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A Mis Sacerdotes

enero 13, 2025


Mensajes de Nuestro Señor
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.


(“A mis Sacerdotes”)

por medio de  la Beata
Conchita Cabrera de Armida
.

 

CAPITULO l:  ¡AMOR
SACERDOTAL!

"¡Ay!… ¡quiero almas de sacerdotes…ternuras…
consuelo! ¡Quiero amor en las almas sacerdotales, quiero destruir la
indiferencia que me hiela en ellas; quiero vida interior, intimidad Conmigo
en esas almas consagradas; quiero desterrar la apatía en sus corazones y
hacerlos arder en el celo de mi gloria; quiero activar la vida divina en
tantas almas de los míos que desfallecen ; quiero destruir la indiferencia
que paraliza la acción de Dios y aleja de los sacerdotes mis gracias; quiero
hacer de cada pecho un nido para el Espíritu Santo; quiero barrer de mi
Iglesia y arrasar todo lo que no sea puro!




¿Si se pudiera ver lo que Yo veo, lo que me hiere y me
lastima en mi Iglesia, cubierto con la capa de la hipocresía, de la
falsedad, de la mentira y aun del deber?




Mi Iglesia necesita una sangría de México; una llamada
enérgica en muchos corazones resfriados.




Y todo ¿por qué? Porque les falta Espíritu Santo,
porque el mundo ha llegado a los altares, porque la impureza ¡ay! ha minado
muchos corazones.




Había y hay pecados ocultos que expiar, indiferencia
en los actos litúrgicos y religiosos, tibieza en mi servicio, comodidad y
molicie para servir a las almas. , mucha exterioridad y poco fondo, y sobre
todo, ¡poco amor! Es necesario volver a encender el fuego, y esto solo se
hará por el Espíritu Santo, por el Verbo, ofreciéndolo al Padre, clamando
misericordia.




Quisiera que se activara ese ofrecimiento del Verbo al
Padre en favor de la Iglesia de México por medio de María. Quisiera que se
diera un impulso poderoso a ese acto expiatorio, uniendo víctimas a la gran
Víctima para desagraviar y apresurar el triunfo de la Iglesia en México. Es
necesario que los sacerdotes mismos se muevan a este fin, porque hay que
expiar en ellos mismos mucho de la causa de la actual situación religiosa.




Mi Padre quiere perdonar, el Espíritu Santo quiere la
paz; pero el Verbo divino hecho hombre es el canal por donde desciende y se
compra toda gracia.




Vendrá la reacción, pero por este medio y por María; y
se apresurará a medida que se haga lo que pido.




Que todos a una me ofrezcan y se ofrezcan en mi unión,
y sean hostias con la Hostia, y pidan a mi padre con María que limpie a
México, que una a la Iglesia y que una también los corazones en la caridad.




Yo, aunque Dios, no dejo de ser hombre, y los pecados
– sobre todo los de mis sacerdotes-, hacen que me ruborice ante la Divinidad
ofendida. Este es un secreto, un martirio oculto de mi Corazón de hombre que
ama a los hombres y a los sacerdotes con fibras y latidos especiales, y
quiere -como tierra madre- cubrir lo incubrible ante las miradas de mi Padre
amado.




En este punto muy principalmente tengo tales fibras de
madre que quisiera Yo solo cargar con el lodo con que manchan las vestiduras
de mi Iglesia, la Esposa inmaculada, y lavar con mi sangre y ocultar con mi
Blancura las impurezas ¡ay! de los que se llaman míos. Nadie se imagina esta
vergüenza de las vergüenzas para Mí; estas faltas que hieren en lo más vivo
mis entrañas de cándido amor, que obligan a mi Padre a los castigos, y que
Yo, como Dios hombre, quisiera, renovando mis dolores, impedirlos.




Este martirio oculto de mi Corazón es casi
desconocido; martirio de amor divino-humano, porque mi Corazón de hombre ama
con todas las cualidades del amor humano divinizado.




¿Se comprenden ahora más profundamente las quejas de
mi corazón lastimado en lo que más ama?




Cierto que hay mucho bueno en la Iglesia; pero nadie
sabe lo que hieren el fondo de mis entrañas los pecados de esas almas
escogidas que tanto me han costado. Una ofensa de ellas es para Mí como
miles del común de las gentes que no han recibido esa superabundancia de
carismas. No hay quien alcance a comprender la delicadeza torturante con que
sé sentir sus ingratitudes…"


CAPITULO II: Mirada

"Antes de la consagración de la hostia en las Misas, los
sacerdotes levantan su mirada a mi padre como para pedirle, como para
implorarlo y darle gracias, y ése es el momento más cruel de martirio en mis
sacerdote indignos, más que la transubstanciación, que operan sus palabras –
que como mías operan su labios-; ese momento de la mirada de a mi Padre es
más doloroso para mí por tratarse de Él, por burlarse de Él, por tener el
cinismo de mirarlo con esas miradas que no son puras. ¡Ay! esas miradas me
ruborizan, me hieren en lo más íntimo, y con sonrojo vengo a las manos del
sacerdote sin negarme jamás, pero ¿cómo viene mi corazón?… sangrando y más
sacrificado que en el sacrificio de Calvario.

¿Por qué miran así a mi Padre amado que les dio a su Hijo, como
arrancándoselo de sus entrañas?, ¿por qué le pagan con ingratitud? ¿No es
este crimen como un reto al cielo que clama castigo y venganza en vez de
misericordia?

Éste, éste es otro de los dolores secretos que espinan mi Corazón, que
contristan al Espíritu Santo, y tienen eco penoso en María, y atraen la
justicia sobre los pueblos.

Que no miren así a mi Padre ojos que no sean limpios, que no se atrevan a
mirar al cielo ojos que tienen crímenes de lodo en la tierra. Que esas
miradas sean puras, sean castas, sean amorosas, sean humildes y llenas de
respeto cuando en tan solemnes momentos se dirigen a mi Padre. Les da su
verbo y recibe ultrajes de lesa majestad; se le implora con burla, con
sarcasmo, con indiferencia cuando menos, en esa mirada que debe ser
suplicante, humilde, implorante y pura.

Mucha parte de los castigos que Dios envía a los pueblos vienen de esos
crímenes ocultos del altar, de esas misas sacrílegas en que viene el Cordero
a ser desgarrado, no tan solo en el sacrificio incruento del altar, sino en
el sacrificio de mi corazón herido. ¡Y esto es tan frecuente!

Y por más que quiero cubrir lo incubrible -como lo quisiera mi amor en
cuanto hombre- , soy también Dios, soy el verbo engendrado del Padre a quien
debo todo; y si detengo la justicia, no puedo, no debo a veces usar como
Dios de solo misericordia. Y éstos son dos martirios de mi ternura, mi Padre
y el hombre, Dios y su Justicia.

Además, esa mirada osada y altiva es mirada mía, que la toma el sacerdote
como suya, y esa e otra ofensa, entre tantas, en ese solo acto de la Misa.

Yo soy en el sacerdote quien mira a mi Padre, quien le da gracias
anticipadas por el Misterio que se va a obrar en el Altar, quien lo implora,
quien lo glorifica; y ¿cómo serían puros, como serían santos, como sus ojos
serían sus ojos, mis manos sus manos, mi cuerpo su Cuerpo, mi Corazón el
suyo.

Ellos al consagrar no dicen: "Esto es el cuerpo de Jesús", sino que dicen: "
Esto es mi cuerpo… mi sangre". Por eso en rigor, nadie podría subir al
Altar sin estar transformado en Mí, pero, siquiera, en esos instantes tan
trascendentales para el mismo sacerdote y para el mundo entero, siquiera
entonces ¡ay! en esos momentos ¡que fueran ellos Yo!

¿Dónde descargar ese terrible peso que me oprime como a Dios hombre, como a
hombre Dios? ¿Dónde desahogar mi pecho comunicando lo que más me duele en
mis sacerdotes: esa mirada que como mía -e impura- mira a mi Padre; esa
mirada que cuando menos manchada con el mundo, fría, indiferente, con que
ofenden su majestad y su ternura.

Para consolarme de esta pena, hay que ofrecer al divino verbo en expiación
de esos crímenes, porque solo Yo, Dios hombre, puedo expiar los pecados del
hombre. Yo soy el ofendido en mi Padre, y a la vez, el perdón de mi Padre.
Yo soy a la vez la víctima y la expiación; me hacen ser en el momento de la
misa, mis sacerdotes sacrílegos, el que representa el pecado en ellos (esto
es horrible para Mí) y a la vez la víctima pura que redime y salva.

Los pecados del común de los fieles los cargo por mi voluntad
misericordiosa; pero eso me los hacen cargar entonces las almas que más amo
y en quienes he derramado los Dones del Espíritu Santo, y en los instantes
en que el Cielo se abre. ¡Qué ingratitud!

En esos momentos de la Misa estoy anhelante por renovar el Sacrificio del
Calvario en favor del mundo; ¡cómo palpita mi Corazón ansioso de que ese
instante llegue! ¡Cómo se me hace tarde inmolarme y ofrecerme puro al Padre
para expiar los millones de pecados en todos los siglos!

Pero ¡ay! ¡Es mucho pedir a un puñado de almas escogidas que me toquen mano
puras, que me ofrezcan corazones limpios, que miren a mi Padre ojos castos?

Me duelen todos los pecados, y más en mis sacerdotes; pero ese vicio de la
impureza a donde van a parar otros muchos vicios lo odio, porque va contra
la luz que es Dios, contra el mismo candor, inocencia, limpidez, pureza que
soy Yo.

Por eso para llegar al altar exijo esta virtud angelical."


III: Penas de Jesús en las misas

“Es un martirio para Mí que no se celebre el santo sacrificio de la Misa con
fervor.

Es más común esta espada cruel de lo que parece. No siempre al mirar a mi
Padre en las misas lo miran con ojos manchados, pero si con glacial
indiferencia, con rutina y distracciones, con falta de devoción, de
espíritu, con el pensamiento ocupado en cosas y preocupaciones mundanas y
humanas que no son Yo.

Para borrar esas manchas basta el ofrecimiento del Verbo, siempre víctima
por el hombre.

Sufro doblemente en esas miradas; porque me duele la ofensa a mi Padre y los
castigos que acumulan los sacerdotes sobre ellos y sobre el campo que
abarquen sus deberes: hasta allá alcanzan los pecados de los sacerdotes.

Los pecados de los míos tienen repercusión, tienen consecuencias en las
almas que los rodean y en otras muchas. Por eso un pecado de mis sacerdotes
toma mayores proporciones que un pecado de los fieles, por el reflejo de la
Trinidad en ellos y por la unción del Espíritu Santo que los consagró para
el cielo.

En esas miradas manchadas, me ofendo a Mí mismo, en el Padre y en el
Espíritu Santo. Yo, en el sacerdote, identificado con él, soy el mismo Dios…
¡Qué sentiré como Dios y como hombre? Es terrible la transformación de Mí en
el sacerdote. El sacerdote debiera transformarse en Mí y no lo hace; pero yo
si me transformo en él, en el sentido de que siendo él Yo, en el momento de
la mirada y de la Consagración, soy al mismo tiempo el ofendido y el ofensor
de Mí mismo, en mi Divinidad, una con el Padre y esto es horrible.

¿Donde se ha visto que Dios ofenda a Dios? Pues esto hace que se realicen
los sacerdotes sacrílegos en las Misas, en esa mirada de que voy hablando,
con la transformación en Mí que –dignos o indignos-, se efectúa en esos
momentos solemnes, y hacen que Dios –ellos en Mí-, ofenda a Dios –Yo en
ellos-.

Y este tremendo crimen se comete tan a menudo como nadie se figura; y mis
sacerdotes ni piensan en ello ni miran sus consecuencias. De suerte que en
esas Misas se representan dos Crucifixiones para Mí: la del Altar, la
mística que reproduce la del Calvario; y la real (por parte de los
sacerdotes) que me crucifica con la mayor crueldad y me obliga a ser Yo
mismo, el esplendor del Padre, el que echa lodo sobre mi Padre, sobre el
Espíritu Santo, sobre la Divinidad, una en las tres divinas Personas.

Otra derivación de mis martirios en las Misas es ésta: en las Hostias
consagradas estoy Yo con mi Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; pero con rigor
también tiene allí parte el sacerdote que consagra y que se transforma en Mí
y Yo, en él. Al consagrar somos uno: él desaparece en Mí y Yo en él: somos
dos en uno.

Yo dije: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo”, y aún para
la comunión de los fieles todos, me comulgan a Mí desapareciendo en Mí el
sacerdote. Pero ¿qué hago Yo? Lo absorbo en mi Divinidad, y sin que lo
sienta, lo transformo en Mí con un segundo fin; no tan solo para ofrecerlo a
mi Padre en el sacrificio del Altar, sino también para darme a las almas.

¿Se comprende acaso lo que Yo sentiré transformando en Mí una cosa manchada?
¿Puede alcanzarse a entender la pena inmensa de mi Corazón, de mi alma de
lirio al absorber en mi seno, en mi cáliz, la suciedad y negrura de un alma
manchada de sacerdote?

Claro está que mi sangre se derrama en el sacrificio del Altar para perdonar
todos los pecados, que es una ola de Sangre redentora para lavar los
crímenes del mundo; pero cuando esta sangre tiene que comenzar por lavar los
crímenes, las ofensas del sacerdote,… ¡en lugar de que la del sacerdote
unida a la mía y, una sola cosa con la mía, borrará los crímenes del
mundo…! esto es horrible para mi Corazón de amor.

He querido revelar esta pena, entre las otras penas o esquinas que tengo que
sufrir en la Consagración de mi cuerpo y de mi sangre, en las misas por
sacerdotes indignos; y ellos ni piensan ni se dan cuenta de la extensión de
su crimen ni de las dolorosas y múltiples consecuencias que alcanzan un
radio incalculable para el hombre que sólo Yo sé Medir.

Hay que pedir para que los sacerdotes sean víctimas con la Víctima Divina y
con las mismas cualidades.”


