Introducción al Pensamiento de Ratzinger (Benedicto XVI)
Dr. Antonio López de Villalta
26 de junio, 2005

1.- Datos Biográficos

Joseph Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktlam Inn, pueblecito en Baviera (Alemania) cerca de la frontera con Austria. Es una zona tradicionalmente muy católica con gran influencia de monasterios benedictinos desde la temprana edad media. Después, durante la época barroca, hay influencia de los jesuitas. Nace en una familia modesta en recursos pero rica en religiosidad y dignidad. Sus Padres José y María Ratzinger tuvieron dos hijos, Georg y Joseph, y una hija, María, que nunca se casó hasta su muerte hace unos años. Los dos varones se ordenaron sacerdotes.

En 1941, Joseph Ratzinger fue forzado a entrar en las juventudes de Hitler. Poco después, a la edad de 16 años fue llamado a servir en las fuerzas armadas nazis como auxiliar de una unidad antiaérea. En septiembre de 1944 fue dado de alta de esta unidad antiaérea al ser transferido a una unidad de trabajo dedicada a excavar trincheras en el frente en Austria. Poco después fue llamado a servir como soldado de infantería. Desertó y al final de la guerra cayó prisionero del ejército americano en Alemania.

Después de la guerra entró en el seminario de Freising. En 1947 comenzó sus estudios en la universidad de Munich, la antigua universidad de Ingolstadt, en la que durante el siglo XVI habían enseñado el famoso teólogo español Gregorio de Valencia, y los jesuitas San Pedro Canisio y Alfonso Salmerón. Joseph y su hermano fueron ordenados sacerdotes el 29 de junio de 1951.

En 1953 se doctoró con una tesis sobre el pensamiento de san Agustín: “El pueblo y la casa de Dios en la doctrina sobre la Iglesia de San Agustín”. En 1957 fué aceptada su tesis de habilitación: “La teología de la historia en San Buenaventura”. Durante el Concilio Vaticano II participó como teólogo perito asistente del Cardenal Frings de Colonia, asociándose particularmente con el gran teólogo jesuíta Karl Rahner y junto al cual influenció considerablemente en la redacción de “Dei Verbum”. Ratzinger ha sido professor de teología dogmática y fundamental en varias universidades alemanas, como las de Bonn, Tubingen y Regensburg. Los eventos de desorden universitario influenciados por sectores politizados ideológicamente por el marxismo durante 1968 tuvieron un gran impacto en él cuando enseñaba en Tubingen, en donde tenía de colega y amigo al teólogo suizo Hans Kung.

El 24 de marzo de 1977, en la vigilia de Pentecostés, fue consagrado arzobispo de Munich en la catedral de esta ciudad, la capital de Baviera. 30 días después fue hecho cardenal por Pablo VI. El 25 de noviembre de 1981 fue nombrado Prefecto de la Congregación para la Doctrina y la Fe por Juan Pablo II. Como todos sabemos, el 19 de abril del 2005, fue elegido papa, asumiendo el nombre de Benedicto XVI.

2.- San Agustín y San Buenaventura en el desarrollo del pensamiento de Joseph Ratzinger

¿Por qué San Agustín y San Buenaventura en un tiempo de gran predominio de Santo Tomás? Para Ratzinger, como para la mayoría de los teólogos asociados con la renovación teólogica que culminó en el Concilio Vaticano II, la teología neoescolástica predominante hasta este concilio representaba un reto. Para estos teólogos renovadores, la neoescolástica incluía una serie de problemas tales como la relación extrínseca entre naturaleza y gracia frente al extrincesismo de Lutero, Calvino y otros reformadores protestantes; la eclesiología del Cardenal Bellarmino, fundada en el concepto de que la Iglesia era una sociedad perfecta (“Ecclesia est societas perfecta”); la ausencia de la historicidad en la Iglesia y el olvido de la escatología como un aspecto central en la proclamación e irrupción del Reino de Dios en el Nuevo Testamento, aclarados por la renovación de los estudios bíblicos y litúrgicos. Ratzinger conocía los resultados de los estudios filosófico-teológicos de Pierre Rousselot, Joseph Marechal y Henri de Lubac. Especialmente hay que destacar aquí la publicación en 1942 del libro Surnaturel de Henri de Lubac, reconocido por muchos como tal vez el más influyente libro de teología del siglo XX. Durante los diez o quince años antes del Concilio Vaticano II, se desenvuelve una verdadera pugna intelectual entre los neoescolásticos, capitaneados por Reginald Garrigou Lagrange y los renovadores de la teología, como Karl Rahner, Yves Congar, Marie-Dominique Chenu, y el mismo De Lubac. Ratzinger se asocia a la nueva teología a través de una reflexión profunda sobre los padres de la Iglesia y la tradición (no bien comprendida por los neoescolásticos) inspirado por las contribuciones, de, entre otros, De Lubac. Recuérdese que la tesis original de Karl Rahner sobre Santo Tomás, Geist in Welt, fue rechazada por no atenerse a los cánones de interpretación neoescolástica.

