Las Condiciones Para Encontrar a Dios
Juan Pablo II
Audiencia general del miércoles, 20 de Junio 2001

Ver también: Ser cristiano | Espiritualidad

Juan Pablo II nos enseña tres condiciones para poder encontrarnos con Dios:

1)Pureza de vida y de corazón;
2)Pureza de religión y culto; 
3)Justicia y rectitud. 

El contexto de su enseñanza fue su comentario del Salmo 23. 

Texto íntegro:

1. El antiguo canto del Pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba en el templo de Jerusalén. Para poder comprender con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno, es necesario tener bien presentes tres presupuestos fundamentales. El primero se refiere a la verdad de la creación: Dios creó al mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a las criaturas: tenemos que comparecer ante su presencia y ser interrogados por lo que hemos hecho. El tercero es el misterio de la venida de Dios: Él viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso para establecer con los hombres una relación de profunda comunión. Esto es lo que ha escrito un comentarista moderno: «Estas son tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; nosotros vivimos por obra de Dios, ante Dios, y podemos vivir con Dios» (Gerhard Ebeling, «Sui Salmi», Brescia 1973, p. 97).

2. A estos tres presupuestos les corresponden las tres partes del Salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico de poesía y oración. La primera es una breve aclamación al Creador, a quien pertenece la tierra y sus habitantes (versículos 1 y 2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. La creación, según la antigua visión del mundo, es concebida como una obra arquitectónica: Dios pone los fundamentos de la tierra sobre el mar, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo de las limitaciones de las criaturas, condicionadas por la nada y el mal. La realidad creada está suspendida en este abismo y es conservada en el ser y en la vida por la obra creadora y providente de Dios.

3. Tras el horizonte cósmico, la perspectiva del salmista se concentra en el microcosmos de Sión, el «monte del Señor». Aquí aparece el segundo cuadro del Salmo (versículos 3 a 6). Nos encontramos ante el templo de Jerusalén. La procesión de fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de entrada: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?». Los sacerdotes, como sucede también en algún otro texto bíblico llamado por los expertos «liturgia de entrada» (cf. Sal 14; Is 33,14-16; Mi 6,6-8), responden haciendo la lista de condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores que hay que observar, sino más bien de compromisos morales y existenciales que hay que practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica.

4. Los sacerdotes presentan tres exigencias. Ante todo hay que tener «manos inocentes y puro corazón». «Manos» y «corazón» evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre que debe ser radicalmente orientado hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es la de «no decir mentiras», que en el lenguaje bíblico no sólo hace referencia a la sinceridad, sino también a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, «mentira». Se confirma así el mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, aparece la tercera condición que hace referencia a las relaciones con el prójimo: «no jurar contra el prójimo en falso». La palabra, como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, no podía ser instrumento de engaño, sino que por el contrario era símbolo de las relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.

5. Llegamos así al tercer cuadro que describe indirectamente la entrada festiva de los fieles en el templo para encontrarse con el Señor (versículos 7 a 10). En un sugerente juego de llamamientos, preguntas y respuestas, Dios se revela progresivamente con tres de sus títulos solemnes: «Rey de la gloria, Señor fuerte y poderoso, Señor de los ejércitos». Se personifican los portones del templo de Sión invitándoles a alzar sus dinteles para acoger al Señor que toma posesión de su casa.

El escenario triunfal, descrito por el Salmo en este tercer cuadro poético, ha sido utilizado por la liturgia cristiana de Oriente y de Occidente para recordar tanto el victorioso descenso de Cristo a los infiernos, del que habla la Primera Carta de Pedro (cf. 3,19), como la gloriosa ascensión al cielo del Señor resucitado (cf. Hechos de los Apóstoles, 1, 9-10). El mismo Salmo es cantado todavía hoy en coros alternados por la liturgia bizantina, durante la noche de Pascua, tal y como era utilizada por la liturgia romana, al final de la procesión de Ramos, en el segundo Domingo de Pasión. La solemne liturgia de apertura de la Puerta Santa, durante la inauguración del Año jubilar, nos permitió revivir con intensa conmoción interior los mismos sentimientos que experimentó el salmista al cruzar el umbral del antiguo Templo de Sión.

6. El último título, «Señor de los ejércitos», a diferencia de lo que podría parecer en un primer momento, no tiene un carácter marcial, aunque no excluye la referencia a las milicias de Israel. Tiene más bien un valor cósmico: el Señor, que ahora está a punto de salir al encuentro de la humanidad dentro del espacio restringido del santuario de Sión, es el Creador que tiene como ejército todas las estrellas del cielo, es decir, todas las criaturas del universo que le obedecen. En el libro del profeta Baruc, se lee: «brillan los astros en su puesto de guardia llenos de alegría, él los llama y dicen: "¡Aquí estamos!", y brillan alegres para su Hacedor» (3, 34-35). El Dios infinito, omnipotente y eterno, se adapta a la criatura humana, se acerca a ella para salirle al encuentro, para escucharla y entrar en comunión con ella. Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor.

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