V  LOS SACERDOTES Y EL
PURGATORIO

“No piensan tampoco los sacerdotes impuros en su obligación de unir,
limpios, su sacrificio al mío a favor de las almas del purgatorio. El
sufragio más grande que por ellas puede hacerse. Un sacerdote manchado ¿cómo
podrá apagar con su sangre impura el fuego que las acrisola? Claro está que
el efecto expiatorio de esta sangre es mío, por lo divino que hay en Mí;
pero como sacerdote en la Misa es Yo por su transformación en Mí, tiene que
ser puro, tiene que ser santo para unir su sacrificio al mío, es decir, para
ser Conmigo una misma víctima a favor de mi Iglesia purgante.

No se dan cuenta los sacerdotes manchados de este otro aspecto santo, de
esta santa obligación que tienen de ser puros para purificar, de ser santos
para satisfacer, de ser en verdad sacerdotes para impetrar y alcanzar
gracias del cielo. Porque no tan sólo en las Misas que se dicen ex profeso
por las almas del purgatorio deben concurrir estas condiciones en el
sacerdote, sino que en todas las misas se pide por las almas del purgatorio
y cae mi sangre preciosa en ese lugar para su alivio y descanso, y para
conmutar sus penas.

El sacerdote, por este otro matiz que explico, tiene también parte en esta
obra expiatoria, en este sagrado deber para con la Iglesia paciente y
purgante. ¡Y aun cuando solo fuera para cumplir este deber tendría que
transformarse en Mí, siendo puro, siendo víctima, siendo santo!

Casi nunca se piensa en este punto capital de la Misa que se extiende no tan
solo a la humanidad entera en la Iglesia militante, sino también en las
almas de los difuntos que esperan anhelantes este rocío que purifica,
vivifica y salva.

Para esto también los sacerdotes tienen que ser otros Yo, otros Jesús, en su
transformación en Mí. Pues mi Sangre porque es pura, es en esos momentos más
que en ningún otro expiatoria, si cabe decirlo; la del sacerdote –una con la
mía- debe ser pura también: no debe tener mancha esa alma que se transforma
en la pureza inmaculada.

¿Cómo conmutar las penas de las almas del Purgatorio un sacerdote manchado,
que merece no purgatorio sino infierno?

¿Cómo tiene cara para ofrecerse en satisfacción de las venialidades, el que
carga montañas de pecados mortales?

¿Cómo limpiar el que está manchado?

¿Cómo impetrar para otras almas el que no impetra para la suya?

¿Cómo apagar las llamas del Purgatorio el que lleva en sí mismo el fuego
impuro y consentido de la concupiscencia de la carne?

¡Ay! Quiero que estas verdades aterradoras para los sacerdotes y desoladoras
para Mí, se remedien, se extingan, y desaparezcan de los altares.

Aquí está otro secreto de los dolores internos de mi Corazón en los
sacerdotes; aquí está otro martirio íntimo, entre tantos que sufro en mis
sacerdotes amados”.



VI  LOS SACERDOTES Y LOS FIELES

“Al consagrar los sacerdotes indignos si no estuviera toda mi ternura y mi
potencia salvadora, en las Misas, en las que cubro Yo los Crímenes de los
sacerdotes indignos, solo servirían esas Misas para atraer al mundo fuego
del cielo, rayos de justicia, la ira de mi Padre, al verse burlado así en su
Iglesia amada.

Pero todo esto, todo este horrible peso, todo ese muladar de basura, cae
sobre mi Corazón; y ¿qué hago?… ¡seguir, seguir en los millares de Misas
sacrificándome; ocultando lo que me hiere, lo que tengo a la vista, lo que
he de cubrir con mi Blancura, lo que me ofende, lo que se arroja con audacia
increíble y hasta con malicia infernal sobre mi Rostro, sobre la misma
Divinidad!

¡Y prosigo bajando a manos impuras e indignas; y sigo mi constante
crucifixión que derrama gracias; y continúo de víctima expiatoria, y no me
escondo airado, y no me niego, y salgo al encuentro de dolor tan horrendo…!
Y este es mi papel, de día y de noche, ante mis ministros culpables, y ante
un Dios ofendido, en cierto sentido, por Mí mismo, por otro Dios, Yo en el
sacerdote.

¿No se comprende ahora mi sed de descanso?… ¿No se palpa cómo no descanso
con las ingratitudes del mundo, pero sobre todo con las espinas más
dolorosas y crueles que son las de los míos?

Para remediar estos males hay que ofrecer al Verbo, que sacrificar a Jesús,
que este es mi papel desde la Encarnación hasta mi muerte, y en la
Eucaristía, hasta el fin de los siglos. No sólo fui Víctima en el mundo,
sino que sigo siendo, porque ab aeterno, desde la Creación del mundo, me
ofrecí a mi Padre para ser Víctima, y en María confirmé mi ofrecimiento que
ha seguido en las Misas, y que quiero que siga en los corazones para bien de
mi Iglesia y de las almas.

Esto es lo único que exijo de mis sacerdotes, que me sacrifiquen puros;
porque lo manchado repugna con mi Blancura, porque mi martirio mayor es
unirme con lo que no está limpio”.


VII  LOS SACERDOTES Y LA
COMUNIÓN

“La comunión borra los pecados veniales, porque mi acercamiento purifica.
Pues bien, los sacerdotes tienen parte –una parte pasiva, pero real-, en las
hostias consagradas; porque al decir ellos: “Esto es mi Cuerpo”, cuando
consagran en la Misa, es en cierta manera su cuerpo en Mí. Porque no solo se
transforma el sacerdote interiormente en Mí, sino que también su cuerpo y
todo cuanto es se pierde en Mí. Y sea que consagre una hostia o muchas,
queda él en Mí en ellas, aunque absorbido por la potencia absorbente de mi
Divinidad.

¡Oh y qué grande y qué sublime participación tiene el sacerdote, digno o
indigno, en su ser de sacerdote en esta altísima dignidad que Yo le di!

Pues bien: si el sacerdote es impuro, es indigno, está manchado, ¿cómo va a
borrar los pecados en las almas, convertido en Mí? Este punto es tan sutil
que se pierde para los ojos humanos; pero para los míos tiene resonancia,
tiene eco en Mí y constituye una falta de delicadeza punible que hiere las
fibras de mi Corazón.

Esta dignidad del sacerdote es tan extensa que el entendimiento humano no
alcanza a abarcarla, sobre todo, cuando administra con potestad divina los
sacramentos de mi Iglesia, en los que siempre me representa. Ningún
sacramento, sin embargo, ningún acto tan transcendental ni mayor que el que
ejerce en la Misa; porque de él se derivan incalculables efectos para el
cielo, para la tierra, para el purgatorio, para miles de almas. ¡Ya se ve si
deberán los sacerdotes ser dignos, ser puros, ser santos, ser Jesús!"



VIII  LOS SACERDOTES Y MARÍA

“Al transformarse los sacerdotes en Mí, en la Misa, pasan a ser más
íntimamente, más completamente en esos momentos, más -digo- hijos de María
Inmaculada, al ser Yo mismo en ellos. Y este pensamiento no se ahonda, no se
les ocurre, no lo agradecen…

Y María, entonces, tiene para ellos toda la ternura que tuvo y que tiene
para Conmigo, porque ve en cada sacerdote otro Yo; y los mira complacida, y
los envuelve en su calor, y los estrecha en su seno, y los acaricia, y los
ama… porque me ve en ellos a Mí.

María en las Misas tiene siempre un gran papel; porque, si ocurre como
Corredentora en todos los sacramentos, más, mucho más está presente en las
Misas.

Y ésta es otra pena para mi Corazón filial, el más delicado que pueda
existir; el ver que mi Madre cargue, en ellos, lo impuro; en que comparta,
en su inmaculado candor, su pena con la mía; en que Yo la va, la sienta
estremecerse cuando a su corderito lo desgarren como tigres los sacerdotes
sin conciencia, los sacerdotes manchados, los indiferentes al menos;
tratando con frialdad, con tibieza y hasta con cierto desprecio lo que Ella
más ama, a su Hijo unigénito más puro que la luz,

¿No son acaso estas penas íntimas, profundas y doloras?

Mi primer amor, después del de mi Padre, es María; y después, mis
sacerdotes, mi Iglesia; y en ella, las almas. Esos son mis amores, y en
estos amores inmensos están también mis dolores. Y quiero comunicarlos a mis
sacerdotes, ¡porque reclaman un consuelo, un alivio, un descanso!

María impregnada de todos los misterios, toca parte muy activa con la
Iglesia en implorar perdones y derramar gracias. María no ha dejado de ser
Madre mía y de los pecadores; y ¡cuánto hieren a su Corazón purísimo las
ofensas que me hacen, y más las de los míos! Si yo soy Mártir en las Misas
celebradas por sacerdotes indignos, Ella –asistiendo en los altares a mi
pasión incruenta, como asistió a la cruenta del Calvario-, contempla
desolada lo que con su Hijo se atreven a hacer.

Y su papel, unido al mío, es olvidar, en cierto sentido, su pena y clamar al
Padre en mi unión: ¡misericordia! María ofrece su pureza y sus lágrimas en
esas Misas infames para que en lugar de castigos lluevan perdones para el
mundo, para el purgatorio, para los mismos sacerdotes indignos; porque su
corazón identificado con el mío, es todo caridad y amor ternísimo.

María, después del Padre y del Espíritu Santo, es la que contempla sin velos
la lucha mía entre el Dios hombre y el hombre Dios, entre la Justicia y la
Misericordia, la eterna lucha de mi amor, ¡de mi infinito amor a la
humanidad en mi Corazón de Dios hombre y de hombre Dios! Y María con su
Corazón Inmaculado se interpone a los merecidos rayos de la Justicia, y la
desarma ofreciendo a su Hijo ante la Divinidad tan bajamente, tan
rastreramente ofendida.

¡Y los sacerdotes, ignorantes de esto, no saben ¡ay! A quien deben no estar
partidos por él rayo de la justicia, no caer desde luego en el infierno! Es
María, después de Mí, su pararrayos; es María en mi unión la que implora; es
María la que con su Blancura limpia en mi alma las negruras. Porque si Yo
las cubro – esas negruras de los sacerdotes sacrílegos- o quiero y trato de
cubrirlas ante mi Padre celestial, ¡Ella, mi Madre, las cubre, quiere
cubrirlas ante las miradas mías!

Y no es que Yo rehúse el sufrimiento o que no quisiera pasar estas penas
–místicas, pero reales- en cuanto hombre; lo que me duele más son las
ofensas a mi Padre en Mí; los castigos a mis sacerdotes malos, y al mundo
por ellos; y la dolorosa pena de María, en la que entra muy vivamente su
amor al Hijo y a los Hijos también suyos, los sacerdotes indignos”.


IX  SE RENUEVA EL CALVARIO EN
LAS MISAS

“En las misas tengo mis más dolorosos calvarios cuando la celebran
sacerdotes indignos que se ceban en hacerme Víctima de sí mismos. No les
basta el que Yo, espontáneamente, en el curso de los siglos, me sacrifique
para aplacar a la Divina Justicia, para soterrar el nivel que salve a las
almas, entre tantos pecados e ingratitudes.

No les basta mi vida de sacrificio en los altares, de holocausto constante
que se quema en su favor, mi papel de Víctima, repito, consumada por el
eterno amor al hombre; sino que añaden cínicamente, maliciosamente,
descaradamente, ¡cuántos de mis sacerdotes!, leña para el sacrificio,
puñales para despedazarme, más veneno, si pudieran, con el que al retarme a
Mí se emponzoñan ellos.

Hay sacerdotes con esta negrura; ¡porque apenas he dejado ver el velo que
cubre tanta corrupción en lo que debiera ser nieve, ser blancura, pureza,
luz! ¡Oh si comprendieran ellos el don de Dios, las riquezas inmortales que
en sus manos pongo, los tesoros de mi Iglesia, que ni debieran tocar los que
no son limpios! ¡Lloro estas falacias, este desorden, estas ingratitudes sin
nombre!

¡Lloro la condenación de tantas almas que me deben más que la vida, porque
en cada Misa les doy la vida y mi Vida; reproduzco en ellos la encarnación
mística, mi Pasión y mi Muerte. Y ¿éste es el pago que recibo?

Sufro mística, pero realmente, primero por el amor a mi Padre, por la ofensa
al ultrajar al Amor que es el Espíritu Santo, a la Divinidad (una Conmigo el
Verbo) pisoteada y despreciada. Sufro en todos los visos o matices que he
enumerado.

Sufro en María y por María; sufro por las almas que arrastran esta corriente
de sacrilegios, porque denigran mi Iglesia, Esposa inmaculada del Cordero y
esposa purísima de todo sacerdote, por el lodo con que la manchan y la
quieren manchar, deshonrándola, y por los ultrajes que ella, la Iglesia
amada, recibe en sus ministros.

Sufro también, y ¡cuánto!, por el mismo indigno sacerdote que a tanto se
atreve, y que me costó una Redención con toda mi Sangre en el Calvario, y
que desperdicia, y otra redención con toda mi Sangre, también en el altar,
que clama, que grita al cielo, en vez de misericordia, ¡infierno!

Y tal es la inmensa ternura de mi Corazón que quisiera repetir mil Pasiones
en su favor y que repito mil Calvarios en las Misas que quisieran también
fueran en su favor, pero que les sirven, a mi pesar, de mayor castigo, para
más reprobación, para mayor infierno.

Porque un solo sacrilegio, enfría, quita la fe, ciega y mata el alma.

Pues tantos sacrilegios en un alma de sacerdote ¿Qué será? Porque si está en
pecado, cada acto sacramental que ejerza, son nuevos pecados mortales que
comete, eslabones de pesada cadena que lo aherrojan con Satanás.

Por este hecho del sacrilegio, pierden la fe, y ¡cuántos! Se entibian en mi
servicio, les es insoportable la suavidad de mi yugo, y se arrojan al lodo,
creyendo apagar sus remordimientos con una vida que no es la suya, la que
juraron seguir en sus ordenación.

Son estos descarríos, los vicios de muchas clases, en muchas formas, que
Satanás les brinda, haciéndolos suyos; y otro dolor, ¡entre tantos!,
pareciendo a la faz del mundo, míos. Esta hipocresía satánica me lacera el
alma ¿por qué? Porque Satanás con diabólico sarcasmo se mofa entonces de mi
Poder, de mis Atributos, de mi Pasión, de mi Iglesia y de mi Sangre y
triunfa, ¡cuántas veces arrebata, para siempre de mis brazos y de mi
Corazón, lo que es mío!