Eclesiología de San Agustín
En contraste con la eclesiología de Bellarmino, según San Agustín, ni la Iglesia ni el sacerdocio ejercen, en el sentido estricto, un poder (potestas) sino un mero servicio (ministerio). Contra los donatistas, Agustín afirmaba que el sujeto de la acción sacramental no era ni la Iglesia, ni el sacerdocio, sino Cristo. Esta acción sacramental de la Iglesia se funda, según San Agustín, en que la Iglesia visible e histórica es la mera participación en la comunidad celestial de los santos, es decir, la participación en los que ya viven en Cristo (en íntima e irreversible comunión con él) en una realidad supratemporal. Es solamente a través de la comunión espiritual en los sacramentos visibles e históricos de la Iglesia que los miembros de la Iglesia en esta vida participamos de la realidad profunda o corazón de la Iglesia, a saber, la comunidad celestial de los santos en Dios. La Iglesia visible sacramental sólo significa algo que está más allá de su realidad histórica, y que es la realidad eclesial y definitiva, la realidad espiritual de la gracia o de la vida del Espiritu de Dios en Jesucristo. De ahí que la Iglesia es ante todo participación de los dones o carismas de la Iglesia celestial y escatológica. En los términos del gran teólogo Hans Urs von Balthasar, que también ha influenciado a Ratzinger profundamente, no se puede confundir la comunión con la comunidad, aunque estas dos sean inseparables. La comunidad mas profunda de la Iglesia es la espiritual y celestial. Nosotros en esta vida tenemos acceso a participar en esta comunidad de los santos sólo por nuestra comunión espiritual en los sacramentos visibles de la Iglesia, especialmente en la Eucaristía. Así pues, ni clericalismo ni laicismo eclesiales son teologicamente adecuados, pues toda acción eclesial y sacerdotal en la historia de la Iglesia es un mero servicio (ministerio) a la gracia de Jesucristo que se hace históricamente accesible precisamente en la medida que de alguna manera se de la comunión espiritual en la vida sacramental e histórica de la Iglesia. Por eso, Ratzinger afirma que todas las acciones sacramentales de la Iglesia están orientadas inclusiva y universalmente a la salvación de todos los seres humanos. Como nos recuerda la teología del Concilio Vaticano II, influenciada por la teología inclusivista y universalista de San Agustín en su obra La Ciudad de Dios, la Iglesia es el Sacramento de Salvación de todos los seres humanos.

San Buenaventura y la escatología
La influencia de Joaquín de Fiori en el siglo XIII en la orden franciscana, especialmente en el grupo franciscano de los espirituales fue inmensa. Según su visión escatológica, el final definitivo de la historia es el tiempo espiritual y de plena libertad que ya irrumpe en San Francisco de Asís. En su estudio del Collationes in Hexaemeron de Buenaventura, Ratzinger descubre un pensamiento profundamente escatológico presente en este gran santo medieval, amigo de Santo Tomás. Para San Buenaventura, las escrituras están orientadas hacia el futuro. Pero sólo quien ha entendido el pasado puede comprender el futuro, y vice versa. Esta circularidad del sentido de la historia tiene su clave interpretativa en Jesucristo, pues la historia es una sucesión de eventos con significados progresivos que tienen su profunda unidad en Jesucristo. Así pues, las realidades del Antiguo Testamento son sólo comprendidas a la luz de Jesucristo, pero Jesucristo es entendido como la culminación del Antiguo Testamento. De ahí que la exégesis sobre las escrituras en San Buenaventura hace énfasis en la dimensión profético-escatológica, y no tanto, en los términos de Michael Theunisen, en perspectivas arqueológicas o apocalípticas. La sabiduría concreta está basada no en las meras abstracciones metafísicas de los principios aristotélicos, ni en las fantasías desbordantes, utópicas y gnósticas, que no tomaban en serio la positividad histórica, especialmente la irrupción positiva del evento Jesucristo. Para San Buenaventura, Jesucristo, como el alfa y el omega de la historia y del cosmos, es el centro de toda auténtica ciencia o sabiduría. Para Ratzinger, la interpretación neoescolástica sobre Santo Tomas implicaba una separación entre la filosofa y la teología, entre la razón y la fe, entre la naturaleza y la gracia, etc. que era incompatible con la unidad en la verdad y en la sabiduría de la fe cristiana. Pero Ratzinger también critica a San Buenaventura por dejarse influenciar demasiado por Joaquín de Fiori, sosteniendo una era penúltima, espiritual y de índole contemplativa, anterior a la última de la parusía, que ya está siendo preparada por San Francisco y su compañero Santo Domingo. Pues, que Jesucristo sea el final y consumación de la historia no nos permite decir concretamente cómo y cuando se realizará la parusía.

