continuación

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
PASTORES GREGIS

CAPÍTULO III

MAESTRO DE LA FE
Y HERALDO DE LA PALABRA

«  Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva  » (Mc 16, 15)

26. Jesús resucitado confió a sus apóstoles la misión de «  hacer discípulos  » a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo que Él mismo había mandado. Así pues, se ha encomendado solemnemente a la Iglesia, comunidad de los discípulos del Señor crucificado y resucitado, la tarea de predicar el Evangelio a todas las criaturas. Es un cometido que durará hasta al final de los tiempos. Desde aquel primer momento, ya no es posible pensar en la Iglesia sin esta misión evangelizadora. Es una convicción que el apóstol Pablo expresó con las conocidas palabras: «  Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!  » (1 Co 9, 16).

Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia y de cada uno de sus hijos, lo es por un título especial de los Obispos que, en el día de la sagrada Ordenación, la cual los introduce en la sucesión apostólica, asumen como compromiso principal predicar el Evangelio a los hombres y hacerlo «  invitándoles a creer por la fuerza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva  ».100

La actividad evangelizadora del Obispo, orientada a conducir a los hombres a la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación preeminente de su paternidad. Por tanto, puede repetir con Pablo: «  Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús  » (1 Co 4, 15). Precisamente por este dinamismo generador de vida nueva según el Espíritu, el ministerio episcopal se manifiesta en el mundo como un signo de esperanza para los pueblos y para cada persona.

Por eso, los Padres sinodales recordaron muy oportunamente que el anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar y que el Obispo es el primer predicador del Evangelio con la palabra y con el testimonio de vida. Debe ser consciente de los desafíos que el momento actual lleva consigo y tener la valentía de afrontarlos. Todos los Obispos, como ministros de la verdad, han de cumplir este cometido con vigor y confianza.101

Cristo, en el corazón del Evangelio y del hombre

27. El tema del anuncio del Evangelio predominó en las intervenciones de los Padres sinodales, que en repetidas ocasiones y de varios modos afirmaron cómo el centro vivo del anuncio del Evangelio es Cristo crucificado y resucitado para la salvación de todos los hombres.102

En efecto, Cristo es el corazón de la evangelización, cuyo programa «  se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene en cuenta el tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio  ».103

De Cristo, corazón del Evangelio, arrancan todas las demás verdades de la fe y se irradia también la esperanza para todos los seres humanos. En efecto, es la luz que ilumina a todo hombre y quien es regenerado en Él recibe las primicias del Espíritu, que le hace capaz de cumplir la ley nueva del amor.104

Por eso el Obispo, en virtud de su misión apostólica, está capacitado para introducir a su pueblo en el corazón del misterio de la fe, donde podrá encontrar a la persona viva de Jesucristo. Los fieles comprenderán así que toda la experiencia cristiana tiene su fuente y su punto de referencia ineludible en la Pascua de Jesús, vencedor del pecado y de la muerte.105

El anuncio de la muerte y resurrección del Señor «  no puede por menos de incluir el anuncio profético de un más allá, vocación profunda y definitiva del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con la situación presente: más allá del tiempo y de la historia, más allá de la realidad de este mundo, cuya imagen pasa [...]. La evangelización comprende además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo  ».106

El Obispo, oyente y custodio de la Palabra

28. El Concilio Vaticano II, siguiendo la línea indicada por la tradición de la Iglesia, afirma que la misión de enseñar propia de los Obispos consiste en conservar santamente y anunciar con audacia la fe.107

Desde este punto de vista se manifiesta toda la riqueza del gesto previsto en el Rito Romano de Ordenación episcopal, cuando se pone el Evangeliario abierto sobre la cabeza del electo. Con ello se quiere expresar, de una parte, que la Palabra arropa y protege el ministerio del Obispo y, de otra, que ha de vivir completamente sumiso a la Palabra de Dios mediante la dedicación cotidiana a la predicación del Evangelio con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 4, 2). Los Padres sinodales recordaron también varias veces que el Obispo es quien conserva con amor la Palabra de Dios y la defiende con valor, testimoniando su mensaje de salvación. Efectivamente, el sentido del munus docendi episcopal surge de la naturaleza misma de lo que se debe custodiar, esto es, el depósito de la fe.

En la Sagrada Escritura de ambos Testamentos y en la Tradición, nuestro Señor Jesucristo confió a su Iglesia el único depósito de la Revelación divina, que es como «  el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara, como Él es  ».108 Esto es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos hasta hoy: las diversas comunidades, acogiendo la Palabra siempre nueva y eficaz a través de los tiempos, han escuchado dócilmente la voz del Espíritu Santo, comprometiéndose a hacerla viva y activa en cada uno de los períodos de la historia. Así, la Palabra transmitida, la Tradición, se ha hecho cada vez más conscientemente Palabra de vida y, entre tanto, la tarea de anunciarla y custodiarla se ha realizado progresivamente, bajo la guía y la asistencia del Espíritu de Verdad, como una transmisión incesante de todo lo que la Iglesia es y de todo lo que ella cree.109

Esta Tradición, que tiene su origen en los Apóstoles, progresa en la vida de la Iglesia, como ha enseñado el Concilio Vaticano II. De modo similar crece y se desarrolla la comprensión de las cosas y las palabras transmitidas, de manera que al creer, practicar y profesar la fe transmitida, se establece una maravillosa concordia entre Obispos y fieles.110 Así pues, en la búsqueda de la fidelidad al Espíritu, que habla en la Iglesia, fieles y pastores se encuentran y establecen los vínculos profundos de fe que son el primer momento del sensus fidei. A este respecto, es útil oír de nuevo las palabras del Concilio: «  La totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos' muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral  ».111

Por eso, para el Obispo, la vida de la Iglesia y la vida en la Iglesia es una condición para el ejercicio de su misión de enseñar. El Obispo tiene su identidad y su puesto dentro de la comunidad de los discípulos del Señor, donde ha recibido el don de la vida divina y la primera enseñanza de la fe. Todo Obispo, especialmente cuando desde su Cátedra episcopal ejerce ante la asamblea de los fieles su función de maestro en la Iglesia, debe poder decir como san Agustín: «  considerando el puesto que ocupamos, somos vuestros maestros, pero respecto al único maestro, somos con vosotros condiscípulos en la misma escuela  ».112 En la Iglesia, escuela del Dios vivo, Obispos y fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el Espíritu.

El Espíritu imparte su enseñanza interior de muchas maneras. En el corazón de cada uno, ante todo, en la vida de las Iglesias particulares, donde surgen y se hacen oír las diversas necesidades de las personas y de las varias comunidades eclesiales, mediante lenguajes conocidos, pero también diversos y nuevos.

También se escucha al Espíritu cuando suscita en la Iglesia diferentes formas de carismas y servicios. Por este motivo, en el Aula sinodal se pronunciaron reiteradamente palabras que exhortaban al Obispo al encuentro directo y al contacto personal con los fieles de las comunidades confiadas a su cuidado pastoral, siguiendo el modelo del Buen Pastor que conoce a sus ovejas y las llama a cada una por su nombre. En efecto, el encuentro frecuente del Obispo con sus presbíteros, en primer lugar, con los diáconos, los consagrados y sus comunidades, con los fieles laicos, tanto personalmente como en las diversas asociaciones, tiene gran importancia para el ejercicio de un ministerio eficaz entre el Pueblo de Dios.

El servicio auténtico y autorizado de la Palabra

29. Con la Ordenación episcopal cada Obispo ha recibido la misión fundamental de anunciar autorizadamente la Palabra. El Obispo, en virtud de la sagrada Ordenación, es maestro auténtico que predica al pueblo a él confiado la fe que se ha de creer y aplicar a la vida moral. Eso quiere decir que los Obispos están revestidos de la autoridad misma de Cristo y que, por esta razón fundamental, «  cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, merecen el respeto de todos, pues son los testigos de la verdad divina y católica. Los fieles, por su parte, deben adherirse a la decisión que sobre materia de fe y costumbres ha tomado su Obispo en nombre de Cristo y aceptarla con espíritu de obediencia religiosa  ».113 En este servicio a la Verdad, el Obispo se sitúa ante la comunidad y es para ella, a la cual orienta su solicitud pastoral y por la cual eleva insistentemente sus plegarias a Dios.

Así pues, el Obispo transmite a sus hermanos, a los que cuida como el Buen Pastor, lo que escucha y recibe del corazón de la Iglesia. En él se completa el sensus fidei. En efecto, el Concilio Vaticano II enseña: «  El Espíritu de la verdad suscita y sostiene ese sentido de la fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe, no ya una simple palabra humana, sino la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). Así se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre (Judas 3), la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente a la vida  ».114 Es, pues, una palabra que, en el seno de la comunidad y ante ella, ya no es simplemente palabra del Obispo como persona privada, sino del Pastor que confirma en la fe, reúne en torno al misterio de Dios y engendra vida.

Los fieles necesitan la palabra de su Obispo; necesitan confirmar y purificar su fe. La Asamblea sinodal subrayó esto, indicando algunos ámbitos específicos en los que más se advierte esta necesidad. Uno de ellos es el primer anuncio o kerygma, siempre necesario para suscitar la obediencia de la fe, pero que es más urgente aún en la situación actual, caracterizada por la indiferencia y la ignorancia religiosa de muchos cristianos.115 También es evidente que, en el ámbito de la catequesis, el Obispo es el catequista por excelencia. La gran influencia que han tenido grandes y santos Obispos, cuyos textos catequéticos se consultan aún hoy con admiración, es un motivo más para subrayar que la tarea del Obispo de asumir la alta dirección de la catequesis es siempre actual. En este cometido, debe referirse al Catecismo de la Iglesia Católica.

