Ahora, en esta Vigilia de Pentecostés, nos preguntamos:
¿Quién o qué es el EspírituSanto?
¿Cómo podemos reconocerlo? ¿Cómo vamos nosotros a él y él viene a nosotros? ¿Qué es lo que hace?
Una primera respuesta nos la da el gran himno pentecostal de la Iglesia, con el que hemos iniciado las Vísperas: "Veni, Creator Spiritus...", "Ven, Espíritu Creador...". Este himno alude aquí a los primeros versículos de la Biblia, que presentan, mediante imágenes, la creación del universo. Allí se dice, ante todo, que por encima del caos, por encima de las aguas del abismo, aleteaba el Espíritu de Dios. El mundo en que vivimos es obra del Espíritu Creador. Pentecostés no es sólo el origen de la Iglesia y, por eso, de modo especial, su fiesta; Pentecostés es también una fiesta de la creación.
El mundo no existe por sí mismo; proviene del Espíritu Creador de Dios, de la Palabra Creadora de Dios.
Por eso refleja también la sabiduría de Dios. La creación, en su amplitud y en la lógica omnicomprensiva de sus leyes, permite vislumbrar algo del Espíritu Creador de Dios. Nos invita al temor reverencial. Precisamente quien, como cristiano, cree en el Espíritu Creador es consciente de que no podemos usar el mundo y abusar de él y de la materia como si se tratara simplemente de un material para nuestro obrar y querer; es consciente de que debemos considerar la creación como un don que nos ha sido encomendado, no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en un jardín del hombre. Frente a las múltiples formas de abuso de la tierra que constatamos hoy, escuchamos casi el gemido de la creación, del que habla san Pablo (cf. Rm 8, 22); comenzamos a comprender las palabras del Apóstol, es decir, que la creación espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios, para ser libre y alcanzar su esplendor.
Queridos amigos, nosotros queremos ser esos hijos de Dios que la creación espera, y podemos serlo, porque en el bautismo el Señor nos ha hecho tales. Sí, la creación y la historia nos esperan; esperan hombres y mujeres que sean de verdad hijos de Dios y actúen en consecuencia. Si repasamos la historia, vemos que la creación pudo prosperar en torno a los monasterios, del mismo modo que con el despertar del Espíritu de Dios en el corazón de los hombres ha vuelto el fulgor del Espíritu Creador también a la tierra, un esplendor que había quedado oscurecido y a veces casi apagado por la barbarie del afán humano de poder. Y de nuevo sucede lo mismo en torno a Francisco de Asís. Y acontece en cualquier lugar donde llega a las almas el Espíritu de Dios, el Espíritu que nuestro himno define como luz, amor y vigor.
Así hemos encontrado una primera respuesta a la pregunta de qué es el Espíritu Santo, qué hace y cómo podemos reconocerlo. Sale a nuestro encuentro a través de la creación y su belleza. Sin embargo, a lo largo de la historia de los hombres, la creación buena de Dios ha quedado cubierta con una gruesa capa de suciedad, que hace difícil, por no decir imposible, reconocer en ella el reflejo del Creador, aunque ante un ocaso en el mar, durante una excursión a la montaña o ante una flor abierta, se despierta en nosotros siempre de nuevo, casi espontáneamente, la conciencia de la existencia del Creador.
Pero el Espíritu Creador viene en nuestra ayuda. Ha entrado en la historia y así nos habla de un modo nuevo. En Jesucristo Dios mismo se hizo hombre y nos concedió, por decirlo así, contemplar en cierto modo la intimidad de Dios mismo. Y allí vemos algo totalmente inesperado: en Dios existe un "Yo" y un "Tú". El Dios misterioso no es una soledad infinita; es un acontecimiento de amor. Si al contemplar la creación pensamos que podemos vislumbrar al Espíritu Creador, a Dios mismo, casi como matemática creadora, como poder que forja las leyes del mundo y su orden, pero luego también como belleza, ahora llegamos a saber que el Espíritu Creador tiene un corazón. Es Amor.