Iglesia antes y después del Concilio Vat II
De acuerdo a Ratzinger, la Iglesia pre-conciliar se fijaba demasiado en sí misma. No destacaba bien la diferencia entre el reino escatológico y la Iglesia. Era una Iglesia que hacía énfasis en su realidad como institución y en la que los laicos en el mejor de los casos eran delegados de la autoridad jerárquica. Según Ratzinger, los padres del Concilio Vaticano II querían dialogar con la modernidad, pero no simplemente convertirse a ella. Para la Iglesia del Concilio Vaticano II, no se trata de una Iglesia en la que los seres humanos se salvan del mundo perverso, sino de la Iglesia que es el sacramento de salvación precisamente del mundo. La Iglesia está para redimir al mundo y elevarlo a su verdadera vocación en Dios y no para refugiarse del mundo saliendo de él.

3.- Cuestiones de método. La esencia del quehacer teológico y de la fe en la vida de la Iglesia

Los teólogos renovadores del Concilio Vaticano II, con los que Ratzinger se identificó desde sus estudios universitarios, como hemos visto, rechazaron la posición neoescolástica sobre las dos fuentes diversas y originarias de la revelación, a saber, las escrituras y la tradición (frente a la posición de Lutero “Sola Scriptura”). La revelación es el evento escatológico de Dios en Jesucristo. Las escrituras y la tradición son dos aspectos inseparables de la Iglesia que nos permiten tener acceso a la revelación que se da en el evento de Jesucristo. Para Ratzinger, hay que destacar la diferencia entre la realidad inagotable de Jesucristo y las expresiones históricas del acceso a esta realidad de Jesucristo, tales como las escrituras y las diversas manifestaciones de la tradición. Esta diferencia es la base del desarrollo histórico de la teología y de las verdades de la fe (dogmas de fe). Hay que señalar a este respecto la diferencia entre la fe y el evento revelatorio de Jesucristo, así como también la diferencia, por una parte, entre la teología y los diversos gestos, expresiones, formas litúrgicas de la Iglesia, y la fe por otra parte. Catolicismo no es uniformidad, sino comunión basada en la vida trinitaria y “celestial” de Dios en sus santos. La catolicidad de la Iglesia incluye necesariamente expresiones diversas y la pluralidad teológica en la unidad de la fe. A diferencia de la visión uniforme del Nuevo Testamento promovida por muchos teólogos neoescolásticos, que hacían énfasis en que sólo había diferencias superficiales o “cosméticas” en los cuatro evangelios, hay que reconocer una gran pluralidad teológica, no sólo en los cuatro evangelios, sino además en todos los libros del Nuevo Testamento (como en los del Antiguo Testamento también). Ratzinger ha mantenido que la posición generalmente aceptada a través de la historia por muchos teólogos, pero en sí antihistórica, y presente en el Concilio Vaticano I, de San Vicente de Lerins del siglo V -según la cual, la tradición en la Iglesia es lo que se ha creído siempre, en todas partes, y por todos- no solamente es inadecuada, sino que ha tenido unas consecuencias en gran parte perjudiciales para el quehacer teológico necesario en la Iglesia. En esto Ratzinger nos recuerda la posición de Karl Rahner, según la cual, toda declaración dogmática no sólo es el final de un proceso de cuestionamiento y clarificación de la teología de la Iglesia, sino también un comienzo de nuevos cuestionamientos teológicos que requieren nuevas articulaciones y expresiones teológicas. De acuerdo a Ratzinger, la forma antihistórica de entender la tradición estuvo presente en la reacción de la Iglesia, por lo demás justificada, contra el reduccionismo historicista y antropológico del modernismo, en los tiempos de la preponderancia oficial de la neoescolástica durante el papado de San Pío X. El reto que tuvo que enfrentar la renovación teológica del siglo XX fue la de distinguir entre historicidad e historicismo, y auténtico antropocentrismo cristiano y humanismo meramente subjetivo o ateo. Por otra parte, la teología neoescolástica quería hacerle frente al énfasis protestante de que la historia del cristianismo había incluído un proceso histórico de degeneración o catolicización progresiva que había tergiversado el depósito revelatorio originario del evento Jesucristo. De ahí su énfasis en dos fuentes diversas, pero originarias y suplementarias, de la revelación: la tradición y las escrituras. Ratzinger nos recuerda, sin embargo, que la historicidad de la fe no significa que es el resultado en la historia de la reflexión e invención humana, sino que debe experimentarse como don gratuito e inagotable. Contrario a la tendencia congregacional e individualista de los reformadores protestantes del siglo XVI, la fe de la Iglesia no es la expresión de la experiencia de fe individual de los miembros de la Iglesia, algo así como la suma de lo que los miembros de la Iglesia creen, sino al revés, la fe de cada miembro de la Iglesia es por participación en la fe de la Iglesia. Por eso la Iglesia es nuestra madre, y como nos recuerda Karl Rahner, no sólo es importante el sentir con la Iglesia para el crecimiento en la fe, sino que la Iglesia es el horizonte hermenéutico dentro del cual se articula la teología auténtica. Más aún, para Ratzinger, la teología de la Iglesia surgió en el contexto litúrgico de la vida de la Iglesia, especialmente en referencia a las celebraciones bautismales y eucarísticas. De este contexto surgen los símbolos de la fe, o Credos (Ratzinger hace énfasis en el significado de la palabra “símbolo” - que sólo se puede entender destacando la diferencia entre el lenguaje metafórico y el lenguaje analógico). Ratzinger recalca la importancia de las reglas de la fe o dogmas en Irereo (también Tertuliano), de manera que hay que resaltar la necesaria relación entre los dogmas de la fe y la comunión con el magisterio y especialmente con el obispo de Roma. Para Ratzinger, hay una relación necesaria entre entre la sucesión apostólica de los obispos y la comunión y colegialidad episcopal.

