La Iglesia, esposa del Cordero, ataviada para su esposo
Catequesis de SS JPII
Audiencia General, Miércoles 7 de febrero de 2001

1. Como en el Antiguo Testamento la ciudad santa era llamada, con una imagen femenina, "la hija de Sión", así el Apocalipsis de san Juan nos presenta la Jerusalén celestial "como una esposa ataviada para su esposo" (Ap 21, 2). El símbolo femenino muestra el rostro de la Iglesia en sus diferentes fisonomías de novia, esposa y madre, subrayando así una dimensión de amor y
fecundidad.

El pensamiento va a las palabras del apóstol Pablo, que, en la carta a los Efesios, en una página de gran intensidad, traza los rasgos de la Iglesia "resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada", amada por Cristo y modelo de toda nupcialidad cristiana (cf. Ef 5, 25-32). La comunidad eclesial, "desposada con un solo esposo" como virgen casta (cf. 2 Co 11, 2), está en continuidad con una concepción elaborada en el Antiguo Testamento en páginas dolorosas, como las del profeta Oseas (cc. 1-3) o Ezequiel (c. 16), o a través de la alegre luminosidad del Cantar de los cantares.

2. Ser amada por Cristo y amarlo con amor esponsal es parte constitutiva del misterio de la Iglesia. En su fuente hay un acto libre de amor que se derrama desde el Padre por Cristo y el Espíritu Santo. Este amor modela a la Iglesia, irradiándose sobre todas las criaturas. Desde esta perspectiva se puede decir que la Iglesia es un estandarte elevado entre los pueblos para testimoniar la intensidad del amor divino revelado en Cristo, especialmente en el don que él hace de su vida misma (cf. Jn 10, 11-15). Por eso, "por medio de la Iglesia, todos los seres humanos, hombres y mujeres, están llamados a ser la "esposa" de Cristo, redentor del mundo" (Mulieris dignitatem, 25).

A través de la Iglesia se debe transparentar este amor supremo, recordando a la humanidad -que a menudo tiene la sensación de estar sola y abandonada en las estepas desoladas de la historia- que Dios nunca se olvidará de ella ni le faltará el calor de la ternura divina. Isaías afirma de modo conmovedor: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una mujer llegase a olvidar, yo no te olvido" (Is 49, 15).

3. La Iglesia, precisamente porque ha sido engendrada por el amor, difunde amor. Lo hace anunciando el mandamiento de amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado (cf. Jn 15, 12), es decir, hasta dar la vida:  "Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3, 16). Ese Dios que "nos amó primero" (1 Jn 4, 19) y no dudó en entregar a
su Hijo por amor (cf. Jn 3, 16) impulsa a la Iglesia a recorrer "hasta el extremo" (cf. Jn 13, 1) el camino del amor. Y está llamada a hacerlo con la lozanía de dos esposos que se aman en la alegría de la entrega sin reservas y en la generosidad diaria, tanto cuando el cielo de la vida es primaveral y sereno, como cuando se ciernen la noche y las nubes del invierno del espíritu.

En este sentido se comprende por qué el Apocalipsis, a pesar de su dramática representación de la historia, abunda en cantos, música y liturgias alegres. En el paisaje del espíritu, el amor es como el sol que ilumina y transfigura la naturaleza, la cual, sin su fulgor, sería gris y uniforme.

4. Otra dimensión fundamental en la nupcialidad eclesial es la fecundidad. El amor recibido y dado no se limita a la relación esponsal, sino que es creativo y generador. En el Génesis, que presenta a la humanidad hecha "a imagen y semejanza de Dios", resulta significativa la referencia al hecho de ser "varón y mujer":  "Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó" (Gn 1, 27). La distinción y la reciprocidad en la pareja humana son signo del amor de Dios no sólo en cuanto fundamento de una vocación a la comunión, sino también en cuanto finalizadas a la fecundidad generadora. No es casualidad que en el libro del Génesis se presenten con frecuencia genealogías, que son fruto de la generación y dan origen a la historia en cuyo seno Dios se revela.

Así se comprende que también la Iglesia, en el Espíritu que la anima y la une a Cristo, su Esposo, esté dotada de una íntima fecundidad,  gracias  a la cual engendra continuamente hijos de Dios en el bautismo y los hace crecer hasta la plenitud de Cristo (cf. Ga 4, 19; Ef 4, 13).

5. Estos hijos son los que constituyen la "asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos", destinados a habitar "el monte Sión, la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial" (cf. Hb 12, 21- 3). Por algo las últimas palabras del Apocalipsis son una intensa invocación dirigida a Cristo:  "El Espíritu y la Esposa dicen:  "¡Ven!"" (Ap 22, 17), "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 12, 20). Esta es la meta última de la Iglesia, que avanza confiada en su peregrinación histórica, aun sintiendo con frecuencia a su lado, según la imagen del mismo libro bíblico, la presencia hostil y furiosa de otra figura femenina, "Babilonia", la "gran ramera" (cf. Ap 17, 1. 5), que encarna la "bestialidad" del odio, la muerte y la esterilidad interior.

La Iglesia, contemplando su meta, cultiva "la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia" (Dominum et vivificantem, 66). Así pues, pidamos a Dios que conceda a su Iglesia la gracia de ser siempre en la historia la custodia de  la esperanza, luminosa como la Mujer  del Apocalipsis "vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap 12, 1).

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española.]

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