Existe el Hijo que habla con el Padre. Y ambos son uno en el Espíritu, que es, por decirlo así, la atmósfera del dar y del amar que hace de ellos un único Dios. Esta unidad de amor, que es Dios, es una unidad mucho más sublime de lo que podría ser la unidad de una última partícula indivisible. Precisamente el Dios trino es el único Dios.
A través de Jesús, por decirlo así, penetra nuestra mirada en la intimidad de Dios. San Juan, en su evangelio, lo expresó de este modo: "A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado" (Jn 1, 18). Pero Jesús no sólo nos ha permitido penetrar con nuestra mirada en la intimidad de Dios; con él Dios, de alguna manera, salió también de su intimidad y vino a nuestro encuentro. Esto se realiza ante todo en su vida, pasión, muerte y resurrección; en su palabra. Pero Jesús no se contenta con salir a nuestro encuentro. Quiere más. Quiere unificación. Y este es el significado de las imágenes del banquete y de las bodas. Nosotros no sólo debemos saber algo de él; además, mediante él mismo, debemos ser atraídos hacia Dios. Por eso él debe morir y resucitar, porque ahora ya no se encuentra en un lugar determinado, sino que su Espíritu, el Espíritu Santo, ya emana de él y entra en nuestro corazón, uniéndonos así con Jesús mismo y con el Padre, con el Dios uno y trino.
Pentecostés es esto: Jesús, y mediante él Dios mismo, viene a nosotros y nos atrae dentro de sí. "Él manda el Espíritu Santo", dice la Escritura. ¿Cuál es su efecto? Ante todo, quisiera poner de relieve dos aspectos: el Espíritu Santo, a través del cual Dios viene a nosotros, nos trae vida y libertad. Miremos ambas cosas un poco más de cerca. "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia", dice Jesús en el evangelio de san Juan (Jn 10, 10). Todos anhelamos vida y libertad. Pero ¿qué es esto?, ¿dónde y cómo encontramos la "vida"?
Yo creo que, espontáneamente, la inmensa mayoría de los hombres tiene el mismo concepto de vida que el hijo pródigo del evangelio. Había logrado que le entregaran su parte de la herencia y ahora se sentía libre; quería por fin vivir ya sin el peso de los deberes de casa; quería sólo vivir, recibir de la vida todo lo que puede ofrecer; gozar totalmente de la vida; vivir, sólo vivir; beber de la abundancia de la vida, sin renunciar a nada de lo bueno que pueda ofrecer. Al final acabó cuidando cerdos, envidiando incluso a esos animales. ¡Qué vacía y vana había resultado su vida! Y también había resultado vana su libertad.
¿Acaso no sucede lo mismo también hoy? Cuando sólo se quiere ser dueño de la vida, esta se hace cada vez más vacía, más pobre; fácilmente se acaba por buscar la evasión en la droga, en el gran engaño. Y surge la duda de si de verdad vivir es, en definitiva, un bien. No. De este modo no encontramos la vida.
Las palabras de Jesús sobre la vida en abundancia se encuentran en el discurso del buen pastor. Esas palabras se sitúan en un doble contexto. Sobre el pastor, Jesús nos dice que da su vida.
"Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (cf. Jn 10, 18). Sólo se encuentra la vida dándola; no se la encuentra tratando de apoderarse de ella. Esto es lo que debemos aprender de Cristo; y esto es lo que nos enseña el Espíritu Santo, que es puro don, que es el donarse de Dios. Cuanto más da uno su vida por los demás, por el bien mismo, tanto más abundantemente fluye el río de la vida.