Y esa hipocresía Yo la cubro por la dignidad de mi Iglesia, y en silencio
sufro los infames procederes de mis sacerdotes: Yo las disimulo ante las
miradas humanas y me sonrojo ante mi Padre.

¿Y son muchos los sacerdotes que se condenan?

Chorreando sangre mi Corazón, digo que sí, que muchos se condenan, y a
sabiendas; por no prescindir de una pasión infame, y lo que es más horrible
para mi Corazón es esto: que se condenan, queriendo condenarse.

Al perder la fe, pierden y se les amortiguan los remordimientos, y entonces,
ruedan y se despeñan por una pendiente que desemboca en el Infierno.

El orgullo, la impureza, la embriaguez, la codicia y la cobardía, la
desconfianza y mil otros vicios los envuelven, e impregnan a su alma, que
debiera ser espejo, candor y luz, viniéndoles el desprecio y el odio a lo
divino; ese odio a lo santo y al Santo de los Santos, y con esto, la
impenitencia final, y el eterno castigo.

¡Oh y cuánto deben velar los sacerdotes sobre sí mismos, alejándose del
mundo y viviendo del Sagrario!

Los sacerdotes santos son el contrapeso, que en mi unión, detienen la divina
justicia; pero sobre todo, la detengo Yo, Víctima del hombre y por el
hombre; Yo Dios y hombre, siempre doy vida con la Vida, y reclamo al cielo,
con mi Sangre, perdón y misericordia”.



X  Jesús
quiere una reacción en el clero por el Espíritu Santo y la Oración.

“Quiero una reacción viva, palpitante, potente y poderosa del clero, por el
Espíritu Santo; quiero renovar el fervor en corazones dormidos; quiero
extinguir la impureza, el lucro, la avaricia, la codicia, el mundo en fín,
que se ha infiltrado en muchos corazones de los míos. Este cúmulo de vicios
en los corazones de los que me pertenecen hace que se entibie su fe, y que
vivan arrastrando su vocación sacerdotal.

Y ¿Cuál es el remedio? El Espíritu Santo en general, pero en particular, su
remedio está en la oración, en esas horas de trato intimo Conmigo en las que
Yo derramo mis luces con más abundancia, en las que me acerco a los
corazones y les comunico mi Espíritu, y los conforto, y los ilustro, y los
enciendo, y les facilito con mi amor el camino del deber, el espinoso
sendero que deben recorrer sacrificándose.

Un sacerdote ya no se pertenece; es otro Yo y tiene que ser todo para todos;
pero ha de santificarse primero, que nadie da lo que no tiene, y solo el
Santificador santifica.

Por consiguiente, si quiere ser santo como es su deber ineludible, debe
estar poseído, impregnado, del Espíritu Santo; porque si este divino
espíritu es indispensable para dar la vida de la gracia a cualquier alma,
para las almas de los sacerdotes debe ser Él su aliento y vida.

Si son Jesús los sacerdotes ¿cómo no han de tener el espíritu de Jesús? Y
¿cuál es éste, sino el Espíritu Santo? Sus desalientos, sus tentaciones, su
tibieza y hasta sus caídas vienen del descuido punible que muchos tienen
para la oración; porque viven aturdidos en las cosas del mundo, o por el
cúmulo de ocupaciones buscadas que les estorban; porque rebajan su dignidad
por su familiaridad por personas de quienes debieran hacerse respetar; por
no huir de las ocasiones; por dar lugar a las vanidades humanas; por su
falta de mortificación interior y exterior; por ver como secundarios sus
sagrados deberes, como el Oficio Divino, etc., sintiéndolos como pesada
carga. Pero todo les viene por su disipación, falta de oración y unión
Conmigo; y esta falta tiene su raíz ¡ay! En la falta de amor, que es lo que
más contrista mi corazón.

Necesita ahora más que nunca el Clero del calor de sus Pastores, del cuidado
de sus almas, de procurarles retiros y ejercicios, y atracción paternal en
todos los sentidos.

Satanás hace su cosecha con pecados ocultos, con ocasiones peligrosas, con
finos lazos de hipocresía traidora: las almas de los sacerdotes son su
manjar más codiciado.

Que las almas oren y se sacrifiquen en mi unión por esa parte escogida que
mucho necesita, en estos momentos críticos, de oraciones y penitencias, de
gracias especiales que se comprar con dolor.

He querido dar a mi Clero una lección de amor; he querido herir en lo más
íntimo el fondo del corazón de los míos. Y si no, ve quienes están sufriendo
en esta prueba por la que cruza mi Iglesia; mis sacerdotes y religiosos. Y
es que quiero purificarlos, acrisolar su virtud; porque si mucho me hieren
las ofensas ocultas, pero patentes a mis ojos, de los que debieran ser solo
míos.

Claro está que los buenos pagan por los malos, que hay almas inocentes que
sufren las consecuencias de las que no lo son, pero estas precisamente puras
y limpias, son las que están comprando gracias y apresurando el tiempo de la
libertad y de la paz.

Los Obispos tienen que cargar las culpas de sus hijos, cómo Yo tengo que
cargar las culpas de los míos. Purgarán sus deficiencias culpables los que
las tengan –Obispos y sacerdotes- y se purificarán con sus penas el triunfo
de la Iglesia y la santificación de los suyos.

No crean que todo es castigo en ésta época desoladora de la Iglesia, que
mucho es prueba para acrisolar la fe y la unión de los corazones.

Había mucha tierra en muchos de los que yo amo, y este sacudimiento general,
será saludable. Tampoco este sacudimiento general, será saludable. Tampoco
crean que Yo no veo los sufrimientos, ni escucho las plegarias, pero tengo
mis tiempos, y estoy haciendo reaccionar a muchos corazones dormidos.

El triunfo vendrá por el Verbo, por el Espíritu Santo en el Padre, por medio
de María. Que todos esperen confiados y serenos, la hora de Dios”.


XI -SEMINARIOS Y NOVICIADOS

“Yo soy el primer Sacerdote, y cubro las faltas de los míos, aunque con mi
Corazón amargado y triturado. Así han de ser los Obispos, deben cubrir con
caridad las faltas de sus hijos; pero a la vez, los han de apartar de las
ocasiones peligrosas.

Pero hay a veces descuidos punibles en ordenar a los que por experiencia se
veían con malas inclinaciones y poca virtud. De ahí se originan males sin
cuento; y después vienen las penas y lamentaciones, y los excesos y crímenes
del altar que tanto ofenden. Más vale pocos sacerdotes puros y no muchos que
no lo son.

Los Seminarios deben ser semilleros de santos o gérmenes de santidad. Que
pidan mucha luz para los encargados de esos planteles de virtudes; es poco
redoblar ahí la vigilancia y la piedad, en esas almas que van a ser mías.
Hay que pedir también por los Noviciados. Que nadie suba al altar sin las
condiciones muy afinadas para ello: que los que formen esos corazones sean
santos, sean aptos, sean espejos en donde ellos se miren.

Que el Espíritu Santo reine en esos lugares como primer factor, y la
Inmaculada sea su amor y su vida.

Los Seminarios y los Noviciados son el porvenir de la Iglesia y de las
almas; y los Obispos hacen bien de preocuparse y consagrar toda su atención
a ellos, sacrificándolo todo en su favor. Con esto ¡cuántos futuros
martirios me evitarán y cuántos castigos del cielo!

A las veces los ordenados son buenos y hasta después se vuelen malos. Pero
siempre hay en el fondo de ciertas almas tendencias no santas que ellos
deben conocer.

Y ¿cómo? De muchos modos, pero más con la oración, y la luz sobrenatural del
Espíritu Santo. Y en caso de duda, mejor nada que un futuro desastroso y
terrible.”.


XII  DEL ESCÁNDALO Y DE LOS
PECADOS OCULTOS

“¡Y los pecados de escándalo de mis sacerdotes qué inmensidades abarcan!,
¡qué gloria me quitan, y de cuán honda manera traspasan mi Corazón!

Es incalculable para el hombre, el radio que abrazan esos pecados de
escándalo de mis sacerdotes, y sólo en le eternidad, a la vista de aquella
gran luz, alcanzan a ver el casi infinito mal que produjeron con estos
pecados innumerables. Y digo innumerables, porque un pecado de escándalo de
sacerdote, se multiplica y alcanza generaciones.

¡Quien lo creyera!, más me duelen a Mí los pecados ocultos, las culpas
secretas que sólo Yo veo porque van directamente, maliciosamente, a atacar
mi predilección, mi confianza, mi herido amor de elección. Estos pecados
ocultos que nadie ve son los que más hieren a mi alma de azucena; los que
más lodo arrojan contra la Divinidad.

Y ¿saben por qué? ¨Porque atacan la fe, ciegan la esperanza, y matan la
caridad.

Me atacan los sacerdotes con esos pecados, en la fe, porque pecan como si no
creyeran en mi presencia, esencia y potencia; pecan directamente contra los
atributos de la Trinidad.

Pecan contra el Padre que todo lo ve; contra Mí, le Verbo hecho carne,
haciéndome sonrojar como Dios-Hombre; pecan contra el Espíritu Santo, ala
abusar en la tenebrosidad y ocultamiento, de su confianza, al no importarles
pecar y teniéndoles sin cuidado el denigrar la santa unción con que fueron
consagrados.

Pecan contra la Trinidad, pero en un radio incalculable para el hombre, pues
Yo señalo los puntos generales, pero los particulares de cada punto de estos
abarca mundos de malicia, de traición, de ingratitudes sin nombre.

¿Y cuáles son los pecados ocultos de los sacerdotes?

Existen pecados ocultos de muchas clases que los sacerdotes cometen, y se
gozan en ellos, contra Mí.

¡Esos pecados, manchan tan hondamente!, ¡y me punzan a Mí, la Blancura sin
par, tan íntimamente!

Esos pecados, casi más que ningunos otros, sólo se borran con mucha Sangre
Mía, porque son acreedores a mucha venganza de un Dios ofendido. Y estos
pecados, son los que a Satanás más le complacen, los que busca con codicia
infernal, los que arroja con cinismo sobre mi Rostro, porque sabe que son
los que más ofenden mi luz, mi claridad, mi nitidez, mi blancura.

Él, Satanás, el rey de las tinieblas, se revuelca complacido en la
tenebrosidad de su ser, y se complace en revolcar a las almas, y más a las
predilectas, que son las de mis sacerdotes, en el cieno de esas negruras, de
esas opacidades, cubiertas para el mundo, pero muy patentes para Mí.

Las almas sacerdotales me consuela por estos pecados ocultos con el amor y
la entrega.

Pero lo que Yo quiero decir, es que esos horrendos pecados ocultos,
necesitan, expiaciones especiales; torrentes, y no solo gotas de Sangre de
un Dios y Hombre, para borrarlas.

Claro está que una sola gota de mi Sangre es igual, tiene igual poder, que
torrentes de ella misma, por la virtud divina que hay en Mí, Dios y Hombre,
en razón de la unidad divina, que alcanza su influencia hasta mi humanidad
Sacratísima; pero es una manera de explicar, en el lenguaje humano, la
potencia expiatoria que necesitan esos crímenes ocultos en mis sacerdotes,
en los que se llaman míos.”.


XIII  DEL ABUSO EN LOS
CONFESONARIOS

“Otro punto muy importante, en el que mucho sufre mi Corazón, es en el de
los confesonarios.

Muchos confesonarios sirven para comercios infames, y para activar malas
pasiones. Se cubre con lo santo, con lo que debiera ser intachable, muchos
crímenes nefandos, muchas citas no santas y se concertan atrocidades de
horribles consecuencias para la Iglesia y para las almas.

Se toman también los confesonarios como instrumentos para cariños humanos,
para alabanzas mutuas, se sostienen almas que buscan al confesor y no a Mí
en ellos: manchan este lugar sagrado con chanzas y conversaciones nada
dignas de ese santo lugar.

Pero mi mayor pena, en este Sacramento purificador y santo, es cuando
sacerdotes indignos, manchados toman a la Trinidad Santísima para absolver
los pecados, y por este Poder, conferido al sacerdote, se borran esos
pecados confesados con las disposiciones debidas; pero en el sacerdote
manchado que absuelve, queda el horrible pecado mortal duplicado.

El sacerdote indigno que me representa, peca al tomar lo sagrado; y abusa
del sacramento, en este sentido, de tomar el poder que le he conferido en
labios, en manos y en corazón manchado.

Éste es otro suplicio, entre tantos que sufro en mi Iglesia, que soporto en
silencio sin retirar mi poder; ¡el poder de todo un Dios!, como es el de
perdonar el sacerdote los pecados, representándome.

Abre el cielo a las almas, el sacerdote indigno y se lo cierra él; perdona,
en mi Nombre bendito, el que no pide perdón al cielo.

Abusa de mi confianza, y si éste es un crimen aun tratándose en lo humano,
pues ¿qué será tratándose de lo divino, de lo que me costó la Sangre y la
Vida?

Cada sacramento me costó la Sangre y la Vida, y en cada absolución el
sacerdote toma Sangre, la Sangre del Cordero, para borrar los pecados. Pero
que toquen mi Sangre manos impuras, me horroriza.

Y Yo, callo; y Yo sigo obrando y cumpliendo mi palabra en la Iglesia: y Yo
me dejo manejar en mis Sacramentos de manos indignas, de corazones
descarriados, de ministros humanizados hasta los tuétanos.

¿Cómo aconsejar pureza el que no la tiene; prodigalidad el que es avaro,
paciencia el iracundo, humildad el soberbio, etc.?

Espejos donde los fieles se miren deben ser mis sacerdotes, pero ¡cuántas
veces las almas no ven en ellos sino intolerables defectos en su dignidad, y
hasta pecados en sus inicuos procederes!

¡Pidan por mis sacerdotes culpables! Pidan luz para que considerando
profundamente mi papel, siempre de Víctima, se compadezcan ellos de Mí;
¡siquiera mis sacerdotes que deben ser mi corona, que no agreguen hiel a la
que me dan los mundanos!”


XIV  FALTA DE AMOR A LA
EUCARISTÍA

“Otro punto que me contrista en muchos de mis sacerdotes, es el poco amor y
el poco respeto que tienen muchos al adorable Sacramento de la Eucaristía en
la que ellos tienen tanta parte.