Por esto sigue siendo válido lo que escribí en la Exhortación apostólica Catechesi tradendae: «  En el campo de la catequesis tenéis vosotros, queridísimos Hermanos [Obispos], una misión particular en vuestras Iglesias: en ellas sois los primeros responsables de la catequesis  ».116 Por eso el Obispo debe ocuparse de que la propia Iglesia particular dé prioridad efectiva a una catequesis activa y eficaz. Más aún, él mismo ha de ejercer su solicitud mediante intervenciones directas que susciten y conserven también una auténtica pasión por la catequesis.117

Consciente de su responsabilidad en la transmisión y educación de la fe, el Obispo se ha de esforzar para que tengan una disposición similar cuantos, por su vocación y misión, están llamados a transmitir la fe. Se trata de los sacerdotes y diáconos, personas consagradas, padres y madres de familia, agentes pastorales y, especialmente los catequistas, así como los profesores de teología y de ciencias eclesiásticas, o los que imparten clases de religión católica.118 Por eso, el Obispo cuidará la formación inicial y permanente de todos ellos.

Para este cometido resulta especialmente útil el diálogo abierto y la colaboración con los teólogos, a los que corresponde profundizar con métodos apropiados la insondable riqueza del misterio de Cristo. El Obispo ha de ofrecerles aliento y apoyo, tanto a ellos como a las instituciones escolares y académicas en que trabajan, para que desempeñen su tarea al servicio del Pueblo de Dios con fidelidad a la Tradición y teniendo en cuenta las cuestiones actuales.119 Cuando se vea oportuno, los Obispos deben defender con firmeza la unidad y la integridad de la fe, juzgando con autoridad lo que está o no conforme con la Palabra de Dios.120

Los Padres sinodales llamaron también la atención de los Obispos sobre su responsabilidad magisterial en materia de moral. Las normas que propone la Iglesia reflejan los mandamientos divinos, que se sintetizan y culminan en el mandamiento evangélico de la caridad. Toda norma divina tiende al mayor bien del ser humano, y hoy vale también la recomendación del Deuteronomio: «  Seguid en todo el camino que el Señor vuestro Dios os ha trazado: así viviréis, seréis felices  » (5, 33). Por otro lado, no se ha de olvidar que los mandamientos del Decálogo tienen un firme arraigo en la naturaleza humana misma y que, por tanto, los valores que defienden tienen validez universal. Esto vale especialmente por lo que se refiere a la vida humana, que se ha de proteger desde la concepción hasta a su término con la muerte natural, la libertad de las personas y de las naciones, la justicia social y las estructuras para ponerla en práctica.121

Ministerio episcopal e inculturación del Evangelio

30. La evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio forman parte de la nueva evangelización y, por tanto, son un cometido propio de la función episcopal. A este respecto, tomando algunas de mis expresiones anteriores, el Sínodo repitió: «  Una fe que no se convierte en cultura, es una fe no acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida  ».122

En realidad, éste es un cometido antiguo y siempre nuevo, que tiene su origen en el misterio mismo de la Encarnación y su razón de ser en la capacidad intrínseca del Evangelio para arraigar, impregnar y promover toda cultura, purificándola y abriéndola a la plenitud de la verdad y la vida que se ha realizado en Cristo Jesús. A este tema se ha prestado mucha atención durante los Sínodos continentales, que han dado valiosas indicaciones. Yo mismo me he referido a él en varias ocasiones.

Por tanto, considerando los valores culturales del territorio en que vive su Iglesia particular, el Obispo ha de esforzarse para que se anuncie el Evangelio en su integridad, de modo que llegue a modelar el corazón de los hombres y las costumbres de los pueblos. En esta empresa evangelizadora puede ser preciosa la contribución de los teólogos, así como la de los expertos en el patrimonio cultural, artístico e histórico de la diócesis, que tanto en la antigua como en la nueva evangelización, es un instrumento pastoral eficaz.123

Los medios de comunicación social tienen también gran importancia para transmitir la fe y anunciar el Evangelio en los «  nuevos areópagos  »; los Padres sinodales pusieron su atención en ello y alentaron a los Obispos para que haya una mayor colaboración entre las Conferencias episcopales, tanto en el ámbito nacional como internacional, con el fin de que se llegue a una actividad de mayor cualidad en este delicado y precioso ámbito de la vida social.124

En realidad, cuando se trata del anuncio del Evangelio, es importante preocuparse de que la propuesta, además de ortodoxa, sea incisiva y promueva su escucha y acogida. Evidentemente, esto comporta el compromiso de dedicar, especialmente en los Seminarios, un espacio adecuado para la formación de los candidatos al sacerdocio sobre el empleo de los medios de comunicación social, de manera que los evangelizadores sean buenos predicadores y buenos comunicadores.

Predicar con la palabra y el ejemplo

31. El ministerio del Obispo, como pregonero del Evangelio y custodio de la fe en el Pueblo de Dios, no quedaría completamente descrito si faltara una referencia al deber de la coherencia personal: su enseñanza ha de proseguir con el testimonio y con el ejemplo de una auténtica vida de fe. Si el Obispo, que enseña a la comunidad la Palabra escuchada con una autoridad ejercida en el nombre de Jesucristo,125 no vive lo que enseña, transmite a la comunidad misma un mensaje contradictorio.

Así resulta claro que todas las actividades del Obispo deben orientarse a proclamar el Evangelio, «  que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree  » (Rm 1, 16). Su cometido esencial es ayudar al Pueblo de Dios a que corresponda a la Revelación con la obediencia de la fe (cf. Rm 1, 5) y abrace íntegramente la enseñanza de Cristo. Podría decirse que, en el Obispo, misión y vida se unen de tal de manera que no se puede pensar en ellas como si fueran dos cosas distintas: Nosotros, Obispos, somos nuestra propia misión. Si no la realizáramos, no seríamos nosotros mismos. Con el testimonio de la propia fe nuestra vida se convierte en signo visible de la presencia de Cristo en nuestras comunidades.

El testimonio de vida es para el Obispo como un nuevo título de autoridad, que se añade al título objetivo recibido en la consagración. A la autoridad se une el prestigio. Ambos son necesarios. En efecto, de una se deriva la exigencia objetiva de la adhesión de los fieles a la enseñanza auténtica del Obispo; por el otro se facilita la confianza en su mensaje. A este respecto, parece oportuno recordar las palabras escritas por un gran Obispo de la Iglesia antigua, san Hilario de Poitiers: «  El bienaventurado apóstol Pablo, queriendo definir el tipo ideal de Obispo y formar con su enseñanza un hombre de Iglesia completamente nuevo, explicó lo que, por decirlo así, debía ser su máxima perfección. Dijo que debía profesar una doctrina segura, acorde con la enseñanza, de tal modo que pudiera exhortar a la sana doctrina y refutar a quienes la contradijeran [...]. Por un lado, un ministro de vida irreprochable, si no es culto, conseguirá sólo ayudarse a sí mismo; por otro, un ministro culto pierde la autoridad que proviene de su cultura si su vida no es irreprensible  ».126

El apóstol Pablo nos indica una vez más la conducta a seguir con estas palabras: «  Muéstrate dechado de buenas obras: pureza de doctrina, dignidad, palabra sana, intachable, para que el adversario se avergüence, no teniendo nada malo que decir de nosotros  » (Tt 2, 7-8).

 

CAPÍTULO IV

MINISTRO DE LA GRACIA
DEL SUPREMO SACERDOCIO

«  Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos  » (1 Co 1, 2)

32. Al tratar sobre una de las funciones primeras y fundamentales del Obispo, el ministerio de la santificación, pienso en las palabras que el apóstol Pablo dirigió a los fieles de Corinto, como poniendo ante sus ojos el misterio de su vocación: «  Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro  » (1 Co 1, 2). La santificación del cristiano se realiza en el baño bautismal, se corrobora en el sacramento de la Confirmación y de la Reconciliación, y se alimenta con la Eucaristía, el bien más precioso de la Iglesia, el sacramento que la edifica constantemente como Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo.127

El Obispo es ministro de esta santificación, que se difunde en la vida de la Iglesia, sobre todo a través de la santa liturgia. De ésta, y especialmente de la celebración eucarística, se dice que es «  cumbre y fuente de la vida de la Iglesia  ».128 Es una afirmación que se corresponde en cierto modo con el ministerio litúrgico del Obispo, que es el centro de su actividad dirigida a la santificación del Pueblo de Dios.