4.- Reflexión sobre el contenido de la fe. El Credo

En casi toda su obra teológica, y de manera específica en su libro probablemente más conocido e influyente, Introducción al Cristianismo (Einfuhrung in das Christentum), publicado en 1968, Ratzinger nos ofrece una reflexión sobre el contenido de la fe del Credo. La fe, según Ratzinger, versa sobre la exigencia histórico-existencial del ser humano de trascender no sólo hacia el ser absoluto, sino sobre todo hacia lo definitivo de toda la realidad. El Credo es un sistema linguístico-simbólico sobre lo que es el misterio dinámico, escatológico e inagotable de la realidad. La eternidad de Dios no es una mera realidad estática sino, como en Santo Tomás de Aquino, la energía o acto infinito, cuya expresión finita es el mundo creado. Lo eterno es un infinito acto de amor recíproco en el que el Padre es en el Otro de sí, y el Otro del Padre, es decir el Hijo, es en el Otro de sí, es decir el Padre. Por tanto, la realidad de los seres creados no es otra cosa que su participación finita en la relación activa e infinita de amor que se da entre el Padre y el Hijo, a saber el Espíritu Santo, y no añade nada a lo que es Dios en sí mismo. Otra manera de ver esto es refiriéndose más directamente al Nuevo Testamento y a la tradición de los Padres de la Iglesia: todo ha sido creado por el Padre en y por el Hijo, a través del Espíritu Santo. Pero de forma más concreta, Dios creó a los seres racionales para salvarlos del pecado. De manera más radical, el fin de la creación es la Pascua de Cristo. Los eventos históricos de la Pascua de Cristo no fueron ante todo algo histórico, sino la expresión en el evento Cristo de la misma realidad del Dios trinitario. Pues, asociando el pensamiento de Ratzinger al de Hans Urs von Balthasar, Dios es la Pascua eterna y sacrificial del amor kenótico entre el Padre y el Hijo. ¿Cual es la realidad más profunda que está latente en todo pecado humano? El amor Pascual y sacrificial del Dios de Jesucristo. Por eso el centro de la teología y de la fe cristiana es el misterio Pascual del Dios de Jesucristo, misterio celebrado sacramentalmente en la Eucaristía, y en el que se puede dar la comunión profunda con Dios, pues Dios es precisamente eso, el amor hasta la muerte de sí, expresado en la cruz de Cristo, por la gloria y felicidad del otro que se realiza en la resurrección de Cristo. Siguiendo la teología paulina, el bautismo es el sacramento de iniciación que nos introduce en esta realidad celebrada en la Eucaristía. De ahí que, recordando las palabras de Rahner, no se puede, según Ratzinger, separar la trinidad inmanente de Dios en sí mismo de la trinidad económica que es Dios en la medida que es participado por las realidades creadas. Para Ratzinger, como es ya un lugar común en la teología de las últimas décadas, no se puede separar la reflexión teológica sobre la Trinidad de la reflexión teológica sobre Cristo, es decir, la Cristología. Lo oscuro no es el misterio de la realidad divina de Cristo. Pues todo ser hunde sus raíces ontológicas, su propio ser, en el ser de Dios, que es el fundamento más interior y profundo de la existencia de todo ser. Como era un lugar común en la mística española del siglo XVI, que ha tenido una extraordinaria influencia en el desarrollo de la teología del siglo XX, y recordando a la gran mística de Avila, en