Poco amor en vivir alejados de los Sagrarios sin visitarme, sin consolarme,
sin esa íntima y perfecta amistad, más que de amigo, que Conmigo debieran
tener. Prefieren las creaturas y los negocios a un rato de gozar de mi
presencia -¡y Yo que tanto los amo!-, y dan además mal ejemplo a los fieles
con su frialdad glacial hacia el Sacramento del amor.

Dicen muchos sacerdotes su Misa y hasta el día siguiente vuelven a acordarse
de que existo sacramentado –por su amor, principalmente- en los altares.
Este olvido, nacido de la indiferencia que existe en sus corazones, me hiere
en lo más íntimo.

Los dos, él y Yo, por mi infinita predilección, tenemos parte en la
Eucaristía, por la consagración de la hostia en las Misas, en las que no tan
sólo me presta su concurso el sacerdote, sino que, identificado Conmigo, es
otro Yo, es decir, es entonces Yo mismo al consagrar en ese misterio de amor
que se realiza en la transubstanciación.

Éste debiera ser un motivo más para que mis sacerdotes, con más fervor que
nadie, adoraran la Eucaristía, porque más que nadie saben ellos el estupendo
milagro de amor que ahí se ha obrado; pero ¡cuántos corazones de mis
sacerdotes no se detienen a considerar ni a penetrar ni a agradecer ese
portento de amor que muchos fieles tienen más en cuenta que ellos! Esta
frialdad, indiferencia e ingratitud de los míos lacera mi alma.

¡Cuántas veces los veo Yo, contristado, alejarse de Mí y preferir la tierra
al cielo! ¡Cuántas, su disipación, el atractivo de las creaturas y del mundo
los aleja de los tabernáculos! Y sobre todo, los sacerdotes sacrílegos
quisieran que no existieran los Sagrarios en la tierra, porque les dan en
rostro y huyen de lo único que pudiera salvarlos: ¡mi compañía!

Y ¿por qué me hiere tan hondamente esta indiferencia en los que debieran
arder, en los que debieran tener sus delicias en los Sagrarios y vivir de su
calor? Porque todo esto les viene de la falta de amor, y la falta de amor
les trae la tibieza en mi servicio. Pero esta falta de amor les viene de la
falta de oración y vida interior, de las manchas del alma, que dejan
acumular tranquilos, sin ese ahínco de tener pura la conciencia.

Un punto capital del enfriamiento para Conmigo es la soberbia. ¡Ay! esto
casi no se toma en cuenta por las dignidades de mi Iglesia, por los que se
llaman míos: ¡y es tan frecuente que se crean superiores a todos! Claro está
que su dignidad los eleva sobre todos los cristianos, pero también sus
virtudes debieran ser superiores a las de todos los fieles. Manejan mis
tesoros con cierta arrogancia y altanería, como si fueran propios y no
tuvieran obligación de impartirlos a las almas, puesto que son tesoros del
cielo.

Muchos se creen superiores al resto de los mortales, sin pensar ni tener en
cuenta que me representan y que Yo vine al mundo a servir y no a ser
servido. De la dignidad a la soberbia hay un paso, y si no están mis
sacerdotes bien fundados en la humildad, caen en este escollo muy
frecuentemente, y lastiman mi Corazón.

Si Yo soy su ideal, si soy su modelo, ¿por qué no imitarme? Ellos no son los
soberanos, Yo lo soy, y gran predilección mía es el haberlos escogido entre
millones para mi servicio y gran honra es para ellos el que ponga los
tesoros de mi Iglesia, mi misma sangre redentora en sus manos. ¡Modelo,
Maestro y Rey humilde y manso, Rey obediente en sus manos, y el mismo perdón
de Dios! Soy el Sacerdote eterno a quien debieran copiar.

¡Si se asomaran al interior de su Jesús esos sacerdotes disipados y
soberbios! ¡Si me estudiaran como es debido, si me copiaran en sí mismos
como es su obligación sagrada, otros serían, y Yo no tendría que lamentar en
ellos tantas espinas que clavan en mi Corazón! Pero les falta amor, porque
les falta Espíritu Santo.

¡Que deber tienen los sacerdotes de recorrer las etapas de la escala mística
que los transforme en Mí!

También les falta no sólo amor, sino respeto al Santísimo Sacramento; y éste
es otro punto doloroso, entre tantos, que también lastima de una manera muy
íntima mi delicadeza y mi ternura; pero esta falta de respeto en mis
sacerdotes se deriva de la falta de amor y de la tibieza de su fe.

¡Como se impacientan muchos por tener que dar la comunión y con qué fastidio
y malos modos la dan a veces! ¡Más valiera que no me tocaran y que dejaran
con hambre a las almas! ¡Cómo dejan caer las partículas con descuido
inaudito, con precipitación y sin preocuparse siquiera! ¡No hay esmero, no
hay pulcritud, no hay limpieza, no hay respeto, no hay amor…en tantas
ocasiones diarias, al manejar mi Cuerpo sacratísimo que debiera ser tocado
con delicadeza y ternura! ¡Si Yo les hiciera ver las veces que por descuido
culpable caigo al suelo y soy pisoteado! Todo esto me contrista muy hondo y
ofende muy profundamente a mi Padre y a María.

Esta manera de tratar lo santo y al Santo de los Santos me lastima en lo más
íntimo del alma. ¡Les sirvo de carga en muchas ocasiones a mis sacerdotes
tibios! Y esto es para mí delicadeza horrible sufrimiento.

Eso de ver y sentir que les soy pesado, que les soy molesto en el servicio
de las almas, a las que por deber están consagrados, me llega a lo más
íntimo!

¡Estorbar Yo que todo soy caridad y ternura! ¡Serles carga Yo qué cargo sus
tibiezas, sus indiferencias y sus pecados para blanquearlos! Estos
sacerdotes que así obran sólo llevan el nombre y están muy lejos de serlo,
aunque lo parezcan.

Estos sentimientos dolorosos tan íntimos me hacen sufrir y los descubro para
que me acompañen a sentirlos.

¡Nadie se imagina lo que sentiré Yo (siempre dispuesto a favor de las almas)
al ver que les sea pesado a mis sacerdotes confesar, dar la comunión, llevar
viáticos, impartir, en fin, mis sacramentos; manejar mi Cuerpo, mi Sangre,
aun mi Divinidad en ellos con esos malos tratamientos, fastidiados, airados,
sin devoción, por salir del paso, pensando en otras cosas, y sobre todo, sin
amor!…

¡Ay! ¡Si Yo descubriera hasta el fondo esas penas íntimas, delicadas e
internas de mi Corazón de hombre que tan afinadamente siente las
indelicadezas de los míos! Pero si siento como hombre, con Corazón de hombre
esos desprecios, ¿qué sentiré como Dios hombre que soy con toda la finura de
la Divinidad ofendida?”



XV  CÓMO DEBEN ADMINISTRARSE LOS
SACRAMENTOS

“Todos los sacramentos purifican, porque llevan algo divino: llevan mi
Sangre, llevan nada menos que la influencia viva y palpitante de la
Trinidad; en todos campea muy principalmente el Espíritu Santo. El Padre
fecundando; el Hijo, redimiendo; el Espíritu Santo, santificando. Y los
sacerdotes que apliquen estos sacramentos deben estar sin mancha, porque
imparten tesoros del cielo sobre los cuerpos y sobre las almas; ponen mi
sello divino en los corazones; lavan con mi Sangre y dan eficaces auxilios
de gracias a quienes los reciben.
Yo quisiera que al impartir mis Sacramentos, los sacerdotes se hicieran en
cargo de su papel; con más razón los Obispos a quienes está reservada la
confirmación y las Órdenes sagradas. Que cada sacerdote piense de antemano
lo que va a impartir, que son las riquezas espirituales del cielo; que no se
atreva jamás a tocar lo santo con manos y corazones que no lo son.
No quiero escrúpulos que dañan a las almas y que detienen las gracias; solo
pido rectitud y un corazón puro al impartirlos.
Curas, vicarios y todos los que impartan a las almas lo divino tienen
obligación de estar divinizados, porque me representan a Mí.
Y si estando manchados no pueden confesarse, siempre pueden hacer un acto de
contrición y arrepentirse; siempre tienen elementos en la Iglesia para
purificarse.
También los pecados veniales me ofenden, y en su delicadeza para Conmigo,
deben tocar lo puro purificados. Tienen muchos medios en la Iglesia para
limpiarse.
Sí; hay mucho descuido y laxitud en esto; ya no hablo aquí de sacerdotes en
pecado mortal, que ya saben lo que acumulan en sus impuras almas ejerciendo
actos de su ministerio con culpa grave; pido también que los sacerdotes
buenos se limpien más y que no toquen ni a la Trinidad ni a la Eucaristía,
en los sacramentos, con corazones menos limpios.
Todo en mi Iglesia debe inspirar pureza, luz; porque Dios es luz y sus
irradiaciones en la Iglesia y en las almas son de claridad, de pureza.
Todo lo que no es luz no es Dios; todo lo que no es puro es satánico, porque
Satanás es antagonista de la luz; por eso en él y en los suyos todo es
doblez, oscuridad y tinieblas. Uno de los caracteres de Satanás consiste en
lo tenebroso de sus procederes; y en la oscuridad, engaña, transforma y
oculta. Su hipócrita táctica es siempre velar, empañar el alma, llenarla de
humareda, ocultarle sus perversos fines y envolverla en tinieblas.
Pero mi Iglesia es luz y las almas que son mías deben ser de luz, de
claridad, transparentándome a Mí, transparentando el cielo. Todo lo
tenebroso no es mío, todo lo compuesto no es mío, que soy simplísimo; y mi
doctrina nace de la unidad toda pura y trata siempre de unificar las almas
en Mí, en un solo rebaño y un solo Pastor.
Quiero quitar de mi Iglesia los abusos e indelicadezas de los míos en el
modo de impartir los sacramentos, de observar las rúbricas, de unificar el
sentir de los sacerdotes con sus Pastores. Esa unificación es muy necesaria
y no existe en muchos de los corazones de los sacerdotes con su Pastor; de
esto se derivan grandes males.
Y ¿cómo se remedian? Unificando los espíritus en un Espíritu, en el Espíritu
Santo, teniendo los sacerdotes con su Pastor un solo querer y una sola alma.
En este punto hay mucho que reformar, porque mientras los obispos no tengan
la confianza y la voluntad de sus sacerdotes, habrá separación, no existirá
fundamento sólido de caridad, y con esto me lastiman a Mí y se causan muchos
daños a las almas.
Quiero afirmar estos puntos en mi Iglesia; quiero evitar ofensas a mi Padre
y castigos para los pueblos, que muchos vienen por este lado que parece
pequeño y no lo es.
Quiero delicadezas en los míos y unión con sus almas tan escogidas y amadas
de mi Corazón. Quiero sacerdotes celestiales, tales como los necesita mi
Iglesia y ha concebido mi Corazón. Para esto doy estos puntos generales y
particulares, para que los pongan en práctica quienes deban.
México se va a distinguir en mi amor y en mi Servicio…
Así lo espero, que yo cuando pido doy. Ya he comenzado a sentir los efectos
consoladores de algunos corazones”.


XVI – CUANTA NECESIDAD TIENEN LOS
SACERDOTES DE SER VIRTUOSOS PARA NO ALEJAR A LAS ALMAS.

“Quiero humildad en mis sacerdotes. Pido mucha humildad para mis sacerdotes;
viven en un ambiente de adulación, de diplomacias, de alabanzas, -¡cuántas
falsas e hipócritas!-, y necesitan de un gran contrapeso de humildad y de
propio conocimiento para no levantarse, pues son hombres; más que nadie
necesitan mansedumbre, paciencia y humildad.
Cuántas almas se alejan de los sacerdotes por su mal carácter, por la
frialdad en su persona y en sus palabras que hielan y cortan la confianza.
Sólo Yo sé las veces que se deja trunca la acción divina en las almas por un
solo acto de estos, por un capricho, o comodidad y molicie del sacerdote,
por su poca paciencia y amabilidad. Cortan la confianza a las almas, repito;
las alejan de los confesonarios, de los sacramentos, y dan además ocasión de
escándalo, de murmuraciones, que no se detienen sólo contra los sacerdotes
imperfectos y de poca virtud, sino que se pasan a lo santo, a lo divino, a
lo mío, y me ofenden.
Muy delicado es el papel del sacerdote en las almas, por eso, más que nadie,
necesitan los sacerdotes de abnegación, de dominio propio, de dulzura, de
caridad y de muchas virtudes en el ejercicio de su ministerio y en su trato
con las almas.
¡Qué difícil es el papel del sacerdote! Pero Yo le ayudo en todos sus
ministerios. Debe ser amable sin rebajarse; dulce, con energía; atractivo
con límites; paciente con discreción; suave con limitación y prudente,
siempre”.


XVII  -ESTUDIO

“Lo que mucho perjudica a mis sacerdotes es la falta de estudio; esa ciencia
inagotable que nunca deben abandonar. Los libros santos y buenos son la
salvación de los sacerdotes y el amor a ellos los librará de muchos males.

Aparte de que un sacerdote debe ser instruido y completo en sus estudios
para poder aconsejar acertadamente y sólo por servir a Dios y a las almas;
estos estudios constantes repito, lo librarán de peligros sin cuento.
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros para el orgullo, sobre
todo en la poca ciencia.
Para dedicar un tiempo a los estudios, necesitan recogimiento, y ésta es una
virtud indispensable para el corazón y para la vida exterior del sacerdote.
La disipación mata la inteligencia o la amortigua para el estudio, y
entorpece la voluntad.
En su trato exterior debe el sacerdote ser amable y sencillo, todo para
todos; pero ha de conservar el recogimiento interior y la presencia de
Dios.”
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros para el orgullo, sobre
todo en la poca ciencia.


