
CARTA A LAS FAMILIAS
Juan Pablo II, 2 de febrero 1994, año de la familia.
Amadísimas familias:
1. La celebración del Año de la familia me ofrece la grata oportunidad de llamar a la puerta de vuestros hogares, deseoso de saludaros con gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo hago mediante esta carta, citando unas palabras de la encíclica Redemptor hominis, que publiqué al comienzo de mi ministerio petrino: El «hombre es el camino de la Iglesia»1.
Con estas palabras deseaba referirme sobre todo a las múltiples sendas por las que el hombre camina y, al mismo tiempo, quería subrayar cuán vivo y profundo es el deseo de la Iglesia de acompañarle en recorrer los caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma parte en los gozos y esperanzas, tristezas y angustias2 del camino cotidiano de los hombres, profundamente persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la conduce por estos senderos: es él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha confiado como «camino» de su misión y de su ministerio.
La familia - camino de la Iglesia
2. Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar. Sabe, además, que normalmente el hombre sale de la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia humana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?
La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como está expresado «al principio», en el libro del Génesis (1, 1). Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios de Dios, Luz de Luz», entró en la historia de los hombres a través de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado»3. Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a María, su Madre, y a José, el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante la cual redimió al mundo?
El misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»5. Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo «para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de la Iglesia».
El Año de la familia
3. Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa, promovida por la Organización de las Naciones Unidas,de proclamar el 1994 Año internacional de la familia. Tal iniciativa pone de manifiesto que la cuestión familiar es fundamental para los Estados miembros de la ONU. Si la Iglesia toma parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada por Cristo a «todas las gentes» (Mt 28, 19). Por otra parte, no es la primera vez que la Iglesia hace suya una iniciativa internacional de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el Año internacional de la juventud, en 1985. También de este modo, la Iglesia se hace presente en el mundo haciendo realidad la intención tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la constitución conciliar Gaudium et spes.
En la fiesta de la Sagrada Familia de 1993 se inauguró en toda la comunidad eclesial el «Año de la familia», como una de las etapas significativas en el itinerario de preparación para el gran jubileo del año 2000, que señalará el fin del segundo y el inicio del tercer milenio del nacimiento de Jesucristo. Este Año debe orientar nuestros pensamientos y nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26 de diciembre pasado ha sido inaugurado con una solemne celebración eucarística, presidida por el legado pontificio.
A lo largo de este año será importante descubrir lostestimonios del amor y solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del cristianismo, cuando la familia era considerada significativamente como «iglesia doméstica». En nuestros días recordamos frecuentemente la expresión «iglesia doméstica», que el Concilio ha hecho suya6 y cuyo contenido deseamos que permanezca siempre vivo y actual. Este deseo no disminuye al ser conscientes de las nuevas condiciones de vida de las familias en el mundo de hoy. Precisamente por esto es mucho más significativo el título que el Concilio eligió, en la constitución pastoral Gaudium et spes, para indicar los cometidos de la Iglesia en la situación actual: «Fomentar la dignidad del matrimonio y de la familia»7. Después del Concilio, otro punto importante de referencia es la exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981. En este documento se afronta una vasta y compleja experiencia sobre la familia, la cual, entre pueblos y países diversos, es siempre y en todas partes «el camino de la Iglesia». En cierto sentido, aún lo es más allí donde la familia atraviesa crisis internas, o está sometida a influencias culturales, sociales y económicas perjudiciales, que debilitan su solidez interior, si es que no obstaculizan su misma formación.
Oración
4. Con la presente carta me dirijo no a la familia «en abstracto», sino a cada familia de cualquier región de la tierra, dondequiera que se halle geográficamente y sea cual sea la diversidad y complejidad de su cultura y de su historia. El amor con que «tanto amó Dios al mundo» (Jn 3, 16), el amor con que Cristo «amó hasta el extremo» a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible dirigir este mensaje a cada familia, «célula» vital de la grande y universal «familia» humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo encarnado, redentor de la humanidad, son la fuente de esta apertura universal a los hombres como hermanos y hermanas, e impulsan a abrazar a todos con la oración que comienza con las hermosas palabras: «Padre nuestro».
La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Esta carta a las familias quiere ser ante todo una súplica a Cristo para que permanezca en cada familia humana; una invitación, a través de la pequeña familia de padres e hijos, para que él esté presente en la gran familia de las naciones, a fin de que todos, junto con él, podamos decir de verdad: «¡Padre nuestro!». Es necesario que la oración sea el elemento predominante del Año de la familia en la Iglesia: oración de la familia, por la familia y con la familia.