lo más profundo del alma humana habita Dios. Lo difícil de comprender no es que Cristo sea Dios en su más profunda realidad personal, sino que siendo Dios la realidad más profunda en todo, se dé el pecado. Así, pues, el misterio del absurdo es el pecado, y el misterio del mal es lo misterioso como oscuro e irracional. Para Ratzinger el misterio trinitario de Dios es misterio en el sentido de ser lo verdadero por antonomasia, lo luminoso que deslumbra y que nunca podremos agotar y abarcar con nuestro entendimiento. El misterio Trinitario y Cristológico de la fe de la Iglesia es lo supra-racional, como nos lo enseñaba Tomás de Aquino (no lo infra-racional). Para Ratzinger el reto del pensamiento teológico y filosófico de la Iglesia en el presente y futuro es el llegar a una comprensión articulada sobre las diversas dimensiones de la realidad a partir de una cosmovisión trinitaria de toda la realidad. Pues el paradigma supremo según el cual la realidad del cosmos creado se puede entender es precisamente el misterio trinitario de la fe. Es importante señalar aquí que la fe trinitaria de la Iglesia no es sobre todo la manera metafórica de hablar sobre la infinitud de Dios. La fe trinitaria versa ante todo sobre la realidad misma de Dios revelada por Jesucristo. El Dios de Jesucristo no es exclusivamente espiritual y ajeno a la materialidad. Pues el Dios de la fe cristiana es un Dios encarnado en Jesucristo. Nuestra propia materialidad participa de la materialidad de Jesucristo. Pues no es Jesucristo el que está hecho a imagen de nosotros, sino más bien nosotros a imagen de Jesucristo. De ahí la importancia del dogma de María como madre de Dios, contra el nestorianismo. De ahí la importancia también de la positividad material histórica de la fe. El cristianismo no es una gnosis o un sistema de ideas, o una mera expresión cultural, sino ante todo la expresión del verdadero significado histórico y escatológico de la existencia humana que se nos da en el don de Jesucristo. De ahí que en Jesucristo descubrimos nuestra propia identidad en la historia. Esta identidad es la de configurar nuestro ser en sí como ser en sí para los otros, acogiendo la misión correspondiente a la vocación irrepetible que todos recibimos en Jesucristo. Vivir en estado de misión nos ilumina sobre el sentido de la libertad humana. No se es libre primero, para después decidir de la vida, sino que se decide uno por el amor, el amor de Dios en Jesucristo, y este amor es la verdad que nos hace libres. En otras palabras, la libertad es un aspecto del amor. Lo racional es el amor, pues la verdad del intelecto es el amor. Para Ratzinger, y al riesgo de repetirnos, el amor es sacrificial o no es amor. Es pues nuestra participación en la cruz de Cristo en que realizamos el amor de manera auténtica. Pensar en que puede haber progreso verdaderamente humano en la sociedad, ya bien sea en las relaciones sociales, políticas, o económicas, sin el amor personal, sacrificial y participativo del amor pascual de Cristo, está en contradicción con la revelación de Dios en Jesucristo y constituye una extraordinaria osadía que nos hace creernos más poderosos que Cristo. Esto es muy importante para Ratzinger en su refutación de las promesas utópicas de las diversas utopías e ideologías puramente humanistas, ya bien sea de corte individualista o de corte socialista.