XVIII – RELACIONES CON LOS SEGLARES

“Muy contadas deben ser sus relaciones con personas extrañas y nunca la
familiaridad con ellas debe llegar a sus puertas. ¡Cuántas penas tiene mi
Corazón en este punto que parece sencillo y no lo es, en esas visitas
innecesarias en las que pierden el tiempo, y cuántas veces también pierden a
Dios!
Como un cristal es de delicado el corazón del sacerdote; y porque también es
humano., ¡con qué cautela debe protegerlo en sus relaciones exteriores e
internas con las almas! El sacerdote, siempre y en toda ocasión, debe ser
digno sacerdote para atraer las almas a Dios; pero al mismo tiempo,
vigilante para consigo mismo, debe velar sobre sus sentimientos,
inclinaciones, y conducta; sobre sus relaciones con el mundo y con las
almas. ¡Con qué esmero debe pedirle cuenta a su conciencia!
Que cuidado debe tener, en sus relaciones exteriores, de impartir a Dios, de
hablar de cosas piadosas, de hacerse respetar por sus virtudes, por su
humildad y sencillez. Deben mis sacerdotes no solo parecer Jesús, sino ser
Jesús, solos o acompañados, en la calle o en el templo, en su ministerio o
fuera de él.
¡Cuánto deben los obispos darse cuenta y vigilar las relaciones exteriores
de los sacerdotes, de donde vienen tantos males que sólo Yo veo, tantas y
tantas caídas que más que a nadie, me duelen a Mí!”


XIX – RELACIONES CON LAS RELIGIOSAS

“¡Y esto no es tan solo para el mundo en donde el sacerdote debe vivir! Sino
también, y muy principalmente, en el trato exterior e intimo con las
religiosas.

Ahí lo espera Satanás, muchas veces transformado en ángel de luz, para
perderlo, para mancharlo, para encariñarlo con lazos que comienzan por
espirituales y acaban por amores no santos.

En este punto deben estar muy alertas los Obispos y los superiores de
comunidades. Hay ahí más de lo que se figuran; hay mucho malo que a Mí me
hiere en esos tratos íntimos con las almas, pero que muchas veces también
entran los cuerpos y los corazones para convertir y aparentar con capa de
santidad lo que está muy lejos de serlo.

Cuántos peligros hay en este punto tan capital en mí Iglesia; cuántas
desorientaciones en almas que sólo me veían a Mí y después miran a otro que
no soy Yo, y que debiera ser Yo.

Satanás tiene su campo favorito en este punto y se goza en sus malignos
engaños, en sus hipócritas procederes al cubrir de santidad lo que es
diabólico.

Transformado en ángel de luz engaña a ambas partes y con el caramelo y con
el atractivo de lo extraordinario, detiene y entretiene y revuelve y ofusca,
sacando para su cosecha lo que pretende.

No siempre mancha, pero sí empaña; no siempre triunfa, pero siempre
alborota; no siempre su veneno mata, pero sí enferma.

A Satanás le gusta, con toda su hipócrita malicia, imitar lo santo: y aquí
tiene sus redes y engaña muy pausadamente, muy sutilmente a sacerdotes y
dirigidas, y se necesita mucha luz de arriba para conocerlo,
desenmascararlo, y despreciarlo.

Pone el cebo de lo santo a las almas buenas para traicionarlas después; pone
en juego todo su arte para imitar lo divino, siendo todo compuesto de su
infernal malicia para perder las almas.

¡Cuidado!, ¡cuidado para ellos y para ellas! Que esas almas, escondidas y
ocultas, son las más a propósito para incendiarse, engañadas primero, y al
descubierto después cuando ya están cogidos por Satanás.

Cuando menos, puede haber cariños que detienen y entretienen tontamente para
enfriar poco a poco la vida de intimidad Conmigo. Este punto es muy
resbaladizo y Satanás se goza en sus innumerables conquistas al mermar lo
que es mío y hasta arrancar de mis brazos almas buenas que me consolaban.

El Corazón es corazón: y si no está bien orientado y enraizado en Mí, muy
fácil le es deslizarse en lo humano, en lo terreno, y hasta en lo pecaminoso
y sensual.

Mucho cuidado en este punto tan delicado de tanta trascendencia para
sacerdotes y para las almas. Y si los Obispos deben vigilar las relaciones
exteriores, deben también, con toda prudencia y tino, tocar, hasta donde les
sea permitido, estas llagas interiores remediándoles.

Este trato íntimo, tan necesario en los confesonarios y en las direcciones
espirituales, tienen sus escollos, tiene sus peligros y necesitan mucha
virtud, mucha pureza, y mucha unión Conmigo las almas para ver en los
sacerdotes sólo escalas para ir a Mí sin detenerse en el camino.


XX – PELIGROS EN LA DIRECCIÓN
ESPIRITUAL

“Un gancho de Satanás para los sacerdotes es que cuando encuentran almas
perfectas se les pegan interiormente con el santo pretexto, aunque interior,
de aprender de ellas, de que Yo les comunique algo por su conducto.

Muy peligroso es este camino. Cierto es que hay almas más santas que las de
algunos sacerdotes; cierto que tienen que aprender de ellas; pero de esto, a
encariñarse con ellas, hay un paso y el sacerdote y la dirigida deben estar
muy alertas en su corazón y tenerlo a raya y aumentar su oración y tocar el
sacerdote muy sobrenaturalmente a aquella alma, porque ¡cuánta tierra se
mezcla con lo divino!

¡Cómo Satanás ofusca en este delicado punto y hace ver lo no recto con todos
los visos de que lo es!

Y así comienzan muchas direcciones y confesiones que al jugar con fuego
llegan, cuantas veces, a quemarse!

Mucha gloria que me quitan los sacerdotes en las almas cuando se quedan
ellos como fin y no como medios que las conduzcan a Mí. Cuidado con robarme
corazones, cuidado con entibiar el fervor en las almas por dejar mezclarse
la tierra.

Muchas espinas tiene mi Corazón en este punto de poner en las almas tierra,
atoramientos con el confesor, cariños que si no manchan, empolvan y quitan
el brillo humanizando.

Claro está, que los confesores y directores deben tener cierto atractivo
santo y espiritual para con las almas; pero en su deber, en su rectitud, y
hasta en su talento debe estar muy clara la raya que separe lo humano de lo
divino, lo divino de lo humano.

En el sacerdote está el poner un ‘hasta aquí’ y no dejar pasar de ahí los
corazones; le propio y los ajenos. Sólo Yo, sólo en Espíritu Santo tiene
derecho absoluto, campo abierto para con las almas. ¡Cuidado, repito, con
engañarse!

Este campo, ordinario y extraordinario, como les digo, tiene innumerables
peligros que dan acceso a que Satanás coseche frutos para él, y con pinzas
se deben manejar a las almas y, sobre todo, con la coraza de mucha oración,
de mucha pureza de alma, y de ayuda del Espíritu Santo.

Tiene forzosamente los sacerdotes que recorrer esta senda de confesonario, y
muchos, de direcciones espirituales; es su deber, pero espinoso deber,
erizado camino en el que tienen que poner sus plantas sin lastimarse ni
lastimarme.

Con estudios serios del caso, con cierta experiencia y astucia, con santidad
personal y vida de unión con Dios, se pueden manejar a las almas y llevarlas
directamente a Mí sin temor.

Estas cualidades deben tener los confesores y los directores sobre todo.
Conocimiento práctico de la vida interior; conocimiento práctico del corazón
humano, y mucho Espíritu Santo que sea el velo, el intermedio entre el
confesor y la confesada, entre el director y la dirigida.

¿Cómo dar a Dios, quien no tiene a Dios y en los grados que debiera tener a
Dios?

¿Cómo tocar las profundidades de un alma pura, el que no ve más que la
superficie de la vida espiritual?

¿Cómo internarse en regiones intrincadas, en las que el Espíritu Santo y
Satanás se disputan el puesto, los directores que solo conocer la corteza de
las almas?

¿Cómo conocer los engaños del demonio y sus astutas redes y la sutileza de
sus procederes, ¡Tantos!, los que no tienen la luz de lo alto, la del
Espíritu Santo?

¿Cómo dirigir acertadamente los que no tienen el don de consejo ni lo han
pedido ni se han hecho capaces, no digo dignos de recibirlo?

¿Cómo conducir un ciego, un miope en la vida espiritual, a las almas que se
le confían?

Mucho tengo que lamentar en este punto capital de las almas en el que mis
sacerdotes, muchos, se dan de cabezazos y no aciertan ni a comprender ni ha
llegar al fondo de los corazones ni a discernir en los espíritus el trabajo
del demonio ni en el Espíritu Santo.

Y por esto, ¡cuántos designios de Dios en las almas se quedan truncos,
cuánta vida espiritual se pierde y muere por culpa de mis sacerdotes!, por
su falta de estudios, por su falta de virtud, de oración, de vida interior y
de trato íntimo Conmigo, de luz, de Espíritu Santo. Y al tocar este punto
del Espíritu Santo, diré que lo contristan mis sacerdotes muy frecuentemente
en muchas cosas: en adelantarse a su acción en las almas al abrogarse
derechos que no tienen, en querer ser más que Él, en cierto sentido, por no
esperar que obre en los corazones y atropellar su acción, quitar sus
derechos, disponer de los corazones como si no tuvieran un Dueño superior
que las gobierne y las rige.

El papel del director es ir detrás del Espíritu Santo y no adelantarse a Él.
Es pedirle sus dones y vivir subordinado a su acción en él y en las almas;
es vivirlo y respirarlo, ser su nido, tener su luz, y vivir una vida toda
sobrenatural y divina.

No todos los sacerdotes pueden ser directores si no tienen las condiciones
para ello, porque se hacen acreedores a muchos fracasos; pero si, todos los
sacerdotes deben procurar serlo para mi servicio íntimo en las almas, pero
con las condiciones dichas.

Muy difícil es ser un buen director espiritual, prudente y santo, pero no
cuando Yo ayudo, cuando se tiene gracia de estado, virtud y Espíritu Santo.

La vida mística se detiene por falta de directores santos y esto es una
merma para los fines de mi Iglesia, ¡pero se desarrollará bajo estas
condiciones y dará grande gloria a la Trinidad!”


XXI – LA AVARICIA

“Otro punto muy doloroso para mi Corazón, que todo es bondad y caridad, es
el de la avaricia en mis sacerdotes; el ver a corazones apegados a lo que no
es el fin santo de su vocación al altar.

Este despreciable vicio se enseñorea de muchos y a tal grado, que comercian
hasta con lo divino de la Iglesia que no les pertenece, hasta con lo
espiritual que se da de balde, que es mío, que Yo lo compré con toda mi
Sangre en el Calvario.

Y si la avaricia exterior es tan odiosa en un sacerdote, y que debe quitar a
toda costa, ¿Qué será la avaricia en lo santo, ese robo a Mí mismo por
especular con lo mío que no le pertenece y que solo he puesto mis tesoros en
sus manos para que los reparta desinteresada y amorosamente en las almas?

Ese horrible vicio va directamente contra el Ser de Dios mismo, de la
Trinidad Beatísima. Del Padre que dio nada menos que a su Hijo divino, que
lo regaló al hombre en mil formas para su servicio, para su imitación, para
su consuelo, para su salvación eterna.

El Verbo, Yo hecho hombre, he regalado mi Sangre y mi vida en una Cruz, y mi
Cuerpo y mi Alma y Divinidad en la Eucaristía, y me doy y me regalo en todos
los sacramentos.

Y el Espíritu Santo se da también a todas las almas por la gracia
santificante, se derrama a torrentes en favores y carismas, en dones y
frutos y se convierte Él mismo en Don.

Entonces, ¿por qué mis sacerdotes no imitan a Dios, no imitan la
munificencia de mi Iglesia que es toda para todos, que abre su seno
maternal, sus arcas, sus tesoros inmortales, sus sacramentos y que me regala
hasta a Mí mismo para quien me quiera tomar en la Eucaristía.

De día y de noche y siempre está dando esta Iglesia amada su leche, su
comida, su vida, sus celestiales tesoros, Ella da siempre aunque no reciba;
Ella regala cuanto tiene, hasta un cielo y no quiere tener en su seno ni a
su servicio almas egoístas, almas tacañas que se cuidan mucho de dar y menos
de darse como debieran, en su sagrado misterio, a las almas.

Mucho ofenden a mi liberalidad estos pecados de avaricia espiritual en mis
sacerdotes. Ellos son, como el Espíritu Santo, como mi Padre, padres de los
pobres y no sólo deben dar, con toda buena voluntad, los auxilios
espirituales, pero aun es de su obligación dar, y aun buscar auxilios
materiales hasta donde sus fuerzas y haberes se lo permitan.”


XXII -LA EMBRIAGUEZ

“Un vicio que me contrista en sumo grado, en algunos de mis sacerdotes, es
el de la embriaguez; este vicio va ligado, lleva en sí a otros vicios y
nefandas caídas.

Es un vicio que entorpece y mancha, que mata a la vida del espíritu y la luz
de la fe y avasalla todo para satisfacerse. Es un vicio con séquito: lleva
impureza y mil torpezas nefandas y apaga la caridad en los corazones.

El corazón del sacerdote, más que ningún otro, debe arder en las tres
virtudes teologales muy principalmente; y la embriaguez opaca estas virtudes
y hasta llega a destruirlas; pero ¡ay del sacerdote que pierda este infinito
tesoro, porque no le quedará más que un infierno eterno!

Muchos de mis sacerdotes tibios, arrepentidos de llevar la dignidad santa
que Yo les di, braman contra ella, si no exteriormente, si en su interior
que Yo veo, porque los priva de muchos apetitos malos y les exige una vida
angélica y santa.

Estos, generalmente, son los que se lanzan desesperados a embotar sus
sentidos, para no sentir el peso de la vocación sacerdotal que les oprime.

Buscan descanso en donde sólo encontrarán pecados y remordimientos; en lugar
de cultivar su espíritu, de practicar virtudes, de clamar al cielo, de
dedicarse a estudios, etc.; se lanzan a la disipación, a las tertulias con
la gente del mundo, a diversiones y a las mil ocasiones de pecar que Satanás
no desperdicia.

Y en vez de encontrar alivio en ese desenfrenado torbellino, encuentran
incentivos, que los precipitan a su ruina.

Y Yo, ¿qué sentiré al ver pisoteada semejante gracia de la vocación
sacerdotal? ¡Qué herida tan honda para mi Corazón de amor!

Los ángeles se admiran de semejante aberración, y los demonios aplauden su
obra, en lo que más me duele, en esas almas selectas, de predilección
infinita, que desde la eternidad las amé y destiné a mi servicio.

¿Sentir que es carga, una gracia tan insigne?… ¿Tirarme a la cara ese don
celestial?… ¿Arrastrar por el suelo, esa predilección que no tiene nombre?