De esto se desprende claramente la importancia de la vida litúrgica en la Iglesia particular, en la que el Obispo ejerce su ministerio de santificación proclamando y predicando la Palabra de Dios, dirigiendo la oración por su pueblo y con su pueblo, presidiendo la celebración de los Sacramentos. Por esta razón, la Constitución dogmática Lumen gentium aplica al Obispo un bello título, tomado de la oración de consagración episcopal en el ritual bizantino, es decir, el de «  administrador de la gracia del sumo sacerdocio, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra o manda celebrar y por la que la Iglesia crece y se desarrolla sin cesar  ».129

Hay una íntima correspondencia entre el ministerio de la santificación y los otros dos, el de la palabra y de gobierno. En efecto, la predicación se ordena a la participación de la vida divina en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Esta vida se desarrolla y manifiesta en la existencia cotidiana de los fieles, puesto que todos están llamados a plasmar en el comportamiento lo que han recibido en la fe.130 A su vez, el ministerio de gobierno se expresa en funciones y actos que, como las de Jesús, Buen Pastor, tienden a suscitar en la comunidad de los fieles la plenitud de vida en la caridad, para gloria de la Santa Trinidad y testimonio de su amorosa presencia en el mundo.

Todo Obispo, pues, cuando ejerce el ministerio de la santificación (munus sanctificandi), pone en práctica lo que se propone el ministerio de enseñar (munus docendi) y, al mismo tiempo, obtiene la gracia para el ministerio de gobernar (munus regendi), modelando sus actitudes a imagen de Cristo Sumo Sacerdote, de manera que todo se ordene a la edificación de la Iglesia y a la gloria de la Trinidad Santa.

Fuente y cumbre de la Iglesia particular

33. El Obispo ejerce el ministerio de la santificación a través de la celebración de la Eucaristía y de los demás Sacramentos, la alabanza divina de la Liturgia de las Horas, la presidencia de los otros ritos sagrados y también mediante la promoción de la vida litúrgica y de la auténtica piedad popular. Entre las celebraciones presididas por el Obispo destacan especialmente aquellas en las que se manifiesta la peculiaridad del ministerio episcopal como plenitud del sacerdocio. Así sucede en la administración del sacramento de la Confirmación, de las Órdenes sagradas, en la celebración solemne de la Eucaristía en que el Obispo está rodeado de su presbiterio y de los otros ministros –como en la liturgia de la Misa crismal–, en la dedicación de las iglesias y de los altares, en la consagración de las vírgenes, así como en otros ritos importantes para la vida de la Iglesia particular. Se presenta visiblemente en estas celebraciones como el padre y pastor de los fieles, el «  Sumo Sacerdote  » de su pueblo (cf. Hb 10, 21), que ora y enseña a orar, intercede por sus hermanos y, junto con el pueblo, implora y da gracias a Dios, resaltando la primacía de Dios y de su gloria.

En estas ocasiones brota, como de una fuente, la gracia divina que inunda toda la vida de los hijos de Dios durante su peregrinación terrena, encaminándola hacia su culminación y plenitud en la patria celestial. Por eso, el ministerio de la santificación es fundamental para la promoción de la esperanza cristiana. El Obispo no sólo anuncia con la predicación de la palabra las promesas de Dios y abre caminos hacia al futuro, sino que anima al Pueblo de Dios en su camino terreno y, mediante la celebración de los sacramentos, prenda de la gloria futura, le hace pregustar su destino final, en comunión con la Virgen María y los Santos, en la certeza inquebrantable de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, así como de su venida gloriosa.

Importancia de la iglesia catedral

34. Aunque el Obispo ejerce su ministerio de santificación en toda la diócesis, éste tiene su centro en la iglesia catedral, que es como la iglesia madre y el punto de convergencia de la Iglesia particular.

En efecto, la catedral es el lugar donde el Obispo tiene su Cátedra, desde la cual educa y hace crecer a su pueblo por la predicación, y donde preside las principales celebraciones del año litúrgico y de los sacramentos. Precisamente cuando está sentado en su Cátedra, el Obispo se muestra ante la asamblea de los fieles como quien preside in loco Dei Patris; por eso, como ya he recordado, según una antiquísima tradición, tanto de oriente como de occidente, solamente el Obispo puede sentarse en la Cátedra episcopal. Precisamente la presencia de ésta hace de la iglesia catedral el centro material y espiritual de unidad y comunión para el presbiterio diocesano y para todo el Pueblo santo de Dios.

No se ha de olvidar a este propósito la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la gran importancia que todos deben dar «  a la vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el obispo preside rodeado por su presbiterio y sus ministros  ».131 En la catedral, pues, donde se realiza lo más alto de la vida de la Iglesia, se ejerce también el acto más excelso y sagrado del munus sanctificandi del Obispo, que comporta a la vez, como la liturgia misma que él preside, la santificación de las personas y el culto y la gloria de Dios.

Algunas celebraciones particulares manifiestan de manera especial este misterio de la Iglesia. Entre ellas, recuerdo la liturgia anual de la Misa crismal, que «  ha de ser tenida como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él  ».132 Durante esta celebración, junto con el Óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, se bendice el santo Crisma, signo sacramental de salvación y vida perfecta para todos los renacidos por el agua y el Espíritu Santo. También se han de citar entre las liturgias más solemnes aquéllas en que se confieren las sagradas Órdenes, cuyos ritos tienen en la iglesia catedral su lugar propio y normal.133 A estos casos se han de añadir algunas otras circunstancias, como la celebración del aniversario de su dedicación y las fiestas de los santos Patronos de la diócesis.

Éstas y otras ocasiones, según el calendario litúrgico de cada diócesis, son circunstancias preciosas para consolidar los vínculos de comunión con los presbíteros, las personas consagradas y los fieles laicos, así como para dar nuevo impulso a la misión de todos los miembros de la Iglesia particular. Por eso el Caeremoniale Episcoporum destaca la importancia de la iglesia catedral y de las celebraciones que se desarrollan en ella para el bien y el ejemplo de toda la Iglesia particular.134

Moderador de la liturgia como pedagogía de la fe

35. En las actuales circunstancias, los Padres sinodales han querido llamar la atención sobre la importancia del ministerio de la santificación que se ejerce en la Liturgia, la cual debe celebrarse de tal modo que haga efectiva su fuerza didáctica y educativa.135 Esto requiere que las celebraciones litúrgicas sean verdaderamente epifanía del misterio. Deberán expresar con claridad, pues, la naturaleza del culto divino, reflejando el sentido genuino de la Iglesia que ora y celebra los misterios divinos. Además, si todos participan convenientemente en la liturgia, según los diversos ministerios, ésta resplandecerá por su dignidad y belleza.

En el ejercicio de mi ministerio, yo mismo he querido dar una prioridad a las celebraciones litúrgicas, tanto en Roma como durante mis viajes apostólicos en los diferentes continentes y naciones. Haciendo brillar la belleza y la dignidad de la liturgia cristiana en todas sus expresiones he tratado promover el auténtico sentido de la santificación del nombre de Dios, con el fin de educar el sentimiento religioso de los fieles y abrirlo a la trascendencia.

Exhorto, pues, a mis hermanos Obispos, a que, como maestros de la fe y partícipes del supremo sacerdocio de Cristo, procuren con todas sus fuerzas promover auténticamente la liturgia. Ésta exige que por la manera en que se celebra anuncie con claridad la verdad revelada, transmita fielmente la vida divina y exprese sin ambigüedad la auténtica naturaleza de la Iglesia. Todos han de ser conscientes de la importancia de las sagradas celebraciones de los misterios de la fe católica. La verdad de la fe y de la vida cristiana no se transmite sólo con palabras, sino también con signos sacramentales y el conjunto de ritos litúrgicos. Es bien conocido, a este propósito, el antiguo axioma que vincula estrechamente la lex credendi a la lex orandi.136

Por tanto, todo Obispo ha de ser ejemplar en el arte del presidir, consciente de tractare mysteria. Debe tener también una vida teologal profunda que inspire su comportamiento en cada contacto con el Pueblo santo de Dios. Debe ser capaz de transmitir el sentido sobrenatural de las palabras, oraciones y ritos, de modo que implique a todos en la participación en los santos misterios. Además, por medio de una adecuada y concreta promoción de la pastoral litúrgica en la diócesis, ha de procurar que los ministros y el pueblo adquieran una auténtica comprensión y experiencia de la liturgia, de modo los fieles lleguen a la plena, consciente, activa y fructuosa participación en los santos misterios, como propuso el Vaticano II.137

De este modo, las celebraciones litúrgicas, especialmente las que son presididas por el Obispo en su catedral, serán proclamaciones diáfanas de la fe de la Iglesia, momentos privilegiados en que el Pastor presenta el misterio de Cristo a los fieles y los ayuda a entrar progresivamente en él, para que se convierta en una gozosa experiencia, que han de testimoniar después con las obras de caridad (cf. Ga 5, 6).

Dada la importancia que tiene la correcta transmisión de la fe en la santa liturgia de la Iglesia, el Obispo deberá vigilar atentamente, por el bien de los fieles, que se observen siempre, por todos y en todas partes, las normas litúrgicas vigentes. Esto comporta también corregir firme y tempestivamente los abusos, así como excluir cualquier arbitrariedad en el campo litúrgico. Además, el Obispo mismo debe estar atento, en lo que de él depende o en colaboración con las Conferencias episcopales y las Comisiones litúrgicas pertinentes, a que se observe esa misma dignidad y autenticidad de los actos litúrgicos en los programas radiofónicos y televisivos.

Carácter central del Día del Señor y del año litúrgico

36. La vida y el ministerio del Obispo han de estar impregnados de la presencia del Señor y de su misterio. En efecto, la promoción en toda la diócesis de la convicción de que la liturgia es el centro espiritual, catequético y pastoral depende en buena medida del ejemplo del Obispo.

