sin embargo, no fue instituído para convertir el uso matrimonial como en un instrumento de suyo más apto para unir con Dios mismo las almas de los esposos por el vínculo de la caridad [cf. Decreto de Santo Oficio De los fines del matrimonio, de 1 de abril de 1944]. ¿No reconoce más bien el Apóstol Pablo a los esposos el derecho de abstenerse temporalmente del uso del matrimonio para vacar a la oración [1 Cor. 7, 5], justamente porque esa abstención hace más libre al alma que quiera entregarse a las cosas celestes y a la oración a Dios?

Finalmente, no puede afirmarse, como hacen algunos, que “la mutua ayuda” [cf. CIC, Can 1013] que los esposos buscan en las nupcias cristianas sea un auxilio más perfecto que la soledad, como dicen, del corazón de las virgenes y de los célibes, para alcanzar la propia santificación. Porque, si bien es cierto que todos los que han abrazado la profesión de perfecta castidad, han renunciado a ese amor humano; sin embargo, no por eso puede afirmarse que, por efecto de esa misma renuncia suya, hayan como rebajado y despojado su personalidad humana. Éstos, en efecto, reciben del Dador mismo de los dones celestes algo espiritual que supera inmensamente aquella “mutua ayuda” que entre sí se procuran los esposos.


 

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