Es significativo que, precisamente en la oración y mediante la oración, el hombre descubra de manera sencilla y profunda su propia subjetividad típica: en la oración el «yo» humano percibe más fácilmente la profundidad de su ser como persona. Esto es válido también para la familia, que no es solamente la «célula» fundamental de la sociedad, sino que tiene también su propia subjetividad, la cual encuentra precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida cuando sus miembros invocan juntos: «Padre nuestro». La oración refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la «fuerza» de Dios. En la solemne «bendición nupcial», durante el rito del matrimonio, el celebrante implora al Señor: «Infunde sobre ellos (los novios) la gracia del Espíritu Santo, a fin de que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones, permanezcan fieles a la alianza conyugal»8. Es de esta «efusión del Espíritu Santo» de donde brota el vigor interior de las familias, así como la fuerza capaz de unirlas en el amor y en la verdad.
Amor y solicitud por todas las familias
5. ¡Ojalá que el Año de la familia llegue a ser una oración colectiva e incesante de cada «iglesia doméstica» y de todo el pueblo de Dios! Que esta oración llegue también a las familias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como «irregulares»9. ¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!
Que la oración, en el Año de la familia, constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyen «la norma», aun teniendo en cuenta las no pocas «situaciones irregulares». Y la experiencia demuestra cuán importante es el papel de una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su corazón. En nuestros días, ciertos programas sostenidos por medios muy potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A veces parece incluso que, con todos los medios, se intenta presentar como «regulares» y atractivas -con apariencias exteriores seductoras- situaciones que en realidad son «irregulares».
En efecto, tales situaciones contradicen la «verdad y el amor» que deben inspirar la recíproca relación entre hombre y mujer y, por tanto, son causa de tensiones y divisiones en las familias, con graves consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece la conciencia moral, se deforma lo que es verdadero, bueno y bello, y la libertad es suplantada por una verdadera y propia esclavitud. Ante todo esto, ¡qué actuales y alentadoras resultan las palabras del apóstol Pablo sobre la libertad con que Cristo nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada por el pecado (cf. Ga 5, 1)!
Vemos, por tanto, cuán oportuno e incluso necesario es para la Iglesia un Año de la familia; qué indispensable es el testimonio de todas las familias que viven cada día su vocación; cuán urgente es una gran oración de las familias, que aumente y abarque el mundo entero, y en la cual se exprese una acción de gracias por el amor en la verdad, por la «efusión de la gracia del Espíritu Santo»10, por la presencia de Cristo entre padres e hijos: Cristo, redentor y esposo, que «nos amó hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que este amor es más grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y creemos que es capaz de superar victoriosamente todo lo que no sea amor.
¡Que se eleve incesantemente durante este año la oración de la Iglesia, la oración de las familias, «iglesias domésticas»! Y que sea acogida por Dios y escuchada por los hombres, para que no caigan en la duda, y los que vacilan a causa de la fragilidad humana no cedan ante la atracción tentadora de los bienes sólo aparentes, como son los que se proponen en toda tentación.
En Caná de Galilea, donde Jesús fue invitado a un banquete de bodas, su Madre se dirige a los sirvientes diciéndoles: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). También a nosotros, que celebramos el Año de la familia, dirige María esas mismas palabras. Y lo que Cristo nos dice, en este particular momento histórico, constituye una fuerte llamada a una gran oración con las familias y por las familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos a los sentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. Él manifestó este amor al comienzo de su misión de Redentor, precisamente con su presencia santificadora en Caná de Galilea, presencia que permanece todavía.
Oremos por las familias de todo el mundo. Oremos, por medio de Cristo, con Cristo y en Cristo, al Padre, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (cf. Ef 3, 15).
I LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
«Varón y mujer los creó»
6. El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3, 14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de la «imagen» y «semejanza» de Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (Gn 1, 26). Dios crea en virtud de su palabra: ¡«Hágase»! (cf. Gn 1, 3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre, sea completada con estas otras: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: «Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).
Bendiciéndolos, dice Dios a los nuevos seres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). El libro del Génesis usa expresiones ya utilizadas en el contexto de la creación de los otros seres vivientes: «Multiplicaos»; pero su sentido analógico es claro. ¿No es precisamente ésta, la analogía de la generación y de la paternidad y maternidad, la que resalta a la luz de todo el contexto? Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios». La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum).
A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina. Las