La celebración del misterio pascual de Cristo en el Día del Señor o domingo ocupa el centro de este ministerio. Como he repetido varias veces, algunas recientemente, para remarcar la identidad cristiana en nuestro tiempo hace falta dar renovada centralidad a la celebración del Día del Señor y, en él, a la celebración de la Eucaristía. Debe sentirse el domingo como «  día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana  ».138

La presencia del Obispo que el domingo, día también de la Iglesia, preside la Eucaristía en su catedral o en las parroquias de la diócesis, puede ser un signo ejemplar de fidelidad al misterio de la Resurrección y un motivo de esperanza para el Pueblo de Dios en su peregrinación, de domingo en domingo, hasta el octavo día, día que no conoce ocaso, de la Pascua eterna.139

Durante el año litúrgico la Iglesia revive todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento del Señor hasta la Ascensión y el día de Pentecostés, a la espera de su venida gloriosa.140 Naturalmente, el Obispo dará especial importancia a la preparación y celebración del Triduo Pascual, corazón de todo el año litúrgico, con la solemne Vigilia pascual y su prolongación durante los cincuenta días del tiempo pascual.

El año litúrgico, con su cadencia cíclica, puede ser valorizado con una programación pastoral de la vida de la diócesis en torno al misterio de Cristo. En cuanto itinerario de fe, la Iglesia es alentada por la memoria de la Virgen María que, «  glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma [...], brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo  ».141 Es una espera sustentada también con la memoria de los mártires y demás santos que, «  llevados a la perfección por medio de la multiforme gracia de Dios y habiendo alcanzado ya la salvación eterna, entonan la perfecta alabanza a Dios en los cielos e interceden por nosotros  ».142

Ministro de la celebración eucarística

37. En el centro del munus sanctificandi del Obispo está la Eucaristía, que él mismo ofrece o encarga ofrecer, y en la que se manifiesta especialmente su función de «  ecónomo  » o ministro de la gracia del supremo sacerdocio.143

El Obispo contribuye a la edificación de la Iglesia, misterio de comunión y misión, sobre

todo presidiendo la asamblea eucarística. En efecto, la Eucaristía no sólo es el principio esencial de la vida cada fiel, sino también de la comunidad misma en Cristo. Reunidos por la predicación del Evangelio, los fieles forman comunidades en las que está realmente presente la Iglesia de Cristo, y eso se pone de manifiesto particularmente en la celebración misma del Sacrificio eucarístico.144 Es conocido a este respecto lo que enseña el Concilio: «  En toda comunidad en torno al altar, presidida por el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquel gran amor y de 'la unidad del cuerpo místico sin la que no puede uno salvarse'. En estas comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. En efecto, 'la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace precisamente que nos convirtamos en aquello que recibimos'  ».145

Además, de la celebración eucarística, que es «  la fuente y la cumbre de toda evangelización  »,146 brota todo compromiso misionero de la Iglesia, que tiende a manifestar a otros, con el testimonio de vida, el misterio vivido en la fe.

El deber de celebrar la Eucaristía es el cometido principal y más apremiante del ministerio pastoral del Obispo. A él corresponde también, como una de sus principales tareas, procurar que los fieles tengan la posibilidad de acceder a la mesa del Señor, sobre todo el domingo que, como acabamos de recordar, es el día en que la Iglesia, comunidad y familia de los hijos de Dios, expresa su específica identidad cristiana en torno a sus propios presbíteros.147

No obstante, bien por falta de sacerdotes, bien por otras razones graves y persistentes, puede ser que en ciertas regiones no sea posible celebrar la Eucaristía con la debida regularidad. Esta eventualidad agudiza el deber del Obispo, como padre de familia y ministro de la gracia, de estar siempre atento para discernir las necesidades efectivas y la gravedad de las situaciones. Así, será preciso recurrir a una mejor distribución de los miembros del presbiterio, de modo que, incluso en casos semejantes, las comunidades no se vean privadas de la celebración eucarística durante demasiado tiempo.

A falta de la Santa Misa, el Obispo ha de procurar que la comunidad, aun estando siempre en espera de la plenitud del encuentro con Cristo en la celebración del Misterio pascual, pueda tener una celebración especial al menos los domingos y días festivos. En estos casos los fieles, presididos por ministros responsables, pueden beneficiarse del don de la Palabra proclamada y de la comunión eucarística mediante celebraciones de asambleas dominicales, previstas y adecuadas, en ausencia de un presbítero.148

Responsable de la iniciación cristiana

38. En las circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo, tanto en las Iglesias jóvenes como en los Países donde el cristianismo se ha establecido desde siglos, resulta providencial la recuperación, sobre todo para los adultos, de la gran tradición de la disciplina sobre la iniciación cristiana. Ésta ha sido una disposición oportuna del Concilio Vaticano II,149 que de este modo quiso ofrecer un camino de encuentro con Cristo y con la Iglesia a muchos hombres y mujeres tocados por la gracia del Espíritu y deseosos de entrar en comunión con el misterio de la salvación en Cristo, muerto y resucitado por nosotros.

Mediante el itinerario de la iniciación cristiana se introduce progresivamente a los catecúmenos en el conocimiento del misterio de Cristo y de la Iglesia, análogamente a lo que ocurre en el origen, desarrollo y maduración de la vida natural. En efecto, por el Bautismo los fieles renacen y participan del sacerdocio real. Por la Confirmación, cuyo ministro originario es el Obispo, se corrobora su fe y reciben una especial efusión de los dones del Espíritu. Al participar de la Eucaristía, se alimentan con el manjar de vida eterna y se insertan plenamente en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. De este modo, «  por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, están en disposición de gustar cada vez más y mejor los tesoros de la vida divina y progresar hasta la consecución de la perfección de la caridad  ».150

Así pues, los Obispos, teniendo en cuenta las circunstancias actuales han de poner en práctica las prescripciones del Rito de la iniciación cristiana de adultos. Por tanto, han de procurar que en cada diócesis existan las estructuras y agentes de pastoral necesarios para asegurar de la manera más digna y eficaz la observancia de las disposiciones y disciplina litúrgica, catequética y pastoral de la iniciación cristiana, adaptada a las necesidades de nuestros tiempos.

Por su propia naturaleza de inserción progresiva en el misterio de Cristo y de la Iglesia, misterio que vive y actúa en cada Iglesia particular, el itinerario de la iniciación cristiana requiere la presencia y el ministerio del Obispo diocesano, especialmente en su fase final, es decir, en la administración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía, como tiene lugar normalmente en la Vigilia pascual.

El Obispo debe regular también, según las leyes de la Iglesia, lo que se refiere a la iniciación cristiana de los niños y jóvenes, dando disposiciones sobre su apropiada preparación catequética y su compromiso gradual en la vida de la comunidad. Además, ha de estar atento a que eventuales itinerarios de catecumenado, de recuperación y fortalecimiento del camino de la iniciación cristiana o de acercamiento a los fieles que se han alejado de la vida normal de fe comunitaria, se desarrollen según las normas de la Iglesia y en plena sintonía con la vida de las comunidades parroquiales en la diócesis.

Finalmente, el Obispo, ministro originario del Sacramento de la Confirmación, ha de ser quien lo administre normalmente. Su presencia en la comunidad parroquial que, por la pila bautismal y la Mesa eucarística, es el ambiente natural y ordinario del camino de la iniciación cristiana, evoca eficazmente el misterio de Pentecostés y se demuestra sumamente útil para consolidar los vínculos de comunión eclesial entre el pastor y los fieles.

Responsabilidad del Obispo en la disciplina penitencial

39. En sus intervenciones, los Padres sinodales pusieron especial atención en la disciplina penitencial, subrayando su importancia y el cuidado especial que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, deben prestar a la pastoral y a la disciplina del sacramento de la Penitencia. Me complace haber oído de ellos lo que es una profunda convicción mía, esto es, que se ha de poner sumo interés en la pastoral de este sacramento de la Iglesia, fuente de reconciliación, de paz y alegría para todos nosotros, necesitados de la misericordia del Señor y de la curación de las heridas del pecado.

Como primer responsable de la disciplina penitencial en su Iglesia particular, corresponde ante todo al Obispo dirigir una invitación kerygmatica a la conversión y a la penitencia. Tiene el deber de proclamar con libertad evangélica la presencia triste y dañosa del pecado en la vida de los hombres y en la historia de las comunidades. Al mismo tiempo, ha de anunciar el misterio insondable de la misericordia que Dios nos ha prodigado en la Cruz y en la Resurrección de su Hijo, Jesucristo, y en la efusión del Espíritu, para la remisión de los pecados. Este anuncio, invitación a la reconciliación y llamada a la esperanza, está en el corazón del Evangelio. Es el primer anuncio de los Apóstoles el día del Pentecostés, anuncio en que se revela el sentido mismo de la gracia y de la salvación comunicada por los Sacramentos.