¡Hasta dónde llega la ingratitud de quienes más amo sobre la tierra! ¿Cómo
no chorrear sangre mi Corazón tan fiel con semejantes deslealtades?

Dejen que derrame en su alma la amargura de la Mía, que me lacera, que me
tritura, que me da la muerte, que no muero de dolor sólo porque soy Dios,
porque ya morí como hombre y por los hombres.

Mi Iglesia llora la pérdida de sus sacerdotes; María gime, y Yo busco sangre
para borrar esos crímenes ante mi Padre celestial, para detener sus iras,
para redoblar mis gracias sobre esas desgraciadas almas, que se pierden por
ese vicio de la embriaguez y que aborrecen su vocación.

El remedio para un sacerdote, tentado en su vocación, es orar, descubrirse a
su Obispo, y buscar refugio en mi Corazón y en María.

Su remedio está en la oración, en la meditación de las verdades eternas, en
la penitencia, en acercarse confiados más a Mí, con la fe y la confianza, en
el trabajo constante. Y la ola envenenada pasará, y su alma, acrisolada,
tendrá un aumento de gracia santificante, que nunca niego si se me pide con
humildad.

¡Que acudan al Espíritu Santo, que limpien su alma para ver a Dios en ella;
que se renuncien, que se venzan, que obedezcan, que se humillen, que clamen
misericordia! ¡Cuántas almas se alejan de Mí por el escándalo que mis
sacerdotes les dan embriagados y que no han sido capaces de vencer el vicio!

Este pecado también es de grandes consecuencias, porque no sólo se me ofende
personalmente a Mí sino que hace que otras muchas almas me ofendan, se
retiren de los sacramentos, murmuren de la Iglesia y hasta pierdan la fe.

Una cadena de almas arrastra al mal un sacerdote indigno del nombre que
lleva.

¿Cómo aconsejar la templanza al que no la tiene? ¿Cómo aplicar los santos
sacramentos el que no está en sus cabales por el alcohol? ¿Cómo tomar en sus
indignas manos mi Sangre, para aplicarla a las almas, quien sacrílegamente
se la toma deshonrándola?

¿Cómo decir Misa, y hasta a veces gozándose en el licor material que va a
consagrar, el que tiene ese vicio que me repele (que hasta ahí abusa de la
cantidad), que repugna a la infinita limpidez de mi ser?

A veces, con torpeza material y no en sus cinco sentidos, hay quien celebre
tan alto sacramento: y esto no puede nadie comprender hasta qué grado de
repugna bajar a aquellos labios que apenas saben lo que dicen; a aquellas
manos manchadas, a aquel corazón más negro que la noche.

Pero Yo, al oír pronunciar las palabras de la Consagración, siempre bajo,
siempre opero la transubstanciación, siempre transformo al sacerdote en Mí.

Y ¡qué sentiré cuando el sacerdote está lleno de brumas y encadenado a este
vicio detestable de la embriaguez? Éstos son los martirios que oculto en mi
Corazón: ¡cuánta es mi felicidad en cumplir mi palabra de bajar a los
altares! ¡Oh amor infinito con que voluntariamente me he atado, obedeciendo
siempre las palabras del sacerdote al consagrar, por más indigno que este
sea!

¡He aquí un viso de mi amor si cálculos, de mi infinito amor, que sabiendo
lo que había de sufrir en las Misas me ofrecí y acepté gozoso este papel de
Víctima, este misterio con todas sus consecuencias y sólo por estar cerca de
las almas, para darme a ellas en el Sacramento del altar, para hacerlas
felices, para que mi Iglesia tuviera en Mí al tesoro de los tesoros! Pasé
por todo con tal de que el hombre tuviera un Jesús – hostia, sacrificado por
su amor; no sólo en la institución de aquella memorable noche en el
Cenáculo, sino Crucificado en lo más íntimo de mi alma por los mismos míos
que debieran ser otros Yo y que no lo son.

Sólo Yo sé lo que sufro, lo que cubro, lo que disimulo, lo que perdono, lo
que detengo ante un cielo airado con los sacerdotes culpables. Sólo Yo, sólo
María contempla y presencia dolorida estos crímenes inauditos, sabemos el
alcance de tan horribles ofensas que hacen temblar al cielo.

Pero Yo, en mi papel de Redentor, y María, en su papel de corredentora,
detenemos el rayo de la ira de mi Padre, al ofrecerle mi Sangre, mis
méritos, mis suspiros, mis sollozos como Hombre-Dios que quiere arrancar del
cielo perdones y no venganzas para quienes tan duramente, tan ingrata y
cínicamente me tratan –como un trapo viejo- y con tan negra villanía”.


XXIII – PREDICACIONES

“En la predicación también tengo mis calvarios, también ahí entra el mundo
para robarme gloria.

Muchos predicadores buscan la gloria propia y no la mía, solamente la mía;
se buscan a sí mismos con sermones elevados que les den fama; con palabras y
conceptos rebuscados, pavoneándose en su vasta instrucción y cualidades
oratorias, en hacer lucir sus talentos (que son míos) y su erudición que los
eleva por encima de sus compañeros y de los fieles.

¡Ay! ¡Cuánta vanidad lamento en esos púlpitos que convierten en teatros, en
esas conferencias que tienen más de mundanas que de Dios; más incienso
propio que santa unción para mover los corazones! Y con esto ¡Cuánta gloria
me quitan mis sacerdotes! Hacen que las almas vayan a buscar al predicador,
y no a Mí en sus enseñanzas. ¡Cuántas veces ni se acuerdan de que existo, y
sólo van a deleitar su oído con una música armoniosa, pero hueca, que pasa
sin dejar la menor huella en el alma!

¡Que vacío tan hondo deja en los espíritus un predicador mundano y vanidoso!
Pero, ¡qué cuenta tiene que darme el sacerdote que así usa de los púlpitos,
dejando frío en los que lo escuchan y amargura en mi Corazón!

La misión de los sacerdotes es sembrar mi doctrina, mover a arrepentimiento,
ilustrar los espíritus, convertir las almas, hacer reaccionar los corazones
y no echar anzuelos para sacar alabanzas.

Tiene el predicador que tener tino y discreción con el auditorio y plegarse
a las circunstancias. Su palabra debe ser sencilla; y si es elocuente, llena
de modestia y caridad con todos.

Debe buscar no brillar, sino convertir; y sólo el que es santo santifica.
Para este ministerio necesita el sacerdote ser hombre de oración, porque
para dar a las almas es preciso recibir de lo alto, y no se recibe sino se
ora y si no se mortifica.

Debe también el sacerdote no abusar de lo sagrado, subiendo al púlpito sin
estudios previos y sin preparación, que van a tocar las almas lo divino en
sus labios, y ellos a depositar el germen de lo santo en los corazones.

Con grande humildad deben ocupar los púlpitos los sacerdotes, porque la
soberbia es el mayor estorbo para el fruto de la predicación en las almas.
Un alma humilde comunica humildad, y un alma soberbia ¿qué podrá esparcir?
Para tocar a las almas y hacerlas vibrar para el cielo es preciso ser
humilde, para alcanzar a mover los corazones es preciso ser santo.

Podrán los sacerdotes hacer ruido, conquistar aplausos, admirar por su saber
y electrizar por su elocuencia; pero esto no es lo que me da gloria a Mí,
sino a ellos; no es lo que debe buscar el verdadero sacerdote, sino mover a
compunción, a contrición, a enamorar a las almas de lo divino, arrancándolas
de lo terrero; recordarles sus postrimerías; alentarlas en el ejercicio de
las virtudes; ponderándoles mi Pasión; enseñarles mi vida de amor y
sacrificio, enamorarlas de la cruz, del dolor, de sus calvarios; enseñarles
el precio de la Redención y del sacrificio; abrir a sus ojos horizontes de
perfección y facilitarles el camino para el cielo.

Que no haya sermón en el que dejen de nombrar a María; que a menudo ensalcen
sus prerrogativas excelsas, enseñen sus virtudes y muevan a las almas a
practicarlas. Que enseñen y ponderen y hagan amar sus martirios de soledad
tan poco estimados y conocidos de las almas.

Que enamoren los corazones del que es el Amor –¡y tan poco conocido y menos
predicado!–, el Espíritu Santo; que enseñen sus Dones, sus Frutos, sus
excelencias, su acción tan íntima en las almas.

Que me prediquen a Mí, el Verbo hecho carne, crucificado; los encantos del
dolor, las riquezas encerradas en el padecer, la necesidad del sufrimiento
que purifica, redime y salva; el desperdicio de los padecimientos, sino se
unen a los míos.

¡Oh! Mi doctrina es vastísima, los Evangelios riquísimos e inagotables. ¿Por
qué buscar temas ajenos a darme la gloria?

Son poco explotados los púlpitos, las predicaciones en mi Iglesia, cuando
éste es un recurso poderosísimo con el que los sacerdotes cuentan para la
salvación y perfección de las almas. ¡Cuántos sacerdotes se hacen del rogar
para predicar un sermón! La tibieza en este punto es muy grande; el celo por
mi gloria muy mezquino y la preparación en muchos de mis sacerdotes, muy
mediocre.

En los Seminarios y Noviciados se debe explotar mucho este elemento tan
capital para mi gloria, pero con las condiciones dichas. Quiero sacerdotes
sabios, pero humildes; instruidos, pero sin vanagloria; hombres de oración y
santo celo que hagan guerra a Satanás, descubriendo a las almas sus
traiciones; almas interiores y virtuosas que lo que digan, lo hagan; que lo
que prediquen, lo hayan practicado primero.

Quiero sacerdotes de luz, almas puras, mortificadas, penitentes, que más que
con las palabras, atraigan con el ejemplo, derramando en toda ocasión el
perfume, el buen olor de Cristo crucificado.

¡Oh! Si lo sacerdotes me amaran, se incendiarían en el cielo de mi gloria y
no descansarían en procurármela de todos modos, renunciándose.

Pidan que esa chispa celestial incendie, active y prenda el fuego santo en
las almas sacerdotales.

Pidan para que muera la inercia, el egoísmo, la apatía, la pereza y el tedio
en los corazones.

Pidan para que, sacudiendo el letargo que a muchos invade, se lancen sin más
interés que el darme almas, y en ellas consuelo, a trabajar por puro amor en
mi Viña, que Yo sabré en mi largueza recompensarlos”.


XXIV – TIBIEZA

“La tibieza en mis sacerdotes es para mi alma una espina muy honda. Porque
proviene de ingratitud y del poco amor que me tienen; y también del poco
fervor en sus Misas. De esa tibieza en la celebración del Sacrificio le
vienen y le provienen el sacerdote muchos males; porque según es la Misa,
así es el día para el sacerdote. Por eso más que en ningún otro acto de su
ministerio, el sacerdote debe poner toda su atención y su vida en celebrar
en las condiciones en que que se requieren en este sublime acto y con la
debida preparación y acción de gracias. Debe ser la misa el acto más
trascendental de su vida, el blanco de sus aspiraciones y el ideal supremo
de su unión Conmigo.

Pero ¡cuánto tengo que lamentar en el corazón de mis muchos sacerdotes la
rutina, la poca o ninguna devoción con que dicen la Misa y la ninguna
preparación para celebrar! No me clavan el puñal del sacrilegio, pero si la
espada muy dolorosa de la frialdad con que se acercan a los altares.

La tibieza enerva las facultades del alma y esta debilidad se comunica a las
demás acciones del sacerdote.

La tibieza, cuando se apodera del alma del sacerdote, hace que tome como
carga pesada y molesta todos sus deberes. El rezo del Breviariorio le cansa;
a los salmos no les encuentra jugo ni sustancia, pasándolos sin contemplar
ni sentir ni gustar las riquezas que encierran; no paladea el divino sabor
que hay en ellos; porque la apatía por lo santo impregna los corazones. Y
¿por qué? Porque la tibieza los ha hecho su presa, fruto de su mundana
disipación; porque han dejado que se llenen sus corazones de ruidos y
vanidades del mundo; por la falta de oración, recogimiento, vida interior y
trato íntimo Conmigo y con María.

Si un sacerdote es tibio, que busque luego la causa y huya de ella.

Los peligros crecen y se multiplican a medida que el fervor se aleja de sus
corazones. Sus días son tristes, sus noches dolorosas y agitadas; su vida,
una asfixia espiritual, y no encuentran a su alrededor más que tedio,
fastidio y hasta desesperación.

Todo ese conjunto de males forma la red que Satanás va tejiendo para
perderlos; les introduce insensiblemente el mundo, y con esto, el
desasosiego, las tentaciones, las luchas y fastidios con que, arrastrándose,
cumplen los sagrados deberes de su ministerio.

¡Cuidado con dejar entrar el mundo en el corazón de los sacerdotes! Este
capital enemigo aleja al Espíritu Santo y, sin ese fuego divino que todo lo
ilumina y calienta, el corazón del sacerdote se enfría y oscurece, y sólo le
queda hielo en el alma, en el fondo de su espíritu.

Comienza la tibieza y acaba el fervor, se debilita la fe y viene al traste
la vocación sacerdotal. ¡Así comienza el demonio a horadar el edificio!,
¡así arroja el veneno poco a poco, pausadamente, debilitando las energías
del alma! No es malo en realidad el sacerdote, pero es tibio e indolente, no
está perdido pero se encuentra en un plano inclinado que desemboca en el
infierno.

No puede haber término medio en el sacerdote, no debe haberlo: o fervoroso o
tibio; o del altar o del mundo; o de Jesús o de Satanás. Es terrible esta
disyuntiva en el sacerdote; ¡y cuantos, ¡ay!, que se han dejado invadir por
la tibieza y ruedan por fin, y triunfan las pasiones malas y perversas que
solo se iniciaron al principio, pero que concluyen luego envolviéndolos en
sus garras para no soltarlos más!

Es terrible, repito, la tibieza en el sacerdote, porque ésta va directamente
a quitarles la fe; y un sacerdote sin las virtudes teologales está perdido
para siempre. A él ya no le conmueven las verdades eternas; para él las
postrimerías se vuelven sombras y aun sarcasmos. Las tinieblas de las dudas
lo envuelven y lo penetran; los remordimientos se alejan y vienen al traste
su vocación y su salvación eterna.