5.- Reflexión sobre la Iglesia. Ideas eclesiológicas

La Iglesia debe apuntar siempre, y de manera dinámica, hacia lo que la trasciende, y debe estar constantemente en actitud de escuchar lo que está más allá de sí y es la palabra escatológica de Dios (frente a cualquier reduccionismo antropocéntrico, culturalista o individualista). El Concilio de Trento había hablado de tradiciones y de sacramentos. El Concilio Vaticano II y muy especialmente el teólogo dominico francés, Yves Congar, enfatizaron el contexto total de la Iglesia para leer las escrituras, según el cual, la tradición de la Iglesia (no simplemente las diversas tradiciones de la Iglesia) es transmitida no sólo en las enseñanzas de la Iglesia, sino en su vida total, particularmente en su culto y liturgia. Así pues, la tradición es, para Ratzinger, la perpetuación de todo lo que es la Iglesia y lo que cree. En este sentido no es tanto que se da la tradición en la Iglesia, y menos que se dan tradiciones diversas en la Iglesia, sino que la misma esencia de la Iglesia es ser tradición. En este sentido, Ratzinger nos recuerda que la Iglesia siempre está en estado de conversión y de renovación (Ecclesia semper reformanda). Esto no quiere decir que no haya estabilidad en la Iglesia, especialmente en la liturgia pública de la Iglesia. Hay que recordar aquí que, tras las expresiones cambiantes de la historia, Jesucristo es el alfa y el omega de la historia, el mismo ayer, hoy y siempre. Pero lo estable necesario en la Iglesia está enmarcado en orden a la continua peregrinación de la Iglesia en la historia hacia la parusía no calculada por las meras expectativas humanas. Como decía Oscar Cullman, el Reino ya ha llegado, pero todavía no, pues aunque los cristianos ya celebramos nuestra comunión en Jesucristo, todavía Jesucristo no ha llegado al final de los tiempos dando plena realización a la creación. Puesto que la tradición necesariamente se enraíza en el devenir histórico y la historia está marcada por el pecado y las limitaciones de la finitud de todo lo creado, hay que reconocer que ciertas prácticas y enseñanzas de la Iglesia pueden ser renovadas, o inclusive corregidas, en la medida que su sentido inicial no fue del todo adecuadamente articulado doctrinalmente (pues las categorías y formas del pensamiento también tienen su historia compleja y tortuosa que llegan a su plenitud sólo con la claridad definitiva de la parusía). Además estas prácticas y enseñanzas de la Iglesia o pueden ser renovadas o corregidas también en la medida que hayan ido perdiendo vigencia, o inclusive se conviertan en un estorbo para las exigencias siempre cambiantes de la historia. Pues los aspectos esenciales de la vida de la Iglesia que no cambian siempre vienen acompañados de los coyunturales y meramente históricos. Ahora bien, para Ratzinger, los cambios en las meras estructuras gubernamentales eclesiásticas no son los que conllevan la renovación eclesial profunda y necesaria. Para Ratzinger, las grandes renovaciones de la Iglesia se basan en los carismas del Espíritu Santo y en las iniciativas proféticas de los santos. La Iglesia como comunión fundada en los sacramentos requiere de la función del sacerdocio ministerial y de la jerarquía. La Iglesia es el pueblo de Dios en la medida que es el Cuerpo de Cristo. Como pueblo de Dios, la Iglesia incluye a todos sus miembros, que como la comunidad escatológica, es la expresión de la comunión fundada en la participación en el cuerpo de Cristo, especialmente, en la Eucaristía. La celebración Eucarística significa la realidad escatológica por la que la realidad se transforma en la realidad de la Pascua de Cristo. Así pues, la trans-substanciación del pan y del vino en la realidad de Jesucristo, significa lo que realmente está pasando en la historia del cosmos, a saber, la transformación escatológica de todo en el cuerpo de Cristo. De ahí que nuestra participación en la Eucaristía nos compromete en la misión de transformar este mundo hacia los misterios pascuales de Cristo. Para Ratzinger, el obispo no es obispo por sí mismo y de manera individual, sino sólo en comunión con todos los obispos de todos los tiempos de la Iglesia, y que son sucesores de los apóstoles, con los que están también en comunión. Los apóstoles fueron auténticamente apóstoles por su comunión con los Doce en comunión con Pedro. Los obispos, en sucesión de los Apóstoles, forman un colegio en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. Como hemos visto ya, todo sacerdocio en la Iglesia es un ministerio, un servicio, que sólo realiza la acción del verdadero sujeto de la Iglesia ministerial, a saber, Jesucristo. Así pues, el sacerdocio ministerial necesario en la Iglesia está ordenado hacia el servicio del sacerdocio universal de los bautizados. La necesaria complementariedad entre bautizados y clero no es simétrica, pues el clero está para servir lo decisivo en la vida de la Iglesia, a saber, los carismas del Espíritu Santo con los que se nutre y enriquece la comunión y la actividad histórica de la Iglesia.