El Obispo ha de ser un ministro ejemplar del sacramento de la Penitencia y debe recurrir asidua y fielmente al mismo. No se cansará de exhortar a sus sacerdotes a que tengan en gran estima el ministerio de la reconciliación recibido en la Ordenación sacerdotal, animándolos a ejercerlo con generosidad y sentido sobrenatural, imitando al Padre que acoge a los que vuelven a la casa paterna y a Cristo, Buen Pastor, que lleva sobre sus hombros a la oveja extraviada.151

La responsabilidad del Obispo incluye también el deber de velar para que la absolución general no se imparta más allá de las normas del derecho. A este respecto, en el Motu proprio Misericordia Dei he subrayado que los Obispos han de insistir en la disciplina vigente, según la cual la confesión, individual e íntegra, y la absolución son el único modo ordinario por el que el fiel consciente de pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia. Sólo una imposibilidad física o moral dispensa de este modo ordinario, en cuyo caso la reconciliación se puede obtener de otras maneras. Además, el Obispo ha de recordar a todos los que por oficio tienen cura de almas el deber de brindar a los fieles la oportunidad de acudir a la confesión individual.152 Y se cuidará de verificar que se den a los fieles las máximas facilidades para poder confesarse.

Considerada a la luz de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia la íntima unión entre el sacramento de la Reconciliación y la participación en la Eucaristía, es cada vez más necesario formar la conciencia de los fieles para que participen digna y fructuosamente en el Banquete eucarístico en estado de gracia.153

Es útil recordar también que corresponde al Obispo el cometido de reglamentar, convenientemente y con una cuidadosa elección de los ministros adecuados, la disciplina sobre el ejercicio de los exorcismos y de las celebraciones de oración para obtener curaciones, respetando los recientes documentos de la Santa Sede.154

Cuidado de la piedad popular

40. Los Padres sinodales confirmaron la importancia de la piedad popular en la transmisión y el desarrollo de la fe. En efecto, como dijo mi predecesor Pablo VI, ésta piedad comporta grandes valores, tanto respecto a Dios como a los hermanos,155 llegando a constituir así un verdadero tesoro de espiritualidad en la vida de las comunidades cristianas.

En nuestro tiempo, en que se nota una gran sed de espiritualidad, que a veces induce a muchos a hacerse adeptos de sectas religiosas o de otras formas vagas de espiritualismo, los Obispos han de discernir y favorecer también los valores y las formas de la auténtica piedad popular.

Sigue siendo actual lo que se dice en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: «  La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo hay que ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuestos a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo  ».156

Es preciso, pues, orientar esta religiosidad, purificando eventualmente sus formas expresivas según los principios de la fe y de la vida cristiana. Por medio de la piedad popular, se ha de conducir a los fieles al encuentro personal con Cristo, a la comunión con la Santísima Virgen María y los Santos, mediante la escucha de la palabra de Dios, la vida de oración, la participación en los sacramentos, el testimonio de la caridad y de las obras de misericordia.157

Para una reflexión más amplia a este respecto, me complace indicar los documentos emanados por esta Sede Apostólica, en los que, además de contener valiosas sugerencias teológicas, pastorales y espirituales, se recuerda que todas las manifestaciones de piedad popular están bajo la responsabilidad del Obispo, en su propia diócesis. A él compete regularlas, animarlas en su función de ayuda a los fieles para la vida cristiana, purificarlas en lo que fuere necesario y evangelizarlas.158

Promover la santidad de todos los fieles

41. La santidad del pueblo de Dios, a la cual se ordena el ministerio de santificación del Obispo, es don de la gracia divina y manifestación de la primacía de Dios en la vida de la Iglesia. Por eso, en su ministerio debe promover incansablemente una auténtica pastoral y pedagogía de la santidad, para realizar así el programa propuesto en el capítulo quinto de la Constitución Lumen gentium sobre la vocación universal a la santidad.

Yo mismo he propuesto este programa a toda la Iglesia al principio del tercer milenio como prioridad pastoral y fruto del gran Jubileo de la Encarnación.159 En efecto, también hoy la santidad es un signo de los tiempos, una prueba de la verdad del cristianismo que brilla en sus mejores fieles, tanto en los muchos que han sido elevados al honor de los altares como en aquellos, más numerosos aún, que calladamente han vivificado y vivifican la historia humana con la humilde y gozosa santidad cotidiana. De hecho, en nuestro tiempo hay también testimonios preciosos de santidad personal y comunitaria que son para todos, incluidas las nuevas generaciones, un signo de esperanza.

Así pues, para resaltar el testimonio de la santidad, exhorto a mis Hermanos Obispos a buscar y destacar los signos de santidad y virtudes heroicas que también hoy se dan, sobre todo cuando se refieren a fieles laicos de sus diócesis y, especialmente, a esposos cristianos. En los casos en que se considere verdaderamente oportuno, les animo a promover los correspondientes procesos de canonización.160 Eso sería para todos un signo de esperanza y un impulso en el camino del Pueblo de Dios, un motivo que estimula su testimonio de la perenne presencia de la gracia en las vicisitudes humanas, ante al mundo.

 

CAPÍTULO V

GOBIERNO PASTORAL DEL OBISPO

«  Os he dado ejemplo...  » (Jn 13, 15)

42. El Concilio Vaticano II, al tratar del deber de gobernar la familia de Dios y de cuidar habitual y cotidianamente la grey del Señor Jesús, explica que los Obispos, en el ejercicio de su ministerio de padres y pastores de sus fieles, han de comportarse como «  quien sirve  », inspirándose siempre en el ejemplo del Buen Pastor, que vino no para ser servido sino para servir y dar su vida por las ovejas (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45; Lc 22, 26-27; Jn 10, 11).161

Esta imagen de Jesús, modelo supremo para el Obispo, tiene una elocuente expresión en el gesto del lavatorio de los pies, narrado en el Evangelio según san Juan: «  Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando... se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido... Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo... os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis  » (Jn 13, 1-15).

Contemplemos, pues, a Jesús en este gesto que parece darnos la clave para comprender su propio ser y su misión, su vida y su muerte. Contemplemos además el amor de Jesús, que se traduce en acción, en gestos concretos. Contemplemos a Jesús que asume totalmente, con radicalidad absoluta, la forma de siervo (cf. Flp 2, 7). Él, el Maestro y Señor, que ha recibido todo del Padre, nos ha amado hasta al final, hasta ponerse enteramente en manos de los hombres, aceptando todo lo que después harían con Él. El gesto de Jesús indica un amor completo, en el contexto de la institución de la Eucaristía y en la clara perspectiva de su pasión y muerte. Un gesto que revela el sentido de la Encarnación y, más aún, de la esencia misma de Dios. Dios es amor y por eso ha asumido la condición de siervo: Dios se pone al servicio del hombre para llevar al hombre a la plena comunión con Él.

Por tanto, si éste es el Maestro y Señor, el sentido del ministerio y del ser mismo de quien, como los Doce, ha sido llamado a tener mayor intimidad con Jesús, debe consistir en la disponibilidad entera e incondicional para con los demás, tanto para con los que ya son parte de la grey como los que todavía no lo son (cf. Jn 10, 16).

Autoridad del servicio pastoral del Obispo

43. El Obispo es enviado como pastor, en nombre de Cristo, para cuidar de una porción del Pueblo de Dios. Por medio del Evangelio y la Eucaristía debe hacerla crecer como una realidad de comunión en el Espíritu Santo.162 De esto se deriva que el Obispo representa y gobierna la Iglesia confiada a él, con la potestad necesaria para ejercer el ministerio pastoral sacramentalmente recibido («  munus pastorale  »), que es participación en la misma consagración y misión de Cristo.163 Por eso, los Obispos «  como vicarios y legados de Cristo gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada, que ejercen, sin embargo, únicamente para construir su rebaño en la verdad y santidad, recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lc 22, 26-27)  ».164

Este texto conciliar sintetiza admirablemente la doctrina católica sobre el gobierno pastoral del Obispo, que se encuentra también en el rito de la Ordenación episcopal: «  El episcopado es un servicio, no un honor [...]. El que es mayor, según el mandato del Señor, debe aparecer como el más pequeño, y el que preside, como quien sirve  ».165 Se aplica, pues, el principio fundamental según el cual, como afirma san Pablo, la autoridad en la Iglesia tiene como objeto la edificación del Pueblo de Dios, no su ruina (cf. 2 Co 10, 8). Como se repitió varias veces en el Aula sinodal, la edificación de la grey de Cristo en la verdad y la santidad exige ciertas cualidades del Obispo, como una vida ejemplar, capacidad de relación auténtica y constructiva con las personas, aptitud para impulsar y desarrollar la colaboración, bondad de ánimo y paciencia, comprensión y compasión ante las miserias del alma y del cuerpo, indulgencia y perdón. En efecto, se trata de expresar del mejor modo posible el modelo supremo, que es Jesús, Buen Pastor.

El Obispo tiene una verdadera potestad, pero una potestad iluminada por la luz del Buen Pastor y forjada según este modelo. Se ejerce en nombre de Cristo y «  es propia, ordinaria e inmediata. Su ejercicio, sin embargo, está regulado en último término por la suprema autoridad de la Iglesia, que puede ponerle ciertos límites con vistas al bien común de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho y el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo lo referente al culto y al apostolado  ».166 El Obispo, pues, en virtud del oficio recibido, tiene una potestad jurídica objetiva que tiende a manifestarse en los actos potestativos mediante los cuales ejerce el ministerio de gobierno («  munus pastorale  ») recibido en el Sacramento.