Hasta allá va a dar la tibieza que comenzó por una nonada y que concluye con
un infierno; porque las verdades de la fe, que hacen temblar a los pecadores
ordinarios, a un sacerdote caído no le mueven, no le hieren, no lo tocan, no
lo rozan siquiera; porque Satanás a puesto en su alma un impermeable en el
que no penetran ni los castigos ni las promesas ni siquiera el dolor y el
amor infinito con que compré su santa y sublime vocación.

Por eso dije que la tibieza en mis sacerdotes es para Mí una espina muy
profunda, por los males que acarrea.

Y otra cosa. Como el fervor tiene el don de comunicarse, ¡la tibieza tiene
el funesto vaho para adormecer a tantas almas! Y éste es otro punto por el
que el sacerdote debe evitar enfriarse; porque, aparte de que desedifica,
lleva el triste don de comunicar el hielo a los corazones.

Porque ¿cómo un sacerdote frío ha de dar calor?, ¿cómo un sacerdote
indiferente a las cosas de Dios ha de comunicar fervor?, ¿cómo enamorar a
las almas de lo que él está muy lejos de apreciar, adorar y sentir?

No; en los sacerdotes no puede haber medianías; tienen a toda costa que ser
santos y que sacudir la tibieza de sus almas con la penitencia, el
alejamiento del mundo y con la oración, para que sus almas no se dejen
debilitar y aletargar con ese vaho satánico y mortífero con que el demonio
quiere envolverlos.

Que jamás abran las puertas de su alma a la inacción, a la molicie y al
deleite que llevan a la tibieza. El trabajo asiduo, el olvido propio, la
penitencia y la mortificación son las almas que deben esgrimir contra las
del demonio que tan pausadamente y tan solapadamente usa para envolverlos
con el solo fin de perderlos para siempre y quitarme gloria.

Los sacerdotes nacieron para las almas y tienen que prescindir de sus
gustos, comodidades y regalo: no se pertenecen. Cierto que esto cuesta a la
naturaleza, pero le premio para ellos será centuplicado y mi gracia
superabundará en ellos, si me la piden, si son fieles en mi servicio, si se
hacen dignos de recibirla.

De la tibieza viene la comodidad y la molicie en el sacerdote; a su vez la
molicie y la comodidad traen la tibieza. Simultáneamente se ayudan estos
defectos para acaparar el corazón del sacerdote. Nació él para otros, y un
sacerdote debe prescindir de todo regalo, cuando las almas se lo exijan, y
alejar toda pereza de su cuerpo y de su alma. Tiene que hacerse la guerra, y
debe siempre estar listo para servirles en cualesquiera circunstancia y
momento.

Debe morir a cada paso a sí mismo y ser otro Jesús, no tan solo en el
cumplimiento de sus sagrados deberes para con el Padre celestial, sino
también para quienes lo busquen y lo soliciten.

Y más aún. Un sacerdote a quién anime el ardor amoroso del Espíritu Santo no
debe conformarse con un puñado de almas que lo rodeen, sino lanzarse, con
santo pero discreto celo, a salvar muchas almas, a arrancarlas del vicio y a
comunicarles pureza, virtudes, fervor, amor, y Espíritu Santo, ¡María!

No hay excusa para un sacerdote en el campo de las almas. Pero ¡ay!, ¡cuánta
tibieza, cuántos pretextos, cuántas fútiles excusas, cuánto mimarse a sí
mismos lamenta mi Corazón amargado por lo que Yo solo veo en este campo tan
extenso de la tibieza de mis sacerdotes!…

¡Cuánta pereza, ¡ay! –y esto es lo que más me duele-, nacida del poco amor
con que pagan mis predilecciones sin nombre! No son Yo; no velan por mis
intereses; no por la gloria de mi Padre; no hacen aprecio de mi Sangre que
compró las almas; y por una comodidad, por una enfermedad ligera, por un
descanso, por un regalo y aun, por un pasatiempo o diversión, dejan perder
un alma, y muchas veces abren el campo para Satanás y sus secuaces.

La falta de celo por mi gloria y por las almas ¿no es acaso en el fondo
falta de amor? ¡Y cuánto de esto tengo que lamentar, que llorar a solas en
los Sagrarios, en el regazo de mi Madre y en el de las almas para que me
consuelen!…

Sólo Yo se los designios de Dios que dejan truncos en las almas mis
sacerdotes tibios, los perezosos y sin celo, es decir, los sacerdotes sin
amor. ¿Para qué se ordenaron sino me amaban?, ¿para qué se dejaron ungir en
el óleo santo, sino estaban dispuestos a ser ministros de un Dios
crucificado?, ¿para qué se dejaron consagrar sino iban a cumplir con su
ministerio hasta la muerte?

¡Ah! Que se les explique de todo esto, todo, antes de ser ordenados. Deben
ser otros Yo, pero crucificados, pero muertos a sus comodidades y regalos y
vivos para mi amor, para mí servicio, para las almas.

Que les hagan hincapié en estas verdades de tanta trascendencia; que las
graben muy hondamente en su corazón y que los que no se sientan con fuerzas
para ello, se queden sin subir al Altar, que en mi servicio íntimo y en el
de las almas no debe haber medianías.

¡Ay! es tiempo de que la Iglesia sacuda la inercia de muchos sacerdotes y
encienda en las almas el vivo fuego que viene a traer a la tierra, el del
amor y del dolor, por el Espíritu Santo, Él es quien quita la tibieza de los
corazones, y los enciende, y los impulsa, y los eleva de la tierra, y les da
alas, y les sacude la pereza con su actividad, y destruye el propio interés
mío de salvar almas.

El Espíritu Santo es quien sopla, y mueve los corazones, y los levanta de la
tierra, y los lleva a horizontes celestiales, y les comunica la sed por la
gloria de Dios. Él es quien les dará su luz y su fuego para incendiar la
tierra entera. Así quiero a los sacerdotes, poseídos del Espíritu Santo y
olvidados de sí mismos, todos para Dios, todos para las almas.

Que pidan esta reacción, este nuevo Pentecostés, que mi Iglesia necesita
sacerdotes santos por el Espíritu Santo.

El mundo se hunde, porque faltan sacerdotes de fe que lo saquen del abismo
en que se encuentra; sacerdotes de luz que iluminen los caminos del bien;
sacerdotes puros para sacar del fango a tantos corazones; sacerdotes de
fuego que llenen de amor divino el universo entero.

Que se pida, que se calme al cielo, que se ofrezca al Verbo para que todas
las cosas se restauren en Mí, por el Espíritu Santo, y por medio de María.

Los Obispos tienen que activarse en su celo por las vocaciones sacerdotales
y hacer germinar vocaciones santas para el Altar. Los sacerdotes tienen que
reaccionar de muchos modos en su tibieza, comodidad y celo; pero sobre todo
en su amor a Mí y a las almas, en el aprecio por su vocación muy
principalmente, y en su unión sincera, amorosa, obediente, y franca con sus
Obispos y representantes.

El mundo necesita este sacudimiento íntimo en la Iglesia para hacerla más
floreciente en las almas y en las sociedades. ¡Que reine el Espíritu Santo
por la Cruz, por María, y será salvo!

Que se conozcan mis deseos y que clamen al cielo por esta nueva era de
fervor que vendrá; si, vendrá a remediar muchos males y a darme muchos
sacerdotes santos”


XXV – ASEO

“Otra de las espinas que tengo en muchos de mis sacerdotes es el poco aseo
en sus personas y en las cosas del culto, pero sobre todo respecto de los
Sagrarios.

¡Tocar con cuerpos sucios- al celebrar, al dar la comunión- tocar, digo, al
que es el esplendor del Padre, a la Pureza misma! ¡Habitar Yo, el Dios de la
luz, la Limpieza por esencia, en Sagrarios sucios y posarme en lienzos
manchados!

Yo, solo como hombre y en mi humildad sin término, pasaría por todo sin
quejarme; pero soy Dios hombre, y Yo mismo, en cuanto hombre, sé honrar a la
Divinidad mía, una con la del Padre y del Espíritu Santo. Como hombre tengo
que darle su lugar a Dios; como puro hombre –si esto fuera posible en Mí-,
nada exigiría, nada pediría; pero como soy al mismo tiempo Dios y hombre,
exijo pulcritud y suma limpieza en lo relativo al culto divino, aun en lo
material. Y aunque tengo en más aprecio la limpieza interior que la
exterior, me lastima la falta de cuidado, porque implica falta de fe y falta
de amor.

Me agradaría que se formara una comisión para cerciorarse de la limpieza y
que cesara este mal que ha cundido más de lo que se cree. Na bastan las
Visitas pastorales; Yo quisiera una vigilancia más asidua para enterarse de
este punto que lastima mi delicadeza. No pido riquezas, pero si grande
limpieza y aseo.

¡Si vieran las vergüenzas que paso ante mi Padre Celestial, con estos
descuidos increíbles de los míos en lo que debiera ser asunto primordial de
mis sacerdotes!

Los vasos sagrados a veces no serían dignos de presentarse al mundo más
bajo, ¡y ahí estoy Yo, con mi Cuerpo, mi Sangre y mi Divinidad! ¡Los
corporales!… ¡Cuántas veces me repugna reposar en ellos sacramentado! Las
manos sucias de algunos sacerdotes me repelen; y ahí estoy, y me dejo coger,
manejar, poner y quitar siempre callado y obediente, siempre en silencio,
sonrojándome ante mi Padre amado ante la mirada de los ángeles que se cubren
el rostro, que llorarían si pudieran al verme tratado así.

Pero aunque este trato exterior e indigno me lastima, lo que más hiere mi
Corazón es la falta de fe viva en mis sacerdotes, la rutina con que se
acostumbrar tratar lo santo y al Santo de los santos.

Me duele también el descuido en las rúbricas sagradas y el poco aprecio o
ninguno que hacen de ellas algunos sacerdotes.

Me lastiman esas maneras tan poco finas de dar la comunión, de exponerme en
la Custodia y hasta de omitir palabras que debieran pronunciar y que no lo
hacen por sus prisas, por su fastidio; y administran los sacramentos (por
ejemplo, bautismos, confesiones, etc.), por salir del paso, sin darles todo
el peso divino y santo que los sacramentos merecen.

Y ¿de qué viene todo esto? De la falta de amor, repito; de que toman los
deberes sacerdotales y santos como una carga pesada y molesta; de que no
miden lo sublime de su cargo y de sus deberes para con Dios y para con las
almas, de que se familiarizan con el Altar y no lo respetan ni lo dan a
respetar como debieran hacerlo.

¡Ay! ¿Quién recibirá estas quejas de mi Corazón herido? ¿Quién las hará
saber a quienes deben remediar estas arbitrariedades en mi Iglesia?

Muchos sacerdotes, al no amarme a Mí, tampoco aman a la Iglesia, y esto para
Mí es horrible, por tratarse de sus mismos ministros en donde ella descansa.
Ven como cosa de poco más o menos mi honra y abusan de sus bondades y
desbordan mi Iglesia, que llora no sólo la pérdida de sus hijos, sino
también el descuido inaudito y la poca finura y delicadeza con que la tratan
lo que son más que sus hijos.

Y la Iglesia, como quien dice, soy Yo; y el alma de la Iglesia es el
Espíritu Santo; y ni a Mí, ni al Espíritu Santo, ni al cuerpo de la Iglesia
que son los fieles, les hacen caso. No reflexionan ni se hacen el cargo de
la sublime dignidad y grandeza de la Iglesia. Esposa inmaculada del Cordero,
Esposa espiritual también suya; y es que falta solidez, penetración,
seriedad en esos corazones ligeros que no se detienen a considerar la gracia
insigne y sin precio que han recibido del cielo con la vocación sacerdotal.

Pero, ¿es difícil que un sacerdote sea así con todas esas cualidades?

Difícil, no. Porque al recibir al Espíritu Santo, reciben sus Dones y quedan
sus almas consagradas a Mí. Claro está que tienen que luchar, como hombres,
con la tierra natural del hombre; pero por eso mismo, un sacerdote no debe
vivir a lo natural, sino a lo sobrenatural y divino. Está en la tierra, pero
también en el cielo; tiene que tocar el polvo, pero con alas y suficientes
fuerzas para emprender el vuelo a lo alto sobre las miserias humanas. ¿Quién
puede creer que Yo sea injusto y que le reclame cosas que no pueden hacer?

Al darles la vocación, al concederles la oración sacerdotal, al admitirlos a
los Altares, Yo abundo y sobreabundo en gracias especiales, en gracias de
estado; y por eso reclamo el servicio que me pertenece, el celo, la
fidelidad que me juraron, y el amor, el amor divino del que debieran estar
poseídos sus corazones.

Además, es una gran gracia para ellos que Yo reclame mis derechos, que Yo
haga llegar a sus oídos mis quejas, que mi palabra dolorida llegue hasta sus
corazones. Porque si pido remedio para sostener la dignidad de la Trinidad y
de la Iglesia, les hago una merced muy grande, quitándoles si me escuchan,
pecados, faltas, purgatorio y ¡ay! hasta el infierno.

Entiéndase que Yo no me quejo por deshonrar a los sacerdotes. Me quejo, si
bien es cierto para quitar ofensas a mi Padre y al Espíritu Santo y espinas
a mi Corazón, también lo hago para el bien de los sacerdotes y por la honra
inmaculada de mi Iglesia, a quien se debe dar gloria, y lustre, y honor e
todos los sentidos, interior y exteriormente.

Con esto, también ganarán las almas en muchos sentidos, en grandes escalas
que sólo Yo veo, y se quitarán muchas murmuraciones y ocasiones de
ofenderme.

Deben reaccionar todos los sacerdotes: los buenos enfervorizándose más; los
tibios, recibiendo mi Palabra como el paralítico del Evangelio: -“Levántate
y anda”-, activándose en el amor y el sacrificio; y los malos, llorando sus
pecados y convirtiéndose a Mí.

Yo soy todo caridad y no puedo moverme sin esparcirla; soy amor y no puedo
dar más que amor, y mis advertencias, y mis quejas, y aun mis castigos en
este mundo, son amor, sólo amor, puro amor… Si tengo en la otra vida que
usar la justicia, mi justicia entonces también es amor. Pero ¿cómo? Porque
el amor todo lo perdona, todo lo olvida; pero no puede perdonar el amor la
falta de amor: ésa es la única cosa que no perdona el amor…”


XXVI – ADVERTENCIAS

“Hay que hacer mucho hincapié, en los seminarios y en los Noviciados, en
hacer entender a los aspirantes al sacerdocio la divina sublimidad de su
vocación. Hay que advertir y recalcar y ponderar los santos deberes que el
sacerdote contrae y en el gran peligro de perder su alma, sino cumple su
vocación. Hay que hacerles ver claramente, los calvarios a que van a subir
por mi amor. Hay que advertirles muy a lo vivo las tentaciones a que van a
verse expuestos y la guerra sin cuartel que les va a hacer en todos los días
de su vida Satanás.