6.- Reflexión sobre la escatología

Ratzinger rechaza la tendencia a identificar la esperanza cristiana con el progreso humano material, sociológico o tecnológico. El ser humano no puede lograr la unidad y la armonía social por su propia cuenta. No puede realizar por su cuenta la reconciliación sin la cual no se pueden destruir las enajenaciones injustas de la opresión de unos por otros. El ser humano necesita la reconciliación y el perdón de Dios para realizar la armonía social de la auténtica paz y justicia a las que aspira. Para salir del pantano del pecado y la injusticia, el ser humano no puede simplemente tratar de no ahogarse en el lodo tirándose de los pelos de la cabeza. Debido al pecado original, y a los pecados de la historia, el ser humano es incapaz de realizar inclusive lo que en principio es de la competencia de su naturaleza y de la ley natural. De ahí que el ser humano concreto y auténtico no sólo es la búsqueda de sentido definitivo en Dios, que es el soberano bien, sino la sed de salvación que sólo Dios puede darnos, y que de hecho nos da en Jesucristo. Para Ratzinger, todas las culturas, y todas las civilizaciones y religiones de la historia son un velado anuncio de Jesucristo, en quien todos los logros humanos encuentran su plena realización y perfección. La proclamación del mensaje de salvación que realizó Jesús de Nazaret estuvo enmarcada en un entorno de expectativa escatológica, al que hemos aludido anteriormente. Jesús es, como nos recuerda Ratzinger, el profeta definitivo de Israel que es el vehículo de la iniciativa de Dios al final de la historia a favor de Israel, y a través de Israel, a favor de todos los seres humanos. En otras palabras, Jesús vino a su pueblo judío para dar cumplimiento definitivo a las promesas universalizantes hechas por Dios a ese pueblo. Este cumplimiento definitivo de la historia no se identifica con el mismo desenvolvimiento histórico, sino que es su realización escatológica y supra-histórica. Relacionado a este punto, Ratzinger rechaza la identificación que algunos teólogos de la liberación de América Latina, y de la llamada teología política alemana, hacen entre historia humana e historia de la salvación. La historia de la salvación está, a cada momento de la historia, más allá de la historia, aunque en definitiva, es la que le da el verdadero sentido a la historia. Así pues, la escatología cristiana, que es la que guía a los cristianos en la historia, no se identifica con la mera construcción del reino de este mundo. Precisamente por ello, a partir de la fe escatológica cristiana, es que todos los intentos políticos, filosóficos y sociológicos que están ordenados hacia el progreso humano pueden ser evaluados con una visión crítica y profética que los trasciende. Siguiendo a San Agustín, para Ratzinger, el cristiano vive en presencia de la comunidad de los santos. Con su identificación con la cruz de Cristo, el cristiano anuncia que la verdad definitiva del ser humano está más allá de los logros temporales, y que en definitiva, el fin último de todos estos logros temporales es el don de la vida eterna de comunión en el Dios de Jesucristo. En cuanto al sentido de la muerte personal de todo ser humano, Ratzinger apela explícitamente a las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, para quien el alma humana es la forma substancial del cuerpo y que trasciende al cuerpo, siendo aquello por medio de lo cual el compuesto humano de alma y cuerpo tiene su acto de existencia. Así pues, el alma no depende para existir del cuerpo humano, sino al revés, es el cuerpo humano el que participa del acto de existencia del alma humana. Con la muerte, es el cuerpo que comienza a descomponerse por no ser informado ya por el alma humana que sobrevive a la descomposición del cuerpo con su propio acto de existencia. Pero como lo propio del alma es informar un cuerpo, con el que el alma se concretiza como persona individual, la separación del cuerpo implica para el alma una deficiencia a causa de la cual el acto de existencia del alma no podría individualizarse o concretarse de forma personal. Esta deficiencia es suplida por el Dios de Jesucristo. Al fin y al cabo, la muerte, a pesar de ser una experiencia única de cada ser humano, no es necesariamente un evento de aislamiento radical e impersonal, sino la posible participación precisamente en la comunión con la muerte y resurrección de Cristo. Al fin y al cabo, las almas de los que están en el cielo no están del todo desprovistas de la corporalidad, pues están en Jesucristo resucitado, en quien todos los cuerpos encuentran su plena realización al final de la historia en la resurrección universal de los muertos. Los que están en comunión con Cristo en el cielo constituyen la comunidad celestial de los santos que, como hemos visto, es la realidad más profunda de la Iglesia. De ahí que los santos de ninguna manera han perdido su relación con la historia temporal. Al contrario, a ellos se les puede invocar en la oración e interceden por nosotros, especialmente la Virgen María. El purgatorio es el estado en que los muertos se purifican de toda resistencia a morir del todo a sí mismos por amor, es decir, a toda resistencia a morir en la cruz de Cristo, sin lo cual no se puede participar plenamente de la realidad de la resurrección de Jesucristo. ¿Qué se puede decir del infierno? Que es una realidad posible debido al respeto que tiene Dios a la libertad humana. Pues todos estamos llamados a vivir en el amor de Dios, pero el amor es libre o no es amor. Ya hemos visto anteriormente que el mal es lo irracional, lo absurdo y oscuro o tenebroso. El infierno es, por tanto, la posibilidad real de lo absurdo e irracional por antonomasia, que siempre amenaza a la existencia humana en la historia, y que refleja paradójicamente la exigencia radical del ser humano de perseguir el verdadero sentido y auténtica razón de su misma existencia.