No obstante, el gobierno del Obispo será pastoralmente eficaz –conviene recordarlo también en este caso– si se apoya en la autoridad moral que le da su santidad de vida. Ésta dispondrá los ánimos para acoger el Evangelio que proclama en su Iglesia, así como las normas que establezca para el bien del Pueblo de Dios. Por eso advertía san Ambrosio: «  No se busca en los sacerdotes nada de vulgar, nada propio de las aspiraciones, las costumbres o los modales de la gente grosera. La dignidad sacerdotal requiere una compostura que se aleja de los alborotos, una vida austera y una especial autoridad moral  ».167

El ejercicio de la autoridad en la Iglesia no se puede entender como algo impersonal y burocrático, precisamente porque se trata de una autoridad que nace del testimonio. Todo lo que dice y hace el Obispo ha de revelar la autoridad de la palabra y los gestos de Cristo. Si faltara la ascendencia de la santidad de vida del Obispo, es decir, su testimonio de fe, esperanza y caridad, el Pueblo de Dios acogería difícilmente su gobierno como manifestación de la presencia activa de Cristo en su Iglesia.

Al ser ministros de la apostolicidad de la Iglesia por voluntad del Señor y revestidos del poder del Espíritu del Padre, que rige y guía (Spiritus principalis), los Obispos son sucesores de los Apóstoles no sólo en la autoridad y en la potestad sagrada, sino también en la forma de vida apostólica, en saber sufrir por anunciar y difundir el Evangelio, en cuidar con ternura y misericordia de los fieles a él confiados, en la defensa de los débiles y en la constante dedicación al Pueblo de Dios.

En el Aula sinodal se recordó que, después del Concilio Vaticano II, con frecuencia resulta difícil ejercer la autoridad en la Iglesia. Es una situación que aún perdura, aunque algunas de las mayores dificultades parecen haberse superado. Así pues, se plantea la cuestión de cómo conseguir que el servicio necesario de la autoridad se comprenda mejor, se acepte y se cumpla. A este respecto, una primera respuesta proviene de la naturaleza misma de la autoridad eclesial: es –y así ha de manifestarse lo más claramente posible– participación en la misión de Cristo, que se ha de vivir y ejercer con humildad, dedicación y servicio.

El valor de la autoridad del Obispo no se manifiesta en las apariencias, sino profundizando el sentido teológico, espiritual y moral de su ministerio, fundado en el carisma de la apostolicidad. Lo que se dijo en el aula sinodal sobre el gesto del lavatorio de los pies y la conexión que se estableció en dicho contexto entre la figura del siervo y la del pastor, da a entender que el episcopado es realmente un honor cuando es servicio. Por tanto, todo Obispo debe aplicarse a sí mismo las palabras de Jesús: «  Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos  » (Mc 10, 42- 45). Recordando estas palabras del Señor, el Obispo gobierna con el corazón propio del siervo humilde y del pastor afectuoso que guía su rebaño buscando la gloria de Dios y la salvación de las almas (cf. Lc 22, 26-27). Vivida así, la forma de gobierno del Obispo es verdaderamente única en el mundo.

Se ha recordado ya el texto de la Lumen gentium donde se afirma que los Obispos rigen las Iglesias particulares confiadas a ellos como vicarios y legados de Cristo, «  con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos  ».168 Eso no contradice las palabras que siguen, cuando el Concilio añade que los Obispos gobiernan ciertamente «  con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos  », pero «  también con autoridad y potestad sagrada  ».169 En efecto, se trata de una “potestad sagrada” que hunde sus raíces en la autoridad moral que le da al Obispo su santidad de vida. Precisamente ésta facilita la recepción de toda su acción de gobierno y hace que sea eficaz.

Estilo pastoral de gobierno y comunión diocesana

44. La comunión eclesial vivida llevará al Obispo a un estilo pastoral cada vez más abierto a la colaboración de todos. Hay una cierta interrelación entre lo que el Obispo debe decidir bajo su responsabilidad personal para el bien de la Iglesia confiada a sus cuidados y la aportación que los fieles pueden ofrecerle a través de los órganos consultivos, como el sínodo diocesano, el consejo presbiteral, el consejo episcopal y el consejo pastoral.170

Los Padres sinodales se refirieron a esta modalidad de ejercer el gobierno episcopal mediante la cual se organiza la actividad pastoral en la diócesis.171 En efecto, la Iglesia particular hace referencia no sólo al triple oficio episcopal (munus episcopale), sino también a la triple función profética, sacerdotal y real de todo el Pueblo de Dios.

En virtud del Bautismo todos los fieles participan, del modo que les es propio, del triple munus de Cristo. Por su igualdad real en la dignidad y en el actuar están llamados a cooperar en la edificación del Cuerpo de Cristo y, por tanto, a realizar la misión que Dios ha confiado a la Iglesia en el mundo, cada uno según su propia condición y sus propios cometidos.172

Cualquier forma de diferenciación entre los fieles, basada en los diversos carismas, funciones o ministerios, está ordenada al servicio de los otros miembros del Pueblo de Dios. La diferenciación ontológica y funcional que sitúa al Obispo «  ante  » los demás fieles, sobre la base de la plenitud del sacramento del Orden que ha recibido, consiste en ser para los otros fieles, que no lo desarraiga de su ser con ellos.

La Iglesia es una comunión orgánica que se realiza coordinando los diversos carismas, ministerios y servicios para la consecución del fin común que es la salvación. El Obispo es responsable de lograr esta unidad en la diversidad, favoreciendo, como se dijo en la Asamblea sinodal, la sinergia de los diferentes agentes, de tal modo que sea posible recorrer juntos el camino común de fe y misión.173

Una vez dicho esto, es necesario añadir que el ministerio del Obispo en modo alguno se puede reducir al de un simple moderador. Por su naturaleza, el munus episcopale implica un claro e inequívoco derecho y deber de gobierno, que incluye también el aspecto jurisdiccional. Los Pastores son testigos públicos y su potestas testandi fidem alcanza su plenitud en la potestas iudicandi: el Obispo no sólo está llamado a testimoniar la fe, sino también a examinarla y disciplinar sus manifestaciones en los creyentes confiados a su cuidado pastoral. Al cumplir este cometido, hará todo lo posible para suscitar el consenso de sus fieles, pero al final debe saber asumir la responsabilidad de las decisiones que, en su conciencia de pastor, vea necesarias, preocupado sobre todo del juicio futuro de Dios.

La comunión eclesial en su organicidad requiere la responsabilidad personal del Obispo, pero supone también la participación de todas las categorías de fieles, en cuanto corresponsables del bien de la Iglesia particular, de la cual ellos mismos forman parte. Lo que garantiza la autenticidad de esta comunión orgánica es la acción del Espíritu, que actúa tanto en la responsabilidad personal del Obispo como en la participación de los fieles en ella. En efecto, es el Espíritu quien, dando origen tanto a la igualdad bautismal de todos los fieles como a la diversidad carismática y ministerial de cada uno, es capaz de realizar eficazmente la comunión. En base a estos principios se regulan los Sínodos diocesanos, cuyos aspectos canónicos, establecidos por los cc. 460-468 del Código de Derecho Canónico, han sido precisados por la instrucción interdicasterial del 19 de marzo de 1997.174 Al sentido de estas normas han de atenerse también las demás asambleas diocesanas, que ha de presidir el Obispo sin abdicar nunca de su responsabilidad específica.

Si en el Bautismo todo cristiano recibe el amor de Dios por la efusión del Espíritu Santo, el Obispo –recordó oportunamente la Asamblea sinodal– recibe en su corazón la caridad pastoral de Cristo por el sacramento del Orden. Esta caridad pastoral tiene como finalidad crear comunión.175 Antes de concretar este amor-comunión en líneas de acción, el Obispo ha de hacerlo presente en su propio corazón y en el corazón de la Iglesia mediante una vida auténticamente espiritual.

Puesto que la comunión expresa la esencia de la Iglesia, es normal que la espiritualidad de comunión tienda a manifestarse tanto en el ámbito personal como comunitario, suscitando siempre nuevas formas de participación y corresponsabilidad en las diversas categorías de fieles. Por tanto, el Obispo debe esforzarse en suscitar en su Iglesia particular estructuras de comunión y participación que permitan escuchar al Espíritu que habla y vive en los fieles, para impulsarlos a poner en práctica lo que el mismo Espíritu sugiere para el auténtico bien de la Iglesia.

Estructuras de la Iglesia particular

45. Muchas intervenciones de los Padres sinodales se refirieron a varios aspectos y momentos de la vida de la diócesis. Así, se prestó la debida atención a la Curia diocesana como estructura de la cual se sirve el Obispo para expresar la propia caridad pastoral en sus diversos aspectos.176 Se volvió a subrayar la conveniencia de que la administración económica de la diócesis se confíe a personas que, además de honestas, sean competentes, de manera que sea ejemplo de trasparencia para las demás instituciones eclesiásticas análogas. Si en la diócesis se vive una espiritualidad de comunión se prestará una atención privilegiada a las parroquias y comunidades más pobres, haciendo además lo posible para destinar parte de las disponibilidades económicas para las Iglesias más indigentes, especialmente en tierras de misión y migración.177

No obstante, lo que más centró la atención de los Padres sinodales fue la parroquia, recordando que el Obispo es responsable de esta comunidad, eminente entre todas las demás en la diócesis. Por tanto, debe cuidarse sobre todo de ella.178 En efecto –como muchos dijeron–, la parroquia sigue siendo el núcleo fundamental en la vida cotidiana de la diócesis.