Que no aleguen después ignorancia de las tempestades que les esperan, de las
amarguras que tienen que apurar, de las soledades del corazón que van a
sufrir y de las persecuciones, calumnias, etc., a las que se van a ver
expuestos por mi Nombre.

Pero también hay que hacerles entender bien el lado contrario. El favor
insigne de predilección mía al ascenderlos al sacerdocio. Los dones
especiales, y luces, y gracias, y carismas, y coronas inmortales que les
esperan. Las divinas bendiciones en que se verán envueltos. LA fortaleza de
Dios y el amor infinito y especial del Espíritu Santo sobre ellos. El grado
divino que los elevan en la tierra sobre todas las criaturas. La gracia de
las gracias y sin rival de la santa Misa. El mismo poder de Dios que se les
comunica de perdonar los pecados y de abrir el cielo de las almas. La
elevación a otra esfera en la tierra y en el cielo sobre el común de las
gentes, etc.

Yo quiero una reacción poderosa en el clero; un cuidado más asiduo de los
Obispos en la formación de las almas sacerdotales; una vigilancia mayor en
los Seminarios, en los cuerpos y en los espíritus, educando sacerdotes
dignos, ilustrados, humildes, compasivos y llenos de amor al Espíritu Santo
y a María.

Hay que hacer reflexionar profundamente a los que están próximos a llegar al
Altar en la semejanza Conmigo que el Padre les exige para confiarles lo que
a mí me confió: ¡las almas! Hay que impregnarlos de la idea de que deben
transformarse en Mí, ser otros Yo, no sólo en el Altar, sino siempre, y
asemejarse a Mí desde muy antes de ser ordenados.

Que se den cuenta bien clara de que el Padre mismo les va a comunicar su
santa fecundación para que le den almas santas a la Iglesia de Dios. Mucho
recurso al Padre, mucha gratitud para con Él, deben tener esas almas de
elección, predilectas de su divino e infinito amor. Y como en cada acto de
ministerio del sacerdote concurra la Trinidad, deben vivir absortos en Ella,
adorando, amando y bendiciendo a las tres Divinas Personas en general y cada
una en particular.

Los sacerdotes más que nadie tienen filiación santa e íntima con el Divino
Padre; fraternidad santa y pura con el Divino Verbo humanado, y unión
profunda, perfecta y constante con el Espíritu Santo, por sus Dones, por sus
Frutos, por sus luces, por su fuego divino y puro, que apaga todas las
concupiscencias y los guarda.

Constantemente tiene presente el sacerdote a la Trinidad en cada acto de su
culto y de su ministerio. En las oraciones que tiene por deber que rezar,
muy a menudo se encuentra con esa Trinidad Santísima. Pero por desgracia,
las más de las veces no piensa en Ella; con la costumbre y la rutina
mecánicamente la nombra; y esto contrista mi Corazón.

Como hombre, ¡cuánto honro a la Divinidad unida a mi humanidad en la persona
del Verbo! Esa humanidad la humillo ante la Divinidad, para darle gloria y
atraerle por mis infinitos méritos (infinitos por lo que tienen de divino),
almas y corazones que alaban a la Trinidad, tres personan en una sola
sustancia. Por esto me contrista ese abandono, esa poca devoción del
sacerdote al nombrar a la Trinidad y al invocarla y alabarla muchas veces
con la boca y pocas con el corazón.

Yo la honro; y el sacerdote, mi representante en la tierra, la deshonra. Ya
un sacerdote no debe vivir sino dentro de ese ciclo divino de la Trinidad ,
y de ahí tener su s delicias, y de ahí formar su cielo en la tierra, y ahí
encontrar, si quiere su felicidad, su descanso, su paz, su dicha, su calma y
su todo.

Que no busque nada el sacerdote fuera de la Trinidad y de María. Ahí debe
fijar su vida, sus aspiraciones, el círculo de su existencia.

De ahí sacará luz, gracia, fuerza virtudes, dones y cuanto necesite. ¿Para
qué buscar en otra parte lo que no hay? Ciencia, pensamientos elevados, un
océano sij fondo ni riberas de perfecciones y abismos de amor, de consuelos
santos y de dicha en sus amarguras tiene ahí. Todo lo tiene en la Trinidad;
todo lo tiene en Mí, Dios Hombre.

¡Oh! ¡y cuánto anhelo sacerdotes según el ideal de mi Padre!

¿Y cuál es ese ideal?

Yo mismo. Sacerdotes Jesús, sacerdotes puros, dulces, santos y crucificados.
Obispos Yo; seminaristas iniciados a ser Jesús. Todos enamorados, como Yo,
del Padre y por las almas; todos generosos y celosos tan sólo de la gloria
de Dios, mirando siempre al cielo sin descuidar los pormenores de la tierra
en cuánto sean para mi glorificación. Quiero sacerdotes que me vean a Mí y
no se busquen a sí mismos: quiero realizar en mi Iglesia ese ideal que me
trajo a la tierra, esa perfección sacerdotal que hace sonreír a mi Padre,
embelesarme de alegría y derramar bendiciones sobre el mundo.

Quiero reinar por mis sacerdotes santos; quiero millones de almas que me
amen; pero atraídas por corazones puros, sin más interés que el de
consolarme, glorificando al Padre por el Espíritu Santo.

La gloria del Padre es mi mayor consuelo; y como lo que más ama en la tierra
son sus sacerdotes, quiero darles sacerdotes según mi Corazón, según su
mente, según el ideal que llevo en mi alma y del que di ejemplo a mi paso
por la tierra.

Hay mucha paja y poco grano; muchas apariencias y poca realidad; mucha
superficie y poco fondo; muchas hojas y muy escaso fruto; mucho número pero
pocos, relativamente, que satisfagan los anhelos de mi Corazón.

Claro que también hay en mi Iglesia mucho bueno que hace contrapeso a lo
malo; pero ya estoy cansado de medianías, y el mundo, se hunde, no porque
falten obreros en mi Viña, sino porque faltan buenos y santos obreros que
solo vivan por mis intereses y por la gloria de Dios.

Aun en las Comunidades hay mucho que deja que desear; y quiero una reacción
vibrante que se deje sentir en favor de mi Iglesia tan amada. Y esta
reacción vendrá; sí, vendrá por el Espíritu Santo y por María, por el verbo,
Yo, para honrar a mi Padre y reparar las ofensas que se le hacen en las
Misas sobre todo, por sacerdotes indignos.

Ha llegado el tiempo de sacudir de muy hondo a muchos corazones de Obispos y
sacerdotes. Ya no más esperas que me urge la salvación de las almas; y si el
mundo se hunde, y si la tibieza avasalla los corazones, es porque faltan
¡ay! sacerdotes celosos y enamorados de mi cruz que la practiquen , que la
prediquen, que incendien con este santo leño a las almas.

La ola de la iniquidad y del sensualismo ahoga al mundo –y ¿lo diré?-, ha
penetrado hasta el Santuario y lastima en lo más intimo las fibras de mi
Corazón. Satanás gana terreno, cree ya triunfar, y no es justo que mis
sacerdotes duerman y se ocupen de todo lo que no soy Yo.

Por esto, de raíz tiene que venir el remedio en los sacerdotes presentes y
en la nueva generación que dé a la Iglesia sacerdotes dignos, apóstoles de
fuego que ardan en amor y que, por el Espíritu Santo y con el Espíritu Santo
y con María, encienden el divino fuego en el mundo paganizado por Satanás.

Hay que activarse y no dormir sobre laureles, cuando el enemigo avasalla, y
engaña, y hunde miles de almas en el Infierno.

Oración, Oración, penitencia y ofrecerme; ofrecer al Verbo único que pueda
abrir los canales de gracias divinas y extraordinarias para las almas.

                                                                                  
* * *

Que nadie diga que nada se puede hacer; porque todos pueden orar, pueden
mortificarse, pueden ofrecerme puros al Padre y así apresurar la hora de la
reconquista de este amado pueblo…. Que es mi consentido, como llegaré a
probarlo.

Pero que me hagan caso aquí y en la redondez de la tierra.

Entre otras cosas, estos cataclismos los envío para renovar la fe, y la
Iglesia tiene que dar un gran vuelo en la regeneración y en la perfección de
los sacerdotes”.


XXVII – LOS POBRES

“Otro delicado punto que lacera mi alma en algunos sacerdotes, por no decir
que en muchos, es el poco aprecio de los pobres como si no fueran todos,
pobres y ricos, hijos de Dios. Y antes bien, la preferencia en caso de
haberla, salvo excepciones, debía inclinarse a proteger a los desvalidos, a
los ignorantes, a los que cargan el peso del trabajo material y que tanto
necesitan de quienes los sostengan.

¡Hay muchas almas tan hermosas entre los pobres! ¡Hay almas tan dispuestas a
recibir el roció del cielo, probadas por las inclemencias de la tierra! ¡Hay
almas tan puras, tan sacrificadas, que se ven despreciadas por su posición
social y su miseria!

No; este punto hay que remediarlo en muchos sacerdotes que solo quieren
rozarse y ejercer su ministerio con la clase que brilla, que no siempre es
la que me da más gloria. Para la naturaleza no es agradable ese trato con la
gente pobre, ruda, sucia y poco inteligente. Pero Yo vine a salvar a todos
sin distinción: a pobres y a ricos, y mi caridad prefirió a los
menesterosos, a los desvalidos, a los pobres. Y Yo mismo fui pobre para
atraerlos a Mí sin que se avergonzaran. Y si los sacerdotes tienen que ser
Yo, la misma caridad, abnegación y humildad tienen que tener, y el mismo
sentir que Yo.

Hay que atenderlos con calma y vida: hay que evangelizarlos como Yo lo hice;
hay que abrirles los brazos y el corazón, abajándose para levantarlos; hay
que atraerlos por el cariño y por los ejemplos para llevarlos a Mí; hay que
formar el criterio y el corazón del pobre desde pequeño hasta mayor, desde
la cuna hasta la muerte. Mi Iglesia es Madre, y sus sacerdotes deben tener
para con los pobres entrañas maternales.

No hay que ahuyentar a los pobres con durezas y malos modos, sino
soportarlos, enseñarles pacientemente el amor a Dios y al prójimo. ¿Por qué
los ricos han de tener más Dios que ellos? ¿Por qué esas distinciones que
los humillan y los ofenden? ¡Me duele a Mí lo que a ellos les hacen! Claro
está que se les debe dar el pan de mi doctrina a su alcance; pero ¿cuántas
veces se estremece mi corazón de pena ante las injusticias con que humillan
mis sacerdotes a esas amadas almas! ¡Hay que educarlas, soportarlas,
defenderlas, protegerlas y amarlas!

Un sacerdote debe ser todo para todos; y recuerde que Yo amo tanto a los
pobres, que me hice pobre, que viví entre los pobres, que distinguí a los
pobres y que a los pobres prometí el reino de los cielos. Y me igualé de tal
manera con ellos, que ofrecí eterna recompensa a los misericordiosos que
tuvieran misericordia, y dije que lo que a ellos hicieran, me lo harían a
Mí.

Yo amo mucho a los pobres; y falta en mi Viña, en mi Iglesia, quien los ame
como Yo. Hay sus deficiencias, sus grandes lagunas en este punto capital
para mi Corazón de amor, y hay muchos sacerdotes culpables sobre este
particular, acerca del cual llamo la atención.

Todas son almas; todas me costaron la Sangre y la Vida; a todas sin
distinción de clases me doy en la eucaristía, y un mismo cielo cobijará
eternamente a pobres y ricos, donde se premian virtudes y no categorías
mundanas. Muy bien que en el mundo tenga que haber escalas sociales; más
para mis sacerdotes no debe haber sino almas, almas que darme y por quienes
sacrificarme.

Más de lo que se supone tengo que lamentar en mi religión –que es toda
caridad- sobre este punto; y pido, y quiero y mando que se remedie lo que
hubiere sobre este punto tan importante y que deseo remediar, que
precisamente por su ignorancia, por sus malas inclinaciones, por el medio en
que vive, necesita de más caridad, de doble paciencia, de grande generosidad
y aun de heroicas abnegaciones.

Pero Yo sé premiar esos heroísmos con una gloria eterna. Para Mí no pasas
desapercibidos los sacrificios sobre este punto tan importante y que deseo
remediar. Y si lo hacen por mi amor., Yo premio esas liberalidades y
vencimientos; Yo me regalo a Mi mismo con muchas formas en esta vida, con
inefables consuelos, y derramo en las almas caritativas con los pobres mis
más delicadas caricias.

Y no sólo los premio las limosnas para los cuerpos (que deben hacerse según
las fuerzas de cada cual), sino más la limosna a las almas, los consejos a
los pobres, la amabilidad con ellos, la formación de sus corazones para el
cielo.

¡Cuántos de mis sacerdotes tratan a los pobres en los confesonarios con
cierto desprecio e impaciencia! ¡Cuántas veces se quedan corridos y
avergonzados los pobres, porque dan la preferencia a las personas de otra
posición! ¡Cuántas veces esperan la comunión que a todos pertenece con
humillante paciencia hasta que va otra persona rica a pedirla!

En el mismo ejercicio del ministerio se distingue la manera de hacer los
bautismos, los matrimonios, los viáticos, etc., de los pobres y de los
ricos; y Yo quiero llamar la atención sobre este punto que lastima la
caridad de mi Corazón.

Yo busco almas, no posiciones; Yo amo las almas en cualquier escala social
en que se encuentren. El Espíritu Santo no distingue. Mi Padre el sol sobre
todos, y quiero que los míos me imiten y tengan un mismo corazón con todas
las almas y vena en ellas sólo a Mí, porque reflejan las Trinidad cuya
imagen llevan. Con este pensamiento, que es realidad, se les facilitará a
los sacerdotes la igualdad en el trato caritativo y santo para con los
pobres a quienes he ofrecido el reino.”




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