7.- La Liturgia

La liturgia es para Ratzinger el corazón de toda renovación genuina en la Iglesia. La liturgia es ante todo la obra de Dios, “opus Dei”. La liturgia es un reflejo de la liturgia celestial. No es el resultado del esfuerzo humano por relacionarse con Dios, sino su participación en la gracia de Dios, en su vida trinitaria a la que nos llama a participar por nuestra comunión en Cristo que es un don para nosotros. La liturgia cristiana es, por lo tanto, esencialmente trinitaria. Ratzinger, como muchos otros teólogos asociados a la renovación del Concilio Vaticano II, señala que la liturgia cristiana nos recuerda la manera adecuada de relacionarnos con Dios. Así pues, de acuerdo a la fe trinitaria cristiana, no es tanto que el ser humano se relacione con Dios, sino que en Jesucristo se relaciona con el Padre, insertado así en la misma relación interior y trinitaria entre el Padre y el Hijo. La liturgia cristiana no está constituida, pues, por una simple relación entre Dios y el ser humano, sino que es la elevación del ser humano a una relación que le trasciende y le diviniza. Es por esto que Ratzinger critica todo reduccionismo antropocéntrico en las celebraciones de la liturgia, especialmente en la Eucaristía. Puesto que la liturgia cristiana está llamada a divinizar, a partir del don del Dios en Jesucristo, Ratzinger acentúa la exigencia que los gestos, ritos, lugares y la música de la liturgia no sean entendidos como la expresión meramente existencial o arbitraria de los miembros de la congregación litúrgica o de los ministros oficiales de la Iglesia. Seguir las normas establecidas por la Iglesia nos recuerda que la liturgia es una celebración de comunión eclesial y que es la expresión de la sacramentalidad de toda la Iglesia como tal, de la catolicidad de la Iglesia. Así pues, cuando la celebración eucarística, que es la liturgia por excelencia de la Iglesia, se realiza, está realmente presente toda la Iglesia. Para Ratzinger, pues, la liturgia no es la celebración solamente de nosotros mismos cuando participamos en una celebración litúrgica, sino más bien de la realidad trinitaria de toda la Iglesia en la que participamos. Por ello, Ratzinger ha expresado sus reservas sobre la celebración de la Eucaristía post-conciliar en que el sacerdote-celebrante oficia de cara a la congregación. Según Ratzinger, el peligro en esto es precisamente olvidar que la liturgia no es la celebración de la congregación y el sacerdote-celebrante, sino que trasciende a éstos, y que como sacramento de nuestra divinización, debe simbolizar e indicar de diversas maneras que esta divinización es un don que nos transforma hacia algo que nos viene y se nos da como don. De ahí que Ratzinger piensa que el ideal (no necesariamente posible de manera física hoy en día) de la celebración eucarística es que todos los participantes en ella estén orientados hacia el oriente, de donde surge la luz del sol, y que en las liturgias de los primeros tiempos de la Iglesia simbolizaba el don de la luz de Cristo que vencía a las tinieblas del pecado y que era el resplandor de la gloria del Padre. En todo esto, lo decisivo para Ratzinger es señalar en la liturgia eucarística que la victoria de Cristo sobre las tinieblas del pecado es una transformación cósmica por medio de la cual todo es recreado de nuevo por el poder de la resurrección de Jesucristo. Al fin y al cabo, no sólo el pecado es una realidad con consecuencias sociales y cósmicas, pero también la salvación es algo universal que no se puede restringir al mero individualismo o particularismo de las decisiones de este o aquel grupo eclesial. Más aún, la sacramentalidad de la Iglesia, en la que se basa la liturgia de la Iglesia, exige la existencia del sacerdocio ministerial y sacramental del orden. No que este sacerdocio le dé más dignidad al clero que a los laicos. Al contrario, por ser precisamente el sacerdocio ministeral y oficial de la Iglesia algo sacramental, los clérigos, en cuanto ejercen su actividad en la Iglesia como sacerdotes ministeriales y oficiales de la Iglesia, son meros instrumentos de algo que les trasciende, y que es expresión de la gracia salvífica del Dios de Jesucristo.

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Et Maria Mater ejus. AmenCopyright © Dr. Antonio Lopez Villalta, 2005