La visita pastoral

46. Precisamente en esta perspectiva resalta la importancia de la visita pastoral, auténtico tiempo de gracia y momento especial, más aún, único, para el encuentro y diálogo del Obispo con los fieles.179 El Obispo Bartolomeu dos Mártires, que yo mismo beatifiqué a los pocos días de concluir el Sínodo, en su obra clásica Stimulus Pastorum, muy estimada también por san Carlos Borromeo, define la visita pastoral quasi anima episcopalis regiminis y la describe elocuentemente como una expansión de la presencia espiritual del Obispo entre sus fieles.180

En su visita pastoral a la parroquia, dejando a otros delegados el examen de las cuestiones de tipo administrativo, el Obispo ha de dar prioridad al encuentro con las personas, empezando por el párroco y los demás sacerdotes. Es el momento en que ejerce más cerca de su pueblo el ministerio de la palabra, la santificación y la guía pastoral, en contacto más directo con las angustias y las preocupaciones, las alegrías y las expectativas de la gente, con la posibilidad de exhortar a todos a la esperanza. En esta ocasión, el Obispo tiene sobre todo un contacto directo con las personas más pobres, los ancianos y los enfermos. Realizada así, la visita pastoral muestra lo que es, un signo de la presencia del Señor que visita a su pueblo en la paz.

El Obispo con su presbiterio

47. Al describir la Iglesia particular, el decreto conciliar Christus Dominus la define con razón como comunidad de fieles confiada a la cura pastoral del Obispo «  cum cooperatione presbyterii  ».181 En efecto, entre el Obispo y los presbíteros hay una communio sacramentalis en virtud del sacerdocio ministerial o jerárquico, que es participación en el único sacerdocio de Cristo y, por tanto, aunque en grado diferente, en virtud del único ministerio eclesial ordenado y de la única misión apostólica.

Los presbíteros, y especialmente los párrocos, son pues los más estrechos colaboradores del ministerio del Obispo. Los Padres sinodales renovaron las recomendaciones y exhortaciones sobre la relación especial entre el Obispo y sus presbíteros, que ya habían hecho los documentos conciliares y reiterado más recientemente la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis.182 El Obispo ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual, ministerial y económico.183

El afecto especial del Obispo por sus sacerdotes se manifiesta como acompañamiento paternal y fraterno en las etapas fundamentales de su vida ministerial, comenzando ya en los primeros pasos de su ministerio pastoral. Es fundamental la formación permanente de los presbíteros, que para todos ellos es una «  vocación en la vocación  », puesto que, con la variedad y complementariedad de los aspectos que abarca, tiende a ayudarles a ser y actuar como sacerdotes al estilo de Jesús.

Uno de los primeros deberes del Obispo diocesano es la atención espiritual a su presbiterio: «  El gesto del sacerdote que, el día de la ordenación presbiteral, pone sus manos en las manos del obispo prometiéndole 'respeto y obediencia filial', puede parecer a primera vista un gesto con sentido único. En realidad, el gesto compromete a ambos: al sacerdote y al obispo. El joven presbítero decide encomendarse al obispo y, por su parte, el obispo se compromete a custodiar esas manos  ».184

En otros dos momentos, quisiera añadir, el presbítero puede esperar razonablemente una muestra de especial cercanía de su Obispo. El primero, al confiarle una misión pastoral, tanto si es la primera, como en el caso del sacerdote recién ordenado, como si se trata de un cambio o la encomienda de un nuevo encargo pastoral. La asignación de una misión pastoral es para el Obispo mismo una muestra significativa de responsabilidad paterna para con uno de sus presbíteros. Bien se pueden aplicar a esto aquellas palabras de san Jerónimo: «  Sabemos que la misma relación que había entre Aarón y sus hijos se da también entre el Obispo y sus sacerdotes. Hay un sólo Señor, un único templo: haya pues unidad en el ministerio [...]. ¿Acaso no es orgullo de padre tener un hijo sabio? Felicítese el Obispo por haber tenido acierto al elegir sacerdotes así para Cristo  ».185

El otro momento es aquel en que un sacerdote deja por motivos de edad la dirección pastoral efectiva de una comunidad o los cargos con responsabilidad directa. En ésta, como en otras circunstancias análogas, el Obispo debe hacer presente al sacerdote tanto la gratitud de la Iglesia particular por los trabajos apostólicos realizados hasta entonces como la dimensión específica de su nueva condición en el presbiterio diocesano. En efecto, en esta nueva situación no sólo se mantienen sino que aumentan sus posibilidades de contribuir a la edificación de la Iglesia mediante el testimonio ejemplar de una oración más asidua y una disponibilidad generosa para ayudar a los hermanos más jóvenes con la experiencia adquirida. El Obispo ha de mostrar también su cercanía fraterna a los que se encuentran en la misma situación por enfermedad grave u otras formas persistentes de debilidad, ayudándolos a «  mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han inculcado en los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de su unión con Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan de la Pasión del Señor  ».186

Asimismo, el Obispo debe seguir de cerca, con la oración y una caridad efectiva, a los sacerdotes que por cualquier motivo dudan en su vocación y su fidelidad a la llamada del Señor, y de algún modo han faltado a sus deberes.187

Finalmente, no debe dejar de examinar los signos de virtudes heroicas que eventualmente se hubieren dado entre los sacerdotes diocesanos y, cuando lo crea oportuno, proceder a su reconocimiento público, dando los pasos necesarios para introducir la causa de canonización.188

Formación de los candidatos al presbiterado

48. Al profundizar el tema del ministerio de los presbíteros, los Padres sinodales centraron su atención en la formación de los candidatos al sacerdocio, que se desarrolla en el Seminario.189 Esta formación, con todo lo que conlleva de oración, dedicación y esfuerzo, es una preocupación de importancia capital para el Obispo. Los Padres sinodales, a este respecto, sabiendo bien que el Seminario es uno de los bienes más preciosos para la diócesis, trataron con detenimiento del mismo, reafirmando la necesidad indiscutible del Seminario Mayor, sin descuidar la relevancia que tiene también el Menor para la transmisión de los valores cristianos con vistas al seguimiento de Cristo.190

Por tanto, el Obispo debe manifestar su solicitud, ante todo, eligiendo con el máximo cuidado a los educadores de los futuros presbíteros y determinando el modo más oportuno y apropiado para que reciban la preparación que necesitan para desempeñar este ministerio en un ámbito tan fundamental para la vida de la comunidad cristiana. Asimismo, ha de visitar con frecuencia el Seminario, aun cuando las circunstancias concretas le hubieran hecho optar junto con otros Obispos por un Seminario interdiocesano, en muchos casos necesario e incluso preferible.191 El conocimiento personal y profundo de los candidatos al presbiterado en la propia Iglesia particular es un elemento del cual el Obispo no puede prescindir. En base a dichos contactos directos se ha de esforzar para que en los Seminarios se forme una personalidad madura y equilibrada, capaz de establecer relaciones humanas y pastorales sólidas, teológicamente competente, con honda vida espiritual y amante de la Iglesia. También ha de ocuparse de promover y alentar iniciativas de carácter económico para el sustentamiento y la ayuda a los jóvenes candidatos al presbiterado.

Es evidente, sin embargo, que la fuerza para suscitar y formar vocaciones está ante todo en la oración. Las vocaciones necesitan una amplia red de intercesores ante el «  Dueño de la mies  ». Cuanto más se afronte el problema de la vocación en el contexto de la oración, tanto más la oración ayudará al elegido a escuchar la voz de Aquél que lo llama.

Llegado el momento de conferir las Órdenes sagradas, el Obispo hará el escrutinio prescrito.192 A este respecto, consciente de su grave responsabilidad al conferir el Orden presbiteral, sólo acogerá en su propia diócesis candidatos procedentes de otra o de un Instituto religioso después de una cuidadosa investigación y una amplia consulta, según las normas del derecho.193

El Obispo y los diáconos permanentes

49. Como dispensadores de las sagradas Órdenes, los Obispos tienen también una responsabilidad directa respecto a los Diáconos permanentes, que la Asamblea sinodal reconoce como auténticos dones de Dios para anunciar el Evangelio, instruir a las comunidades cristianas y promover el servicio de la caridad en la familia de Dios.194

Por tanto, el Obispo debe cuidar de estas vocaciones, de cuyo discernimiento y formación es el último responsable. Aunque normalmente tenga que ejercer esta responsabilidad a través de colaboradores de su total confianza, comprometidos en actuar conforme a las disposiciones de la Santa Sede,195 el Obispo ha de tratar en lo posible de conocer personalmente a cuantos se preparan para el Diaconado. Después de haberlos ordenado, seguirá siendo para ellos un verdadero padre, animándolos al amor del Cuerpo y la Sangre de Cristo, de los que son ministros, y a la Santa Iglesia que han aceptado servir; a los que estén casados, les exhortará a una vida familiar ejemplar.