En segundo lugar, el Señor nos dice que la vida se tiene estando con el Pastor, que conoce el pastizal, los lugares donde manan las fuentes de la vida. Encontramos la vida en la comunión con Aquel que es la vida en persona; en la comunión con el Dios vivo, una comunión en la que nos introduce el Espíritu Santo, al que el himno de las Vísperas llama "fons vivus", fuente viva. El pastizal, donde manan las fuentes de la vida, es la palabra de Dios como la encontramos en la Escritura, en la fe de la Iglesia. El pastizal es Dios mismo a quien, en la comunión de la fe, aprendemos a conocer mediante la fuerza del Espíritu Santo.
Queridos amigos, los Movimientos han nacido precisamente de la sed de la vida verdadera, son Movimientos por la vida en todos sus aspectos. Donde ya no fluye la verdadera fuente de la vida, donde sólo se apoderan de la vida en vez de darla, allí está en peligro incluso la vida de los demás; allí están dispuestos a eliminar la vida inerme del que aún no ha nacido, porque parece que les quita espacio a su propia vida. Si queremos proteger la vida, entonces debemos sobre todo volver a encontrar la fuente de la vida; entonces la vida misma debe volver a brotar con toda su belleza y sublimidad; entonces debemos dejarnos vivificar por el Espíritu Santo, la fuente creadora de la vida.
Al tema de la libertad ya aludimos hace poco. En la partida del hijo pródigo se unen precisamente los temas de la vida y de la libertad. Quiere la vida y por eso quiere ser totalmente libre. Ser libre significa, según esta concepción, poder hacer todo lo que se quiera, no tener que aceptar ningún criterio fuera y por encima de mí mismo, seguir únicamente mi deseo y mi voluntad. Quien vive así, pronto se enfrentará con los otros que quieren vivir de la misma manera. La consecuencia necesaria de esta concepción egoísta de la libertad es la violencia, la destrucción mutua de la libertad y de la vida.
La sagrada Escritura, por el contrario, une el concepto de libertad con el de filiación. Dice san Pablo: "No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15).
¿Qué significa esto? San Pablo presupone el sistema social del mundo antiguo, en el que existían los esclavos, los cuales no tenían nada y por eso no podían intervenir para hacer que las cosas funcionaran como debían. En contraposición estaban los hijos, los cuales eran también los herederos y, por eso, se preocupaban de la conservación y de la buena administración de sus propiedades o de la conservación del Estado. Dado que eran libres, tenían también una responsabilidad. Prescindiendo del contexto sociológico de aquel tiempo, vale siempre el principio: libertad y responsabilidad van juntas. La verdadera libertad se demuestra en la responsabilidad, en un modo de actuar que asume la corresponsabilidad con respecto al mundo, con respecto a sí mismos y con respecto a los demás.
Es libre el hijo, al que pertenece la cosa y que por eso no permite que sea destruida. Ahora bien, todas las responsabilidades mundanas, de las que hemos hablado, son responsabilidades parciales, pues afectan sólo a un ámbito determinado, a un Estado determinado, etc. En cambio, el Espíritu Santo nos hace hijos e hijas de Dios. Nos compromete en la misma responsabilidad de Dios con respecto a su mundo, a la humanidad entera. Nos enseña a mirar al mundo, a los demás y a nosotros mismos con los ojos de Dios.
Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Esta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos.
Los Movimientos eclesiales quieren y deben ser escuelas de libertad, de esta libertad verdadera. Allí queremos aprender esta verdadera libertad, no la de los esclavos, que busca quedarse con una parte del pastel de todos, aunque luego el otro no tenga. Nosotros deseamos la libertad verdadera y grande, la de los herederos, la libertad de los hijos de Dios. En este mundo, tan lleno de libertades ficticias que destruyen el ambiente y al hombre, con la fuerza del Espíritu Santo queremos aprender juntos la libertad verdadera; construir escuelas de libertad; demostrar a los demás, con la vida, que somos libres y que es muy hermoso ser realmente libres con la verdadera libertad de los hijos de Dios.
El Espíritu Santo, al dar vida y libertad, da también unidad.