Solicitud para con las personas de vida consagrada

50. La Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata ya subrayó la importancia que tiene la vida consagrada en el ministerio del Obispo. Apoyándose en aquel testo, los Padres recordaron en este último Sínodo que, en la Iglesia como comunión, el Obispo ha de estimar y promover la vocación y misión específicas de la vida consagrada, que pertenece estable y firmemente a la vida y a la santidad de la Iglesia.196

También en la Iglesia particular ha de ser presencia ejemplar y ejercer una misión carismática. Por tanto, el Obispo ha de comprobar cuidadosamente si hay personas consagradas que hayan vivido en la diócesis y dado muestras de un ejercicio heroico de las virtudes y, si lo cree oportuno, proceder a iniciar el proceso de canonización.

En su atenta solicitud por todas las formas de vida consagrada, que se expresa tanto en la animación como en la vigilancia, el Obispo ha de tener una consideración especial con la vida contemplativa. A su vez, los consagrados, deben acoger cordialmente las indicaciones pastorales del Obispo, con vistas a una comunión plena con la vida y la misión de la Iglesia particular en la que se encuentran. En efecto, el Obispo es el responsable de la actividad pastoral en la diócesis: con él han de colaborar los consagrados y consagradas para enriquecer, con su presencia y su ministerio, la comunión eclesial. A este propósito, se ha de tener presente el documento Mutuae relationes y todo lo que concierne al derecho vigente.

También se recomendó un cuidado particular con los Institutos de derecho diocesano, sobre todo con los que se encuentran en serias dificultades: el Obispo ha de tener con ellos una especial atención paterna. En fin, en el iter para aprobar nuevos Institutos nacidos en su diócesis, el Obispo ha de esmerarse en proceder según lo indicado y prescrito en la Exhortación Vita consecrata y en las otras instrucciones de los Dicasterios competentes de la Santa Sede.197

Los fieles laicos en el cuidado pastoral del Obispo

51. En los fieles laicos, que son la mayoría del Pueblo de Dios, debe sobresalir la fuerza misionera del Bautismo. Para ello necesitan el apoyo, aliento y ayuda de sus Obispos, que los lleven a desarrollar el apostolado según su propia índole secular, basándose en la gracia de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Por eso es necesario promover programas específicos de formación que los capaciten para asumir responsabilidades en la Iglesia dentro de las estructuras de participación diocesana y parroquial, así como en los diversos servicios de animación litúrgica, catequesis, enseñanza de la religión católica en las escuelas, etc.

Corresponde sobre todo a los laicos –y se les debe alentar en este sentido– la evangelización de las culturas, la inserción de la fuerza del Evangelio en la familia, el trabajo, los medios de comunicación social, el deporte y el tiempo libre, así como la animación cristiana del orden social y de la vida pública nacional e internacional. En efecto, al estar en el mundo, los fieles laicos pueden ejercer una gran influencia en los ambientes de su entorno, ampliando las perspectivas del horizonte de la esperanza a muchos hombres y mujeres. Por otra parte, ocupados por su opción de vida en las realidades temporales, los fieles laicos están llamados, como corresponde a su condición secular específica, a dar cuenta de la esperanza (cf. 1 Pe 3, 15) en sus respectivos campos de trabajo, cultivando en el corazón la «  espera de una tierra nueva  ».198 Los Obispos, por su parte, han de estar cerca de los fieles laicos que, insertos directamente en el torbellino de los complejos problemas del mundo, están particularmente expuestos a la desorientación y al sufrimiento, y los deben de apoyar para que sean cristianos de firme esperanza, anclados sólidamente en la seguridad de que Dios está siempre con sus hijos.

Se debe tener en cuenta también la importancia del apostolado laical, tanto el de antigua tradición como el de los nuevos movimientos eclesiales. Todas estas realidades asociativas enriquecen a la Iglesia, pero necesitan siempre de una labor de discernimiento que es propia del Obispo, a cuya misión pastoral corresponde favorecer la complementariedad entre movimientos de diversa inspiración, velando por su desarrollo, la formación teológica y espiritual de sus animadores, su inserción en la comunidad diocesana y en las parroquias, de las cuales no deben separarse.199 El Obispo ha de procurar también que las asociaciones laicales apoyen la pastoral vocacional en la diócesis, favoreciendo la acogida de todas las vocaciones, especialmente al ministerio ordenado, la vida consagrada y el compromiso misionero.200

Solicitud por la familia

52. Los Padres sinodales hablaron muchas veces en favor de la familia, llamada justamente «  iglesia doméstica  », espacio abierto a la presencia del Señor Jesús, santuario de la vida. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es una comunidad de primordial importancia, pues en ella tanto los esposos como sus hijos viven su propia vocación y se perfeccionan en la caridad. La familia cristiana –se subrayó en el Sínodo– es comunidad apostólica, abierta a la misión.201

Es cometido del Obispo preocuparse de que en la sociedad civil se defiendan y apoyen los valores del matrimonio mediante opciones políticas y económicas apropiadas. En el seno de la comunidad cristiana ha de impulsar la preparación de los novios al matrimonio, el acompañamiento de los jóvenes esposos, así como la formación de grupos de familias que apoyen la pastoral familiar y estén dispuestas a ayudar a las familias en dificultad. La cercanía del Obispo a los esposos y a sus hijos, incluso mediante iniciativas diocesanas de diverso tipo, será un gran apoyo para ellos.

Refiriéndose a las tareas educativas de la familia, los Padres sinodales reconocieron unánimemente el valor de las escuelas católicas para la formación integral de las nuevas generaciones, la inculturación de la fe y el diálogo entre las diversas culturas. Por tanto, es necesario que el Obispo apoye y ponga de relieve la obra de las escuelas católicas, promoviendo su constitución donde no existan y urgiendo, en lo que de él dependa, a las instituciones civiles para que favorezcan una efectiva libertad de enseñanza en el País.202

Los jóvenes, una prioridad pastoral de cara al futuro

53. El Obispo, pastor y padre de la comunidad cristiana, ha de prestar una atención particular a la evangelización y acompañamiento espiritual de los jóvenes. Un ministerio de esperanza no puede dejar de construir el futuro junto con aquellos a quienes está confiado el porvenir, es decir, los jóvenes. Como «  centinelas de la mañana  », esperan la aurora de un mundo nuevo. La experiencia de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que los Obispos apoyan con entusiasmo, nos enseña cuántos jóvenes están dispuestos a comprometerse en la Iglesia y en el mundo si se les propone una auténtica responsabilidad y se les ofrece una formación cristiana integral.

En esta perspectiva, haciéndome intérprete del pensamiento de los Padres sinodales, hago un llamamiento especial a las personas consagradas de los numerosos Institutos empeñados en la formación y educación de los niños y jóvenes para que no se desanimen ante las dificultades del momento y no cejen en su benemérita obra, sino que la intensifiquen dando cada vez mayor calidad a sus esfuerzos.203

Mediante una relación personal con sus pastores y formadores, se ha de impulsar a los jóvenes a crecer en la caridad, educándolos para una vida generosa, disponible al servicio de los otros, sobre todo de los necesitados y enfermos. Así es más fácil hablarles también de las otras virtudes cristianas, especialmente de la castidad. De este modo llegarán a entender que una vida es «  bella  » cuando se entrega, a ejemplo de Jesús. Y estarán en condiciones de hacer opciones responsables y definitivas, tanto respecto al matrimonio como al ministerio sagrado o la vida consagrada.

Pastoral vocacional

54. Es preciso promover una cultura vocacional en su más amplio sentido, es decir, hay que educar a los jóvenes a descubrir la vida misma como vocación. Por tanto, conviene que el Obispo inste a las familias, comunidades parroquiales e institutos educativos para que ayuden a los jóvenes a descubrir el proyecto de Dios sobre su vida, acogiendo la llamada a la santidad que Dios dirige a cada uno de manera original.204

A este propósito, es muy importante fortalecer la dimensión vocacional de toda la acción pastoral. Por eso, el Obispo ha de procurar que se confíe la pastoral juvenil y vocacional a sacerdotes y personas capaces de transmitir, con entusiasmo y con el ejemplo de su vida, el amor a Jesús. Su cometido es acompañar a los jóvenes mediante una relación personal de amistad y, si es posible, de dirección espiritual, para ayudarlos a percibir los signos de la llamada de Dios y buscar la fuerza necesaria para corresponder a ella con la gracia de los Sacramentos y la vida de oración, que es ante todo escuchar a Dios que habla.

Estos son algunos de los ámbitos en los que el Obispo ejerce su ministerio de gobierno y manifiesta a la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada la caridad pastoral que lo anima. Una de las formas características de dicha caridad es la compasión, a imitación de Cristo, Sumo Sacerdote, el cual supo compadecerse de las flaquezas, puesto que él mismo fue probado en todo igual que nosotros, aunque, a diferencia nuestra, no en el pecado (cf. Hb 4, 15). Dicha compasión está siempre unida a la responsabilidad que el Obispo ha asumido ante Dios y la Iglesia. De este modo realiza las promesas y los deberes asumidos el día de su Ordenación episcopal, cuando ha dado su libre consentimiento a la llamada de la Iglesia para que cuide, con amor de padre, del Pueblo santo de Dios y lo guíe por la vía de la salvación; para que sea siempre acogedor y misericordioso, en nombre de Dios, para con los pobres, los enfermos y todos los que necesitan consuelo y ayuda, y esté dispuesto también, como buen pastor, a ir en busca de las ovejas extraviadas para devolverlas al redil del Señor.205 

 

PARTE III >

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Laudetur Jesus Christus.
Et Maria Mater ejus. Amen